Misterio en el Museo • 15

EL SÁBADO por la mañana, Trixie estaba lista para ir de compras antes incluso de que el resto de la familia se hubiese levantado.

—¡Cielos! —exclamó el señor Belden al entrar en la cocina—. ¡Lo veo y no lo creo! ¡Si hasta has puesto la mesa para el desayuno!

—Y he limpiado los muebles y batido la mantequilla para hacer galletas ——terminó Trixie, con sus ojos azules radiantes de felicidad—. Lo único que aún no he hecho ha sido mi cama. La apuesta con Mart sigue en pie y, como la he ganado, ya puede empezar a cumplir lo pactado desde hoy mismo…

Mart entraba en aquel momento.

—¿He oído que hablabas de camas? —preguntó—. Si es así, he de recordarle a cierta persona que todavía me quedan unas horas, durante las cuales puedo sacar mi varita mágica y conseguir que el perro me obedezca. Estoy decidido a que ese chucho haga lo que le mande. De eso depende el hacer las camas durante un mes, y no estoy dispuesto a perder.

Trixie sonrió. Ni siquiera Mart parecía ya enfadado con ella. Tal vez no lo había estado en ningún momento. Ahora que podía pensar fríamente, reconocía que la convivencia con ella esa semana había tenido que resultar difícil.

—¡Cuánto me alegra volver a verte contenta, Trixie! —dijo su madre sonriendo al entrar.

—Es porque he hecho las paces con Di —explicó Trixie—. ¡Me siento tan feliz!

Mart se quedó mirándola.

—¡Qué extraño! Vi a Di anoche y no me dijo nada de que hubiese hecho las paces contigo. En realidad, me dio la impresión de que tu nombre aún seguía borrado de su vocabulario.

—Bueno, pues te equivocas —replicó Trixie—. Ni siquiera puedo desayunar, mamá. Me parece que estoy demasiado nerviosa. ¿Qué te parece si me voy ya?

Asombrada, Helen Belden miró a su hija y luego al reloj.

—Pero, Trixie… ¡si sólo son las siete y media!

Y Trixie no tuvo más remedio que esperar. Pero a las nueve y media se dio cuenta de que no podía aguardar un instante más. Cogió la bici y se fue, a toda la velocidad de que era capaz, hasta el buzón situado en la carretera, junto a la finca de los Lynch.

Para su sorpresa, Honey ya estaba allí. Algo había en su aspecto que le hizo pensar a Trixie que ya llevaba allí un buen rato, paseando de arriba abajo. Lo olvidó todo, sin embargo, cuando Honey llegó corriendo a reunirse con ella.

—¡Honey! —llamó Trixie—. ¡Qué día tan espléndido!

Me siento tan feliz que podría volar como un pájaro. ¡Mira! —extendió los brazos y empezó a aletear, subiendo y bajándolos.

Honey no dijo nada.

—¡Honey! —los brazos de Trixie se detuvieron a ambos lados del cuerpo—. ¿Hay alguna pega?

—¿Pega? ¿Y qué pega podría haber? —Honey tragó saliva—. Todo está perfectamente. De veras.

Pero en cuanto apareció Di por una curva, Trixie se dio cuenta de que no todo estaba tan perfectamente como Honey había asegurado.

Di llevaba un alegre vestido de flores, pero su cara no mostraba expresión alguna. Al captar la mirada de Trixie, su rostro pareció indicar por un instante que se iba a dar la vuelta, hacia su casa.

Honey también lo temió.

—¡Espera un momento! —gritó, echando a correr hacia donde Di se había quedado, quieta y muda como una estatua.

Pronto vio Trixie que las dos se enzarzaban en una acalorada discusión. Honey movía los brazos y gritaba; Di se limitaba a mover la cabeza, negativamente.

Trixie se acercó a ellas.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó—. Son ya casi las diez. ¿Hay algún problema?

—Júzgalo tú misma —repuso Honey—. Ayer llegué a dos acuerdos para hoy: uno, entre tú y yo; el otro, entre Di y yo. ¡Me vais a matar entre las dos! Resumiendo, Trix, no le dije a Di que venías con nosotras esta mañana.

—¡Honey! ¿Cómo has podido hacer una cosa así? —se escandalizó Trixie.

—Ayer me pareció una idea magnífica —explicó Honey—. Creí que podría reconciliaros con facilidad. Pero anoche, cuando le conté a la señorita Trask lo que había hecho, me contestó que no debería haberme mezclado en eso. ¿Sabéis el tiempo que llevo esperando junto al buzón?

¡Una hora, así, como suena! He estado intentando armarme de valor para confesaros a las dos lo que había hecho.

Di parecía enfadadísima.

—¿Por qué lo has hecho, Honey?

De repente, Honey perdió la paciencia.

—¡Alguien tenía que hacer algo! —exclamó—. ¿No sabéis lo insoportables que habéis estado toda semana? Y después, cuando Brian y Mart dijeron que los Bob-Whites podrían llegar a dividirse…

—¡Dividirse! —se asombró Di—. Pero ¿por qué?

—¡Oh, Di! ¿Es que no lo ves? —intervino Trixie—. Si nosotros, los Bob-Whites, no conseguimos mantenernos unidos, ¿cómo vamos a intentar ayudar a los demás? Estoy realmente arrepentida de haberte molestado, pero nunca fue ésa mi intención. ¿Es que no podemos volver a ser amigas?

—¿Admitirás que estabas equivocada al sospechar que mi mayordomo era un ladrón?

—¿Y por qué es eso tan importante para ti? —gritó Trixie—. Si Mart te lo ha contado todo, tienes que admitir que el comportamiento de Harrison resulta muy extraño.

—Tendrá sus razones para obrar así —exclamó Di—. Sea como sea, no ha hecho nada malo: lo sé.

Trixie habría deseado estar tan segura como Di de la inocencia de Harrison, pero no lo estaba. Y, por otra parte, ¿qué era más importante: tener razón o ser amigas?

—Perfectamente, Di —dijo por último—. Estaba equivocada al suponer que Harrison era un ladrón; ya no volveré a preocuparme por él nunca más. Lo olvidaré.

—Él es inocente, lo sabes —dijo Di.

—¿Quién?

Di la miró.

—Harrison, naturalmente.

—No tengo ni idea de lo que estás diciendo —dijo Trixie con aire despistado—. ¿Harrison? ¿Quién es ése?

De repente cayeron en la cuenta de que Honey había estado observándolas atentamente. Cuando la miraron, rió feliz.

—¿Sabéis lo que os digo? —gritó—. Que hace un día estupendo. Me siento tan feliz que podría volar como un pájaro. ¡Mirad!

Extendió los brazos y empezó a aletear, subiendo y bajándolos. Poco a poco, Di hizo lo mismo.

Trixie vaciló, pero acabó imitándolas y, riendo, las tres «volaron» hasta las bicicletas.

¡Hacía una mañana maravillosa! Las tres amigas visitaron prácticamente todas las tiendas de Sleepyside, aunque compraron muy pocas cosas. Se conformaban con estar las tres juntas otra vez. Trixie no había sido nunca tan feliz… pero aquello no iba a durar mucho.

Estaban muy ocupadas tomando unas hamburguesas con salsa en Wimpy cuando volvió la tragedia.

Trixie miraba la calle por la ventana. Veía a los compradores de sábado y a la gente de negocios que iba con prisa a su trabajo, cuando se fijó en una bicicleta apoyada fuera de la bollería.

Se acercó más al cristal para poder ver mejor.

—Mirad —dijo con aire ausente—, ¿no es aquélla la bici de alguien cuyo nombre he olvidado?

Di se metió en la boca otra patata frita.

—No puede ser —contestó—. No tiene bici. Me lo dijo ayer, sin ir más lejos.

Trixie volvió a mirar. Parecía la misma bici amarilla en la que había visto ir al mayordomo de Di.

En ese instante, de la bollería salió un hombre con una bolsa de papel en la mano. No llevaba el uniforme ni la pistola, pero Trixie lo reconoció inmediatamente. Era Charlie, el cómplice de Harrison.

Trixie vio que echaba una mirada a derecha e izquierda de la calle, antes de montar en la bici y marcharse.

Entonces, Trixie se convenció de que aquélla era la misma bici que tantas veces había visto aparcada en el porche de la señora Crandall. Se fijó en la línea negra que ya anteriormente había visto dibujada en el guardabarros trasero.

Iba a decir algo, pero notó que Di la estaba mirando con frialdad.

—¿No vas a salir tras él, Trixie? —preguntó—. No te quedarás satisfecha hasta que no metas la nariz en el último rincón.

—No, no; eso no es cierto —protestó Trixie—. Sólo me estaba preguntando qué hacía ese hombre, Charlie, con la bici de Harrison.

Di arrojó el plato lejos de sí.

—¡Ya te he dicho que Harrison no tiene bici!

—Pero, Di, él le dijo a Jim que era suya. Y era esa bici. La he visto bastantes veces la semana pasada, no puedo equivocarme.

Di se levantó bruscamente.

—Está bien, Trixie —dijo—. Vamos a dejar las cosas claras de una vez para siempre. Ven conmigo. Quiero enseñarte algo.

Honey las miraba sin saber qué hacer.

—¡Oh, Trixie, Di! Por favor, olvidad todo eso. Lo pasado, pasado. Dejadlo estar, y como si no hubiese ocurrido nunca.

Pero Trixie dijo:

—No, será mejor que dejemos todo claro de una vez para siempre. Si no lo hacemos así, siempre quedará la duda de lo que una piensa de la otra. Y yo no quiero fingir. ¿Y tú, Di?

Di no escuchaba. Estaba contando el dinero para pagar la consumición.

—Vamos —repitió—. Tenemos que arreglar esto… ahora mismo.

Los pensamientos de Trixie giraban incontrolados como un torbellino, mientras seguía, junto a Honey, a Di, fuera del restaurante. Atravesaron la plaza y avanzaron por la calle del Museo de Arte.

Enfrente, el aparcamiento del hospital no parecía tan lleno como de costumbre. Trixie suspiró. ¡Cuántas cosas habían pasado desde que Jim y ella estuvieron allí…! ¿De veras sólo había transcurrido una semana?

Di se encaminó al museo. Se detuvo ante la puerta, entró y echó una mirada por el pequeño vestíbulo, como si buscase a alguien.

Trixie también miró a su alrededor. Había visitado el museo varias veces, con sus compañeros de clase, cuando estaba en primaria, porque aquél era uno de los lugares de visita preferido por los profesores.

Pasado el arco de la izquierda, sabía Trixie, se encontraba la pequeña galería de exposiciones. La ciudad de Sleepyside estaba orgullosa de su colección. Varios de sus más prósperos residentes habían prestado al museo, por tiempo indefinido, pinturas famosas.

Por el arco de la derecha se llegaba a una zona que todos llamaban la Sala Oriental, donde se exponían armaduras antiguas de guerreros japoneses. También había magníficas pinturas y delicados platos de porcelana china. Trixie supuso que allí debía haberse expuesto, con todos los honores, el jarrón Ming.

Mientras observaba la sala oyó ruido de pasos que se acercaban; por el arco apareció un grupo de visitantes.

Una voz suave decía:

—Y aquí, damas y caballeros, termina nuestra visita. Si tienen alguna pregunta que hacer o desean solicitar visitas especiales en cualquier momento, no duden en ponerse en contacto conmigo. Será un placer atenderles de nuevo.

Estas observaciones las hacía una joven que llevaba en la solapa una tarjeta en la que se leía: Janet Gray. Saludó atentamente a todos y desapareció por las oficinas del museo.

Honey susurró:

—Trixie, ¿no era…?

Ésta asintió y musitó a su vez:

—La que estaba en la sala de Harrison, en el hospital. La vimos también en el bazar, y después en el granero abandonado. Honey, es uno de los cómplices de Harrison. Y no sólo eso, sino que ahora caigo en por qué me resultaba familiar antes: solía darnos lecciones cuando veníamos aquí de pequeñas.

—No tiene aspecto de granuja —observó Honey—. Pero, en realidad, tampoco sé cómo se nota que alguien es un granuja.

Di miró a sus espaldas y dijo:

—¡Ah!, ya está aquí. Lo estaba buscando. ¿Puedo verlo un momento, por favor?

Trixie se volvió y se quedó con la boca abierta: allí, frente a ella, se encontraba nada menos que Charlie, el guardia. Le pareció que se asombraba de verlas.

—¡Oh! —dijo Charlie—. Buenos días, señorita. No sabía que iba a venir hoy.

—Hemos venido para ver si puede resolvernos una pequeña cuestión a mis amigas y a mí —dijo Di, señalando a Trixie y Honey—. Verá: queremos saber de quién es la bici amarilla que ha usado usted hace unos cinco minutos. Mis amigas insisten en que pertenece a mi mayordomo, el señor Harrison, y yo digo que no.

Charlie tosió, nervioso.

—La bici es mía —murmuró—. Se la dejé una vez a Harrison porque necesitaba hacer un recado urgente.

—Entonces, ¿por qué dijo él que la bici era suya? —preguntó Trixie, que estaba completamente desorientada.

—No tengo ni idea, señorita.

—Ya ves, Trixie —siguió Di—. Charlie Burnside es el guardia del museo. La señorita Gray es cicerone del mismo. Los dos son amigos de Harrison desde hace bastante tiempo.

—¿Podría contestarme a una pregunta, por favor? —dijo Trixie, dirigiéndose a Charlie—. ¿Por qué estaban ustedes tres la semana pasada en aquel granero abandonado?

Charlie se puso nervioso.

—¿Granero abandonado? No sé nada de ningún granero abandonado. Discúlpeme, señorita. Janet y yo íbamos a tomarnos unos donuts para comer —y se alejó hacia la oficina, cuya puerta cerró bruscamente tras de sí.

—¡Bueno! —exclamó Di—. ¿Estás ya satisfecha?

—Su… supongo que sí —contestó Trixie, que se sentía más confundida que nunca—; pero ¿por qué no nos dijiste antes que conocías a toda esta gente?

—Estaba enfadada —confesó Di—. No me sentía con ganas de contaros nada.

—Charlie, al final, no ha contestado qué hacía en el granero —comentó Honey.

—Ni si la señorita Gray le contó a Harrison lo de la clave del libro de canciones infantiles —añadió Trixie.

—¿Y qué tiene de malo que se lo contara? —se impacientó Di—. Son amigos y tal vez ella lo mencionase. Quizá también Harrison estuviese intentando encontrar el jarrón Ming.

Y quedarse con él —pensó Trixie—. Se marchó del hospital expresamente para buscarlo.

Se veía que Di se sentía más feliz, ahora que creía haber encontrado un buen argumento y vencido en la controversia.

—Quiero enseñaros algo más —dijo con un tono de voz mucho más amistoso. Y se encaminó hacia la Sala Oriental, acercándose a una pequeña caja de cristal.

Trixie y Honey se inclinaron para observar una hermosa diosa, de jade, pequeñita, graciosamente montada en un pedestal de ébano.

—¡Oh, Di! —exclamó Honey—. ¡Qué belleza!

Di sonreía.

—¿No es maravillosa? Se llama Lien-Ting. Papá la donó al museo el año pasado.

Trixie asintió.

—¿Está cerrada la caja? Supongo que sí, porque debe tener un gran valor.

—Por supuesto —respondió Di, inclinándose un poco más hacia la estatuilla—. No imagináis la de medidas de seguridad que tomamos cuando la trajo Harrison. Fue embalada en una caja especial y… —de pronto enmudeció y se quedó mirando.

Al ver la extraña expresión de Di, Trixie gritó:

—¿Qué pasa? —cogió el brazo de Di—. ¿Qué sucede? ¿Qué miras?

Di no contestó. Su rostro había perdido el color. Luego, con un gemido ahogado se soltó del brazo y salió de la sala corriendo.

Trixie y Honey se quedaron atónitas. Aún estaban mirando hacia donde había desaparecido su amiga, cuando la alta figura del señor Dunham, el conservador, apareció en la entrada.

—¿Era la señorita Lynch la que acaba de salir? —preguntó, con un gesto de preocupación en su cara—. Se ha ido tan de repente… Venía a decirle si queríais que os enseñase todo el museo… ¿Ha pasado algo?

Sumida en sus pensamientos, Trixie miró hacia la estatuilla de Lien-Ting.

—No estoy segura —dijo despacio—, pero creo que Di ha descubierto algo… algo que le ha afectado mucho. Me pregunto qué será.