¡Atrapados! • 17
PRONTO LOS BOB-WHITES se encontraron otra vez en el bosque. Trixie volvió a aspirar los agradables perfumes de la floresta, y a escuchar el clop-clop de las herraduras de sus caballos sobre el suelo mullido.
Suspiró.
—Ahora no parece tan tenebroso, ni asusta —le dijo a Jim, que cabalgaba a su lado—. La otra noche, cuando nos perdimos Honey y yo, nos parecía que había un fantasma oculto detrás de cada tronco. De no haber sido por nuestro perro…
En aquel instante, como si supiese que estaban hablando de él, apareció Reddy saltando entre los árboles, las orejas tiesas, el rabo enhiesto. El pelo no tenía en absoluto aspecto de limpio, ni de cepillado. Trixie sospechó que había estado cazando conejos.
—¡No, Reddy! —le gritó con medio cuerpo fuera de la silla—. No puedes venir con nosotros. ¡Ve a casa!
Reddy no hizo ningún caso. Estaba encantado de verlos, y esperaba que ellos así lo entendiesen. Lanzó unos ladridos cortos y agudos, a la vez que emprendía la marcha delante de todos, tan cerca que casi lo pisaban los caballos, volviéndose de vez en cuando como si quisiera morderse la cola.
La consecuencia de su actitud fue una conmoción tan enorme entre los caballos que los Bob-Whites se las vieron y se las desearon para mantenerse en sus sillas.
—¡Mart! ¡Haz algo! —suplicó Trixie, mientras Susie se agitaba debajo de ella.
—¡Reddy! —gritó Mart desde Strawberry—. ¡Échate! ¡Hazte el muerto!
Al instante, Reddy se quedó sentado agitando la cola como si ésta tuviese vida propia, independiente del resto del cuerpo, moviéndose de un lado a otro y levantando una nube de hojas secas, palitos y tierra.
—¡Voilá! —exclamó Mart orgulloso, aprovechando el súbito silencio que se produjo—. Sólo es cuestión de saber las palabras que hay que decir. Ya lo veis.
—¡Oh, Mart!, mándalo a casa —pidió Trixie.
—¿Admites, mi querida hermana, que poseo la facultad de controlar a nuestro amigo el perro?
Brian se echó a reír.
—¡Ahora te tiene él a ti, Trixie! Reddy le ha obedecido inmediatamente.
—¡Pero eso no vale! —exclamó Trixie—. Mart no le está enseñando a Reddy a hacer lo que le dice.
—¡Te equivocas! —replicó a su vez Mart—. Se trata de que Reddy haga lo que queremos. Y he conseguido que se esté quieto.
Trixie suspiró.
—Me parece que al final he perdido la apuesta —dijo con resignación—. Entonces me toca una semana extra de hacer camas —miró al perro—. Pero lo mejor que puedes hacer, Reddy, es cumplir lo que se te mande, o lo vas a pasar muy mal.
Reddy levantó la cabeza y la miró.
—Dejadle que se quede —pidió Di—. Nos hará compañía.
—Dicho y hecho —anunció Mart, que gritó a continuación—: ¡Reddy, márchate!
El perro se fue inmediatamente junto a Strawberry, decidido a seguirlo hasta el fin.
Trixie volvió a suspirar.
—Bueno, cuando hayamos resuelto el caso, tendremos algo más que celebrar.
Después, reanudaron la marcha por el bosque.
La cola de Reddy, que parecía un muestrario de recuerdos del camino, ondeaba triunfante mientras el perro marchaba junto al grupo.
Al llegar al granero, Trixie pudo comprobar que parecía mucho más abandonado que de noche, visto así, a la luz del día. Junto a su entrada yacía un arado roto y oxidado, donde habían anidado un par de palomas torcaces.
—¡Uf! —exclamó Mart—. ¡Mirad! Parece como si no hubiese venido aquí nadie desde hace años.
—¡Excepto en esto! —llamó la atención Trixie—. Se había inclinado en la silla y señalaba hacia el suelo.
Los Bob-Whites desmontaron de los caballos y examinaron el terreno.
—Es una huella de herradura —dijo Di estremeciéndose—. Pero es curioso: parece como si hubiese sido hecha… por un caballo que llevase zapatillas —terminó.
Trixie estaba nerviosísima.
—Eso fue lo que me pareció la primera vez; parece que seguimos la pista correcta.
Los Bob-Whites ataron las riendas de los caballos en las ramas bajas de un árbol y entraron en el granero.
Les bastó una mirada para asegurarse de que Trixie tenía razón. En uno de los rincones del fondo había un caballo, de pelaje ligeramente brillante. Era negro como Júpiter y, en opinión de Trixie, casi tan bello como él. Los cascos se conservaban aún recubiertos de trapos, lo que le permitía moverse por el bosque en silencio.
—¡Aquí está! —dijo Trixie—. Éste es el caballo que lleva zapatillas. Y cuando aquella noche creímos que se habían evaporado, lo que pasó en realidad fue que, al ser negro, lo perdimos de vista y, como no hacía ruido…
Honey se estremeció.
—Ahora comprendo; el fantasma no era otro que Harrison, vestido de modo que infundiera miedo —le dijo a Jim—. Pero sigo temiendo que aparezca el jinete sin cabeza…
Su voz se diluyó en un silencio misterioso. Miró por encima de los hombros de su hermano, hacia el extremo opuesto del granero. Los demás Bob-Whites se volvieron poco a poco.
Hacia ellos avanzaba una figura. Iba envuelta en una capa negra que la cubría desde los hombros —sin cabeza— hasta la punta de las zapatillas blancas. La capa tenía un jirón en el borde.
—Muy ingenioso, ¿eh? —dijo Mart.
Y unos segundos después vieron su rostro, riendo, tras quitarse el armazón que lo cubría.
—¡Mart! —gritó Trixie—. ¡Nos has asustado!
—Lo encontré colgado ahí atrás —aclaró Mart—. La capa está montada en un armazón de madera; miradlo —y lo mostró a todos. También observaron los agujeros que se le habían hecho para poder ver.
—¡El jinete sin cabeza cabalga otra vez! —gritó Dan.
Entonces se produjo un ruido inesperado tras ellos. Al mirar, vislumbraron fugazmente una silueta alta con sombrero de hongo.
La puerta del granero se cerró de golpe e inmediatamente oyeron el sonido de una pesada barra que la atrancaba.
—Es Harrison —dijo Di—. ¿Qué vamos a hacer? ¡Estamos encerrados!
Los chicos perdieron unos minutos preciosos intentando abrir la puerta y echarla abajo. No consiguieron ninguna de las dos cosas.
—Nada —reconoció Brian—. Esa puerta es más fuerte de lo que parece. Y ahora, ¿qué?
—Podemos gritar pidiendo ayuda —apuntó Mart.
—¿Y quién nos va a oír? —dijo Honey—. Pasaríamos aquí la Navidad. ¿Qué se te ocurre, Trixie?
Pero Trixie estaba pensando en otra cosa.
—Esto no parece que tenga mucha lógica —murmuró—. ¿Por qué no buscó en la casa cuando tuvo su oportunidad? Lo que no hay duda es que olí el perfume. Y aquí está la capa que faltaba. No me extrañaría… —se detuvo, perpleja—. No recuerdo que Reddy haya entrado aquí con nosotros.
—No, no ha entrado —contestó Honey—. Lo dejamos ahí fuera, con los caballos.
—Entonces, ¿cómo está aquí ahora? ¡Reddy, ven!
Reddy, que había estado olfateando todos los olores del granero, se volvió inmediatamente y desapareció.
Se oyó un crujido. Los Bob-Whites vieron un destello de luz al salir Reddy forzando una tabla podrida situada tras el pesebre del caballo negro.
—¡Estamos salvados! —dijo Mart.
—Ten cuidado al pasar junto al caballo —le advirtió Jim, siguiéndolo.
Pero no pasaron apuros. Al poco rato todos los Bob-Whites respiraban el aire puro del campo, cegados por la luz del sol.
—Era elemental, después de todo —expuso Mart dándose importancia.
Trixie se quedó como petrificada. En su cerebro se puso otra vez en marcha toda la secuencia: la puerta cerrada de la bodega, la casa que olía a colonia, la capa perdida, el bromista, la estatua de Lien-Ting…
—¡Ya está! —gritó—. ¡Ésa es la solución! ¿No lo entendéis? ¡Tenemos que ir a Sleepyside Hollow inmediatamente! ¡No tenemos ni un momento que perder! ¡Sé dónde está escondido el jarrón Ming!