¡El mayordomo lo hizo! • 16

CUANDO TRIXIE Y HONEY consiguieron llegar a la puerta del museo, ya no vieron a Di. Miraron calle arriba y calle abajo, pero no hallaron ni rastro de ella.

—No entiendo nada —se quejaba Honey—. ¿Qué habrá sido lo que le ha hecho salir corriendo de esa manera? ¿Y adónde puede haber ido? ¡Y yo que pensaba que todo se había arreglado!

Trixie parecía desesperanzada.

—Me siento como impotente. Lo único que se me ocurre es mirar por los alrededores, regresar después y recoger las bicis. Tal vez Di nos espere allí.

Las dos amigas buscaron por tiendas y calles durante media hora. Mientras tanto, iban hablando, intentando adivinar lo que podría haberle ocurrido. Una vez abandonada la búsqueda y de regreso a las bicis, descubrieron que la de Di había desaparecido, por lo que se marcharon apresuradamente a casa.

Mart estaba esperándolas impaciente en la entrada de la finca de los Lynch.

—Ya era hora —exclamó en cuanto las vio llegar—. ¿Dónde habéis estado? ¡Venga! Estamos todos esperándoos. Hay una reunión urgente de los Bob-Whites ahora mismo.

—¿Urgente? —gritó Trixie—. ¿Qué sucede?

—¡Mart, por favor! —suplicó Honey—, explícate. ¿Hay alguien herido?

—No, nada de eso.

Mart corrió con ellas por el camino que llevaba al club. Trixie y Honey, cansadas de recorrer las calles de la ciudad, apenas podían seguir su paso.

Trixie se detuvo de repente a mitad de camino.

—No doy un paso más hasta que no nos digas lo que pasa.

Mart se volvió y las miró.

—Como quieras. De todos modos, lo ibais a saber de la propia Di. Teníais toda la razón, Trix: Di acaba de reconocerlo. Se siente culpable de la disputa que ha habido entre vosotras dos. Está muy afectada. Dice que se avergüenza de mirarte a la cara.

Trixie quedó más desorientada aún que antes.

—¿En qué tenía razón? ¿Por qué se siente culpable Di? ¿De qué estás hablando, Mart?

—De Harrison —dijo Mart, pura y llanamente—. Es un ladrón, Trixie. Di nos ha dicho que lo comprendió en cuanto vio la estatua de Lien-Ting en el museo este mediodía: es una falsificación, aunque no lo creas.

Trixie apenas podía dar crédito a lo que estaba oyendo.

—¡Pero si la diosa es bellísima! ¿Cómo sabe Di que no es la verdadera?

—Parece ser que Lien-Ting, la estatua real, tiene un ligero arañazo en el brazo derecho. No se nota, a menos que sepas cómo mirarla. Di lo sabe y por eso se fijó. Y no vio nada. La estatua que habéis admirado hoy es falsa: una copia muy bien hecha.

Honey preguntó:

—Pero, de todos modos, ¿qué le hace pensar a Di que ha sido Harrison quien se ha llevado la auténtica?

—Eso es lo que todos le hemos preguntado —respondió Mart—. Y nos ha dicho que Harrison siempre sintió gran admiración por esa estatua. Cuando la conservaban en casa de los Lynch, no dejaba nunca que se le aproximase nadie de la servidumbre, ni a quitarle el polvo ni nada por el estilo. Y Harrison fue la única persona en la que confió el señor Lynch para llevarla al museo.

—¿Y entonces fue cuando Harrison la robó? —preguntó Trixie.

Mart asintió.

—Y dice que, respecto a los demás sucesos, ya no cabe la menor duda. Opina que ha sido también Harrison quien robó el jarrón Ming. Lamenta no haberte creído. Y por eso se siente tan avergonzada.

Trixie respiró hondo.

—¿Y qué quiere que hagamos los Bob-Whites? —preguntó.

—Quiere que encontremos a Harrison. Quiere que le obliguemos a confesarlo todo. Y quiere que devuelva la estatua verdadera antes de que sus padres lleguen a casa mañana.

—Espera, Mart —le interrumpió Trixie—. Si Harrison es un ladrón, Di debería llamar a la policía.

—Pero no quiere hacerlo —repuso Mart—. Hemos intentado persuadirla todos de que hable con el sargento Molinson, pero insiste en que no quiere. Dice que es un asunto familiar y que quiere resolverlo discretamente.

—¡Pero eso es una locura! —protestó Trixie.

—No, no lo es —dijo Honey de repente—. ¿No lo entiendes? Piensa que el señor Lynch, al confiar en Harrison, ha demostrado ser un mal psicólogo que desconoce la valía de los demás. Si se extiende esa idea, ¿imaginas lo que dirá la gente de su padre? No, no creo que Di haga una locura intentando resolverlo todo sin ruido y sin escándalos. Yo haría lo mismo en su lugar.

—Tienes razón —admitió Trixie—. No se me había ocurrido ese detalle. Muy bien, Mart, vamos a hablar con Harrison.

—No creo que resulte tan fácil —dijo Mart—. Harrison se ha esfumado.

—¿Esfumado?

—Largado, evaporado, ocultado, como quieras: se ha marchado. Y no me preguntes adónde, porque no lo sé.

Y volvió a correr hacia el club.

—¿Sabéis? —dijo Mart—. Todavía no acabo de creerlo. ¡El viejo Harrison, un ladrón! Eso lo demuestra.

—¿Qué es lo que nos demuestra? —preguntó Trixie.

Mart las miró solemne.

—¡Que el mayordomo lo hizo! —declaró.

Diez minutos después, los Bob-Whites habían discutido el asunto y acordado un plan de acción. Fueron a por los caballos para buscar a Harrison, estuviera donde estuviera.

Cuando se dirigían hacia los establos, Trixie tuvo la sensación de que los acontecimientos se iban a repetir otra vez.

Honey y ella cabalgarían por el bosque, y terminarían en Sleepyside Hollow. Verían una bici desconocida apoyada en el porche de una casita que olía a colonia. En la bodega…

Sintió un sobresalto, al darse cuenta de que Di le estaba hablando.

—¡Oh, Trixie! ¿Podrás perdonarme? No quisiera que volviésemos a peleamos. ¿Amigas?

Trixie la abrazó.

—Amigas —repitió, llena de felicidad—. Tampoco yo quiero que volvamos a pelearnos.

—He sido tan testaruda… —confesó Di—. Si ahora encontráramos a Harrison…

—¿Estás segura de que es él el ladrón? —preguntó Trixie—. Cuando volviste este mediodía a casa, ¿miraste en su cuarto? ¿Se había llevado la ropa?

—No miré. Cook me dijo que había recibido otra llamada telefónica; después, salió inmediatamente. Por alguna razón que no me explicó, Cook interpretó que la llamada procedía del museo.

—¡Atiza! —exclamó Trixie—. Otra llamada telefónica misteriosa. Esto parece cosa de brujería. Todo parece igual que la semana pasada, cuando Harrison desapareció por primera vez.

Di la dejó y corrió a su casa, para cambiarse rápidamente. Se puso la ropa de montar, ensilló el caballo y fue a juntarse con los demás, como la otra semana, en los establos de los Wheeler.

Trixie se miró sus vaqueros. No constituían ciertamente un atuendo muy distinguido para cabalgar, pero, por lo menos, estaba cómoda con ellos.

Los demás Bob-Whites, era evidente, sintieron la misma sensación. Nadie había ido a cambiarse.

Salvo Di, Dan era el único que los había dejado un momento. Pronto estuvo de vuelta a lomos de su viejo Spartan, que también pertenecía a los Wheeler.

Dan observó cómo sus amigos ensillaban los caballos.

—¿Está todo listo? —preguntó alegre.

Regan recomendó a su sobrino:

—Y ahora, cuida de todos ellos, Dan, hijo.

Mart sonrió.

—Y no galopéis por el bosque.

—Cuidado con las piedras —añadió Brian imitándolo.

—Y con las raíces que sobresalen —terminó Honey.

—Y con las cosas que se aparecen de repente en la noche —prosiguió Jim—. Te toca a ti, Trixie.

Pero ésta seguía en otra galaxia. Mientras apretaba la cincha de Susie, refunfuñó:

—Quisiera saber por dónde vamos a empezar.

—Ya hemos discutido eso —dijo Mart, sacando a Strawberry de su cuadra—. Me parece que nos dirigiremos a Sleepyside Hollow.

—Ya —repuso Trixie—, pero estoy intentando recordar algo muy importante, y no sé qué es.

Seguía sin recordarlo cuando apareció Di a lomos de Sunny. Pronto todos los Bob-Whites cabalgaban por el prado.

De repente exclamó Trixie:

—¡Parad! ¡Por favor, parad!

Los caballos se detuvieron. Protestaron, agitando la cabeza y coceando el suelo, impacientes. Los jinetes los sujetaron con firmeza.

—¿Qué pasa, Trix? —preguntó Jim.

—Tengo que repasarlo todo otra vez —contestó ella—. Hemos perdido un cabo en alguna parte. Sé que es así.

—Perfectamente —intervino rápidamente Honey—. Empieza.

—Parece ser que todo comenzó con el jarrón Ming —siguió Trixie—. Por consiguiente, debemos fijarnos en el señor Parkinson, el dueño de ese jarrón, que tenía que enviarlo al museo. Alguien llamado Jonathan Crandall lo recibe.

—Perfecto —asintió Mart—. Pero, en realidad, ¿qué es lo que ocurre?

—Nunca lo hemos sabido —dijo Brian—. Sigue, Trix.

—El jarrón fue entregado un viernes por la tarde —prosiguió Trixie—, pero el señor Crandall no tenía sitio para guardarlo durante el fin de semana.

—La caja de cristal no se había entregado aún —dijo Trixie lentamente, siguiendo el hilo de su pensamiento— y la caja fuerte del museo tenía la cerradura estropeada. Supongamos entonces, repito, supongamos, que el señor Crandall se lleva el jarrón a casa para protegerlo hasta el lunes siguiente.

—Pero ¿dónde lo puso? —preguntó Di—. No lo entiendo.

—El señor Crandall acababa de esconder un regalo de cumpleaños de su esposa —explicó Trixie—. Tiene que ser un escondite increíble, porque la señora Crandall todavía no ha conseguido encontrarlo. Honey y yo creemos que el jarrón Ming está junto al regalo de cumpleaños.

Honey siguió la narración:

—Al señor Crandall le gustaban mucho los jeroglíficos, acertijos y todas esas cosas, y le dio a su esposa una clave con la que encontrar el escondite. Le dijo que era elemental. Pero murió aquel mismo fin de semana sin añadir palabra.

—Espera. Hay algo más —Trixie sujetó con firmeza las riendas—. Mientras tanto, alguien había llegado a estas mismas conclusiones.

—Harrison, seguro —intervino Mart.

Trixie no escuchaba.

—Y ese alguien intenta por todos los medios encontrarlo para su exclusivo beneficio. Estoy tentada a creer que incluso compraría de buena gana la casa a la señora Crandall. De ese modo podría buscar a sus anchas el jarrón, hasta encontrarlo. Pero la señora Crandall no quiere venderla.

—¡Ya lo tengo! —exclamó Mart, con tal ímpetu que Strawberry dio un brinco que casi lo derriba. Mart se esforzó en mantenerse en la silla—. Harrison disfrazado de jinete sin cabeza, ¿no? Quiere asustar a la señora Crandall, obligándola así a abandonar la casa y tal vez la ciudad. Pero la señora no se asusta tan fácilmente. ¿Voy por buen camino?

Trixie asintió con la cabeza.

—Creo que sí.

—Por eso la llamó por teléfono, diciéndole que su hermana estaba enferma —dijo Dan—. Vaya un lío…

—Pero tiene que haberle sentado fatal que en vez de irse con su hermana se la haya traído para que le haga compañía.

—No creo que mi padre se haya equivocado nunca tanto con una persona —dijo Di a punto de llorar—. Me da la sensación de que ese mayordomo es miembro de alguna banda. Han robado la diosa del museo, y Dios sabe cuántas otras cosas más.

—Pero ¿dónde estará Harrison? —preguntó Brian.

—No lo sé —repuso Trixie—. Eso es precisamente lo que estaba intentando recordar, para decíroslo. Y era muy importante. El granero abandonado olía como los establos de Honey, y eso significa que allí había un caballo… o lo hubo poco tiempo antes.

Honey abrió la boca componiendo un gesto de sorpresa.

—¡Naturalmente! —exclamó—. El jinete sin cabeza tiene que dejar el caballo en alguna parte. ¿Cómo no se nos ha ocurrido antes?

—¿Dónde está el granero? —preguntó Jim—. ¿Queda muy lejos?

—Por muy lejos que esté —dijo Trixie gravemente—, intuyo que debemos ir enseguida. Creo que es allí por donde debemos empezar la búsqueda.