32.
Las rocas bordeadas de escarcha que tenía al lado se deslizaron por el suelo y me aparté con una sacudida antes de que Lee pudiera arrearme otra patada en las costillas. Pequeño y rojo, el sol se arrastraba tras la sombra de un edificio derrumbado. Parecía la torre Carew. Cerca estaban los restos de lo que podría ser una fuente. ¿Estábamos en Fountain Square?
—Lee —susurré, asustada—. Tenemos que salir de aquí.
Se oyó una especie de chasquido agudo y Lee abrió los brazos. Tenía el traje sucio y parecía fuera de lugar entre tanta destrucción. El tintineo suave y certero de una roca al caer me hizo girar la cabeza, Lee tiró las esposas en esa dirección. No estábamos solos. Mierda.
—¡Lee! —siseé. Oh, Dios, si Al me encontraba, era bruja muerta—. ¿Puedes llevarnos a casa?
Sonrió y se apartó el pelo de los ojos. Resbaló por los escombros sueltos y examinó el horizonte recortado.
—No tienes muy buen aspecto —dijo e hice una mueca al ver el ruido que hacía su voz entre las rocas frías—. ¿Tu primera vez en siempre jamás?
—Sí y no. —Estaba temblando. Me levanté y me palpé las rodillas llenas de arañazos. Me había hecho una carrera en la media y estaba sangrando. Estaba encima de una línea luminosa. La podía sentir zumbando, casi podía verla incluso, de lo fuerte que era. Me rodeé el cuerpo con los brazos y me sacudí al oír caer una roca. No estaba pensando en arrestarlo, estaba pensando en escapar de allí. Pero yo no podía desplazarme por las líneas.
Cayó otra roca, esta más grande. Giré en redondo y busqué con la mirada entre los escombros manchados de escarcha.
Con las manos en las caderas, Lee entrecerró los ojos y miró las nubes bordeadas de rojo como si no le molestara el frío.
—Demonios menores —dijo—. Inofensivos a menos que estés herido o seas un ignorante.
Me fui apartando poco a poco de la roca caída.
—Esto no es buena idea. Será mejor que volvamos y acabemos con esto como personas normales.
Lee me miró entonces.
—¿Y tú qué me das? —se burló con las cejas finas muy levantadas.
Me sentí igual que aquella vez que mi cita me llevó a una granja, se me tiró encima y me dijo que si no me dejaba, ya podía buscarme la vida para volver a casa. Le rompí un dedo para coger la llave de la camioneta y lloré todo el camino hasta casa. Mi madre llamó a la suya y ahí se acabó la historia, salvo por el cachondeo interminable que tuve que soportar en el instituto. Quizá me hubieran respetado más si mi padre le hubiera dado una paliza al suyo pero a esas alturas eso ya no era una opción. Tenía la sensación de que me iba a hacer falta algo más que romperle un dedo a Lee para volver a casa.
—No puedo —susurré—. Mataste a todas esas personas.
Sacudió la cabeza y sorbió por la nariz.
—Has dañado mi reputación así que voy a deshacerme de ti.
Se me quedó la boca seca cuando me di cuenta de adonde nos llevaba aquello. Iba a entregarme a Algaliarept, el muy cabrón.
—No lo hagas, Lee —dije, asustada. Levanté la cabeza de repente cuando oí el rápido arañazo de unas uñas—. Los dos estamos en deuda con él —dije—. Te puede llevar a ti con la misma facilidad.
Lee apartó de unas patadas unos cuantos fragmentos de roca para despejar un trozo de terreno.
—Noooo, según se dice a los dos lados de las líneas, te quiere a ti. —Con los ojos negros bajo la luz roja, Lee sonrió—. Pero, solo por si acaso, te voy a ablandar un poquito antes.
—Lee —susurré, encorvada de frío mientras él empezaba a murmurar en latín. El fulgor de la energía de la línea que tenía en la mano le iluminó la cara con unas sombras horrendas. Me tensé, aterrada de repente. No tenía adonde huir en los tres segundos que me quedaban.
Me quedé sin aliento al oír el estrépito repentino de las criaturas escondidas. Levanté la cabeza de golpe y vi una esfera de energía que se venía directamente a por mí. Si hacía un círculo, Al lo percibiría. Si desviaba la esfera, Al se enteraría. Así que, como una idiota, me quedé inmóvil y la esfera chocó contra mí.
Una oleada de fuego me recorrió la piel y lancé la cabeza hacia atrás con la boca abierta, como si luchara por respirar. Solo era la energía de la línea luminosa que me desbordaba el chi. Tulpa, pensé mientras caía y le daba algún sitio al que ir.
El fuego murió de inmediato y se precipitó hacia una esfera que ya tenía encima de la cabeza, esperando. Algo en mí pareció cambiar y supe que había cometido un error. Las criaturas que nos rodeaban lanzaron un chirrido y se desvanecieron.
Oí un estallido suave. Me erguí con el corazón a mil y me quedé sin aliento. Poco a poco dejé escapar el aire en una cinta humeante de humedad blanca. La garbosa silueta de Al se destacaba oscura contra la puesta de sol, se alzaba sobre un edificio roto y nos daba la espalda.
—Mierda —maldijo Lee—. ¿Qué coño está haciendo aquí ya?
Me giré hacia Lee y el siseo bajo de una tiza metálica sobre el pavimento. Era la versión de la cinta aislante de un brujo de línea luminosa y servía para hacer un círculo más seguro. Se me desbocó el corazón cuando se alzó entre nosotros una luz trémula de color negro y púrpura. Lee sopló con fuerza, se guardó la tiza y me sonrió lleno de confianza.
Temblé sin poder evitarlo y miré entre los trozos de roca coloreados por la puesta de sol. No tenía nada para hacer un círculo. Era bruja muerta. Estaba en el lado de Al de las líneas, el acuerdo al que había llegado con él no significaba nada.
Al se giró al presentir el círculo que había levantado Lee. Pero fue en mis ojos en los que se clavaron los de Al.
—Rachel Mariana Morgan —dijo arrastrando las palabras, obviamente encantado, lo bañó una cascada de energía de línea luminosa y su atavío cambió y se transformó en lo que me pareció un traje de montar inglés, con su fusta y todo, sin olvidar las botas brillantes hasta la pantorrilla—. ¿Qué te has hecho en el pelo?
—Hola, Al —dije mientras me echaba hacia atrás. Tenía que salir de allí. «No hay lugar como el hogar», pensé mientras percibía el zumbido de la línea sobre la que estaba y me preguntaba si sería suficiente con dar un par de taconazos. Lee había encontrado el arco iris, como Dorothy en El mago de Oz, ¿y por qué coño yo no podía, eh, por qué?
Lee prácticamente resplandecía de satisfacción. Lo miré a él y después a Al, el demonio bajaba con cuidado del montón de escombros al suelo de la gran plaza.
La plaza, pensé y me atraganté con un rayito de esperanza. Giré en redondo, intenté orientarme y tropecé un poco al apartar unas rocas con el pie para buscar mejor. Si aquello era un espejo de Cincinnati, entonces teníamos que estar en Fountain Square. Y si estábamos en Fountain Square, entonces había toda una pasada de círculo esbozado entre la calle y el aparcamiento. Pero era muy, pero que muy grande.
Se me aceleró la respiración cuando revelé con el pie un arco abollado de incrustaciones de color violeta. Era igual. ¡Era igual! Frenética, me di cuenta que Al ya casi estaba en el suelo de la plaza. Invoqué a toda prisa la línea más cercana. Fluyó por mi interior con el sabor brillante y espejado de las nubes y el papel de plata. Tulpa, pensé, desesperada por reunir el poder suficiente para cerrar un círculo de ese tamaño antes de que Al se diera cuenta de lo que estaba haciendo.
Me puse rígida cuando me inundó un torrente de energía de línea luminosa. Gemí y apoyé una rodilla en el suelo. El rostro aristocrático de Al perdió expresión y se irguió un poco más. Me vio la intención en los ojos.
—¡No! —exclamó y se lanzó hacia delante cuando estiré el brazo para tocar el círculo y pronunciar la invocación.
Se me escapó un grito ahogado cuando, con la sensación de que estaba saliendo de mi propio cuerpo, una oleada reluciente de oro translúcido se alzó del suelo, partió rocas y escombros tirados y se arqueó para cerrarse con un zumbido muy por encima de mi cabeza. Me tambaleé hacia atrás y me quedé con la boca abierta al levantar la cabeza para mirarlo. Joder, había cerrado el círculo de Fountain Square. Había cerrado un círculo de nueve metros de ancho que se había diseñado para que lo formaran con comodidad siete brujas, no una sola. Aunque al parecer una podía hacerlo si estaba lo bastante motivada.
Al se detuvo de repente agitando los brazos para evitar chocar con el círculo. Una leve reverberación resonó con un tintineo en el aire del atardecer y me subió por la piel como motas de polvo. Abrí mucho los ojos y me quedé mirando fijamente. Campanas. Campanas grandes, profundas y resonantes. Había campanas de verdad y mi círculo las había hecho sonar.
La adrenalina me hizo temblar las piernas, las campanadas sonaron otra vez. Al se quedó quieto y me miró molesto a solo un metro del borde, con la cabeza ladeada y los labios apretados mientras oía desvanecerse la tercera campanada. El poder de la línea que me atravesaba se retiró un poco y se convirtió en un suave zumbido. El silencio de la noche era profundo y aterrador.
—Bonito círculo —dijo Al, parecía impresionado, molesto e interesado—. Vas a ser la estrella en el concurso de arrastre de tractores.
—Gracias. —Me crispé cuando se quitó un guante y le dio unos golpecitos a mi círculo que hicieron aparecer en su superficie unos hoyuelos ondulados—. ¡No lo toques! —le solté y él se echó a reír; daba un golpecito tras otro sin dejar de moverse, sin dejar de buscar un punto débil. Era un círculo enorme, podría encontrarlo. ¿Qué había hecho?
Me metí las manos bajo las axilas para entrar en calor y miré a Lee, todavía en su círculo, doblemente a salvo dentro del mío.
—Todavía podemos salir de aquí —dije, me temblaba la voz—. Ninguno de los dos tiene que ser su familiar. Si…
—¿Cómo puedes ser tan estúpida? —Lee rozó su círculo con el pie y lo disolvió—. Quiero deshacerme de ti. Quiero liquidar mi marca demoníaca. ¿Por qué iba a salvarte, por Dios?
Estaba temblando de frío y sentí el mordisco del viento.
—¡Lee! —dije al tiempo que me daba la vuelta para no perder de vista a Al, que seguía moviéndose hacia la parte de atrás de mi círculo sin dejar de ponerlo a prueba—. ¡Tenemos que salir de aquí!
Lee arrugó la nariz al oler el ámbar quemado y se echó a reír.
—No, primero te voy a hacer papilla de una paliza y después te voy a entregar a Algaliarept, y él va a dar por saldada mi deuda. —Chulito y lleno de confianza, miró a Al, que había dejado de empujar mi círculo y se había detenido con una sonrisa beatífica en la cara—. ¿Te parece un plan satisfactorio?
Sentí el peso del miedo en el vientre, que se asentó como un saco de plomo cuando una sonrisa malvada y artificial se extendió por la cara cincelada de Al. Tras él aparecieron una alfombra tejida muy elaborada y una silla de terciopelo granate del siglo XVIII. Sin dejar de sonreír, Al se acomodó, los últimos rayos del sol lo convertían en una mancha roja entre los edificios destrozados.
—Stanley Collins Saladan —dijo mientras cruzaba las piernas—, tenemos un acuerdo. Dame a Rachel Mariana Morgan y desde luego, consideraré tu deuda pagada.
Me lamí los labios, que se quedaron fríos bajo el viento gélido. A nuestro al rededor se oyeron los ruidos tímidos de las criaturas que se acercaban arrastrándose, reclamadas por mí al tocar las campanas de la ciudad y atraídas por la promesa de la oscuridad. El tintineo suave de una piedra me hizo darme la vuelta en redondo. Había algo allí dentro, con nosotros.
Lee sonrió, yo me sequé las manos en mi traje de chaqueta prestado y me erguí un poco más. Tenía razón al sentirse tan seguro de sí mismo (yo era una bruja terrenal sin amuletos que pretendía enfrentarse a un maestro de las líneas luminosas) pero no lo sabía todo. Al no lo sabía todo. Joder, ni siquiera yo lo sabía todo, pero sí que sabía algo que ellos desconocían. Y cuando ese horrible sol rojo se pusiera tras los edificios destrozados, no iba a ser yo la que fuera el familiar de Al.
Quería sobrevivir. En ese momento, me daba igual si estaba bien o no entregarle a Lee al demonio en mi lugar. Más tarde, cuando estuviese acurrucada con una taza de chocolate caliente y temblando al recordarlo, sería el momento de decidirlo. Pero para ganar, primero tenía que perder. Aquello iba a doler de verdad.
—Lee —dije; quería intentarlo una última vez—. ¡Sácanos de aquí! —¡Dios, por favor, que yo tenga razón!
—Pero qué cría eres —dijo mientras se tiraba del traje manchado de tierra—. Siempre gimoteando y esperando que alguien te rescate.
—¡Lee! ¡Espera! —grité cuando dio tres pasos y tiró una bola de bruma violeta.
Me hice a un lado. Me pasó rozando a la altura del pecho y chocó contra los restos de la fuente. Con un estrépito sordo, una parte de la fuente se agrietó y se derrumbó. Se alzó el polvo, rojo en el aire oscurecido.
Cuando me volví, Lee tenía mi tarjeta de visita en la mano, la que yo le había dado al gorila en su barco. Mierda, tenía un objeto focal.
—No lo hagas —dije—. No te va a gustar cómo termina.
Lee sacudió la cabeza, movió los labios y susurró «Doleo»; lo dijo con claridad, la invocación vibró en el aire y, con mi tarjeta en la mano, hizo un gesto.
Me erguí con una sacudida y contuve un brusco gorgoteo antes de que saliera de mis labios. Un dolor que me retorció las tripas me hizo doblarme. Respiré a pesar de todo y me levanté con un tambaleo. No se me ocurrió nada para corresponder. Me adelanté, vacilando, para intentar liberarme del dolor. Si pudiera golpearlo, quizá parase el dolor. Si pudiera coger la tarjeta, no podría fijarme como objetivo sino que tendría que lanzar sus hechizos.
Choqué contra Lee, caímos los dos y las piedras se me clavaron por todo el cuerpo. Lee empezó a dar patadas y yo me aparté rodando mientras Al aplaudía casi sin ruido con las manos enguantadas de blanco. El dolor me nublaba la razón y me impedía pensar. Una ilusión, me dije. Era un hechizo de línea luminosa. Solo la magia terrenal podía infligir un dolor real. Es una ilusión, jadeé y alejé el hechizo de mí gracias a la pura fuerza de voluntad. No iba a sentirlo.
Tenía el hombro magullado y me palpitaba, me dolía más de lo que me dolía en realidad. Me aferré al dolor real y alejé la agonía fantasma. Encorvada, vi a Lee a través del pelo, que ya se había escapado por completo de aquel estúpido moño.
—Inflex —dijo Lee con una gran sonrisa, movió los dedos y terminó el hechizo. Me encogí, a la espera de que pasara algo, pero no pasó nada.
—¡Uh, qué bien! —exclamó Al desde su roca—. De primera clase. ¡Magnífico!
Zigzagueé un momento mientras luchaba contra las últimas sombras de dolor. Volvía a estar en la línea. Lo presentía. Si supiera cómo viajar por las líneas, podía terminar con aquello en ese mismo instante. Abracadabra, pensé. Alakazán. Mierda, hasta sería capaz de arrugar la nariz y moverla si pensara que con eso iba a funcionar. Pero no era el caso.
Crecieron los susurros a mi alrededor. Cada vez eran más atrevidos a medida que el sol amenazaba con ponerse. Cayó una roca detrás de mí y giré en redondo. Resbalé y caí con un grito. Me golpearon las náuseas cuando se me torció el tobillo. Me lo sujeté con un jadeo y sentí que me saltaban lágrimas de dolor.
—¡Brillante! —aplaudió Al—. La mala suerte es extremadamente difícil de echar, pero quítale el hechizo. No quiero una patosa en mi cocina.
Lee hizo un gesto y sentí que se alzaba de mi pelo un breve torbellino que olía a ámbar quemado. Sentí un nudo en la garganta cuando se rompió el hechizo, me palpitaba el tobillo y las rocas frías me mordían. ¿Me había maldecido con mala suerte? Hijo de puta…
Apreté la mandíbula y me apoyé en una roca para levantarme. Ya había derribado antes a Ivy con siempre jamás puro y no necesitaba un objeto focal para lanzárselo a él. Cada vez más enfadada, me erguí y busqué en mi memoria la forma de hacerlo. Hasta entonces siempre había sido algo instintivo. El miedo y la rabia ayudaban bastante; me levanté tambaleándome, cogí siempre jamás de mi chi y lo sostuve en las manos. Me quemaban pero aguanté mientras sacaba más energía de la línea hasta que tuve la sensación de que se me estaban carbonizando las manos extendidas. Furiosa, comprimí la energía pura que tenía en las manos hasta que alcanzó el tamaño de una pelota de béisbol.
—Cabrón —susurré y se la tiré con un tambaleo.
Lee se agachó hacia un lado y mi bola dorada de siempre jamás chocó contra mi círculo. Abrí mucho los ojos cuando una cascada de cosquileos me atravesó, se había roto la burbuja.
—¡Joder! —grité, no me había dado cuenta que mi hechizo teñido de aura podría romper el círculo. Aterrada, me giré en redondo hacia Al, sabía que si no podía levantarlo a tiempo tendría que enfrentarme a los dos. Pero el demonio seguía sentado y miraba algo por encima de mí hombro, con los ojos de cabra muy abiertos. Se había bajado un poco las gafas y se había quedado con la boca abierta.
Me di la vuelta a tiempo de ver que mi hechizo golpeaba un edificio cercano. Un estruendo tenue hizo temblar el suelo. Me llevé la mano a la boca cuando un trozo del tamaño de un autobús se desprendió y cayó con una lentitud irreal.
—Bruja estúpida —dijo Lee—. ¡Viene directamente a por nosotros!
Me di la vuelta, eché a correr con las manos estiradas y me abrí camino entre los escombros, con las manos entumecidas en las rocas cubiertas de escarcha. El suelo temblaba, el polvo se alzaba denso en el aire. Tropecé y me caí.
Me levanté entre toses y arcadas, temblando. Me dolían los dedos y no podía moverlos. Me di la vuelta y encontré a Lee al otro lado del nuevo derrumbamiento, en sus ojos había odio y un toque de miedo.
Decía algo en latín. Clavé los Ojos en la tarjeta que tenía entre los dedos y que no dejaba de mover, con el corazón a mil mientras esperaba, indefensa. Lee hizo un gesto y mi tarjeta estalló en llamas.
Destelló como la pólvora. Di un grito y me di la vuelta con las manos en los ojos. Los chillidos de los demonios menores me golpearon. Me eché hacia atrás con un tambaleo, desequilibrada. Unas manchas rojas me impedían ver. Tenía los ojos abiertos y me corrían lágrimas por la cara pero no veía. ¡Estaba ciega!
Se oyó el ruido de un deslizamiento de rocas y lancé un gañido cuando alguien me puso unas esposas. Repartí golpes a ciegas y estuve a punto de caer cuando no encontré nada con el canto de la mano. Me invadió el miedo y me debilitó. No veía. ¡Me había quitado la vista!
Me empujó una mano y me caí balanceando una pierna. Sentí que lo golpeaba y se cayó.
—Zorra —jadeó y chillé cuando me dio un tirón de pelos, después intenté alejarme.
—¡Más! —dijo Al muy contento—. ¡Enséñame lo mejor que sabes hacer! —lo alentó.
—¡Lee! —exclamé—. ¡No lo hagas! —El color rojo no desaparecía. Por favor, por favor, que sea una ilusión.
Lee empezó a pronunciar unas palabras oscuras que sonaban obscenas. Olí a quemado, era un mechón de mi pelo.
Se me encogió el corazón con una duda repentina. No iba a conseguirlo. Prácticamente iba a matarme. No había forma de ganar aquella partida. Oh, Dios… ¿pero en qué estaba pensando?
—La has hecho dudar —dijo Al con tono asombrado desde la negrura—. Ese es un hechizo muy complejo —dijo sin aliento—. ¿Qué más? ¿Sabes adivinar el futuro?
—Puedo ver el pasado —dijo Lee muy cerca, estaba jadeando.
—¡Oh! —exclamó Al, encantado—. ¡Tengo una idea maravillosa! ¡Haz que recuerde la muerte de su padre!
—No… —susurré—. Lee, si te queda algo de compasión. Por favor.
Pero comenzó a susurrar con aquella odiosa voz y yo gemí y me encerré en mí misma cuando un dolor mental se sobrepuso al físico. Mi padre. Mi padre exhalando su último aliento. La sensación de su mano seca en la mía, sin fuerzas ya. Me había quedado, me había negado en redondo a irme de la habitación. Estaba allí cuando dejó de respirar. Estaba allí cuando su alma quedó libre y me dejó para que me defendiera sola muy pronto, demasiado. Me había hecho más fuerte pero me había dejado marcada.
—Papá —sollocé, me dolía el pecho. Había intentado quedarse pero no había podido. Había intentado sonreír pero se le había quebrado—. Oh, papá —susurré en voz muy baja cuando empezaron a brotarme las lágrimas. Había intentado mantenerlo a mi lado pero no había podido.
Una depresión negra se alzó de mis pensamientos y me encerró en mí misma. Me había dejado. Estaba sola. Se había ido. Nadie había conseguido jamás llenar aquel vacío, ni siquiera se habían acercado. Nadie lo llenaría jamás.
Entre sollozos me llenó aquel recuerdo mísero, aquel momento horrible cuando me di cuenta que se había ido para siempre. No fue cuando me sacaron a rastras de su lado en el hospital, sino dos semanas más tarde, cuando batí el récord de los ochocientos metros de la escuela y miré a las gradas en busca de su sonrisa orgullosa. No estaba. Y fue entonces cuando supe que estaba muerto.
—Brillante —susurró Al, su voz cultivada y suave sonaba a mi lado.
No hice nada cuando una mano enguantada se curvó bajo mi mandíbula y me levantó la cabeza. No le vi cuando parpadeé pero sentí el calor de su mano.
—Has acabado con ella por completo —dijo Al, maravillado.
A Lee le costaba respirar. Era obvio que el esfuerzo que había hecho había sido sobrehumano. Yo no podía dejar de llorar y las lágrimas que me corrían por las mejillas se quedaban frías bajo el viento. Al me soltó la mandíbula y me acurruqué hecha un ovillo en medio de los escombros, a sus pies, me daba igual lo que pasara después. Oh, Dios, papá.
—Es toda tuya —dijo Lee—. Quítame la marca.
Sentí los brazos de Al rodeándome y levantándome. No pude evitar apretarme contra él. Yo estaba muerta de frío y él olía a Oíd Spice, la colonia de mi padre. Aunque sabía que era la crueldad retorcida de Al, me aferré a él y lloré. Lo echaba de menos. Dios, cómo lo echaba de menos.
—Rachel —dijo la voz de mi padre, arrancada de mi memoria, y lloré todavía más—. Rachel —dijo otra vez—. ¿No queda nada?
—Nada —dije entre sollozo y sollozo.
—¿Estás segura? —dijo mi padre, dulce y cariñoso—. Has luchado tanto, brujita mía. ¿De verdad te has enfrentado a él con todo y has fracasado?
—He fracasado —dije sin dejar de sollozar—. Quiero irme a casa.
—Shhh —me tranquilizó, sentí su mano fría en la piel en medio de mi oscuridad—. Yo te llevaré a casa y te meteré en la cama.
Sentí que Al se ponía en movimiento. Estaba destrozada pero no estaba acabada. Mi mente se rebeló, quería hundirse todavía más en la nada pero mi voluntad había sobrevivido. Era Lee o yo y yo quería mi taza de chocolate caliente en el sofá de Ivy y un libro sobre racionalizaciones.
—Al —susurré—. Lee tendría que estar muerto. —Me costaba menos respirar. Los recuerdos de la muerte de mi padre comenzaban a deslizarse por los pliegues ocultos de mi cerebro. Llevaban tanto tiempo enterrados allí que no tardaron en encontrar su sitio y uno por uno desaparecieron a la espera de noches solitarias sin nadie a mi lado.
—Shhh, Rachel —dijo Al—. Ya veo lo que pretendes dejando que Lee te derrote pero tú puedes prender la magia demoníaca. Jamás ha habido ninguna bruja capaz de hacer eso. —Se echó a reír y aquel júbilo me dio escalofríos—. Y eres mía. No de Newt, ni de nadie más, solo mía.
—¿Qué hay de mi marca demoníaca? —protestó Lee a varios pasos de distancia; me apeteció llorar por él. Estaba muerto y no lo sabía todavía.
—Lee también puede —susurré. Ya podía ver el cielo. Seguí parpadeando con fuerza y vi la sombra negra de Al destacada contra las nubes manchadas de rojo, no me había soltado todavía. Me invadió el alivio, que se deshizo de mis últimas dudas y dejó a su paso un pequeño rayo de esperanza. Los hechizos ilusorios de líneas luminosas solo funcionaban a corto plazo, a menos que se les diera un lugar permanente de plata en el que residir—. Pruébalo —dije—. Prueba su sangre. El padre de Trent también lo arregló a él. Puede prender magia demoníaca. Al se paró en seco.
—Bendito sea yo tres veces. ¿Hay dos, sois dos?
Chillé cuando me caí y lancé otro grito cuando choqué contra una roca con la cadera.
Detrás de mí oí el alarido de Lee, un grito de miedo y angustia. Me di la vuelta donde me había dejado caer Al, me asomé sobre los escombros y me froté los ojos para ver a Al rasgando con una uña afilada el brazo de Lee. Brotó la sangre y yo me sentí enferma.
—Lo siento, Lee —susurré al tiempo que me abrazaba las rodillas—. Lo siento mucho.
Al emitió un sonido bajo, profundo y gutural de placer.
—Tiene razón —dijo cuando se quitó el dedo de los labios—. Y a ti se te da mejor la magia de las líneas luminosas que a ella. Te voy a llevar a ti en su lugar.
—¡No! —chilló Lee y Al lo acercó de un tirón—. ¡La querías a ella! ¡Y te la di!
—Me la diste, te quité la marca demoníaca y ahora te llevo conmigo. Los dos podéis prender magia demoníaca —dijo Al—. Podría pasarme décadas enteras luchando con un familiar escuálido como ella, que encima exige tanto esfuerzo mantener, y jamás podría meterle en esa cabeza de chorlito los hechizos que tú ya te sabes. ¿Has intentado alguna vez quitar una maldición demoníaca?
—¡No! —gritó Lee mientras luchaba por escapar—. ¡No puedo!
—Ya podrás. Toma —dijo el demonio al dejarlo caer al suelo—. Sujétame esto.
Me tapé los oídos y me acurruqué hecha una bola cuando Lee chilló y después volvió a chillar. Era un sonido agudo y crudo, me arañaba el cráneo como una pesadilla. Tenía la sensación de que iba a vomitar de un momento a otro. Había puesto a Lee en manos de Al para salvar mi vida. Que Lee hubiera intentado hacer lo mismo conmigo no me hacía sentir mucho mejor.
—Lee —dije entre lágrimas—. Lo siento. Dios, lo siento mucho.
La voz de Lee se desvaneció cuando se desmayó. Al sonrió y me dio la espalda.
—Gracias, cariño. No me gusta estar en la superficie cuando se hace de noche. Que tengas mucha suerte.
Abrí mucho los ojos.
—¡No sé cómo volver a casa! —exclamé.
—Ese no es mi problema. Adiós, guapa.
Me erguí y me quedé helada, las piedras en las que estaba sentada parecieron empaparme de frío. Lee recuperó el sentido con un balbuceo horrendo. Al se lo metió bajo un brazo, me saludó con la cabeza y se desvaneció.
Una roca se deslizó cuesta abajo y rodó a mis pies. Parpadeé y me sequé los ojos, pero solo conseguí llenármelos de polvo y lascas de roca.
—La línea —susurré al recordarlo. Quizá si me metiera en la línea. Lee había saltado desde el exterior de una línea pero quizá yo tuviera que aprender a caminar antes de poder correr.
Me llamó la atención un movimiento que noté por el rabillo del ojo. Giré la cabeza de repente, con el corazón desbocado, pero no vi nada. Me tranquilicé, me levanté de un empujón y ahogué un grito, unas punzadas ardientes se me clavaban en el tobillo y me quitaban el aliento. Volví a resbalar hasta el suelo. Apreté la mandíbula y decidí que me arrastraría hasta allí.
Estiré los brazos y vi el traje de chaqueta de la señora Aver cubierto de polvo y de la escarcha que había arañado de las rocas que me rodeaban. Me aferré a unas rocas y empecé a arrastrarme, hasta conseguí incorporarme un poco. El cuerpo me temblaba de frío y de los restos de adrenalina que me quedaban. El sol ya casi se había puesto. Una caída de rocas me empujó hacia delante. Cada vez se acercaban más.
Un pequeño estallido me hizo levantar la cabeza. Se desperdigaron guijarros y piedras por todas partes cuando los demonios menores corrieron a esconderse. Me quedé sin aliento cuando, entre los mechones de pelo que me cubrían la cara, vi una figura pequeña vestida de color violeta oscuro sentada delante de mí con las piernas cruzadas; tenía en el regazo un bastón estrecho y muy largo, casi de mi altura. La envolvía una túnica. No era un albornoz sino algo con mucha más clase, una mezcla de kimono y algo que llevaría un jeque del desierto, una prenda ondulante con la flexibilidad y suavidad del lino. Encima de la cabeza llevaba un sombrero redondo de lados rectos y copa plana. Entrecerré los ojos bajo la escasa luz y decidí que había como dos centímetros de aire entre el ribete dorado y el suelo. ¿Y ahora qué?
—¿Quién demonios eres? —dije mientras me adelantaba otro paso—. ¿Vas a llevarme a casa en lugar de Al?
—«¿Quién demonios eres?» —repitió la criatura, su voz era una mezcla de tosquedad y ligereza—. Sí. Eso encaja.
No me estaba pegando con aquel palo negro tallado, ni me estaba echando un hechizo, ni siquiera me hacía muecas, así que preferí no hacerle caso y seguir arrastrándome. Se oyó un crujido de papel y perpleja, me metí el papel doblado en tres de David en la cintura de la falda. Sí, seguramente querría recuperarlo.
—Soy Newt —dijo la criatura, al parecer desilusionada porque yo no le hacía caso. Había un acento intenso en aquella voz que no supe ubicar, una forma extraña de pronunciar las vocales—. Y no, no voy a llevarte a casa. Ya tengo un familiar demoníaco. Algaliarept tiene razón, ahora mismo no vales nada.
¿Un demonio por familiar? Ohhh, eso sí que tenía que estar bien. Gruñí y me arrastré un poco más. Me dolían las costillas y me las apreté con una mano. Jadeé y levanté la cabeza. Una cara lisa, ni joven, ni vieja, ni… nada, en realidad, me miró.
—Ceri te tiene miedo —dije.
—Lo sé. Es muy perspicaz. ¿Está bien?
Me invadió el temor.
—Déjala en paz —dije, y me eché hacia atrás cuando la criatura me apartó el pelo de los ojos. Su roce pareció hundirse en mí aunque sentí las yemas de unos dedos firmes en la frente. Me quedé mirando aquellos ojos negros que me contemplaban, imperturbables y curiosos.
—Deberías tener el pelo rojo —dijo, olía a dientes de león aplastados—. Y tienes los ojos verdes, como mis hermanas, no marrones.
—¿Hermanas? —resollé, mientras me planteaba darle mi alma a cambio de un amuleto para el dolor. Dios, me dolía el cuerpo entero, por dentro y por fuera. Me senté sobre los talones, fuera de su alcance. Newt tenía una elegancia sobrenatural, el conjunto que llevaba no daba pista alguna sobre su género. Llevaba un collar de oro negro alrededor del cuello, una vez más el diseño no era masculino ni femenino. Posé la mirada en sus pies desnudos, que flotaban sobre los escombros. Eran estrechos y delgados, un tanto feos. ¿Masculinos?—. ¿Eres chico o chica? —pregunté al fin, no muy segura.
Newt frunció el ceño.
—¿Importa?
Me temblaban los músculos y me llevé la mano a la boca, me chupé el punto donde la roca me había hecho daño. A mí sí.
—No te lo tomes a mal pero ¿por qué estás ahí sentado?
El demonio sonrió, lo que me hizo pensar que aquello no podía ser buena señal.
—Hay unos cuantos que han apostado que no serás capaz de aprender a usar las líneas antes de la puesta del sol. Estoy aquí para que nadie haga trampas.
Una punzada de adrenalina me despejó la cabeza.
—¿Qué pasa cuando se pone el sol?
—Que cualquiera puede hacerte suya.
Una roca se deslizó de un montón cercano y me puse en movimiento.
—Pero tú no me quieres.
La criatura sacudió la cabeza y flotó hacia atrás.
—Puede que si me dijeras por qué Al se llevó al otro brujo en tu lugar, quizá te quisiera. No… recuerdo.
La voz de Newt parecía preocupada, lo que me hizo preguntarme algo. ¿Se habría metido demasiado siempre jamás en el coco? No tenía tiempo para ocuparme de un demonio chiflado, por muy poderoso que fuera.
—Pues lee los periódicos, yo estoy ocupada —dije mientras seguía arrastrándome.
Me eché a un lado de repente cuando un pedrusco del tamaño de un coche cayó delante de mí, a solo medio metro. El suelo se puso a temblar y me rasparon la cara varias lascas de roca. Me quedé mirando la roca y después a Newt, que sonreía mientras cogía un poco mejor el bastón para parecer agradable e inofensivo. Me dolía la cabeza. Está bien, quizá tuviera un ratito.
—Bueno, Lee puede prender magia demoníaca —dije, sin encontrar razón alguna para decirle que yo también podía.
Los ojos negros de Newt se abrieron como platos.
—¿Ya? —dijo y después se le nubló la cara, no estaba enfadado conmigo si no consigo mismo. Esperé a que moviera la roca. No lo hizo. Respiré hondo y empecé a rodear a Newt ya que parecía que el demonio se había olvidado de mi existencia. La sensación de peligro que fluía de la figurita estaba aumentando, crecía sobre sí misma y me ponía un nudo en las tripas y los pelos de punta. Empezaba a tener la nítida impresión de que solo seguía viva porque un demonio muy poderoso sentía curiosidad, nada más.
Con la esperanza de que Newt se olvidara de mí, me fui arrastrando centímetro a centímetro, intentando no hacer caso del dolor que tenía en el tobillo. Resbalé y contuve el aliento cuando me di en el brazo con una roca y me subió una punzada de dolor por él. Tenía el pedrusco justo delante; cobré fuerzas y clavé las rodillas en el suelo. El tobillo me dolía horrores pero me puse de pie y me agarré a la roca para no perder el equilibrio.
Hubo un roce en el aire y de repente tuve a Newt a mi lado.
—¿Quieres vivir para siempre?
La pregunta me provocó un escalofrío. Maldición, Newt cada vez se interesaba más, no menos.
—No —susurré. Estiré una mano y me alejé cojeando de la roca.
—Yo tampoco quería, hasta que lo probé. —El bastón de secuoya resonó en el suelo, Newt no quería quedarse atrás y tenía unos ojos negros y espeluznantes más vivos que los de cualquiera que yo hubiera visto jamás. Se me puso la piel de gallina. A Newt le pasaba algo, algo muy raro. No terminaba de saber qué era hasta que me di cuenta que en cuanto dejaba de mirar a Newt, me olvidaba del aspecto que tenía. Aparte de los ojos.
—Sé algo que Algaliarept no sabe —dijo Newt—. Ya me acuerdo. A ti te gustan los secretos y además se te da bien guardarlos. Lo sé todo sobre ti. Tienes miedo de ti misma.
El tobillo me dio una punzada al resbalar con una roca y apreté los dientes. Tenía la línea justo delante. Podía sentirla. El sol se había hundido tras el horizonte y ya casi había desaparecido. Le hacían falta siete minutos para hundirse una vez que tocaba la tierra. Tres minutos y medio. Pude oír que los demonios menores comenzaban a contener el aliento. Oh, Dios, ayúdame a encontrar una forma de salir de esta.
—Y deberías tenerte miedo —dijo Newt—. ¿Quieres saber por qué?
Levanté la cabeza. Newt estaba muerto (o muerta) de aburrimiento y buscaba algo en lo que entretenerse. Pues yo no quería ser interesante.
—No —susurré, cada vez más asustada.
Una sonrisa maligna cruzó el rostro de Newt, las emociones cambiaban más rápido que un vampiro colocado con azufre.
—Creo que le voy a contar a Algaliarept un chiste. Y cuando haya terminado de hacer trizas a ese brujo por lo que ha perdido, le cambiaré esa marca que le debes y la haré mía.
Empecé a tiritar, era incapaz de evitar que me temblaran las manos.
—No puedes hacer eso.
—Puedo. Y quizá lo haga. —Newt hizo girar el bastón con gesto perezoso y golpeó una roca que rebotó en la oscuridad. Se oyó un gañido felino de dolor y unas cuantas rocas se deslizaron por todas partes—. Y entonces tendré dos —dijo el demonio para sí— porque no serás capaz de averiguar cómo viajar por las líneas y tendrás que comprar un viaje para salir de aquí. Me lo tendrás que comprar a mí.
Se oyó un grito de indignación entre los que observaban tras las rocas, un grito sofocado a toda prisa.
Horrorizada, me detuve de golpe; sentí la línea justo delante de mí.
—Quieres sobrevivir —entonó Newt, su voz había caído un tono—. Harás lo que sea. Cualquier cosa.
—No —susurré, aterrada porque Newt tenía razón—. Vi cómo lo hacía Lee. Yo también puedo hacerlo.
Los ojos negros de Newt destellaron y el demonio puso el extremo del bastón en el suelo.
—No lo vas a averiguar. No vas a creer, todavía no. Tienes que hacer un trato… conmigo.
Asustada, me tambaleé y con el paso siguiente tropecé con la línea. La sentí como si fuera un arroyo cálido y generoso que me llenaba. Casi con un jadeo me tambaleé, veía los ojos que me rodeaban, entrecerrados de codicia y rabia. Me dolía todo. Tenía que salir de allí. El poder de la línea me atravesaba con un zumbido, pacífico y reconfortante. En ningún lugar se está como en casa.
La expresión de Newt se hizo burlona, en sus ojos de pupilas negras solo había desdén.
—No puedes hacerlo.
—Sí que puedo —dije, se me nubló la vista y estuve a punto de desmayarme. En las sombras más profundas resplandecían unos ojos verdes. Cerca. Muy cerca. El poder de la línea zumbaba a través de mi cuerpo. «No hay lugar como el hogar, no hay lugar como el hogar, no hay lugar como el hogar», pensé con desesperación mientras introducía energía en mi interior y la entretejía en la cabeza. Había viajado por las líneas con Lee. Había visto cómo lo había hecho. Lo único que había tenido que hacer él era pensar adonde quería ir. Yo quería irme a casa. ¿Por qué no funcionaba?
Me temblaron las piernas cuando la primera forma oscura salió para plantarse ante mí con una delgadez irreal, lenta y vacilante. Newt la miró y después se volvió poco a poco hacia mí con una ceja levantada.
—Un favor y te mando a casa.
Oh, Dios. Otro no.
—¡Déjame en paz! —grité, los bordes ásperos de una roca me arañaron los dedos cuando se la tiré a una forma que se acercaba, estuve a punto de caerme y ahogué un grito que parecía más un sollozo pero al fin recuperé el equilibrio. El demonio menor se agachó y después se enderezó otra vez. Tres pares más de ojos brillaban tras él.
Di un salto, asustada, cuando Newt se plantó de repente delante de mí. Ya no quedaba luz alguna. Unos ojos negros se clavaron en mí, ahondaron en mi alma y me la apretaron hasta que salió el miedo como una burbuja.
—No puedes hacerlo. No tienes tiempo para aprender —dijo Newt, y me estremecí. Allí tenía poder, puro y a mi disposición. El alma de Newt era tan negra que casi ni se veía. Podía sentir su aura apretada contra mí, comenzaba a deslizarse por la mía con la fuerza de la voluntad de Newt. Podía apoderarse de mí si quería. Yo no era nada. Mi voluntad no significaba nada.
—Puedes deberme un favor o morir en este escuálido montón de promesas rotas —dijo Newt—. Pero no puedo hacerte atravesar las líneas con ese lazo tan endeble llamado hogar. El hogar no sirve. Piensa en Ivy. La quieres más a ella que a esa maldita iglesia —dijo. La honestidad del demonio era más cortante que cualquier dolor físico.
Las sombras se agolparon y se lanzaron gritando con voces agudas y llenas de rabia.
—¡Ivy! —grité, acepté el trato y deseé estar con ella: el olor de su sudor cuando nos peleábamos en broma, el sabor de sus galletas de azufre, el sonido de sus pasos y el movimiento de sus cejas cuando intentaba no echarse a reír.
Me encogí cuando sentí de repente la presencia negra de Newt en mi cabeza. ¿A cuántos errores puede sobrevivir una vida? resonó claro como el cristal en mi mente, pero no supe de quién era ese pensamiento.
Newt me arrancó el aire de los pulmones y mi mente se rompió en mil pedazos. Estaba en todas partes y en ninguna. La desconexión perfecta de la línea me atravesó como un rayo y me hizo existir en cada línea del continente. ¡Ivy! pensé otra vez, y empecé a aterrarme hasta que la recordé y me aferré a su voluntad indómita y a la tragedia de sus deseos. Ivy. Quiero ir con Ivy.
Con un pensamiento salvaje y celoso, Newt volvió a unir mi alma de un tirón. Jadeé y me cubrí los oídos cuando me sacudió un estallido seco y atronador. Caí hacia delante y choqué con unas baldosas grises con los codos y las rodillas. Varias personas chillaron y oí el estruendo del metal. Volaron papeles y alguien gritó que llamaran a la SI.
—¡Rachel! —gritó Ivy.
Levanté los ojos para mirar entre el pelo que me caía por la cara y vi que estaba en lo que parecía el pasillo de un hospital. Ivy estaba sentada en una silla de plástico naranja, con los ojos rojos y las mejillas hinchadas; en sus grandes ojos marrones había una expresión conmocionada. David estaba a su lado, sucio y desaliñado, con la sangre de Kisten en las manos y el pecho. Sonó un teléfono que nadie contestó.
—Hola —dije con voz débil, empezaban a temblarme los brazos—. Esto, ¿podríais ingresarme uno de los dos, quizá? No me encuentro muy bien.
Ivy se levantó con los brazos extendidos y me caí hacia delante. Choqué con la mejilla contra las baldosas. Lo último que recuerdo es mi mano en la suya.