18.

El anuncio interrumpió la película con un volumen que me hizo dar un bote en el sofá. Suspiré, subí las rodillas hasta apoyar la barbilla en ellas y me rodeé las piernas con los brazos. Era temprano, solo eran las dos de la mañana y yo estaba intentando encontrar la motivación necesaria para levantarme y hacerme algo de comer. Ivy seguía ocupada con un asunto e incluso después de la incómoda conversación del coche, yo esperaba que llegara a casa lo bastante temprano como para poder salir por ahí. Calentar un guiso y comérmelo yo sola tenía el mismo atractivo que arrancarme la piel de las espinillas.

Cogí el mando de la tele y la silencié. Aquello era deprimente. Estaba sentada en el sofá un viernes por la noche viendo La jungla de cristal yo sola. Nick debería estar allí conmigo. Lo echaba de menos. Por lo menos creo que lo echaba de menos. Desde luego, echaba de menos algo. Quizá solo echaba de menos que me abrazaran. ¿Tan superficial era?

Tiré el mando de la tele y de repente me di cuenta de que se oía a alguien en la parte delantera de la iglesia. Me erguí de un salto, era una voz de hombre. Alarmada, invoqué la línea de la parte de atrás. Entre un aliento y otro, se llenó todo mi centro. Con la fuerza de la línea atravesándome, me incorporé y solo para agacharme otra vez cuando Jenks entró volando en la habitación a la altura de mi cabeza. El suave batir de sus alas me dijo en un instante que, fuera lo que fuera lo que me esperaba, no iba a matarme ni a hacerme rica.

El pixie aterrizó en la lámpara con los ojos muy abiertos. El polvo que levantaba flotó hacia el techo con el calor de la bombilla. A esas horas, Jenks por lo general estaba metido en mi escritorio, durmiendo, que era por lo que me estaba dedicando a darme todo un festín de autocompasión, para poder enfurruñarme sin interferencias.

—Eh, Jenks —dije, solté la línea y me abandonó la magia al no tener un foco al que dirigirse—. ¿Quién anda ahí?

En su rostro se dibujó una expresión preocupada.

—Rachel, puede que tengamos un problema.

Lo miré con gesto hosco. Estaba sentada, sola, viendo La jungla de cristal. Eso si que era un problema, no lo que hubiera entrado tan fresco por nuestra puerta.

—¿Quién es? —dije sin más—. Porque ya he espantado a los testigos de Jehová. Se diría que si vives en una iglesia, podrían coger la indirecta, pero nooo.

Jenks frunció el ceño.

—Un hombre lobo con sombrero vaquero. Quiere que firme un papel diciendo que me comí ese pez que robamos para los Howlers.

—¿David? —me levanté de un salto del sillón y me dirigí al santuario. Las alas de Jenks emitían un zumbido seco mientras volaba a mi lado.

—¿Quién es David?

—Un investigador de seguros. —Fruncí el ceño—. Lo conocí hace poco.

Pues sí, señor, allí tenía a David, en medio de la habitación vacía y con aspecto incómodo con el abrigo largo y el sombrero calado hasta los ojos. Los pequeños pixies se asomaban por la ranura de la tapa corrediza del escritorio, con sus bonitos rostros en hilera. David estaba hablando por el móvil y al verme, murmuró unas cuantas palabras, lo cerró y se lo metió en el bolsillo.

—Hola, Rachel —dijo con un estremecimiento al oír el eco de su propia voz. Recorrió con los ojos mis vaqueros informales y el jersey rojo y después los alzó al techo y cambió de postura. Era obvio que no se sentía muy cómodo en la iglesia, les pasaba a la mayoría de los hombres lobo, pero era algo psicológico, no biológico.

—Perdona que te moleste —dijo mientras se quitaba el sombrero y lo aplastaba con las manos—. Pero en este caso no me valen los rumores. Necesito que tu compañero certifique que se comió ese pez de los deseos.

—¡No me jodas! ¡Era un pez de los deseos! —Se oyó todo un coro de chillidos agudos en el escritorio. Jenks emitió un duro sonido y las caritas que flanqueaban la ranura se perdieron entre las sombras.

David se sacó un papel doblado en tres de un bolsillo del abrigo y lo desplegó encima del piano de Ivy.

—¿Si pudieras firmar aquí? —Después se irguió con mirada suspicaz—. Porque os lo comisteis de verdad, ¿no?

Jenks parecía asustado, con las alas de un color azul tan oscuro que eran casi moradas.

—Pues sí. Nos lo comimos. ¿Nos va a pasar algo?

Intenté no reírme pero David esbozó una gran sonrisa, sus dientes parecían blancos bajo la luz tenue del santuario.

—Creo que todo irá bien, señor Jenks —dijo mientras bajaba el émbolo de un bolígrafo y se lo tendía.

Yo alcé las cejas y David dudó un momento, miró el bolígrafo y después al pixie. El bolígrafo era más grande.

Ummm. —El hombre lobo volvió a cambiar de postura.

—Ya lo tengo. —Jenks se precipitó sobre el escritorio y volvió con la mina de un lápiz. Observé cómo escribía su nombre con todo cuidado, la cháchara ultrasónica del escritorio hacía que me dolieran los ojos. Jenks se alzó soltando polvo de pixie por todas partes.

—Eh, esto, no estaremos metidos en ningún lío, ¿verdad?

El olor acre de la tinta del sello notarial me bombardeó y David levantó la cabeza después de dar fe pública.

—No en lo que a nosotros respecta. Gracias, señor Jenks. —Después me miró—. Rachel.

Hubo un cambio en la presión del aire y un tamborileo suave en las ventanas nos hizo levantar a los dos la cabeza. Alguien había abierto la puerta de atrás de la iglesia.

—¿Rachel? —dijo una voz aguda y yo parpadeé. ¿Mi madre? Desconcertada, miré a David.

—Eh, es mi madre. Quizá deberías irte. A menos que quieras que te apabulle para que me pidas una cita.

Una expresión sobresaltada se dibujó en el rostro de David mientras se guardaba el papel.

—No, ya está todo. Gracias. Quizá debería haber llamado antes, pero como son horas de oficina…

Me puse colorada. Acababa de añadir diez mil a mi cuenta corriente, cortesía de Quen y su «pequeño problema». Podía tocarme la barriga y enfurruñarme una noche entera si quería. Y no iba a ponerme a preparar los amuletos que iba a utilizar en el susodicho encargo. Ponerse a hacer hechizos después de medianoche con luna menguante solo servía para meterse en problemas. Además, cómo organizara yo mi día no era asunto suyo.

Un poco molesta, miré hacia la parte de atrás de la iglesia. No quería ser grosera pero tampoco quería que mi madre se dedicara a jugar a las veinte preguntas con David.

—¡Ahora mismo voy, mamá! —grité y después me volví hacia Jenks—. ¿Quieres acompañarlo a la salida por mí?

—Claro, Rache. —Jenks se elevó hasta la altura de la cabeza par acompañar a David al vestíbulo.

—Adiós, David —dije, el hombre lobo se despidió de mí con la mano y se puso el sombrero.

¿Por qué tiene que pasar todo a la vez? pensé antes de irme a la cocina a buen paso. Que mi madre me hiciera una visita de improviso solo podía ponerle la guinda a un día ya perfecto. Cansada, entré en la cocina y me la encontré con la cabeza metida en la nevera. En el santuario se oyó el estampido de la puerta principal al cerrarse.

—Mamá —dije con lo que intentaba ser un tono agradable—. Me alegro mucho de verte. Pero son horas de oficina. —Mis pensamientos se encaminaron al baño y me pregunté si todavía tenía las bragas encima de la secadora.

Mi madre se enderezó con una sonrisa y me miró desde el otro lado de la puerta de la nevera. Llevaba unas gafas de sol y tenían un aspecto francamente raro con el sombrero de paja y el vestido de playa. ¿Vestido de playa? ¿Se había puesto un vestido de playa? Pero si estábamos a bajo cero en la calle.

—¡Rachel! —Cerró la puerta con una sonrisa y abrió los brazos—. ¡Dame un abrazo, cielo!

Con la cabeza hecha un lío le devolví el abrazo con gesto ausente. Quizá debería llamar a su psicólogo para asegurarme de que no faltaba a sus citas. La envolvía un olor extrañ\1.

—¿Qué es lo que llevas? Huele a ámbar quemado —dije al apartarme.

—Porque lo es, amor.

La miré, espeluznada. Su voz había bajado varias octavas. Me invadió la adrenalina. Me aparté de un tirón pero me encontré con una mano enguantada de blanco que me aferraba por los hombros. Me quedé helada, incapaz de moverme, un murmullo de siempre jamás cayó como una cascada sobre ella y reveló a Algaliarept. Ah, mierda. Era bruja muerta.

—Buenas noches, familiar —dijo el demonio con una sonrisa que me mostró unos dientes grandes y planos—. Vamos a buscar una línea luminosa para llevarte a casa, ¿te parece?

—¡Jenks! —chillé, mi voz se había endurecido de puro terror. Me eché hacia atrás, levanté el pie y le di una patada en plenas gónadas.

Al gruñó y abrió todavía más los ojos rojos y achinados de cabra.

—Zorra —dijo mientras estiraba el brazo y me cogía un tobillo.

Cuando el demonio tiró de mí, me caí de culo con un jadeo y choqué contra el suelo con un ruido sordo, aterrorizada. Intenté darle patadas sin mucho éxito pero el demonio me sacó a rastras de la cocina y me metió en el pasillo.

—¡Rachel! —chilló Jenks desperdigando polvo negro de pixie por todas partes.

—¡Tráeme un amuleto! —le grité al tiempo que me agarraba al marco de la puerta y me aferraba con todas mis fuerzas. Oh, Dios. Me tenía. Si me llevaba hasta una línea, podría arrastrarme físicamente a siempre jamás dijera yo lo que dijera.

Con los brazos tensos, luché por seguir agarrada a la pared el tiempo suficiente para que Jenks abriera mi armarito de los amuletos y cogiera uno. No me hacía falta una aguja de punción digital, ya me sangraba el labio por culpa de la caída.

—Toma —exclamó Jenks, flotaba a la altura del tobillo para mirarme justo a los ojos con el cordón de un amuleto del sueño en la mano. Tenía los ojos aterrados y las alas rojas.

—Me parece que no, bruja —dijo Al dándome un tirón.

El dolor me atravesó el hombro entero y tuve que soltar las manos.

—¡Rachel! —exclamó Jenks cuando arañé el suelo de madera con las uñas y después la alfombra del salón.

Al murmuró algo en latín y yo grité cuando una explosión arrancó de los goznes la puerta de atrás.

—¡Jenks! ¡Sal de aquí! ¡Pon a tus hijos a salvo! —grité. El frío se precipitó en el interior y sustituyó al aire que había reventado la explosión. Los perros ladraron cuando me vieron deslizarme escaleras abajo sobre el estómago. La nieve, el hielo y la sal me arañaron la cintura y la barbilla. Me quedé mirando la puerta hecha añicos, la silueta oscura de David destacaba a contraluz. Estiré el brazo para coger el amuleto que se le había caído a Jenks.

—¡El amuleto! —chillé, era obvio que el tipo no tenía ni idea de lo que yo quería—. ¡Tírame el amuleto!

Al se detuvo en seco. Sus botas de montar inglesas dejaban huellas en el camino sin limpiar de la entrada. Se dio la vuelta.

Detrudo —dijo. Estaba claro que era el desencadenante de una maldición que tenía grabada en la memoria.

Ahogué un grito cuando una sombra negra y roja de siempre jamás golpeó a David, lo tiró contra el muro contrario y lo perdí de vista.

—¡David! —exclamé mientras Al empezaba a arrastrarme otra vez. Me contoneé y retorcí hasta que por lo menos me vi arrastrada de culo y no sobre el estómago. Iba dejando un pequeño rastro en la nieve, detrás de Al, que tiraba de mí, y aunque no dejaba de dar patadas, me encontré en la verja de madera del jardín que llevaba a la calle. Al no podía usar la línea luminosa del cementerio para arrastrarme a siempre jamás porque estaba totalmente rodeada por suelo sagrado, suelo que él no podía cruzar. La línea luminosa más cercana estaba a ocho manzanas de distancia. Tengo una oportunidad, pensé mientras la nieve fría me empapaba los vaqueros.

—¡Que me sueltes! —le exigí al tiempo que le daba una patada a Al en la parte de atrás de las rodillas con el pie libre.

Le falló una pierna y se detuvo, su expresión colérica era patente bajo la luz de la farola. No podía convertirse en niebla para evitar los golpes porque yo podría soltarme.

—Pero qué terca eres —dijo mientras me cogía los dos tobillos con una mano y seguía.

—¡No quiero ir! —grité y me sujeté a los bordes de la verja al pasar por ella. Nos detuvimos con una sacudida y Al suspiró.

—Suelta la verja —dijo con tono cansado.

—¡No! —Me empezaron a temblar los músculos, luchaba por no moverme pero Al seguía tirando de mí. Solo tenía un hechizo de línea luminosa grabado en el subconsciente pero dejarnos atrapados a Al y a mí en un círculo no me llevaría a ninguna parte. El podía romperlo con tanta facilidad como yo, dado que su aura lo estaría manchando.

Se me escapó un grito cuando Al renunció a intentar arrastrarme por la verja, me levantó y me echó al hombro. Me quedé sin aliento de repente, un hombro duro y musculoso se me había clavado en la cintura. Apestaba a ámbar quemado y luché por liberarme.

—Esto sería mucho más fácil —dijo mientras yo le clavaba los codos entre los omóplatos sin mucho éxito— si aceptases que te tengo. Di solo que estás dispuesta a venir conmigo de buena gana y puedo llevarnos hasta una línea desde aquí, lo que te ahorrará pasar mucha vergüenza.

—¡Me da igual la vergüenza! —Me estiré para alcanzar la rama de un árbol y suspiré de alivio cuando me enganché a una. Al sufrió un tirón y estuvo a punto de perder el equilibrio.

—Eh, mira —dijo, tiró de mí para soltarme y yo terminé con las palmas llenas de arañazos y sangre—. Tu amiguito el lobo quiere jugar.

David, pensé. Me retorcí para ver por detrás del hombro de Al. Me esforcé por respirar y vi una sombra enorme de pie en medio de la calle nevada e iluminada por las farolas. Me quedé con la boca abierta. Se había convertido en lobo. El tío se había convertido en lobo en menos de tres minutos. Dios, lo que le tenía que haber dolido.

Y era enorme, después de todo había mantenido toda su masa humana. Yo diría que la cabeza me llegaría a mí al hombro. Un pelo sedoso y negro, más parecido al cabello humano, se mecía bajo el viento helado. Tenía las orejas aplastadas contra la cabeza y emitía un gruñido de advertencia bajísimo. Nos obstruyó el camino con unas pezuñas del tamaño de mis manos estiradas y hundidas en la nieve. Lanzó un ladrido de advertencia profundo e indescriptible y Al se echó a reír. Se estaban encendiendo las luces en las casas de al lado y empezaban a apartarse cortinas.

—Legalmente es mía —dijo Al con ligereza—, así que me la llevo a casa. Ni lo intentes siquiera.

Al empezó a bajar la calle y me dejó debatiéndome entre pedir ayuda a gritos y admitir que lo mío no tenía remedio. Se acercaba un coche y sus faros lo ponían todo de relieve.

—Perrito bueno —murmuró Al cuando pasamos junto a David a unos buenos tres metros de distancia. Con el aspecto duro que le daba la luz de los faros, David inclinó la cabeza y me pregunté si se había rendido porque sabía que no podía hacer nada. Pero entonces levantó la cabeza y echó a correr tras nosotros.

—¡David, no hay nada que puedas hacer! ¡David, no! —chillé cuando sus lentas zancadas se convirtieron en toda una carrera. Con los ojos perdidos en un frenesí asesino, se precipitó directamente a por mí. Está bien, no quería que me arrastraran a siempre jamás, pero tampoco quería estar muerta.

Al se dio la vuelta con una maldición.

Vacuefacio —dijo con la mano blanca enguantada estirada.

Me retorcí sobre su hombro para ver. Había disparado una bola negra de fuerza que esperaba el ataque silencioso de David a algo más de medio metro por delante de nosotros. Las enormes patas de David dieron un resbalón pero chocó directamente contra ella. Rodó con un gañido y se tiró sobre un montón de nieve. El olor a pelo quemado se alzó y desapareció.

—¡David! —exclamé sin sentir el escalofrío que me pellizcó—. ¿Te encuentras bien?

Lancé un gemido cuando Al me soltó en el suelo y una mano enorme me apretó el hombro hasta que grité de dolor. La gruesa capa de nieve comprimida que cubría la acera se fundió bajo mi cuerpo y el trasero se me quedó entumecido de frío y dolor.

—Idiota —gruñó Al para sí—. Tienes un familiar, por las cenizas de tu madre, ¿se puede saber por qué no la utilizas?

Me sonrió con las gruesas cejas alzadas en una expresión de anticipación.

—¿Lista para trabajar, Rachel, encanto?

Se me heló el aliento. Tuve un ataque de pánico y me lo quedé mirando, sabía que me estaba poniendo pálida y que lo miraba con los ojos como platos. —Por favor, no —susurré. El sonrió todavía más.

—Sujétame esto —dijo.

Cuando Al cogió una línea y su fuerza me atravesó como un trueno, el movimiento me arrancó un grito de dolor. El dolor me sacudió los músculos y un espasmo me agitó entera hasta que di con la cara contra la acera. Estaba ardiendo y me encogí en posición fetal, con las manos sobre los oídos. Me golpeaba un grito tras otro y no podía hacer nada por impedirlo. Me aporreaban los chillidos, lo único que era real además de la agonía que sentía en la cabeza. Como una explosión, la fuerza de la línea me atravesó y se acomodó en mi centro para derramarse después y provocar un incendio en mis miembros. Tenía la sensación de que me habían metido el cerebro en ácido y esos horribles chillidos no dejaban de atormentarme un instante los oídos. Estaba ardiendo. Me quemaba.

De repente me di cuenta de que la que gritaba era yo. Unos sollozos enormes, atroces, ocuparon su lugar cuando conseguí parar. Se alzó entonces un gemido agudo, espeluznante pero conseguí detener eso también. Abrí los ojos con un jadeo. Tenía las manos pálidas y me temblaban a la luz de los focos del coche. No estaban carbonizadas. El olor a ámbar quemado no me estaba arrancando la piel. Estaba todo en mi cabeza.

Oh, Dios. Tenía la sensación de tener la cabeza en tres sitios a la vez. Lo oía todo dos veces, lo olía todo dos veces y tenía otros pensamientos que no eran los míos. Al sabía todo lo que sentía, todo lo que pensaba. Solo pude rezar para no haberle hecho lo mismo a Nick.

—¿Mejor? —dijo Al y me sacudí como si me hubieran dado un latigazo al oír su voz en mi cabeza además de con los oídos—. No está mal —dijo mientras me levantaba de un tirón sin que yo me resistiera—. Ceri se desmayó con solo la mitad y le llevó tres meses dejar de hacer ese horrendo ruido.

Atontada, sentí que me babeaba. No recordaba cómo se limpia uno. Me dolía la garganta y el aire frío que inhalaba parecía arder. Oí ladridos de perros y el motor de un coche. La luz de los faros no se movía y la nieve resplandecía. Colgaba sin fuerzas del brazo de Al e intenté mover los pies cuando empezó a caminar otra vez. El demonio me sacó a rastras de delante del coche y tras emitir un agudo chillido al resbalar por la nieve y el hielo, el coche se alejó a toda velocidad.

—Vamos, Rachel, amor —dijo Al en la nueva oscuridad, estaba de muy buen humor mientras tiraba de mí por una colina por la que había pasado la máquina quitanieves y me metía en un limpio camino de entrada—. Tu lobo se ha rendido y a menos que te sometas a mí, tenemos que recorrer un buen trozo de ciudad para llevarte a una línea luminosa.

Tropecé y me tambaleé detrás de Al, ya hacía tiempo que tenía los pies, cubiertos solo con los calcetines, tan fríos que no me respondían. El demonio me cogía la muñeca con una mano, un grillete más sólido que cualquier metal. La sombra de Al se extendía tras nosotros hasta donde David jadeaba y sacudía la cabeza como si quisiera despejarse. No había nada que yo pudiera hacer, no sentí nada cuando David abrió la boca y enseñó los dientes. Arremetió contra nosotros sin ruido. Atontada e insensible, lo observé todo como si estuviera muy lejos. Al, sin embargo, era muy consciente.

—¡Celero fervefacio! —exclamó, enfadado; la maldición me atravesó como una lengua de fuego y chillé. La fuerza de la magia de Al le salió despedida de la mano estirada y golpeó a David. Con un destello, la nieve se fundió bajo el hombre lobo y este se retorció sobre el círculo negro de la acera. Grité de puro dolor, lo contuve, lo asfixié, y lo oí convertirse en el chillido agudo de una banshee.

—Por favor… más no —susurré, se me caía la baba y se fundía en un charco de nieve. Me quedé mirando aquel blanco sucio y pensé que era mi alma, picada y manchada, que tenía que pagar por la magia negra de Al. Era incapaz de pensar. El dolor seguía quemándome y convirtiéndose en un sufrimiento demasiado conocido.

El sonido de varias personas asustadas me obligó a levantar la mirada llorosa. El vecindario entero miraba desde puertas y ventanas. Seguramente terminaría en el telediario. Un golpe seco y agudo atrajo mi atención hacia la casa junto a la que habíamos pasado, un elegante castillo de nieve con torreones y torres adornando una esquina del patio. La luz de la puerta abierta se derramaba sobre la nieve pisoteada y caía casi sobre Al y sobre mí. Contuve el aliento al ver a Ceri de pie en el umbral, con el crucifijo de Ivy alrededor del cuello. El camisón flotaba suavemente hacia el porche, blanco y ondulante. Llevaba el cabello suelto y le flotaba a su alrededor, casi hasta la cintura. Su postura estaba rígida de rabia.

—Tú —dijo y su voz resonó con claridad sobre la nieve.

Oí tras de mí un pequeño gañido de advertencia y sentí un tirón seco. A través de Al supe por instinto que Ceri había dibujado un círculo alrededor de Al y de mí. Se me escapó un sollozo vano pero me aferré a la sensación como un perro callejero a la basura. Había sentido algo que no procedía de Al. La irritación del demonio no tardó en alcanzar mi depresión y cubrirla hasta que olvidé lo que se sentía. Por Al supe que el círculo era inútil. Se puede hacer un círculo sin dibujarlo pero solo un círculo dibujado es lo bastante fuerte como para contener a un demonio.

Al ni siquiera se molestó en frenar un poco y siguió arrastrándome hacia siempre jamás.

Siseé casi sin aliento cuando la fuerza que Ceri había puesto en el círculo fluyó en mi interior. Chillé cuando una nueva ola de fuego me cubrió la piel. Partía desde donde yo tocaba el campo y fluía como un líquido hasta cubrirme entera. El dolor buscó mi centro. Lo encontró y volví a chillar, me deshice de la mano de Al, el dolor había encontrado mi chi lleno y a punto de explotar. Siempre jamás rebotó y rebuscó por todas partes para asentarse en el único sitio donde podía abrirse paso: mi cabeza. Antes o después me desbordaría y me volvería loca.

Me aferré a mí misma. La áspera acera me arañó el muslo y el hombro y empecé a sufrir convulsiones. Poco a poco se fue haciendo soportable y pude dejar de gritar. El último chillido se fue apagando, convertido en un gemido que hizo callar a los perros. Oh, Dios, me estoy muriendo. Me estoy muriendo por dentro.

—Por favor —le rogué a Ceri aunque sabía que no podía oírme—. No vuelvas a hacerlo.

Al me levantó de un tirón.

—Eres un familiar excelente —me alentó con una enorme sonrisa en la cara—. Estoy muy orgulloso de ti. Has logrado dejar de chillar otra vez. Creo que te voy a hacer una taza de té cuando lleguemos a casa y te voy a dejar dormir un ratito antes de enseñarte a mis amigos.

—No… —susurré y Al lanzó una risita al oír mi desafío incluso antes de que se me escapara. No podía pensar nada sin que él lo supiera primero. Comprendí entonces por qué Ceri había entumecido sus emociones, prefería no tener ninguna antes que compartirlas con Al.

—Espera —dijo Ceri, su voz resonó con claridad sobre la nieve. Bajó corriendo los escalones del porche, atravesó la valla de tela metálica y entró en el patio ante nosotros.

Me encorvé entre las manos de Al cuando el demonio se detuvo para mirarla. La voz de Ceri flotaba sobre mí y era un alivio para mi piel y mi mente a la vez. Sentí cierta calidez en los ojos al notar un pequeño respiro en el dolor y estuve a punto de ponerme a llorar de alivio. Parecía una diosa. Un bálsamo para el dolor.

—Ceri —dijo Al con tono cálido sin dejar del todo de prestar atención a David, que daba vueltas a nuestro alrededor con el pelo erizado y una mirada salvaje y aterradora en los ojos—. Tienes buen aspecto, cielo. —Los ojos del demonio recorrieron el elaborado castillo de nieve que tenía detrás—. ¿Echas de menos tu tierra?

—Soy Ceridwen Merriam Dulcíate —dijo ella, el dominio que había en su voz era como un látigo—. No soy tu familiar. Tengo alma. Trátame con el respeto que merezco.

Al se burló.

—Ya veo que has encontrado tu ego. ¿Qué te parece eso de volver a envejecer?

La vi ponerse rígida. Se puso delante de nosotros y me di cuenta de que se sentía culpable.

—Ya no me asusta —dijo en voz baja y me pregunté si una vida sin edad era lo que había utilizado Al para convencerla de que fuera su familiar—. La vida es así. Deja ir a Rachel Mariana Morgan.

Al echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada que le mostró al cielo encapotado unos dientes gruesos y planos.

—Es mía. Tienes buen aspecto. ¿Te apetece volver? Podríais ser hermanas. ¿No estaría bien?

La boca de Ceri se crispó.

—Tiene alma. No puedes obligarla.

Yo colgaba entre las manos de Al, jadeando. Si me llevaba hasta una línea, daba igual si tenía alma o no.

—Sí, sí que puedo —dijo Al para dejar las cosas claras. Frunció el ceño y de repente clavó los ojos en David. Yo había visto que nos rodeaba en un amplio círculo, intentaba dibujar un círculo físico con sus huellas para poder vincular a Al. El demonio entrecerró los ojos.

Detrudo —dijo con un gesto.

Abogué un grito y me sacudí cuando una hebra de siempre jamás salió de mí y alimentó el hechizo de Al. Con la cabeza muy erguida, contuve el horrible sonido que iba a salir de mi garganta, que ya estaba en carne viva. Conseguí no decir nada mientras la energía salía disparada de mí, pero todos mis esfuerzos para no gritar fueron en vano cuando una oleada de siempre jamás surgió a toda velocidad de una línea para sustituir a la que había utilizado Al. Una vez más el fuego inmoló mi centro, se desbordó y me abrasó la piel para asentarse al fin en mis pensamientos. No podía pensar. En mí no había nada más que dolor. Me estaba quemando. Mis pensamientos, mi alma misma, estaban ardiendo.

Caí de rodillas, conmocionada, el dolor de la acera congelada pasó casi desapercibido y se me escapó un grito de angustia. Tenía los ojos abiertos y Ceri se encogió, de pie y descalza delante de nosotros, en la nieve. Un dolor compartido se reflejaba en sus ojos pero me aferré a ellos y encontré algo de paz en sus verdes profundidades. Ceri había sobrevivido a aquello y yo podía sobrevivir también. Iba a sobrevivir. Dios, ayúdame a encontrar una forma de sobrevivir.

Al se echó a reír cuando sintió mi resolución.

—Bien —me animó—. Agradezco el esfuerzo por quedarte callada. Ya lo conseguirás otro día. Tu dios no puede ayudarte, pero sigue llamándolo. Me gustaría conocerlo.

Respiré hondo con un estremecimiento. David era un ovillo tembloroso de pelo sedoso en la nieve, a cierta distancia de donde había estado. Yo estaba gritando cuando lo golpeó el hechizo y no vi cómo lo derribaba. El hombre lobo se levantó y Ceri se acercó a él, le cogió el morro con las dos manos y lo miró a los ojos. Parecía muy pequeña junto al lobo, la negrura absoluta de este tenía un aspecto peligroso y, de algún modo, natural al lado de la fragilidad de la figura femenina vestida de un blanco vaporoso.

—Dámelo —susurró Ceri mirándose sin miedo en los ojos del lobo; las orejas de David se pusieron de punta.

Ceri dejó la cara del lobo y se adelantó hasta que se colocó donde acababan las pisadas de David. Keasley se reunió con ella mientras terminaba de abrocharse el grueso abrigo de tela, pasó por mi derecha y se detuvo a su lado.

—Es tuyo —dijo. La cogió de la mano y la soltó. Después los dos dieron un paso atrás.

Quise llorar pero no me quedaban fuerzas. No podían ayudarme. Admiré la seguridad de Ceri, su porte orgulloso y apasionado, pero no servía. Lo mismo podría estar muerta ya.

—Demonio —dijo y su voz repicó por el aire sereno como una campana—, yo te vinculo.

Al se sacudió cuando una capa de siempre jamás azul y ahumada brotó sobre nosotros, y se le enrojeció la cara.

—¡Es scortum obscenus impura! —gritó al soltarme. Me caí redonda, sabía que no me habría soltado si pudiera escapar—. ¡Cómo te atreves a usar lo que te enseñé para vincularme!

Levante la cabeza con un jadeo, solo entonces comprendí por qué Ceri había tocado a David y después a Keasley. David había empezado el círculo, Ceri había hecho una segunda porción y Keasley había hecho la tercera, Los dos le habían dado permiso a Ceri para vincular sus pasos como si fueran uno solo. El círculo estaba completo, el demonio estaba atrapado. Y cuando lo vi acercarse al borde de la burbuja y a una victoriosa Ceri, pensé que no iba a necesitar mucho para decidir matarme de pura rabia.

—¡Moecha putida! —gritó aporreando la fuerza que se interponía entre los dos—. ¡Ceri, te volveré a arrancar el alma, te lo juro!

Et de —dijo Ceri con la estrecha barbilla bien levantada y un brillo acerado en los ojos— acervus excerementum. Puedes saltar a una línea desde aquí. Déjanos ahora antes de que salga el sol para que todos podamos volver a la cama.

Algaliarept respiró hondo, despacio, y yo me estremecí ante la cólera contenida en aquel único movimiento.

—No —dijo—. Voy a ampliar los horizontes de Rachel y vosotros escucharéis sus gritos mientras aprende a aceptar en toda su capacidad lo que le exijo.

¿Podía sacar más a través de mí? pensé y sentí que se me encogían los pulmones, por un momento perdí la capacidad de respirar. ¿Había algo peor que eso?

La confianza de Ceri vaciló un instante.

—No —dijo—. Ella no sabe cómo se almacena como es debido. Un poco más y su mente terminará cediendo. Se volverá loca antes de que le enseñes cómo te gusta el té.

—No hay que estar cuerda para hacer té o para tostarme el pan solo por un lado —se burló él. Me levantó el brazo de un tirón y me puso en pie sin que yo me resistiera.

Ceri sacudió la cabeza y siguió en la nieve como si estuviéramos en verano.

—Estás siendo muy mezquino. La has perdido. Ha sido más lista que tú. Tienes muy mal perder.

Al me pellizcó el hombro y yo apreté los dientes, me negaba a gritar. Solo era dolor. Nada comparado al fuego constante de siempre jamás que me obligaba a contener por él.

—¡Mal perder! —gritó. Yo oí los gritos de miedo de las personas que se ocultaban en las sombras—. No puede ocultarse en terreno sagrado para siempre. Si lo intenta, encontraré el modo de usarla a través de las líneas.

Ceri miró a David y yo cerré los ojos, desesperada. Ceri pensaba que podía hacerlo. Que Dios me ayudase. Solo era cuestión de tiempo antes de que encontrase un modo. Iba a perder la apuesta que había hecho para salvar mi alma.

—Vete —dijo Ceri tras apartar los ojos de David—. Vuelve a siempre jamás y deja a Rachel Mariana Morgan en paz. Aquí no te ha llamado nadie.

—¡No puedes desterrarme, Ceri! —bramó mientras me alzaba con un tirón hasta que caí contra él—. Mi familiar invocó una línea y abrió un sendero de invocación para que yo lo siguiera. ¡Rompe el círculo y déjame llevarla como es mi derecho!

Ceri cogió aire, exultante.

—¡Rachel! Ha reconocido que lo llamaste tú. ¡Destiérralo!

Abrí mucho los ojos.

—¡No! —gritó Algaliarept y me lanzó una oleada de siempre jamás. Estuve a punto de desmayarme, las olas de dolor que me atravesaron se fueron acumulando hasta que ya no quedaba nada más que agonía. Pero respiré hondo y olí el hedor de mi alma quemada.

—Algaliarept —dije con la voz estrangulada en un jadeo ronco—. Regresa a siempre jamás.

—¡Pequeña puta! —gruñó dándome un revés. La fuerza del golpe me levantó y me lanzó contra la pared de Ceri. Aterricé en un montón encogido, incapaz de pensar. Me dolía la cabeza y tenía la garganta en carne viva. Bajo mi cuerpo, la nieve estaba fría. Me acurruqué en ella, ardía.

—Vete. Vete de una vez —susurré.

La abrumadora energía de siempre jamás que me atravesaba el cerebro con un zumbido se desvaneció en apenas un instante. Gemí al notar su ausencia. Oí que me latía el corazón, se detenía y volvía a latir. Apenas era capaz de seguir respirando, vacía, a solas con mis pensamientos. Se había ido. El fuego había desaparecido.

—Sácala de la nieve —oí que decía Ceri con tono urgente, su voz penetraba con suavidad en mi interior como agua helada. Intenté abrir los ojos pero no pude. Alguien me levantó del suelo y sentí la calidez del calor humano. Era Keasley, decidió una pequeña parte de mí, cuando reconocí el olor a secuoya y café barato. Mi cabeza chocó contra él y dejé caer la barbilla sobre el pecho. Sentí unas manos pequeñas y frías en la frente y oí cantar a Ceri, después sentí que me movía.