31.
—David Hue —dijo David con frialdad, parecía aburrido y hasta un poco irritado cuando nos presentamos en la entrada de la antigua mansión—. Tengo una cita.
«Tengo», no «tenemos», pensé sin levantar los ojos e intentando mantenerme en segundo plano mientras Candice, la vampiresa que no le había quitado las manos de encima a Lee en el barco, levantaba una cadera enfundada en unos vaqueros y miraba la tarjeta de visita de David. Había otros dos vampiros detrás de ella, llevaban unos trajes negros que decían a gritos que eran de seguridad. No me importaba interpretar el papel de subordinada dócil. Si Candice me reconocía, las cosas se iban a poner muy negras en cuestión de minutos.
—Fue conmigo con quien habló —dijo la bien torneada vampiresa con un suspiro molesto—. Pero después de los últimos y desagradables acontecimientos, el señor Saladan se ha retirado a un entorno… menos público. No está aquí ni mucho menos atiende supuestos compromisos. —Sonrió para enseñar los dientes con una amenaza políticamente correcta y le devolvió a David la tarjeta—. Pero para mí será un placer hablar con usted.
Se me desbocó el corazón y me quedé mirando las baldosas italianas. Lee estaba en casa (casi se podía oír el tintineo de las fichas de juego) pero si no podía entrar a verlo, las cosas se iban a poner mucho más difíciles.
David la miró y la piel que tenía alrededor de los ojos se le tensó. Después recogió el maletín del suelo.
—Muy bien —dijo con aspereza—. Si no puedo hablar con el señor Saladan, a mi compañía no le queda más recurso que asumir que son correctas nuestras suposiciones sobre una posible actividad terrorista y tendremos que denegar el pago de la póliza. Que pase un buen día, señora. —Apenas me miró antes de dirigirse a mí—. Venga, Grace. Nos vamos.
Contuve el aliento y sentí que me empezaba a poner pálida. Si salíamos de allí, Kisten e Ivy terminarían metidos en una trampa. Los pasos de David resonaron en el silencio cuando se dirigió a la puerta y yo eché a andar tras él.
—Candice —dijo la voz indignada y meliflua de Lee desde la balconada del segundo piso, encima de la majestuosa escalera—. ¿Qué estás haciendo?
Giré en redondo y David me cogió del hombro para advertirme. Lee se encontraba junto al rellano superior, con una copa en una mano y una carpeta y un par de gafas de montura metálica en la otra. Vestía lo que parecía un traje sin la americana, con la corbata sin anudar alrededor del cuello pero con aspecto pulcro de todos modos.
—Stanley, cielo —ronroneó Candice, que se apoyó con gesto provocativo en una mesa pequeña que había junto a la puerta—. Dijiste que no ibas a ver a nadie. Además, no es más que un barco. ¿Cuánto podría valer?
Los ojos oscuros de Lee se crisparon cuando frunció el ceño.
—Casi un cuarto de millón de dólares, querida. Son agentes de seguros, no operativos de la SI. Comprueba si llevan hechizos y acompáñalos arriba. Se les exige por ley que mantengan la más estricta confidencialidad, incluyendo el hecho de haber estado aquí. —Miró a David y se apartó el flequillo de surfero de un manotazo—. ¿Me equivoco?
David levantó la cabeza y le sonrió con esa expresión de «los tíos tenemos que ayudarnos entre nosotros» que yo tanto odiaba.
—No, señor —dijo, su voz resonaba en el blanco puro del vestíbulo abierto—. No podríamos hacer nuestro trabajo sin esa pequeña enmienda de la constitución.
Lee levantó la mano para dar su permiso, se dio la vuelta y desapareció por el pasillo abierto. Se abrió una puerta con un crujido y yo me sobresalté cuando Candice me cogió el maletín. La adrenalina me hizo erguirme y lo atraje hacia mí.
—Relájate, Grace —dijo David con tono condescendiente mientras me lo quitaba y se lo daba a Candice—. Que esto es pura rutina.
Los dos vampiros del fondo se adelantaron y tuve que obligarme a quedarme quieta.
—Tendrán que perdonar a mi ayudante —dijo David mientras ponía nuestros maletines en la mesa que había junto a la puerta, abría primero el suyo y lo hacía girar y luego el mío—. Es un infierno cuando toca adiestrar a un ayudante nuevo.
La expresión de Candice se hizo burlona.
—¿Fuiste tú el que le puso el ojo morado?
Me sonrojé, levanté la mano para tocarme el pómulo y bajé los ojos para posarlos en mis horribles zapatos. Al parecer, el maquillaje oscuro no funcionaba tan bien como yo había pensado.
—Hay que saber mantener a las zorras a raya —dijo David con ligereza—. Pero si sabes cómo arrearles, solo tienes que hacerlo una vez.
Apreté la mandíbula y me encendí cuando Candice se echó a reír. Observé con la frente baja al vampiro que manoseaba mi maletín. El trasto estaba lleno de cosas que solo llevaría un tasador de seguros: una calculadora con más botoncitos que las botas de vestir de un duende irlandés, libretas, carpetas manchadas de café, calendarios pequeños e inútiles que podías pegar en la nevera y bolígrafos con caritas sonrientes. Había recibos de sitios como tiendas de bocadillos y papelerías. Dios, era horrible. Candice le echó un vistazo a mis tarjetas de visita falsas con un interés distraído.
Mientras el maletín de David sufría un escrutinio parecido, Candice se metió sin prisas en una habitación trasera. Volvió con unas gafas con montura metálica y después hizo alarde de mirar por ellas. El corazón me empezó a palpitar muy deprisa cuando sacó un amuleto. Estaba brillando con un tono rojo intenso.
—Chad, cielo —murmuró la vampiresa—. Échate hacia atrás. Tu hechizo está interfiriendo.
Uno de los vampiros se puso colorado y se apartó. Me pregunté qué clase de amuleto tendría «Chad, cielo» para que se le pusieran las orejas de ese color concreto. Se me cortó la respiración cuando el amuleto se puso de color verde y me alegré de haber entrado con un disfraz mundano. A mi lado, David crispó los dedos.
—¿Podemos ir un poco más deprisa? —dijo—. Tengo que ver a más gente.
Candice sonrió e hizo girar el amuleto que llevaba en el dedo.
—Por aquí, por favor.
Con una rapidez que parecía nacida de la irritación, David cerró su maletín con un chasquido seco y lo levantó de la mesa. Yo hice lo mismo, aliviada cuando los dos vampiros desaparecieron en la habitación del fondo tras el olor a café. Candice subió las escaleras con paso lento y moviendo las caderas como si estuvieran a punto de salir girando de su cuerpo. Intenté no hacerle mucho caso y la seguí.
La casa era vieja y cuando se le podía echar un buen vistazo, se notaba que no estaba bien mantenida. Arriba, la moqueta estaba raleando y los cuadros que colgaban en el pasillo abierto que se asomaba al vestíbulo eran tan antiguos que seguramente venían ya con la casa. La pintura que había encima del revestimiento de la pared era de ese verde asqueroso tan popular antes de la Revelación y tenía un aspecto repulsivo. Alguien con muy poca imaginación la había utilizado para cubrir las tablas del suelo, de veinte centímetros de grosor y talladas con enredaderas y colibríes, y yo le dediqué un pensamiento apenado a la belleza majestuosa oculta tras una pintura horrible y unas cuantas fibras sintéticas.
—El señor Saladan —dijo Candice a modo de explicación cuando abrió una puerta barnizada de negro. Esbozaba una sonrisa maliciosa y yo seguí a David al interior sin levantar los ojos cuando pasé a su lado. Contuve el aliento y recé para que no se diera cuenta de que era yo, con la esperanza de que no entrara. Pero ¿para qué iba a entrar? Lee era todo un experto en magia de líneas luminosas. No necesitaba ningún tipo de protección contra un hombre y una mujer lobo.
Era una oficina de buen tamaño decorada con paneles de roble. Los techos altos y los marcos gruesos que rodeaban el alto bloque de ventanas eran la única prueba de que en un principio aquella habitación había sido un dormitorio, antes de convertirse en despacho. Todo lo demás se había cubierto y disimulado con cromados y roble de tonos claros que solo tenía unos cuantos años de antigüedad. Es que soy bruja, noto esas cosas.
Las ventanas que había detrás del escritorio llegaban al suelo y el sol bajo entraba a raudales y bañaba a Lee, que en ese momento se levantaba de su sillón. Había un carrito de bebidas en una esquina y un centro de entretenimiento ocupaba la mayor parte de la pared contraria. Delante de la mesa del despacho había colocados dos cómodos sillones y habían dejado otro más feo en la otra esquina. Había un enorme espejo en la pared y ni un solo libro. El bajo concepto que yo ya tenía de Lee terminó de caer por los suelos.
—Señor Hue —dijo Lee con calidez cuando tendió la mano bronceada sobre la moderna mesa de su despacho. Tenía la americana del traje colgada en un perchero cercano, pero al menos se había hecho el nudo de la corbata—. Lo estaba esperando. Siento el malentendido de abajo. Candice puede mostrarse muy protectora a veces. Supongo que lo entiende, al parecer no hacen más que explotar barcos a mi alrededor.
David lanzó una risita que lo hizo parecerse un poco a un perro.
—No hay problema, señor Saladan. No le robaré mucho tiempo. Es solo una visita de cortesía para hacerle saber que se está procesando su reclamación.
Lee se sentó con una sonrisa mientras se sujetaba la corbata y nos invitó con un gesto a que hiciéramos lo mismo.
—¿Les apetece algo de beber? —preguntó mientras yo me acomodaba en el magnífico sillón de cuero y dejaba el maletín en el suelo.
—No, gracias —dijo David.
Lee no me había echado más que una mirada superficial, ni siquiera me había tendido la mano. El ambiente, más propio de un club de caballeros, era tan denso que se podría haber masticado y si bien en circunstancias normales yo habría impuesto mi presencia con todo el encanto posible, en esa ocasión preferí apretar los dientes y fingir que no existía siquiera, como una zorrita buena, el último mono de la compañía.
Mientras Lee le añadía hielo a su bebida, David se puso otro par de gafas y abrió el maletín en el regazo. Había apretado la mandíbula bien afeitada y pude oler la tensión que mantenía a raya y que comenzaba a crecer.
—Bueno —dijo en voz baja mientras sacaba una resma de papeles—. Lamento informarle que, tras una primera inspección inicial y las entrevistas preliminares que hemos hecho con un superviviente, mi compañía ha declinado compensarle.
Lee dejó caer otro cubito de hielo en su copa.
—¿Disculpe? —Giró en redondo sobre un tacón reluciente—. Su superviviente —dijo recalcando la palabra— se juega demasiado como para presentarse con una información que desmienta la teoría del accidente. ¿Y en cuanto a su inspección? El barco está en el fondo del río Ohio.
David asintió con la cabeza.
—Así es. Pero resulta que el barco se destruyó durante una lucha de poder por el control de la ciudad, y por tanto su destrucción puede remitirse a la cláusula sobre terrorismo.
Lee se sentó tras su escritorio con un gruñido de incredulidad.
—Ese barco está recién salido de los astilleros. Solo he hecho dos pagos sobre él. No pienso cubrir esa pérdida, para eso lo aseguré.
David puso un fajo de papeles grapados en la mesa. Miró por encima de las gafas y sacó un segundo papel, cerró el maletín y lo firmó.
—Le hacemos saber también que las primas por las otras propiedades que ha asegurado con nosotros se incrementarán en un quince por ciento. Firme, aquí por favor.
—¡Quince por ciento! —exclamó Lee.
—Con efecto retroactivo al uno de este mes. Si tiene la bondad de hacerme un cheque, puedo aceptar el pago ya.
Mierda, pensé. La compañía de David no se andaba con chiquitas. Me acordé entonces de Ivy. Aquello empezaba a ponerse negro a toda prisa. ¿Dónde estaba la llamada de Ivy? A esas alturas ya tenían que haber llegado.
Lee no estaba muy contento. Apretó la mandíbula, entrelazó los dedos y los apoyó en el escritorio. Tenía la cara roja tras el flequillo negro y se inclinó hacia delante.
—Vas a tener que mirar ese maletín, cachorrito, porque ahí dentro tiene que haber un cheque para mí —dijo, su acento de Berkeley cada vez se acentuaba más—. No estoy acostumbrado a que me decepcionen.
David cerró el maletín de golpe y lo dejó con suavidad en el suelo.
—Va a tener que ampliar sus horizontes, señor Saladan. A mí me pasa todo el tiempo.
—A mí no. —Lee se levantó con una expresión colérica en el rostro redondo. Aumentó la tensión y yo le eché un vistazo a Lee y después a David, que parecía lleno de confianza incluso sentado. Ninguno de los dos se iba a echar atrás.
—Firme el papel, señor —dijo David en voz baja—. Yo solo soy el mensajero. No meta a los abogados en esto. Porque ellos son los únicos que terminan haciendo dinero y a usted luego no lo asegura nadie.
Lee tomó a toda prisa una bocanada de aire con los ojos oscuros crispados de rabia.
Me sobresalté ante el repentino timbrazo de mi teléfono. Abrí mucho los ojos. El tema que sonaba era el de El Llanero Solitario. Me revolví para apagarlo pero no sabía cómo. Que Dios me ayude.
—¡Grace! —ladró David y me volví a sobresaltar. El teléfono se me deslizó entre los dedos y lo manoseé con la cara ardiendo. Me debatía entre el pánico de que me estuvieran mirando los dos y el alivio al ver que Ivy ya estaba lista.
—¡Grace, te dije que apagaras ese teléfono cuando estábamos en la entrada! —chilló David.
Se levantó y yo lo miré, impotente. Me quitó el teléfono de un manotazo, cortó la música y me lo volvió a tirar.
Apreté la mandíbula cuando me golpeó la palma de la mano con un chasquido agudo. Ya estaba harta. Al ver mi cólera ciega, David se colocó entre Lee y yo y me cogió por el hombro para advertirme. Cabreada, le aparté el brazo pero contuve el enfado cuando me sonrió y me guiñó un ojo.
—Eres un buen operativo —dijo en voz baja mientras Lee apretaba un botón del intercomunicador y tenía una conversación en voz muy baja con lo que parecía una Candice muy disgustada—. La mayor parte de la gente con la que trabajo se me habría tirado a la garganta en la puerta principal solo por ese comentario de la zorra subordinada. Aguanta un poco más. Podemos sacar unos cuantos minutos de esta conversación y todavía necesito que me firme el impreso.
Asentí, aunque no fue nada fácil. Y el cumplido ayudó bastante.
Todavía de pie, Lee estiró el brazo para coger la chaqueta y se la puso.
—Lo siento, señor Hue. Tendremos que continuar con esto en otro momento.
—No, señor. —David se levantó sin inmutarse—. Vamos a terminar con esto ahora.
Se oyó una conmoción en el pasillo y me levanté cuando Chad, el vampiro del amuleto, entró con un tropezón. Al vernos a David y a mí, se tragó sus primeras y seguramente frenéticas palabras.
—Chad —dijo Lee con una levísima irritación en la expresión al notar la apariencia desaliñada del vampiro—. ¿Quieres acompañar al señor Hue y a su ayudante a su coche?
—Sí, señor.
La casa estaba en silencio y yo contuve una sonrisa. Ivy había acabado una vez con todo un piso de agentes de la AFI. A menos que Lee tuviera un montón de gente escondida, yo no tardaría mucho tiempo en tener mis amuletos y Lee las esposas puestas.
David no se movió. Permaneció delante del escritorio de Lee, su porte de hombre lobo cada vez era más acentuado.
—Señor Saladan. —Empujó el formulario con dos dedos—. ¿Si tiene la bondad?
En las mejillas redondas de Lee aparecieron unas manchas rojas. Cogió un bolígrafo de un bolsillo interior de la chaqueta y firmó el papel con letras grandes e ilegibles.
—Dígale a sus superiores que me van a compensar la pérdida —dijo mientras dejaba el papel en el escritorio para que lo cogiera David—. Sería una pena que su compañía se encontrara en apuros financieros si un buen número de sus propiedades más caras sufrieran daños importantes.
David cogió el papel y lo metió en su maletín. Yo seguía a su lado pero un poco más atrás y noté que cada vez se ponía más tenso, después lo vi cambiar de postura.
—¿Es eso una amenaza, señor Saladan? Puedo trasladar su reclamación a nuestro departamento de quejas.
Un estruendo apagado me resonó en el oído interno y Chad se removió. Algo había explotado por algún sitio. Lee miró una pared como si pudiera ver a través de ella. Alcé las cejas. Ivy.
—Solo una firma más. —David sacó un papel doblado en tres partes de un bolsillo del abrigo.
—Esta conversación ha terminado, señor Hue.
David se lo quedó mirando y yo casi pude oír el gruñido.
—No tardaremos más que un… momento. Grace. Necesito que firmes aquí. Y luego el señor Saladan… aquí.
Sorprendida, me adelanté con la cabeza gacha y miré el papel que David alisó sobre el escritorio. Me quedé con los ojos como platos. Decía que yo era testigo y que había visto la bomba en la caldera. No me parecía bien que la compañía de David se preocupara más por el barco que por las personas que habían muerto en él, pero así son las compañías de seguros.
Cogí el bolígrafo y miré a David. Este se encogió un momento de hombros, en sus ojos había un brillo nuevo y duro. A pesar de toda su cólera, creo que estaba disfrutando cada instante.
Lo firmé como Rachel, con el corazón a mil. Escuché un momento por si oía cualquier ruido de lucha mientras le daba el bolígrafo a David. Tenían que estar cerca y quizá no hubiera ninguna indicación de que estaban en la casa si todo estaba ocurriendo fuera. Lee estaba tenso y a mí se me hizo un nudo en el estómago.
—Y usted, señor. —Era puro sarcasmo. David le tendió el papel a Lee—. Firme para que pueda cerrar su expediente y no tenga que volver a verme jamás.
Me pregunté si era su frase habitual mientras metía la mano en el bolsillo interior de mi chaqueta prestada y sacaba la orden de arresto que me había llevado Edden esa tarde.
Lee firmó el papel con movimientos toscos y beligerantes. A mi lado, oí el levísimo gruñido de satisfacción de David. Solo entonces miró Lee mi firma. El pobre tipo se puso pálido bajo el bronceado y abrió los finos labios.
—Hija de puta —maldijo, alzó los ojos hacia mí y después miró a Chad, que estaba en la esquina.
Yo le di a Lee la orden con una sonrisa.
—Esta es mía —dije con tono alegre—. Gracias, David. ¿Tienes todo lo que necesitas?
David dio un paso hacia atrás y se guardó el formulario.
—Es todo tuyo.
—¡Hija de puta! —dijo Lee otra vez, una sonrisa de incredulidad le levantaba los labios—. No sabes quedarte muerta, ¿verdad?
Contuve el aliento con un siseo y me sacudí cuando lo sentí invocar una línea.
—¡Al suelo! —grité al tiempo que apartaba a David de un empujón y me echaba hacia atrás.
David cayó al suelo con una voltereta. Yo me deslicé casi hasta la puerta. El aire crepitó y un golpe seco reverberó por todo mi cuerpo. Todavía a cuatro patas, miré de repente la fea mancha morada que chorreaba hasta el suelo. Por el jodido Apocalipsis, ¿qué coño era eso? pensé mientras me levantaba como podía y me bajaba la falda hasta las rodillas.
Lee le hizo un gesto a Chad, que parecía acobardado.
—¿Qué haces? ¡Cógelos! —dijo con tono asqueado.
Chad parpadeó y se dirigió a David.
—¡A él no, idiota! —gritó Lee—. ¡A la mujer!
Chad se paró en seco, se volvió y se vino a por mí.
¿Dónde cojones estaba Ivy? Mi marca demoníaca se encendió de placer pero si bien era bastante molesto, tampoco tuve mayor problema para clavar el talón de la mano en la nariz de Chad, aunque la aparté de repente cuando sentí desgarrarse el cartílago. Detestaba la sensación de las narices rotas. Me daba grima.
Chad gritó de dolor, se dobló y se llevó las manos ensangrentadas a la cara. Yo seguí su movimiento y le di un buen codazo en la nuca, que tuvo la amabilidad de dejar a mi alcance. En tres segundos, Chad había quedado fuera de combate.
Me froté el hombro y cuando levanté la cabeza, me encontré a David mirándome con una expresión interesada y los ojos muy abiertos. Yo estaba entre Lee y la puerta. Sonreí y me aparté de los ojos el pelo que se me había escapado del moño. Lee era un brujo de líneas luminosas, seguramente sería un cobarde si se trataba de enfrentarse al dolor físico. No iba a saltar por aquella ventana a menos que no le quedara otro remedio. Lee manipuló el intercomunicador.
—¿Candice? —En su voz había una mezcla de cólera y amenaza.
Jadeé un poco, me chupé el pulgar y señalé a David.
—David, quizá quieras irte. Esto se va poner complicado.
Me puse de mejor humor todavía cuando se oyó la voz de Kisten por el altavoz junto con los aullidos de lo que parecía una pelea de gatos.
—Candice está liada ahora mismo, tío. —Reconocí el sonido del ataque de Ivy y Kisten hizo un ruido de conmiseración—. Lo siento, cielo. No deberías haberte ido por el mal camino. Oh, eso ha tenido que doler. —Después volvió con nosotros, con su falso acento más marcado y divertido que nunca—. ¿Quizá yo pueda ayudarte en algo?
Lee desconectó el intercomunicador. Se colocó bien la chaqueta y me miró. Parecía seguro de sí mismo. Mala señal.
—Lee —dije—, podemos hacerlo por las buenas o por las malas.
Se oyó un sonido de pasos secos en el pasillo y me eché hacia atrás, hacia David, cuando entraron en tromba cinco hombres. Ivy no estaba con ellos. Y mis amuletos tampoco. Pero sí que tenían un montón de armas y encima nos apuntaban todas a nosotros. Mierda.
Lee sonrió y salió de detrás del escritorio.
—Yo voto por hacerlo por las buenas —dijo con una sonrisa tan engreída que me apeteció abofetearlo.
Chad empezaba a moverse y Lee le dio un empujón en las costillas.
—Levántate —dijo—. El hombre lobo tiene un papel en la chaqueta. Cógelo.
Con el estómago revuelto, me eché hacia atrás cuando Chad se levantó tambaleándose y con la sangre chorreándole por el traje barato.
—Dáselo, anda —le advertí a David cuando se puso tenso—. Ya lo recuperaré.
—No, no creo —dijo Lee cuando David se lo dio a Chad y el vampiro le pasó el papel manchado de sangre a Lee. Este se apartó el pelo de los ojos con una sonrisa reluciente—. Siento mucho lo de tu accidente.
Miré a David y presentí una muerte inminente, la nuestra, en aquellas palabras.
Lee limpió la sangre del papel en la chaqueta de Chad, lo dobló dos veces y se lo metió en un bolsillo de la americana.
—Pegadles un tiro —dijo con tono despreocupado mientras se dirigía a la puerta—. Sacad las balas y luego tiradlos bajo el hielo, río abajo, a cierta distancia del muelle. Limpiad la habitación después. Yo voy a salir, quiero cenar temprano. Volveré en unas dos horas. Chad, ven conmigo. Tenemos que hablar.
Se me aceleró el corazón y olí la tensión creciente de David. Estaba abriendo y cerrando las manos como si le dolieran. Quizá fuera eso. Jadeé cuando oí los seguros de las pistolas.
—¡Rhombus! —grité y mi palabra se perdió entre el estruendo de las armas que se descargaban.
Me tambaleé al invocar la línea más cercana con el pensamiento. Era la de la universidad y era enorme. Olí la pólvora. Me erguí y me palpé con frenesí. No me dolía nada salvo los oídos. David estaba pálido pero no había dolor en sus ojos. Un brillo trémulo de siempre jamás, fino como una molécula, resplandecía a nuestro alrededor. Los cuatro hombres agachados empezaban a erguirse ellos también. Yo había levantado el círculo justo a tiempo y las balas habían rebotado contra ellos.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó uno.
—¿Y yo qué coño sé? —dijo el más alto.
Abajo, en el vestíbulo, se oyó gritar a Lee.
—Pues arréglalo.
—¡Tú! —dijo la voz apagada y exigente de Ivy—. ¿Dónde está Rachel?
¡Ivy! Frenética, miré el círculo que había hecho. Era una trampa.
—¿Puedes encargarte tú de dos? —pregunté.
—Dame cinco minutos para convertirme en lobo y puedo encargarme de todos —dijo David prácticamente con un gruñido.
El ruido de pelea se coló hasta nosotros. Daba la sensación de que había una docena de personas allí abajo, y una vampiresa muy cabreada. Uno de los hombres miró a los otros y salió corriendo. Quedaban tres. El estallido de un arma abajo me hizo erguirme.
—No tenemos cinco minutos. ¿Listo?
Asintió.
Rompí el vínculo con la línea con una mueca y el círculo cayó.
—¡Adelante! —exclamé.
David se convirtió en una sombra borrosa a mi lado. Yo me fui a por el más pequeño y le tiré el arma a un lado con un pie cuando intentó dar marcha atrás. Era mi entrenamiento contra su magia, muy lenta, por cierto. Ganó mi entrenamiento, claro. El arma se deslizó por el suelo y el tipo se lanzó a por ella. Idiota. Lo seguí al suelo y le di un codazo en los ríñones. El tipo jadeó y se dio la vuelta para mirarme, muy lejos todavía del arma. Dios, qué joven parecía.
Apreté los dientes, le cogí la cabeza y la estrellé contra el suelo. Cerró los ojos y se quedó inerte. Sí, ya sé, no fue muy elegante pero es que tenía un poco de prisa.
El estallido de un arma al dispararse me hizo darme la vuelta.
—¡Estoy bien! —gruñó David, que se levantó con la rapidez de un lobo y le clavó un puño pequeño y poderoso en la cara al último brujo que quedaba de pie. Con los ojos en blanco, el brujo dejó caer la pistola de unos dedos inmóviles y cayó encima del primer hombre que había derribado David. ¡Joder, qué rápido era!
Tenía el corazón acelerado y me zumbaban los oídos. Los habíamos derribado a todos y solo se había disparado un tiro.
—Has acabado tú solo con esos dos —dije, entusiasmada con el esfuerzo conjunto—. ¡Gracias!
A David le costaba respirar, se limpió el labio y se agachó para recoger el maletín.
—Necesito ese papel.
Pasamos por encima de los brujos desmayados y David salió antes que yo. Se detuvo y entrecerró los ojos para mirar al hombre que apuntaba a Ivy desde la balconada. Levantó el maletín y lo hizo girar con un gruñido. El trasto aporreó la cabeza del brujo. El tipo se dio la vuelta tambaleándose. Yo giré sobre un pie y estrellé el otro contra el plexo solar del tipo. Agitó los brazos mientras caía contra la barandilla.
No me detuve a ver si estaba fuera de combate o no. Dejé a David peleándose por el arma y bajé corriendo las escaleras. Ivy estaba repeliendo a Candice. Mi bolsa de amuletos estaba a los pies de Ivy. Había tres cuerpos tirados en el suelo de baldosas. El pobre Chad no tenía un buen día.
—¡Ivy! —la llamé cuando lanzó a Candice contra la pared y tuvo un momento—. ¿Dónde está Lee?
Tenía los ojos negros y enseñaba los dientes. Con un grito agudo de indignación, Candice se fue a por ella. Ivy saltó hacia la araña de luces, aporreó a Candice con el pie en la mandíbula y derribó a la vampiresa. Se oyó un crujido en el techo.
—¡Cuidado! —grité desde el último escalón cuando Ivy se balanceó para aterrizar con una elegancia irreal y la araña de luces se derrumbó. Se rompió en mil pedazos que mandaron vidrio y cristal roto por todas partes.
—¡Por la cocina! —jadeó Ivy, que se había agachado—. Está en el garaje. Con Kisten.
Candice me miró con una expresión de odio puro en los ojos negros. Le chorreaba sangre por la boca y se la lamió. Posó la mirada en la bolsa de lona llena de amuletos. Se tensó para correr a por ella pero Ivy dio un salto.
—¡Vete! —gritó Ivy mientras luchaba con la vampiresa más pequeña.
Y fui. Rodeé corriendo los restos de la araña de luces, con el corazón desbocado, y al pasar recogí mis amuletos. Detrás de mí oí un grito de terror y dolor. Me detuve en seco. Ivy tenía a Candice sujeta contra la pared. Me quedé helada. No era la primera vez que lo veía. Por Dios, si hasta lo había vivido.
Candice se revolvió y luchó con un nuevo frenesí en sus movimientos para intentar liberarse pero Ivy la sujetó con fuerza y la inmovilizó, era como si la sujetara una viga de acero. La fuerza de Piscary la hacía imparable y el miedo de Candice alimentaba su sed de sangre. Se oyó un tiroteo en el garaje que aún no alcanzaba a ver. Aparté los ojos de las dos vampiresas, asustada. Ivy se había transformado por completo en vampiresa. De forma total y absoluta. Se había perdido en el momento.
Atravesé corriendo la cocina vacía hasta la puerta del garaje, tenía la boca seca. Candice volvió a gritar, el sonido aterrorizado terminó en un gorgoteo. No era eso lo que yo había planeado. En absoluto.
Giré en redondo al oír el sonido de unos pasos detrás de mí pero era David. Estaba pálido y no frenó ni un segundo al acercarse a mí. Tenía un arma en la mano.
—¿Está…? —pregunté, me temblaba la voz.
Me posó la mano en el hombro y me puso en movimiento con un pequeño empujón. Las arrugas le marcaban la cara y parecía más viejo.
—Vete, venga —dijo con voz, ronca—. Ella te cubre.
En el garaje, el sonido de las voces de los hombres se alzó y después cayó. Se oyó un breve tiroteo. Agachada junto a la puerta, revolví en mi bolsa de lona. Me puse un montón de amuletos alrededor del cuello y me metí las esposas en la cintura de la falda. La pistola de hechizos me pesaba en la mano, catorce pequeñines en fila en el depósito, listos para dormir a quien fuera y propulsor suficiente para dispararlos a todos.
David se asomó a la puerta y luego se volvió a agachar.
—Hay cinco hombres con Saladan detrás de un coche negro, al otro lado del garaje. Creo que están intentando arrancarlo. Tu novio está tras la esquina. Podemos alcanzarlo con una carrera rápida. —Me miró mientras yo hurgaba entre mis amuletos—. ¡Por Dios bendito! ¿Para qué es todo eso?
¿Mi novio? pensé mientras me deslizaba hasta la puerta arrastrando los amuletos. Bueno, me había acostado con él.
—Uno es para el dolor —susurré—. Otro para ralentizar las hemorragias. Otro para detectar hechizos negros antes de toparme con ellos y otro…
Me interrumpí cuando arrancó el coche. Mierda, coño.
—Siento haber preguntado —murmuró David muy cerca de mí.
Se me desbocó el corazón y me arriesgué a levantarme y caminar encorvada. Respiré hondo en el aire frío del garaje oscuro y me agaché detrás de un Jaguar plateado y acribillado a balazos. Kisten levantó la cabeza de repente. Estaba herido y se apretaba con una mano la parte inferior del pecho. El dolor le vidriaba los ojos y estaba pálido bajo el cabello teñido de rubio. Se le colaba un poco de sangre bajo la mano y me quedé helada por algo más que la falta de calefacción del garaje. A su lado había cuatro hombres tirados. Uno se movió y mi vampiro le pateó la cabeza hasta que dejó de moverse.
—Esto va cada vez mejor —susurré mientras me dirigía hacia Kisten. La puerta del garaje se puso en movimiento con un chirrido y unos gritos reverberaron en el coche por encima del motor revolucionado. Pero Kisten era lo único que me preocupaba en aquel instante.
—¿Estás bien? —Dejé caer dos amuletos sobre su cabeza. Me estaba poniendo mala. Se suponía que Kisten no tenía que salir herido y que Ivy no tendría que verse obligada a desangrar a nadie. Las cosas no podían haber salido peor.
—Vete a por él, Rachel —dijo con una mueca dolorida—. Yo sobreviviré.
Las llantas del coche chirriaron al dar marcha atrás. Aterrada, miré a Kisten y luego al coche, sin saber qué hacer.
—¡Vete a por él! —insistió Kisten con los ojos azules entrecerrados por el dolor.
David posó a Kisten en el suelo del garaje. Con una mano apretó la mano de Kisten contra la herida y con la otra rebuscó en su chaqueta. Sacó el teléfono, lo abrió de un golpe y marcó el 911.
Kisten asintió y cerró los ojos cuando yo me levanté. El coche había salido marcha atrás y estaba a punto de dar la vuelta pero se caló. Salí corriendo tras él, totalmente furiosa.
—¡Lee! —grité. El motor del coche renqueó y se caló, las ruedas resbalaban en el empedrado húmedo. Apreté la mandíbula, invoqué una línea y cerré el puño.
La energía de la línea me atravesó y me llenó las venas con una sensación asombrosa de fuerza. Entrecerré los ojos.
—Rhombus —dije e hice el gesto con los dedos extendidos.
Se me doblaron las rodillas y chillé cuando el dolor de la energía de línea requerida para hacer un círculo tan grande me atravesó como un rayo y empezó a quemarme porque no podía canalizarla toda a la vez. Se oyó un horrendo sonido de metal plegado y un chirrido de llantas. El sonido me atravesó y se clavó en mi memoria para rondar mis pesadillas. El coche había chocado contra mí círculo pero fue el coche el que se rompió, no yo.
Recuperé el equilibrio y seguí corriendo mientras los hombres salían en masa del coche destrozado. Sin detenerme, apunté con la pistola de hechizos y apreté el gatillo con una lentitud metódica. Dos cayeron antes de que la primera de las balas cortara el aire junto a mi cabeza.
—¿Me estáis disparando? —chillé—. ¡Me estáis disparando! —Derribé al pistolero con un hechizo y solo quedaron Lee y dos hombres más. Uno levantó las manos. Lee lo vio y le pegó un tiro sin dudarlo. El estallido del arma me sacudió entera, como si me hubiera dado a mí.
El rostro del brujo se puso ceniciento y se derrumbó sobre el camino empedrado, se apoyó en el coche e intentó detener la hemorragia con la mano.
Me invadió la ira y me detuve. Hecha una furia, apunté a Lee y apreté el gatillo.
Lee se irguió, susurró algo en latín e hizo un gesto. Me tiré a un lado pero él había apuntado a la bola y la pudo desviar. Todavía agachada volví a disparar. Los ojos de Lee adquirieron una expresión condescendiente cuando desvió esa también. Los movimientos de sus manos adoptaron una pose más siniestra y yo me quedé con los ojos como platos. Mierda, tenía que terminar con aquello de una vez.
Arremetí contra él y solté un gañido cuando el último vampiro se estrelló contra mí. Caímos enredados, yo luchaba con furia para evitar que pudiera sujetarme. Con un último gruñido y una patada salvaje, me liberé y rodé hasta ponerme de pie. Después me aparté de espaldas, jadeando. Recordé las peleas con Ivy con una mezcla agria de esperanza y desesperación. Jamás había conseguido vencerla. En realidad, no.
El vampiro volvió a atacar sin ruido. Me agaché, me hice a un lado y terminé desollándome un codo cuando se rasgó el traje de la señora Aver. Lo tenía encima al muy puñetero así que rodé con la cabeza cubierta por los brazos y empecé a darle patadas mientras contenía el aliento. Me atravesó el cosquilleo del círculo. Había chocado con él y el círculo se había roto. Perdí el contacto con la línea al instante y me sentí vacía.
Me levanté de un salto y me volví para evitar la pierna del vampiro, que giraba hacia mí. ¡Mierda, ni siquiera se estaba esforzando! La pistola de hechizos estaba detrás de él y cuando se vino a por mí, me derrumbé fuera de su alcance y rodé para cogerla. Estiré los dedos y lancé un suspiro de alivio cuando sentí el metal frío en la mano.
—¡Te tengo, cabrón! —grité y giré para pegarle un tiro justo en la cara.
Abrió mucho los ojos y luego los dejó en blanco. Ahogué un chillido y me aparté rodando cuando la inercia lo inclinó hacia delante. Se oyó un porrazo húmedo cuando chocó contra el empedrado. La sangre se le coló por debajo de la mejilla. Se había roto algo.
—Siento que trabajes para un gilipollas como ese —dije sin aliento al levantarme, después me paré en seco. Me quedé sin expresión y se me resbaló el arma hasta quedarse colgada de un solo dedo. Estaba rodeada por ocho hombres, todos ellos a más de tres metros de distancia. Lee se encontraba tras ellos, con una aborrecible expresión satisfecha en la cara mientras se abrochaba el botón de la chaqueta. Hice una mueca e intenté recuperar el aliento. Ah, ya. Había roto el círculo. Mierda puta, ¿cuántas veces iba a tener que arrestar a ese tío?
Jadeando y encorvados de dolor, vi a David y a Kisten inmóviles bajo tres armas en el garaje. Había ocho rodeándome. Había que sumar los cinco que yo acababa de derribar y Kisten había dejado ko a cuatro por lo menos. Y no podíamos olvidar a los tíos del principio, los de arriba. Ni siquiera sabía cuántos había dejado Ivy fuera de combate. Aquel brujo se había preparado para una puñetera guerra.
Me erguí poco a poco. Podía manejar la situación.
—¿Señorita Morgan? —La voz de Lee sonaba extraña entre la nieve derretida que caía del alero del tejado. El sol estaba detrás de la casa y me puse a temblar al dejar de moverme—. ¿Le queda algo en esa pistolita?
La miré. Si había contado bien (y me parecía que sí) quedaban ocho hechizos allí dentro. Ocho hechizos que eran inútiles porque Lee podía desviarlos todos. E incluso si no los desviaba, no tenía muchas posibilidades de derribar a todos esos hombres sin que me abrasaran allí mismo. Si jugaba según las reglas…
—Voy a soltar la pistola —dije, y después, poco a poco, con mucho cuidado, abrí el depósito y dejé caer las bolas de hechizos azules antes de tirársela. Rebotaron siete esferas diminutas que rodaron por las ranuras del empedrado antes de detenerse. Siete visibles y una que me quedaba en la mano. Dios, tenía que funcionar. Pero que no me aten las manos. Tenía que tener las manos libres.
Levanté las manos, temblando, y me aparté un poco. Una bolita diminuta me bajó por la manga hasta convertirse en un punto frío en el codo. Lee hizo un gesto y los hombres que me rodeaban convergieron en un solo punto. Uno me sujetó por el hombro y me tuve que contener para no golpearlo. Tranquila, dócil. No hace falta que me ates.
Lee se me plantó delante.
—Pero qué chica tan estúpida —se burló mientras se tocaba la frente bajo el flequillo corto y moreno, donde se extendía un nuevo corte.
Apartó la mano, me obligué a no moverme y aguanté cuando me soltó un revés. Me erguí hecha una furia tras el impulso del bofetón. Los hombres que me rodeaban se echaron a reír pero yo ya estaba moviendo las manos en la espalda y la bolita del hechizo rodó hasta terminar en la palma de mi mano. Miré a Lee y después a las bolas de hechizo que habían quedado en el empedrado. Alguien se agachó para coger una.
—Te equivocas —le dije a Lee, me costaba respirar—. En realidad es «qué bruja tan estúpida».
La mirada de Lee siguió a la mía hasta las bolas de hechizos.
—Consimilis —dije mientras invocaba una línea.
—¡Al suelo! —exclamó Lee, y empujó a los hombres que lo rodeaban para apartarlos.
—¡Calefacio! —grité al tiempo que apartaba de un codazo al brujo que me sujetaba y rodaba por el suelo. Mi círculo apareció de repente a mi alrededor con un pensamiento rápido. Se oyó un estallido seco y agudo y unos cuantos trozos de metralla de color azul salpicaron el exterior de mi burbuja. Las bolas de plástico habían estallado con el calor y lo habían cubierto todo de una poción del sueño muy caliente. Me había tapado con los brazos y miré entre ellos. Había caído todo el mundo salvo Lee, que había puesto hombres suficientes entre él y la poción voladora. En el garaje, Ivy se alzaba jadeando sobre los tres últimos vampiros. Los habíamos derribado a todos, el único que quedaba era Lee. Y Lee era mío.
Esbocé una sonrisa, me levanté, rompí el círculo y recuperé la energía de mi chi.
—Solo quedamos tú y yo, surfero —dije mientras tiraba la bola de hechizo que había usado como punto focal y la volvía a coger—. ¿Te apetece jugar a los dados?
El rostro redondo de Lee se quedó muy quieto. Se mantenía inmóvil y después, sin un solo indicio de movimiento, invocó una línea.
—Hijo de puta —maldije mientras me lanzaba. Choqué contra él y lo derribé contra el empedrado. Lee apretó los dientes y me sujetó la muñeca, me la apretó hasta que se me cayó la bola de hechizo.
—¡Te vas a callar! —grité encima de él y le clavé el brazo en la garganta para que no pudiera hablar. Lee se defendió y levantó la mano para abofetearme.
Solté un siseo dolorido cuando golpeó la magulladura que me había hecho Al. Lo cogí por la muñeca y le puse las esposas. Lo hice girar de golpe, y le llevé el brazo a la espalda. Le clavé una rodilla y lo sujeté a la acera antes de ponerle las esposas en la otra muñeca.
—¡Estoy harta de tus mierdas! —exclamé—. A mí nadie intenta lanzarme un hechizo negro y nadie me encierra en un barco con una bomba. ¡Nadie! ¿Me oyes? ¿Quién cojones te crees que eres para venir a mi ciudad e intentar apoderarte de ella? —Le di la vuelta y le quité el papel de David de la americana—. ¡Y esto no es tuyo! —dije mientras lo sujetaba como si fuera un trofeo.
—¿Lista para un pequeño viaje, bruja? —dijo Lee, tenía los ojos negros de odio y estaba sangrando por la boca.
Abrí mucho los ojos cuando lo sentí sacar más energía de la línea luminosa a la que ya estaba unido.
—¡No! —grité al darme cuenta de lo que estaba haciendo. Las esposas son de la AFI, pensé. Me apetecía darme de patadas. Eran de la AFI y carecían del núcleo de plata de ley que venía de serie en las esposas de la SI. Podía saltar. Podía saltar a una línea si sabía cómo. Y al parecer sí que sabía.
—¡Rachel! —chilló Ivy, su voz y la luz se cortaron con una brusquedad aterradora.
Me cubrió una capa de siempre jamás. Me atraganté y aparté a Lee de un empujón mientras me arañaba la boca, no podía respirar. El corazón me latía a toda velocidad cuando me atravesó como un rayo la magia de Lee y grabó a fuego las líneas físicas y mentales que me definían. La negrura de la nada me invadió y tuve un ataque de pánico al sentir que existía en miles de astillas, por todas partes pero en ninguna en realidad. Vacilé al borde de la locura, incapaz de respirar, incapaz de pensar.
Chillé cuando recuperé el sentido de mí misma con un tirón brusco y la negrura se retiró al pozo del fondo de mi alma. Ya podía respirar.
Lee me dio una patada y yo me aparté rodando a cuatro patas y dándole gracias a Dios por tenerlas otra vez. Una roca fría me rompió las medias y aspiré una bocanada de aire, jadeé y tuve arcadas al sentir aquel olor asfixiante a ceniza. El viento me golpeó la cara con el pelo. Se me heló la piel que llevaba expuesta. Levanté la cabeza con el corazón desbocado y supe por la luz rojiza que cubría los escombros en los que estaba arrodillada que ya no estábamos en el camino de entrada de Lee.
—Oh… mierda —susurré cuando observé el sol que se ponía y relucía entre los restos de los edificios destrozados. Estaba en siempre jamás.