19.
—Oh, Dios —susurré; mis palabras sonaban ásperas, tanto como irritada tenía la garganta. Fue una expresión ronca, más parecida a la grava en un cubo de latón que a una voz. Me dolía la cabeza y tenía sobre los ojos una toalla pequeña y húmeda que olía a jabón Ivory—. No me encuentro muy bien. La mano fría de Ceri me tocó la mejilla.
—No me extraña —dijo con ironía—. No abras los ojos. Voy a cambiarte la compresa.
A mi alrededor percibía la respiración suave de dos personas y un perro muy grande. Recordé de forma vaga que me habían llevado al interior, a punto de desmayarme pero sin llegar a lograrlo del todo por mucho que lo intentara. Me di cuenta por el olor de mis perfumes que Keasley me había puesto en mi habitación y era mi almohada, cómoda y conocida, lo que tenía debajo de la cabeza. Me envolvía el peso sólido de la manta afgana que siempre tenía a los pies de la cama. Estaba viva. Lo que son las cosas.
Ceri me quitó la toalla húmeda y a pesar de su advertencia, abrí un poco los ojos.
—Ay… —gemí cuando la luz de una vela que había en el tocador pareció perforarme los ojos, llegar hasta el fondo del cráneo y rebotar por allí. El dolor de cabeza se me triplicó.
—Te dijo que no abrieras los ojos —dijo Jenks con tono sardónico, pero el alivio de su voz era obvio. Se entrometió el tintineo de las uñas de David, seguido poco después por un resoplido cálido junto a mi oreja.
—Está bien —dijo Ceri en voz baja y el lobo se retiró.
¿Bien? pensé mientras me concentraba en respirar hasta que la luz que rebotaba por mi cabeza perdió fuerza y murió. ¿Esto es estar bien?
Las palpitaciones que sentía en la cabeza se retiraron hasta convertirse en una agonía más suave y cuando oí un pequeño soplido y me llegó el aroma acre de una vida apagada volví a abrir los ojos.
Bajo la luz de la farola que se filtraba por mis cortinas, vi a Ceri sentada en una silla de la cocina junto a mi cama. Tenía una palangana de agua en el regazo y me encogí cuando la puso sobre la guía para salir con vampiros de Ivy, que tenía que estar allí, vaya por Dios, donde todo el mundo pudiera verla. Al otro lado de mi cama estaba Keasley, una sombra encorvada. Encaramado al poste de la cama, Jenks resplandecía con una luz ámbar apagada; en el fondo, como escondido, estaba David ocupando la mitad del espacio con su tamaño lobuno.
—Creo que hemos vuelto a Kansas, Toto —murmuré y Keasley carraspeó.
Tenía la cara húmeda y fría y una corriente de la puerta abierta se mezcló con el olor a cerrado de la calefacción que salía por el respiradero.
—¡Jenks! —gemí cuando recordé la oleada de aire invernal que lo había golpeado—. ¿Están bien tus críos?
—Sí, están bien —dijo y volví a derrumbarme sobre la almohada. Me llevé la mano a la garganta como pude. Tenía la sensación de estar sangrando por dentro.
—¿David? —pregunté en voz más baja—. ¿Qué hay de ti?
Sus jadeos se incrementaron y apartó a Keasley para lanzarme un resoplido cálido y húmedo en la oreja. Abrió las mandíbulas y Ceri ahogó un grito cuando David me sujetó la cara entera con la boca.
La adrenalina superó al dolor.
—¡Eh! —exclamé resistiéndome mientras él me daba una suave sacudida y me soltaba. Con el corazón a mil, me quedé helada al sentir el gruñido suave que se despertaba y la nariz húmeda que me acariciaba la frente. Con un resoplido perruno, David volvió a salir al pasillo sin ruido.
—¿Qué diablos significa eso? —dije con el corazón taladrándome un agujero en el pecho.
Jenks se alzó entre una llovizna de polvo de pixie que me hizo guiñar los ojos. No brillaba tanto, pero me dolían mucho los ojos.
—Se alegra de que estés bien —dijo con sus diminutos rasgos muy serios.
—¿Esto es estar bien? —pregunté. Desde el santuario llegó un extraño ladrido de risa, como un canto tirolés.
Me dolía la garganta y me llevé la mano a ella al incorporarme. Tenía saliva de hombre lobo en la cara y me la limpié con la toalla húmeda antes de dejarla al borde de la palangana. Me dolían los músculos. Joder, me dolía todo. Y no me había hecho ninguna gracia tener la cabeza dentro de la boca de David.
El sonido de unas uñas bien cuidadas que resonaban en la madera del suelo me llamó la atención desde el pasillo oscuro por el que pasó trotando el lobo, rumbo a la parte posterior de la iglesia. Llevaba la mochila y la ropa en la boca e iba arrastrando el abrigo como una presa recién cazada.
—Jenks —dijo Ceri en voz baja—. Mira a ver si va a transformarse aquí o necesita ayuda para meter las cosas en la bolsa.
Jenks se alzó en el aire y volvió a caer cuando se oyó un corto ladrido negativo en el salón.
Con las mandíbulas apretadas para contener un dolor de cabeza del tamaño de Tejas, decidí que era muy probable que volviera a transformarse antes de irse. Era ilegal convertirse en lobo en público, salvo los tres días de luna llena. En la antigüedad, ese tipo de reservas no eran más que una tradición, pero se habían convertido en ley para que los humanos no se sintieran incómodos. Lo que los hombres lobo hicieran en su casa era asunto suyo. Yo estaba segura de que nadie diría nada por que se hubiera transformado para ayudar a salvarme de un demonio, pero no podía conducir con la forma que tenía y, desde luego, no iba a coger el autobús así.
—Bueno —dijo Keasley al sentarse al borde de mi cama—, vamos a echarte un vistazo.
—Ahh… —exclamé cuando me tocó el hombro y el músculo magullado me envió una punzada de dolor. Le quité la mano y él se acercó más todavía.
—Me había olvidado de lo pesada que eres como paciente —dijo volviendo a estirar la mano—. Quiero saber dónde te duele.
—Para —gruñí mientras intentaba apartar aquellas manos nudosas y artríticas—. Me duele el hombro donde me lo pellizcó Al. Me duelen las manos donde me las arañé, me duele la barbilla y el estómago por donde me arrastró escaleras abajo. Me duelen las rodillas de… —dudé un momento— …caerme en la carretera. Y me duele la cara donde me dio el bofetón Al. —Miré a Ceri—. ¿Tengo un ojo a la funerala?
—Lo tendrás por la mañana —dijo ella en voz baja y con una mueca de comprensión.
—Y tengo un corte en el labio —terminé mientras me lo tocaba. Un leve tufillo a árnica montana se unió al olor de la nieve. David iba recuperando su forma habitual, poco a poco y sin prisas. No le quedaba más remedio, después del dolor que debía de haber soportado para transformarse antes tan rápido. Me alegré de que tuviera un poco de árnica montana. Esa hierba era un analgésico suave además de un sedante que hacía las cosas más fáciles. Una pena que solo funcionara con hombres lobo.
Keasley se levantó con un gruñido.
—Te traeré un amuleto para el dolor —dijo mientras salía al pasillo arrastrando los pies—. ¿Te importa si hago un poco de café? Me voy a quedar hasta que vuelva tu compañera de piso.
—Que sean dos amuletos —dije sin saber muy bien si iban a servir para el dolor de cabeza. Los amuletos para el dolor funcionaban solo con el dolor físico y yo tenía la sensación de que aquello era más bien un eco que había quedado de la canalización de toda aquella fuerza de una línea luminosa. ¿Era eso lo que le había hecho a Nick? No era de extrañar que se hubiera largado.
Entrecerré los ojos cuando se encendió la luz de la cocina y unos cuantos rayos se colaron en mi habitación. Ceri me observó con atención y yo asentí para decirle que estaba bien. Me dio unos golpecitos en la mano por encima de la colcha.
—Un poco de té te sentará mejor que el café —murmuró. Sus solemnes ojos verdes recayeron sobre Jenks—. ¿Quieres quedarte con ella?
—Sí. —Sus alas se movieron con un destello—. Hacer de niñera de Rachel es una de las tres cosas que mejor se me dan.
Le lancé una mirada de desprecio y Ceri dudó un instante.
—Enseguida vuelvo —dijo mientras se levantaba para irse con el suave sonido de los pies descalzos sobre la madera.
Nos llegaba de la cocina el agradable ritmo de la conversación de Ceri y Keasley y me subí con torpeza la manta hasta los hombros. Me dolían todos los músculos, como si hubiera tenido fiebre. Tenía los pies fríos en los calcetines calados de agua y seguramente estaba dejando una mancha mojada en la cama por culpa de la ropa empapada por la nieve. Deprimida, posé los ojos en Jenks, que seguía apoyado en el poste de la cama, a mis pies.
—Gracias por intentar ayudar —le dije—. ¿Estás seguro de que estás bien? Arrancó la puerta entera.
—Debería haber sido más rápido con ese amuleto. —Sus alas se volvieron de un azul sombrío.
Me encogí de hombros y de inmediato pensé que ojalá no lo hubiera hecho, porque el hombro me empezó a palpitar otra vez. ¿Dónde estaba Keasley con mis amuletos?
—Puede que ni siquiera funcionen con demonios.
Jenks se acercó revoloteando y se posó en el bulto que hacía mi rodilla.
—Maldita sea, Rache. Estás hecha una mierda.
—Hombre, gracias.
Un olor celestial a café empezó a mezclarse con el olor a cerrado de la calefacción. Una sombra eclipsó la luz del pasillo y me giré con un gemido para mirar a Ceri.
—Cómete esto mientras se te hace el té —dijo y dejó un plato con tres de las galletas de Ivy.
Arrugué los labios.
—¿Tengo que comérmelas? —me quejé—. ¿Dónde está mi amuleto?
—«¿Dónde está mi amuleto?» —me imitó Jenks con un tono falsete agudo—. Dios, Rachel. Aguanta un poco.
—Cállate —murmuré—. Prueba tú a canalizar la línea luminosa de un demonio, a ver si sobrevives. Apuesto a que explotas en medio de un destello de polvo de pixie, pequeño imbécil.
Él se echó a reír y Ceri nos miró con el ceño fruncido, como si fuéramos críos.
—Lo tengo aquí —dijo y se inclinó hacia delante para poder pasarme el cordel por la cabeza. Un alivio maravilloso me empapó y me relajó los músculos (Keasley debía de haberlo invocado para mí) pero el dolor de cabeza siguió allí, y mucho peor, al no haber nada que me distrajera de él.
—Lo siento —dijo Ceri—. Va a llevarte todo un día. —Cuando no le contesté, se volvió hacia la puerta y añadió—: Voy a buscarte el té. —Salió y el sonido de unas pisadas me hizo levantar los ojos—. Disculpe —murmuró Ceri con los ojos en el suelo, había estado a punto de chocar con David. El hombre lobo se colocaba el cuello del abrigo, parecía cansado y algo más viejo. Tenía la barba más cerrada y lo envolvía el denso olor del árnica montana—. ¿Le apetece un poco de té? —dijo y yo alcé las cejas, la habitual seguridad en sí misma de Ceri se había transformado en una dulce expresión reverencial.
David negó con la cabeza y aceptó el porte sumiso de Ceri con una elegancia que lo hizo parecer hasta noble. Con la cabeza todavía baja, mi amiga pasó junto a él y entro en la cocina. Jenks y yo intercambiamos una mirada perpleja; David entro y dejó la mochila en el suelo. Saludó a Jenks con la cabeza, apartó la silla de la cocina y se sentó, después se recostó con los brazos cruzados y me miró con expresión especulativa, con el sombrero vaquero casi calado hasta los ojos.
—¿Quieres contarme de qué iba todo eso antes de que me vaya? —dijo—. Estoy empezando a pensar que hay una buena razón para que nadie quiera asegurarte.
Puse cara de vergüenza y cogí una galleta.
—¿Te acuerdas de ese demonio que testificó para meter a Piscary entre rejas? —David abrió unos ojos como platos—. ¡La madre que me parió!
Jenks se echó a reír y su voz tintineó como un móvil de campanillas.
—Una estupidez por su parte, en mi opinión.
Hice caso omiso de Jenks y miré a David, que me contemplaba espantado: en parte era preocupación, en parte dolor y en parte incredulidad.
—Vino a recoger su pago por los servicios prestados —dije—. Cosa que ya recibió. Soy su familiar pero sigo conservando mi alma así que no puede largarse conmigo a siempre jamás a menos que se lo permita. —Miré al techo y me pregunté qué clase de cazarrecompensas iba a ser si no podía aprovechar una línea luminosa después de la caída del sol sin que se me echaran unos demonios encima.
David lanzó un pequeño silbido.
—No hay furtivo que merezca tanto esfuerzo.
Posé los ojos en los suyos.
—En circunstancias normales estaría de acuerdo contigo, pero en aquel momento Piscary estaba intentando matarme y me pareció una buena idea.
—Y una mierda, una buena idea. Fue una maldita estupidez —murmuró Jenks. Estaba claro que creía que si él hubiera estado allí, las cosas jamás se habrían degradado hasta ese punto. Y quizá tuviera razón.
Mordí una galleta con la misma sensación que si tuviera resaca. Aquel trozo seco me dio hambre y náuseas al mismo tiempo.
—Gracias por ayudarme —dije limpiándome las migas—. Ya me tendría si no hubieras hecho algo. ¿Te encuentras bien? Jamás he visto a nadie convertirse en lobo tan rápido.
Se inclinó hacia delante y cambió de sitio la mochila para ponerla entre sus pies. Vi que sus ojos se dirigían a la puerta y supe que quería irse.
—Me duele el hombro pero me pondré bien.
—Lo siento. —Me terminé la primera galleta y empecé otra. Tenía la sensación de que podía sentirla empezando a atravesarme con un zumbido—. Si alguna vez necesitas algo, dímelo. Te debo una, una enorme. Sé lo mucho que duele. El año pasado pasé de bruja a visón en tres segundos. Dos veces en una sola semana.
Siseó entre dientes y le aparecieron unas cuantas arrugas en la frente.
—Ay —dijo con un respeto nuevo en los ojos.
Sonreí, en mi interior crecía una calidez nueva.
—Y que lo digas. Pero sabes, seguramente va a ser la única vez, en mi vida que esté delgada y sea dueña de un abrigo de piel.
Esbozó una leve sonrisa.
—Bueno, ¿y dónde se va toda esa masa extra, entonces?
Solo quedaba una galleta y me obligué a comerla poco a poco.
—Regresa a una línea luminosa.
Asintió con la cabeza.
—Nosotros no podemos hacerlo.
—Ya me di cuenta. Que sepas que te conviertes en un lobo enorme, David.
Su sonrisa se ensanchó.
—¿Sabes qué? He cambiado de opinión. Aunque quieras meterte en seguros, a mí no me llames.
Jenks se dejó caer en el plato vacío para que yo no tuviera que seguir moviendo la cabeza para verlos a los dos.
—Eso tendría que verlo —se burló—. Ya me imagino a Rachel con un traje de chaqueta gris y un maletín, el pelo recogido en un moño y las gafas en la nariz.
Me eché a reír y de inmediato me dio un ataque de tos. Me rodeé con los brazos y me doblé sobre mí misma, temblando por culpa de la tos seca y dura. Tenía la sensación de que me ardía la garganta pero hasta eso palidecía en comparación con el dolor de cabeza palpitante que tenía y que explotó con el movimiento repentino. El amuleto del dolor que saltaba alrededor de mi cuello no servía de mucho.
David me dio unos golpecitos en la espalda, preocupado. El dolor del hombro atravesó el amuleto y me revolvió el estómago. Con los ojos llenos de lágrimas, aparté a David. En ese momento entró Ceri, riñéndome un poco mientras dejaba una taza de té en la mesa y me ponía una mano en el hombro. Su roce pareció calmar el espasmo y con un jadeo dejé que me recostara en los almohadones que ahuecó detrás de mí. Dejé por fin de toser y la miré.
Su rostro misterioso estaba arrugado de preocupación. Tras ella me miraban Jenks y David. No me hacía gracia que David me viera así, pero tampoco tenía muchas alternativas.
—Tómate el té —dijo mientras me ponía la taza en la mano.
—Me duele la cabeza —me quejé al tiempo que tomaba un sorbo de aquel insulso brebaje. No era té de verdad sino algo con flores y hierbajos. Lo que me apetecía en realidad era una taza de aquel café que olía tan bien pero no quería herir los sentimientos de Ceri—. Me siento como una mierda recién atropellada —me quejé.
—Y tienes la misma pinta que una mierda recién atropellada —dijo Jenks—. Tómate el té.
No sabía a nada, pero tenía un efecto balsámico. Di otro sorbo y conseguí esbozar una sonrisa para Ceri.
—Mmm. Está bueno —mentí.
Ceri se irguió, era obvio que estaba contenta cuando cogió la palangana.
—Bébetelo todo. ¿Te importa que Keasley ponga una manta sobre la puerta para tapar las corrientes?
—Estupendo. Muchas gracias —dije. Pero no se fue hasta que tomé otro sorbo. Su sombra abandonó el pasillo y mi sonrisa se convirtió en una mueca—. Esto no sabe a nada —susurré—. ¿Por qué todo lo que me conviene tiene que ser insípido?
David le echó un vistazo a la puerta abierta y la luz que entraba a raudales. Jenks voló hasta su hombro cuando el hombre lobo abrió la cremallera de su mochila.
—Tengo algo que quizá te ayude —dijo David—. Mi antiguo socio creía ciegamente en esto. Siempre me rogaba que le diera un poco cuando se pasaba con las copas.
—¡Ehh! —Jenks revoloteó hasta el techo con la mano en la nariz—. ¿Pero cuánta árnica montana tienes ahí dentro, jardinerito?
La sonrisa de David se hizo más astuta.
—¿Qué? —dijo con una expresión inocente en los ojos castaños—. No es ilegal. Y es orgánica. Ni siquiera tiene carbohidratos.
El familiar aroma picante del árnica montana se hizo más denso en la pequeña habitación y no me sorprendí mucho cuando David sacó una bolsita de celofán con un cierre hermético. Reconocí la marca: Orgánicos Central del Lobo.
—Dame —dijo mientras me quitaba la taza y la dejaba en mi mesilla de noche.
Ocultó con el cuerpo lo que estaba haciendo para que no lo vieran desde el pasillo y echó una buena cucharada en la bebida. Me recorrió con los ojos y echó un poco más.
—Pruébalo ahora —dijo al darme la taza.
Suspiré. ¿Por qué todo el mundo me daba cosas? Yo lo único que quería era un amuleto del sueño o quizá una de las extrañas aspirinas del capitán Edden. Pero David parecía muy convencido y el olor de el árnica montana era más tentador que los escaramujos, así que lo revolví con el meñique. Las hojas aplastadas se hundieron y dejaron en el té un color más intenso.
—¿Y de qué va a servir esto? —pregunté antes de dar un sorbo—. No soy una mujer lobo.
David dejó caer la bolsa en su mochila y la cerró.
—No te va a servir de mucho. Tu metabolismo de bruja es demasiado lento para que funcione de verdad. Pero mi antiguo compañero era brujo y decía que ayudaba con las resacas. Por lo menos tiene que saber mejor que lo otro.
Se levantó para irse y yo tomé otro sorbo. Tenía razón. Relajé la mandíbula, ni siquiera me había dado cuenta de que la tenía apretada. Cálida y suave, la tisana de árnica montana se deslizó por mi garganta con una mezcla de sabores: caldo de jamón y manzanas. Tuve la sensación de que se me deshacían los nudos de los músculos, como cuando tomas un chupito de tequila. Se me escapó un suspiro y el peso ligero de Jenks al aterrizar sobre mi brazo me obligó a mirarlo.
—¿Eh, Rache? ¿Estás bien?
Sonreí y tomé otro trago.
—Hola, Jenks. ¿Sabes que brillas un montón?
Del rostro de Jenks se borró toda expresión y David levantó lo cabeza después de abrocharse el abrigo. Sus ojos castaños me miraban interrogantes.
—Gracias, David —dije, hablaba con voz lenta, precisa y profunda—. Te debo una, ¿vale?
—Claro. —Cogió la mochila—. Cuídate mucho.
—Lo haré. —Engullí la mitad del té, que se deslizó esófago abajo hasta convertirse en un charco caliente en mi estómago—. Ahora mismo no me encuentro tan mal. Lo que está bien, dado que mañana tengo una cita con Trent y si no voy, su jefe de seguridad es capaz de matarme.
David se detuvo en seco en el umbral. Tras él se oía el tableteo de Keasley, que estaba clavando una manta en la puerta.
—¿Trent Kalamack? —preguntó el hombre lobo.
—Sí. —Tomé otro trago e hice girar el té con el dedo meñique hasta que el árnica montana hizo un remolino y oscureció todavía más el brebaje—. Va a hablar con Saladan. Su jefe de seguridad quiere que vaya con él. —Miré a David con un ojo cerrado, la luz del pasillo era brillante pero no me molestaba. Me pregunté dónde tenía David sus tatuajes. Los hombres lobo siempre se hacían tatuajes, no me preguntes por qué.
—¿Conoces a Trent? —pregunté.
—¿Al señor Kalamack? —David volvió a entrar bruscamente en la habitación—. No.
Me retorcí bajo la manta y me concentré en la taza. El socio de David tenía razón. El árnica montana era genial. No me dolía nada.
—Trent es un gilipollas —dije al recordar de qué estábamos hablando—. Sé un par de cosas sobre él y él sabe un par de cosas sobre mí. Pero no sé nada sobre su jefe de seguridad, y si no lo hago, va a cantar.
Jenks revoloteó un poco; sin saber muy bien qué hacer se lanzó desde David a la puerta y después regresó conmigo. David lo miró un momento.
—¿Cantar qué? —preguntó.
Me incliné un poco más hacia él y abrí mucho los ojos cuando el té amenazó con manchar la manta porque me moví más rápido de lo que habría debido. Fruncí el ceño y me lo terminé sin que me importaran mucho las hojitas que tragué también. Sonreí, me incliné hacia delante y disfruté del olor a almizcle y árnica montana.
—Mi secreto —susurré mientras me preguntaba si David me dejaría buscarle los tatuajes si se lo pedía por favor. Estaba muy bien para ser un tío mayor—. Tengo un secreto pero no voy a contártelo.
—Vuelvo enseguida —dijo Jenks revoloteando a mi alrededor—. Quiero saber qué puso en ese té.
Salió pitando y yo parpadeé cuando vi cómo se asentaban las chispas de su polvo de pixie. Jamás había visto tantas y eran de los colores del arco iris. Jenks debía de estar preocupado.
—¿Un secreto? —me animó David pero yo negué con la cabeza y la luz pareció hacerse más brillante.
—No pienso decírtelo. No me gusta el frío.
David me puso las manos en los hombros y me recostó en los almohadones. Yo le sonreí, encantada, cuando Jenks entró volando.
—Jenks —dijo David en voz baja—. ¿La ha mordido un hombre lobo?
—¡No! —protestó el pixie—. ¡A menos que fuera antes de que yo la conociera!
A mí se me habían cerrado los ojos y se me abrieron cuando David me sacudió.
—¿Qué? —protesté, y le di un empujón. Me miró de hito en hito, sus ojos castaños y líquidos estaban demasiado cerca de los míos. En ese momento me recordó a mi padre y le sonreí.
—Rachel, cielo —dijo—. ¿Te ha mordido algún hombre lobo?
Lancé un suspiro.
—No. Ni tú ni Ivy. A mí no me muerde nadie salvo cuando me pican los mosquitos, y a esos los aplasto. Son unos cabroncetes.
Jenks revoloteó hacia atrás y David se apartó. Yo cerré los ojos y los escuché respirar. Hacían muchísimo ruido.
—Shh —dije—. Silencio.
—Quizá le he dado demasiado —dijo David.
Los pasos quedos de los pies de Ceri hacían mucho ruido.
—¿Qué… qué le habéis hecho? —preguntó con voz áspera mientras me abría los ojos.
—¡Nada! —protestó David con los hombros encorvados—. Le di un poco de árnica montana. No debería haberle hecho nada. ¡Jamás he visto a una bruja ponerse así por culpa del árnica!
—Ceri —dije—. Tengo sueño. ¿Puedo dormir?
Ceri frunció los labios pero me di cuenta de que no estaba enfadada conmigo.
—Sí. —Me subió la colcha hasta la barbilla—. Anda, duérmete.
Me derrumbé sin que me importara llevar todavía la ropa mojada. Estaba muy, pero que muy cansada. Y estaba calentita. Y sentía un cosquilleo en la piel. Y tenía la sensación de que podía dormir una semana entera.
—¿Por qué no me preguntaste antes de darle el árnica montana? —preguntó Ceri con aspereza. Sus palabras apenas eran un susurro, pero muy claro—. Ya está puesta de azufre. ¡Lo llevan las galletas!
¡Lo sabía! pensé mientras intentaba abrir los ojos. Madre, Ivy me iba a oír, la iba a poner verde en cuanto volviera a casa. Pero como ella no estaba en casa y yo estaba cansada, no hice nada. Ya estaba harta de que la gente me emborrachara. Juré que nunca jamás volvería a tomar nada que no hubiera hecho yo misma.
El sonido de la risita de David pareció hacer cosquillear mi piel allí donde la colcha no se interponía entre él y yo.
—Ya lo entiendo —dijo—. El azufre aceleró su metabolismo hasta el punto de que el árnica montana va a funcionar con ella como nunca. Va a dormir tres días seguidos. Le di suficiente como para dejar fuera de combate a un hombre lobo durante la luna llena.
Me atravesó una sacudida y abrí los ojos de repente.
—¡No! —dije, intenté sentarme mientras Ceri me empujaba contra los almohadones—. Tengo que ir a esa fiesta. ¡Si no voy, Quen lo contará todo!
David la ayudó y juntos me sujetaron con la cabeza en la almohada y los pies bajo la manta.
—Tranquilízate, Rachel —me dijo el hombre lobo con voz suave, lo que detesté fue que fuera más fuerte que yo—. No luches contra ello o se va a volver contra ti. Sé una brujita buena y deja que se pasen solos los efectos.
—¡Si no voy, lo contará todo! —dije, sentía el zumbido de la sangre en los oídos—. ¡Lo único que tengo contra Trent es que sé lo que es y si lo cuento, Quen me va a matar, coño!
—¿Qué? —chilló Jenks y se elevó con un aleteo estrepitoso.
Me di cuenta demasiado tarde de lo que acababa de decir. Mierda.
Me quedé mirando a Jenks y sentí que empalidecía. En la habitación se hizo un silencio de muerte. Ceri había abierto unos ojos como platos, sin entender nada y David se me quedó mirando sin poder creérselo. Ya no podía retirar nada de lo dicho.
—¡Lo sabes! —gritó Jenks—. ¿Sabes lo que es y no me lo dijiste? ¡Serás bruja! ¿Lo sabías? ¡Lo sabías! ¡Rachel! Serás… serás…
La desaprobación llenó los ojos de David, Ceri parecía asustada. Los niños pixies se asomaron al marco de la puerta.
—¡Lo sabías! —chilló Jenks y el polvo de pixie salió flotando a su alrededor en medio de un haz dorado. Sus niños se escabulleron con un tintineo aterrorizado.
Me incorporé de repente.
—¡Jenks! —dije antes de encorvarme cuando el estómago me dio un vuelco.
—¡Cállate! —gritó—. ¡Cállate de una vez! ¡Se supone que somos socios!
—Jenks… —Estiré la mano. Ya no tenía sueño y se me retorcían las tripas.
—¡No! —dijo, y un estallido de polvo de pixie iluminó mi sombría habitación—. ¿No confías en mí? Pues muy bien. Me largo de aquí. Tengo que hacer una llamada. David, ¿puedes llevarnos a mí y a mi familia?
—¡Jenks! —Me quité las mantas de encima—. ¡Lo siento! No podía decírtelo. —Oh, Dios. Debería haber confiado en Jenks.
—¡Que te calles, coño! —exclamó y después salió volando, el polvo de pixie dejaba un rastro rojo a su paso.
Me levanté para seguirlo. Di un paso y después eché mano al marco de la puerta, la cabeza me daba vueltas y miré al suelo. Se me enturbió la visión y estuve a punto de caerme. Me llevé una mano al estómago.
—Voy a vomitar —susurré—. Oh, Dios, voy a vomitar.
David me puso una mano fuerte en el hombro. Con movimientos firmes y deliberados me metió en el pasillo.
—Te dije que se iba a volver contra ti —murmuró mientras me empujaba al baño y encendía la luz con el codo—. No deberías haberte sentado. ¿Pero qué os pasa a las brujas? Os creéis que lo sabéis todo y no escucháis a nadie, coño.
No hace falta decir que tenía razón. Con la mano en la boca conseguí llegar justo al váter. Y salió todo: las galletas, el té, la cena de dos semanas antes. David se fue después de la primera náusea y me dejó tosiendo y vomitando hasta la última arcada de bilis.
Cuando por fin conseguí controlarme, me levanté; me temblaban las piernas y tiré de la cadena. Incapaz de mirarme en el espejo, me enjuagué la boca y bebí agua directamente del grifo. Me había vomitado el amuleto entero así que me lo quité y lo lavé bajo un buen chorro de agua antes de dejarlo junto al lavabo. Volví a sentir todos los dolores y tuve la sensación de que me los merecía.
Con el corazón a mil por hora y muy débil, me eché agua en la cara y levanté la cabeza. Tras mi desgreñado reflejo, Ceri me miraba desde la puerta, rodeándose con los brazos. En la iglesia reinaba un silencio espeluznante.
—¿Dónde está Jenks? —dije con voz ronca.
Sus ojos evitaron los míos y me di la vuelta.
—Lo siento, Rachel. Se fue con David.
¿Que se había ido? No podía irse. Pero si estábamos a bajo cero en la calle, por Dios.
Se oyó el sonido suave de un roce y llegó Keasley arrastrando los pies.
—¿Adónde se ha ido? —pregunté con un estremecimiento cuando el azufre y lo que quedaba de árnica montana empezaron a dar vueltas en mi interior. Ceri dejó caer la cabeza.
—Le pidió a David que lo llevara a casa de un amigo, y el sídh entero se fue en una caja. Dijo que no podía seguir poniendo en peligro a su familia y… —Clavó la mirada en Keasley y sus ojos verdes reflejaron la luz fluorescente—. Dijo que dimitía.
¿Se había ido? Me puse en movimiento con una sacudida, directa hacia el teléfono. Y una mierda, que no quería poner en peligro a su familia. Solo esa primavera había matado a dos asesinos de hadas y solo había dejado con vida al tercero como advertencia para el resto. Y no era por el frío. La puerta la íbamos a arreglar y siempre se podían meter en la habitación de Ivy o en la mía hasta que lo hiciéramos. Se había ido porque yo le había mentido. Y cuando vi el rostro sombrío y arrugado de Keasley detrás del de Ceri, supe que estaba en lo cierto. Se habían dicho cosas que yo no había oído.
Llegué tropezando al salón y busqué el teléfono. Solo había un sitio al que podía ir: a casa del hombre lobo que me había deshechizado los trastos el otoño anterior. Tenía que hablar con Jenks. Tenía que decirle que lo sentía. Que había sido una imbécil. Que debería haber confiado en él. Que tenía razón al enfadarse conmigo y que lo sentía.
Pero Keasley se interpuso antes de que cogiera el teléfono y me aparté al ver su vieja mano. Me lo quedé mirando, muerta de frío, con la escasa protección que la manta interponía entre la noche y yo.
—Rachel… —dijo; Ceri se había detenido con aire melancólico en el pasillo—. Creo… creo que deberías darle por lo menos un día.
Ceri se estremeció y miró hacia el pasillo. Un leve sonido en el aire me hizo percibir que se abría la puerta principal y la manta se movió con el aire de las corrientes.
—¿Rachel? —dijo la voz de Ivy—. ¿Dónde está Jenks? ¿Y por qué hay un camión de Home Depot descargando placas de madera contrachapada en la entrada?
Me hundí en un sillón antes de terminar en el suelo. Apoyé los codos en las rodillas y dejé caer la cabeza en las manos. El azufre y el árnica montana seguían librando una guerra en mi interior, dejándome débil y temblorosa. Maldita sea. ¿Qué iba a decirle a Ivy?