21.

—Soy yo, Rachel —exclamó Kisten con la voz amortiguada por la música que tronaba en el salón. Me quedé helada, el recuerdo del beso que me había dado me impedía moverme. Debía de parecer una auténtica idiota cuando dobló la esquina y se detuvo en el umbral.

—¿No está Ivy? —dijo mirándome de arriba abajo—. Miércoles.

Respiré hondo para tranquilizarme.

—¿«Miércoles»? —le pregunté al tiempo que deslizaba el huevo roto por la encimera y lo echaba en un cuenco. Y yo que creía que ya nadie decía «miércoles».

—¿Puedo decir «mierda»?

—Joder, sí.

—Pues mierda, entonces. —Su mirada me dejó a mí y abarcó la cocina, después se llevó las manos a la espalda mientras yo sacaba los trozos más grandes de la cáscara del huevo.

—Esto, ¿te importaría bajar la música un poco por mí, por favor? —dije, lo miré a hurtadillas cuando asintió y salió de la cocina. Era sábado y estaba vestido con ropa informal, con botas de cuero y unos vaqueros gastados y ceñidos. Llevaba la cazadora de cuero abierta y una camisa de seda de color borgoña mostraba un mechón de pelo del pecho. Solo lo justo, pensé cuando la música se suavizó. Olía a su cazadora y a mí siempre me había chiflado el olor a cuero. Puede que tenga un pequeño problema, pensé.

—¿Estás seguro de que no te ha mandado Ivy para hacerme de niñera? —le pregunté cuando volvió y yo me puse a limpiar la baba del huevo con un trapo húmedo.

El lanzó una risita y se sentó en la silla de Ivy.

—No. —Vaciló un momento—. ¿Va a estar fuera mucho rato o puedo esperar?

No levanté los ojos de la receta, no me gustó cómo lo decía. Había más interrogantes en su voz de los que merecía la pregunta.

—Ivy ha ido a hablar con Jenks. —Recorrí la página con el dedo sin ver en realidad las palabras—. Después va a cenar con sus padres.

—Hasta la salida del sol —murmuró Kisten y yo sentí que me saltaban las alarmas. Todas.

Sonó el reloj que tenía encima del fregadero y quité el chocolate fundido del fuego. No pensaba darle la espalda así que lo puse en la encimera, entre los dos, me crucé de brazos y apoyé el trasero en el fregadero. Kisten me miró y se apartó el pelo de los ojos. Yo cogí aire para decirle que se fuera pero me interrumpió.

—¿Te encuentras bien?

Me quedé mirándolo sin saber de qué hablaba pero después me acordé.

—¡Ah! Lo del… demonio —murmuré, un poco cortada mientras me tocaba los amuletos para el dolor que llevaba al cuello—. Así que te has enterado, ¿eh?

Sonrió solo con media boca.

—Has salido en las noticias. Y tuve que escuchar a Ivy tres horas seguidas, no sabes la vara que me dio con eso de que no estaba aquí cuando pasó.

Volví a la receta y puse los ojos en blanco.

—Perdona. Sí. Estoy bien. Unos cuantos arañazos y algún golpe. Nada serio. Pero ya no puedo invocar una línea después de la puesta de sol. —No quería decirle que tampoco estaba a salvo del todo al caer la noche a menos que estuviera en terreno consagrado… cosa que no eran la cocina y el salón—. Me va a complicar bastante el trabajo —dije de mal humor mientras me preguntaba cómo iba a esquivar ese último escollo. Oh, bueno. Tampoco era que tuviera que recurrir a la magia de las líneas luminosas. Después de todo, era una bruja terrenal.

Kisten tampoco parecía pensar que tuviera mucha importancia, si es que su casual encogimiento de hombros significaba algo.

—Es una pena que Jenks se fuera, lo siento —dijo al tiempo que estiraba las piernas y cruzaba los tobillos—. Era mucho más que un gran activo para tu empresa. Es un buen amigo.

Arrugué la cara con una expresión desagradable.

—Debería haberle dicho lo de Trent cuando lo averigüé.

La sorpresa cayó sobre él como una cascada.

—¿Sabes lo que es Trent Kalamack? ¡No jodas!

Apreté la mandíbula, bajé los ojos al libro de recetas y asentí a la espera de que me lo preguntara.

—¿Y qué es?

Me quedé callada, con los ojos clavados en la página. El sonido suave de sus movimientos me hizo levantar la cabeza.

—Da igual —dijo Kisten—. No tiene importancia.

Aliviada, revolví el chocolate en el sentido de las agujas del reloj.

—Para Jenks sí. Debería haber confiado en él.

—No todo el mundo tiene que saberlo todo.

—Si mides diez centímetros y tienes alas, sí.

Kisten se levantó y lo miré cuando se estiró. Con un sonido suave y satisfecho bajó los hombros y se encogió hasta volver a su tamaño. Después se quitó la cazadora y se dirigió a la nevera.

Di unos golpecitos con la cuchara en el borde del cazo para quitarle la mayor parte del chocolate. Fruncí el ceño. A veces era más fácil hablar con un desconocido.

—¿Qué estoy haciendo mal, Kisten? —dije, frustrada—. ¿Por qué aparto de mí a todas las personas que quiero?

Salió de detrás de la puerta de la nevera con la bolsa de almendras que había comprado yo la semana anterior.

—Ivy no se va a ningún sitio.

—Eso es mío —dije y él se detuvo hasta que le hice un gesto de mala gana para que las abriera.

—Yo no me voy a ningún sitio —añadió moviendo la boca con suavidad al comerse una.

Exhalé una ruidosa bocanada de aire y dejé caer la medida de azúcar en el chocolate. Estaba francamente guapo allí plantado y a mi no dejaban de atormentarme los recuerdos: imágenes de los dos vestidos de gala y pasándolo bien, la chispa con la que me atravesaron sus ojos negros cuando los matones de Saladan quedaron tirados en la calle, el ascensor de Piscary conmigo envolviéndolo y ansiando sentirlo y que me sintiera entera…

El crujido del azúcar contra el cazo hizo ruido al revolverlo. Malditas feromonas vampíricas.

—Me alegro de que Nick se fuera —dijo Kisten—. No te convenía.

Mantuve la cabeza baja pero tensé los hombros.

—¿Y tú qué sabes? —dije mientras me metía un largo rizo rojo tras la oreja. Levanté la cabeza y lo encontré comiéndose mis almendras con toda tranquilidad—. Con Nick me sentía bien. Y él se sentía bien conmigo. Lo pasábamos bien juntos. Nos gustaban las mismas películas, los mismos sitios para comer. Podía seguir mi ritmo cuando corríamos en el zoo. Nick era una buena persona y no tienes ningún derecho a juzgarlo. —Cogí bruscamente un trapo húmedo, limpié el azúcar que había derramado y lo sacudí sobre el fregadero.

—Puede que tengas razón —dijo mientras se echaba un puñado de frutos secos en la palma de la mano y cerraba la bolsa—. Pero hay una cosa que me parece fascinante. —Se puso una almendra entre los dientes y la aplastó con estrépito—. Hablas de él en pasado.

Me quedé con la boca abierta. Dividida entre la ira y la conmoción, me quedé helada. En el salón, la música cambió a algo rápido y enérgico… totalmente inapropiado.

Kisten abrió la nevera, metió las almendras en el estante de la puerta y la cerró.

—Esperaré a Ivy un rato. Puede que vuelva con Jenks… si tienes suerte. Tienes cierta tendencia a pedirle más a la gente de lo que la mayoría está dispuesta a dar. —Agitó las almendras que le quedaban en la mano cuando yo empecé a farfullar—. Casi como un vampiro —añadió mientras cogía el abrigo y salía.

Tenía la mano empapada y me di cuenta que estaba apretando el trapo con tal fuerza que chorreaba. Lo tiré al fregadero, furiosa y deprimida. Lo que no era una buena combinación. En el salón, la alegre música pop saltaba y rebotaba.

—¿Quieres apagar eso de una vez? —grité. Me dolía la mandíbula de tanto apretarla y me obligué a separar los dientes cuando se paró la música. Medí el azúcar echando pestes y lo eché en el cazo. Fui a coger la cuchara y emití un gemido frustrado cuando recordé que ya había añadido el azúcar.

—Maldita sea la Revelación entera —murmuré. Iba a tener que hacer dos hornadas.

Con la cuchara bien agarrada intenté revolverlo pero el azúcar se desbordó por todas partes, incluido el borde del cuenco. Apreté los dientes y regresé a zancadas al fregadero a buscar el trapo.

—No sabes una mierda —susurré mientras hacía un montoncito con el azúcar derramada—. Nick puede que vuelva. Dijo que iba a volver, y tengo su llave.

Dejé caer el montoncito de azúcar en una mano y dudé antes de echarlo al cuenco con el resto. Me limpié el último grano de los dedos y miré el pasillo oscuro. Nick no me habría dado la llave si no pensara volver.

Empezó a sonar la música, suave, con un ritmo regular. Entrecerré los ojos. Yo no le había dicho que podía poner otra cosa. Enfadada, di un paso hacia el salón y después me detuve con una sacudida. Kisten se había ido en plena conversación y se había llevado algo de comer con él. Algo crujiente. Según el libro de Ivy, el de las citas, eso era una invitación vampírica. Y seguirlo sería como decir que me interesaba. Peor todavía, él sabía que yo lo sabía.

Yo seguía mirando el pasillo cuando Kisten pasó por allí. Dio marcha atrás y se detuvo al verme allí, con una expresión ilegible en la cara.

—Te espero en el santuario —dijo—. ¿Te parece bien?

—Claro —susurré.

Alzó los ojos y con aquella misma sonrisa, se comió una almendra.

—De acuerdo. —Kisten se desvaneció por el pasillo oscuro, sus botas no hacían ruido en el suelo de madera.

Me di la vuelta y me quedé mirando la ventana negra de la noche. Conté hasta diez. Volví a contar hasta diez. Conté hasta diez una tercera vez y para cuando llegué a siete me encontré en el pasillo. Entro, digo lo que tengo que decir y me voy, me prometí. Lo encontré ante el piano, se había sentado en la banqueta y me daba la espalda. Se irguió cuando dejé de arrastrar los pies.

—Nick es un buen hombre —dije con voz temblorosa.

—Nick es un buen hombre —asintió él sin darse la vuelta.

—Me hace sentir deseada, necesitada.

Kisten giró poco a poco. La luz tenue que se filtraba de la calle se reflejó en su barba incipiente. El perfil de sus anchos hombros se ahusaba en la delgada cintura y me di una sacudida mental al ver lo guapo que estaba.

—Antes sí. —Su voz profunda y suave me dio escalofríos.

—No quiero hablar más de él.

Kisten me miró durante apenas un segundo.

—De acuerdo —dijo después.

—Bien. —Respiré hondo muy rápido, me di la vuelta y salí.

Me temblaban las rodillas y mientras escuchaba por si se oían pasos detrás de mí, giré a la derecha y entré en mi habitación. Con el corazón desbocado, estiré la mano para coger mi perfume. El que ocultaba mi olor.

—No.

Giré con un grito ahogado y me encontré a Kisten detrás de mí. Se me resbaló el frasco de Ivy de entre los dedos. La mano de Kisten salió disparada y di un salto cuando envolvió la mía y aprisionó el precioso frasquito, a salvo en mi mano. Me quedé helada.

—Me gusta cómo hueles —susurró. Estaba muy, pero que muy cerca. Se me hizo un nudo en el estómago. Podía arriesgarme a atraer a Al si invocaba una línea para dejarlo inconsciente, pero no quería.

—Tienes que salir de mi habitación —le dije.

Sus ojos azules parecían negros bajo aquella iluminación tenue. El leve fulgor de la cocina lo convertía en una sombra atrayente, peligrosa. Tenía los hombros tan tensos que me dolieron cuando me abrió la mano y me quitó el perfume. El chasquido cuando chocó con mi tocador me hizo erguirme de un salto.

—Nick no va a volver —dijo, acusador y franco. Me quedé sin aliento y cerré los ojos. Oh, Dios.

—Lo sé.

Abrí los ojos de golpe cuando me cogió por los codos. Me quedé inmóvil, esperaba que mi cicatriz cobrara vida con un destello, pero no pasó nada. No estaba intentando hechizarme. Una parte absurda de mí lo respetó por eso, y como una idiota, no hice nada cuando debería haberle dicho que saliera cagando leches de mi iglesia y que no se acercara a mí.

—Necesitas que te necesiten, Rachel —dijo a solo unos centímetros de mí, su aliento me agitó el pelo—. Vives con tanta luz, con tanta honestidad, que necesitas que te necesiten. Estás sufriendo. Puedo sentirlo.

—Lo sé.

En sus ojos solemnes asomó una sombra de compasión.

—Nick es humano. Por mucho que lo intente, jamás te entenderá de verdad.

—Lo sé. —Tragué saliva. Sentí una calidez húmeda en los ojos. Apreté la mandíbula hasta que me dolió la cabeza. No pienso llorar.

—No puede darte lo que necesitas. —Las manos de Kisten se deslizaron hasta mi cintura—. Siempre tendrá un poco de miedo.

Lo sé. Cerré los ojos, los abrí y dejé que me atrajera un poco más.

—E incluso si Nick aprende a vivir con su miedo —dijo muy serio; sus ojos me pedían que lo escuchara—, no te perdonará jamás que seas más fuerte que él.

Noté un nudo en la garganta.

—Tengo… tengo que irme —dije—. Disculpa.

Sus manos me abandonaron, pasé junto a él y salí al pasillo. Confusa y con la necesidad de gritarle al mundo entero, entré en la cocina. Me detuve y entre las ollas y la harina vi un vacío enorme y doloroso que jamás había estado allí hasta entonces. Me rodeé con los brazos y salí tambaleándome al salón. Tenía que apagar esa música. Era preciosa y yo la odiaba. Lo odiaba todo.

Cogí el mando a distancia de golpe y apunté al equipo de música. Jeff Buckley. No podía escuchar a Jeff en el estado en que estaba. ¿Quién coño había puesto a Jeff Buckley en mi equipo de música? Lo apagué y tiré el mando al sofá. Una oleada de adrenalina me hizo erguirme de repente cuando el mando chocó, no contra el ante del sofá de Ivy, sino contra la mano de alguien.

—¡Kisten! —tartamudeé cuando él volvió a poner la música y me miró con los ojos medio velados—. ¿Qué estás haciendo?

—Escuchar música.

Estaba sereno y tenso como una cuerda de violín, y me envolvió el pánico al ver aquella seguridad calculadora.

—No te acerques a mí con tanto sigilo —dije, me faltaba el aliento—. Ivy nunca se me acerca sin que yo la oiga.

—A Ivy no le gusta quién es. —No parpadeaba siquiera—. A mí sí.

Estiró el brazo y se lo aparté de un empujón con un jadeo. Una gran tensión me recorrió entera cuando tiró de mí hacia él y me pegó a su cuerpo. Destelló el pánico, luego la furia. No sentí ni una sola punzada en la marca.

—¡Kisten! —exclamé mientras intentaba moverme—. ¡Suéltame!

—No estoy intentando morderte —dijo en voz baja, sus labios me rozaban la oreja—. Para ya.

Tenía una voz firme, tranquilizadora. No había sed de sangre en ella. Recordé de repente que me había despertado en su coche con el sonido de los monjes cantores.

—¡Suéltame! —le exigí, alterada y con la sensación de que iba a pegarle o a empezar a llorar de un momento a otro.

—No quiero. Estás sufriendo mucho. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que te abrazó alguien, que te tocó?

Se me escapó una lágrima y detesté que él la viera. Detesté que supiera que yo estaba conteniendo el aliento.

—Necesitas sentir, Rachel. —Su voz se hizo más suave, suplicante—. Esto te está matando poco a poco.

Tragué el nudo que tenía en la garganta. Me estaba seduciendo. No era tan inocente como para creer que no lo intentaría. Pero aquellas manos que me envolvían los brazos eran tan cálidas. Y tenía razón. Necesitaba el roce de otra persona, me moría por él, mierda. Ya casi se me había olvidado lo que era que te necesitaran. Nick me había devuelto esa sensación, esa emoción intensa, esa excitación de saber que alguien está deseando tocarte, y que quiere que tú y solo tú lo toques a él.

Había soportado más relaciones cortas que zapatos tiene según qué celebridad. O bien era mi trabajo en la SI, la chiflada de mi madre que presionaba en busca de un compromiso o que atraía a gilipollas que solo veían a las pelirrojas como muescas en potencia en su escoba. Quizá fuera una zorra, una chiflada que exigía confianza sin ser capaz de confiar a su vez. No quería otra relación unilateral pero Nick se había ido y Kisten olía muy bien. Con él sentía menos el dolor.

Relajé los hombros y él exhaló cuando notó que dejaba de luchar contra él. Con los ojos cerrados posé la frente en su hombro, había cruzado los brazos y eso dejaba un pequeño espacio entre los dos. La música era lenta y suave. No estaba loca. Era capaz de confiar. De hecho, confiaba. Había confiado en Nick y él se había ido.

—Te irás —dije sin aliento—. Se van todos. Consiguen lo que quieren y se van. O se enteran de lo que sé hacer y entonces se van.

Los brazos que me rodeaban se tensaron un instante y después se relajaron.

—Yo no me voy a ninguna parte. Me diste un susto de muerte cuando derribaste a Piscary. —Enterró la nariz en mi pelo y aspiró su aroma—. Y sigo aquí.

Arrullada por la calidez de su cuerpo y sus caricias, me fue abandonando la tensión. Kisten alteró mi equilibrio y me moví con él. Nos movíamos, nos movíamos apenas, cambiábamos de pie y aquella música lenta y seductora me iba envolviendo para que me meciera con él.

—No puedes herir mi orgullo —susurró Kisten mientras me trazaba la espalda con los dedos—. He vivido toda mi vida con personas más fuertes que yo. Me gusta y no me da vergüenza ser el más débil. Jamás podré invocar un hechizo y me importa una mierda que tú sepas hacer algo que yo no.

La música y nuestros movimientos casi imperceptibles comenzaron a crear cierta calidez en mí. Me lamí los labios y descrucé los brazos para averiguar lo natural que era rodearle la cintura. Se me aceleró el pulso, abrí mucho los ojos y miré la pared, aspiraba y espiraba con una regularidad irreal.

—Siempre estaré ahí —dijo en voz baja—. Nunca podrás satisfacerme del todo, nunca podrás alejarme, por mucho que me des. Bueno o malo. Siempre estaré ávido de emoción, siempre y para siempre, y sé que estás sufriendo. Puedo convertirlo en alegría. Si me dejas.

Tragué con fuerza cuando nos hizo parar. Se apartó un poco y me rozó con suavidad la mandíbula para levantarme la cabeza y poder mirarme a los ojos. El ritmo palpitante de la música tamborileaba en mi cabeza, me entumecía y tranquilizaba. La mirada de Kisten era embriagadora.

—Déjame hacerlo —susurró, peligroso y profundo. Pero con sus palabras me puso en una posición de poder. Podía decir que no.

No quise decir que no.

Me atravesaron varios pensamientos con un tintineo demasiado rápido como para advertirlo. Era un placer sentir sus manos y había pasión en sus ojos. Quería lo que podía darme, lo que prometía.

—¿Por qué? —susurré.

Separó los labios y respiró.

—Porque quiero. Porque tú quieres que quiera.

No aparté los ojos de él y sus pupilas no cambiaron, no crecieron. Me aferré a él con más firmeza y lo rodeé con más fuerza.

—Nunca compartiremos sangre, Kisten. Jamás.

Cogió aire y lo soltó, después tensó las manos. Con la expresión oscurecida al saber lo que iba a ocurrir, se inclinó un poco más hacia mí.

—Paso —dijo mientras me besaba en la comisura— a —me besó la otra comisura— paso —y me besó con suavidad, con tanta suavidad que me moría por más—, amor mío —terminó.

Una punzada de deseo me llegó a lo más hondo, cerré los ojos. Oh, Dios. Sálvame de mí misma.

—No prometo nada —susurré.

—No te pido nada —dijo él—. ¿A dónde vamos?

—No lo sé. —Fui bajando las manos por su cintura. Volvíamos a mecernos al ritmo de la música. Me sentía viva y a medida que casi bailábamos, un cosquilleo de calor me agitó la marca demoníaca.

—¿Puedo hacer esto? —preguntó Kisten, se había acercado para que nuestros cuerpos se tocaran todavía más. Sabía que me estaba pidiendo permiso para aprovecharse de mi marca, para que le permitiera hechizarme. El hecho de que me preguntara me dio una sensación de seguridad que sabía que probablemente era falsa.

—No. Sí. No lo sé. —Aquello me desgarraba. Me gustaba la sensación, que mi cuerpo tocara el suyo, sus brazos alrededor de mi cintura, una nueva exigencia en su fuerza—. No lo sé…

—Entonces no lo haré. —¿Adónde íbamos? Exhaló y me recorrió los brazos con las manos, después entrelazó los dedos con los míos. Poco a poco me llevó las manos a su espalda y las sostuvo allí mientras nos mecíamos, girando al ritmo suave y seductor de la música.

Me invadió un escalofrío. El aroma a cuero se hizo denso y cálido. Allí donde me tocaba sentía una punzada de calor que me hacía cosquillear los dedos. Dejé caer la cabeza en el hueco entre su cuello y su hombro. Quería poner los labios allí, sabía lo que sentiría él, sabía a qué sabría si me atreviera. Pero no lo hice, me conformé con que notara mi aliento allí, nada más, temía lo que haría él si lo tocaban mis labios.

Con el corazón desbocado le llevé las manos a mi espalda y las dejé allí, moviéndose, presionándome, masajeándome. Alcé las manos y entrelacé los dedos detrás de su cabeza. Mis pensamientos volvieron a aquel momento en el ascensor, cuando pensé que Piscary iba a matarme. Era imposible de resistir, el recuerdo de mi marca demoníaca viva y encendida.

—Por favor —susurré, le rocé el cuello con los labios para hacerlo temblar. Tenía su lóbulo rasgado a milímetros de mí, tentándome—. Quiero que lo hagas. —Levanté los ojos y busqué su mirada, vi pero no temí la franja cada vez más estrecha de azul—. Confío en ti. Pero no confío en tus instintos.

Una comprensión profunda y un gran alivio recorrieron sus ojos. Bajó más las manos y me acarició hasta que encontró la parte superior de mis piernas, después invirtió el movimiento, nos movíamos, no dejábamos de movernos, nos mecíamos con la música.

—Yo tampoco confío en ellos —dijo, el acento falso había desaparecido por completo—. Contigo no.

Contuve el aliento cuando trazó con los dedos un camino desde mi espalda a mi vientre, un susurro contra mis vaqueros. Tiró del botón de arriba. Una insinuación.

—Llevo fundas —dijo—. Al vampiro le han quitado los colmillos.

Sorprendida, abrí los labios cuando sonrió y me mostró que era cierto que se había puesto unas fundas en los puntiagudos caninos. Sentí una oleada de calor que me recorrió entera, inquietante e insinuante. Cierto, no podía hacerme sangre, pero lo iba a dejar que explorara mucho más. Y él lo sabía. ¿Pero seguro? No. Era más peligroso así que si no se hubiera puesto fundas en los dientes.

—Oh, Dios —susurré, sabía que estaba perdida cuando metió la cabeza en el hueco de mi hombro y me besó con suavidad. Cerré los ojos y le metí los dedos en el pelo, apreté cuando movió el beso y se acercó al borde de la clavícula, donde comenzaba mi marca.

Unas oleadas de deseo la hicieron palpitar y me fallaron las rodillas.

—Perdona —dijo Kisten con voz ronca mientras me cogía por los codos e impedía que me cayera—. No sabía que estaba tan sensible. ¿Pero cuánta saliva te inoculó?

Los labios de Kisten me abandonaron el cuello y partieron rumbo a la oreja. Me incliné hacia él, casi jadeando. La sangre se me había desbocado, quería que hiciera algo.

—Estuve a punto de morir —respondí—. Kisten…

—Tendré cuidado —dijo, aquella ternura me llegó a lo más hondo. Seguí de buena gana su ejemplo cuando me sentó en el sofá y me acurrucó entre el respaldo y el brazo del sillón. Lo cogí de las manos y lo atraje a mi lado. Me cosquilleaba la marca y me invadían oleadas de promesas. ¿Adónde íbamos?

—¿Rachel?

Oí la misma pregunta en su voz pero no quise responder. Lo atraje hacia mí con una sonrisa.

—Hablas demasiado —susurré y le cubrí la boca con la mía.

Mi vampiro emitió un sonido bajo cuando abrió los labios, la barba incipiente era áspera. Me sujetó con los dedos la mejilla y me impidió moverme mientras yo lo atraía todavía más hacia mí. Me dio un golpecito en la cadera y se hizo un sitio para la rodilla entre mi cuerpo y el respaldo del sofá.

Sentí un cosquilleo en la piel, en la mandíbula, donde me tocaba con los dedos. Deslicé mi lengua vacilante entre sus labios y me quedé sin aliento cuando la suya entró disparada en lo más profundo de mi boca. Sabía un poco a almendras y cuando se movió para apartarse, entrelacé los dedos en su nuca para mantenerlo allí solo un segundo más. Emitió un sonido de sorpresa y empujó con más agresividad. Yo tiré de él y de camino le recorrí los suaves dientes con la lengua.

Kisten se estremeció, sentí el temblor con toda claridad porque sostenía su peso sobre mí. Yo no sabía hasta dónde quería llegar. ¿Pero eso? Eso era un placer. Aunque no podía darle falsas esperanzas, prometerle más de lo que le podía dar.

—Espera… —dije de mala gana mientras lo miraba a los ojos.

Pero al verlo sobre mí, sin aliento, con la pasión contenida, dudé. Tenía los ojos negros, embriagados de deseo y necesidad. Busqué y encontré su sed de sangre mantenida a raya con cuidado. Tenía los hombros tensos bajo la camisa y una mano en mi costado, firme, me masajeaba con el pulgar bajo la camiseta La expresión de deseo que había en él me envió una oleada de adrenalina que me llegó a lo más hondo y me excitó más que aquel roce suave y tosco que iba subiendo y me buscaba el pecho. Ah, que te deseen, que te necesiten.

—¿Qué? —dijo él, sereno, a la espera.

A la mierda con todo.

—No importa —dije mientras jugaba con el pelo que le rodeaba la oreja. La mano suave que me acariciaba bajo la camiseta se detuvo.

—¿Quieres que pare?

Me atravesó una segunda punzada de emoción y sentí que se me cerraban los ojos.

—No —dije sin aliento y en esa palabra oí morir cien convicciones bien pensadas. Me quité los amuletos con el corazón desbocado y los dejé en la alfombra (quería sentirlo todo) pero hasta que estiré la mano hacia la hebilla de su cinturón, Kisten no lo entendió.

Se le escapó un sonido bajo y gutural y dejó caer la cabeza sobre la mía. Sentí la presión y la calidez bienvenida de su peso cuando sus labios encontraron mi marca demoníaca y la acariciaron.

El fuego se derramó por mi cuerpo como piedra fundida, hasta la ingle, y ahogué un grito cuando la sensación rebotó y se multiplicó. Los dolores sordos de mi reciente ataque demoníaco se convirtieron en placer, cortesía de la saliva del viejo vampiro que Kisten estaba aprovechando. No podía pensar. No podía respirar. Saqué las manos de donde había estado intentando desabrocharle los pantalones y me aferré a su hombro.

—Kisten —dije sin aliento cuando al fin pude coger aire con un estremecimiento.

Pero él no paró, me empujó hasta que apoyé la cabeza en el brazo del sofá. Le clavé los dedos cuando unos dientes suaves sustituyeron a sus labios. Se me escapó un gemido y él siguió acariciándome la marca, con los dientes suaves y el aliento ahogado. Deseaba a aquel hombre. Lo deseaba entero.

—Kisten… —lo empujé. Tenía que preguntárselo antes. Tenía que saber.

—¿Qué? —dijo tajante al tiempo que me subía la camisa y la camiseta y sus dedos se topaban con mi pecho y empezaban a moverse, a prometer mucho más.

En la brecha que quedaba entre nosotros por fin pude desabrocharle el cinturón. Di un tirón y oí que se rasgaba un remache. Volvió a bajar la cabeza hacia mí y antes de que pudiera meterse de nuevo en mi cuello y dejarme inmersa en un éxtasis de inconsciencia, le bajé la cremallera y lo busqué con las manos. Que Dios me ayude, pensé cuando lo encontré, con la piel suave y tensa bajo mis dedos curiosos.

—¿Te has acostado alguna vez con una bruja? —susurré mientras le bajaba los vaqueros y le acariciaba el trasero con una mano.

—Sé en lo que me estoy metiendo —dijo sin aliento.

Sentí que me fundía en el sofá y me relajé física y mentalmente. Mis manos lo volvieron a buscar y él exhaló una bocanada de aire larga y lenta.

—No quería dar por sentado… —dije y después ahogué un grito cuando bajó más el cuerpo y me subió la camiseta—. No quería que te sorprendieras… Oh, Dios. Kisten —jadeé, casi frenética de deseo cuando bajó los labios por mi mandíbula, siguió por la clavícula y me llegó al pecho. Unas oleadas de grandes promesas se alzaron al aire y arqueé la espalda cuando tiró de mí, con las manos cálidas contra mi piel. ¿Dónde estaba aquel hombre? No podía llegar hasta ahí de verdad.

Silenció mi susurro levantando la cara y besándome. Ya podía alcanzarlo y me quedé sin aliento, maravillada, me aferré a él y seguí bajando los dedos.

—Kisten…

—Hablas demasiado —dijo moviendo los labios sobre mi piel—. ¿Alguna vez te has acostado con un vampiro? —dijo con los ojos medio cerrados, observándome.

Exhalé cuando Kisten volvió a concentrarse en mi cuello. Trazó con los dedos el camino que iban a seguir sus labios y me invadieron unas oleadas de éxtasis.

—No —jadeé mientras le bajaba los pantalones de un tirón. Jamás conseguiría quitárselos con las botas puestas—. ¿Algo que debería saber?

Me pasó las manos por debajo del pecho, trazando de nuevo el camino que no tardarían en recorrer sus labios. Con la espalda arqueada intenté no gemir de deseo, después bajé las manos para intentar encontrarlo entero.

—Mordemos —dijo y grité cuando eso fue lo que hizo, cuando me pellizcó con suavidad con los dientes.

—Quítame los pantalones antes de que te mate —jadeé, casi loca de deseo.

—A sus órdenes, señora —gruñó y me raspó con el leve rastro de su barba al apartarse.

Aspiré la bocanada de aire que tanto necesitaba, me levanté con él y lo volví a tumbar de un empujón para sentarme a horcajadas sobre él. Me bajó la cremallera mientras yo intentaba quitarle la camisa. Se me escapó un suspiro al desabrocharle el último botón y recorrerlo con las manos, trazando con los dedos la definición del pecho y los abdominales. Me incliné sobre él y oculté con el pelo lo que estaba haciendo, fui subiendo con los labios, con besos breves y ligeros, desde la cintura al hueco del cuello de Kisten. Me detuve allí, vacilante, pero me atreví a recorrerle la piel con los dientes, a tirar de ella con una ligerísima presión. Debajo de mí, Kisten se estremeció y le temblaron las manos que me bajaban los vaqueros por las caderas.

Me aparté con los ojos muy abiertos, se me ocurrió que había ido demasiado lejos.

—No —susurró mientras me ponía las manos en la cintura para que no me apartara. Tenía el rostro tenso de la emoción—. No pares. Es… No te voy a rasgar la piel. —Abrió los ojos con un destello—. Oh, Dios, Rachel. Te prometo que no te voy a rasgar la piel.

Me sorprendió la pasión de su voz. Me abandoné y le empujé contra el sofá, con una rodilla a cada lado. Lo busqué con los labios, le encontré el cuello y convertí los besos en algo más sólido. Sus jadeos densos y aquellas manos ligeras convirtieron mi deseo en una palpitación descarnada que me golpeaba al ritmo de los latidos de mi corazón. Sustituí los labios por los dientes y se le entrecortó el aliento.

Me cogió por la cintura y me levantó lo suficiente para que me pudiera quitar los vaqueros. Se me engancharon en los calcetines y con un grito de impaciencia arranqué los labios de su piel el tiempo justo para quitármelos de un par de patadas. Y después volví, con la piel caliente allí donde lo tocaba debajo de mí. Me incliné sobre él, le inmovilicé el cuello y usé los dientes contra su piel en lugar de los labios.

El aliento de Kisten se convirtió en un sonido estremecido.

—Rachel —suspiró, me sujetó con firmeza el estómago mientras bajaba una mano en busca de algo.

Emití un sonido profundo, apenas audible cuando me rozó con los dedos. En aquella caricia sentí que la necesidad de Kisten se convertía en una exigencia. Cerré los ojos, empecé a bajar una mano y lo encontré.

Lo sentí contra mí, me moví hacia delante y después hacia atrás. Exhalamos al unísono al unirnos. Pesados y potentes, se alzaron a la vez en mi interior el deseo y el alivio. Kisten se deslizó en lo más profundo de mí. Pronto, que Dios me ayude. Si no era pronto me iba a morir allí mismo. Su dulce aliento se alzó, dibujó un torbellino en mis pensamientos y envió oleadas que me invadieron entera, del cuello a la ingle.

Se me desbocó el corazón y Kisten me trazó el cuello con los dedos antes de posarlos en el pulso que levantaba mi piel. Nos movimos juntos, con un ritmo constante y lleno de promesas. Me envolvió con el brazo libre y me estrechó todavía más, el peso de aquel brazo me aprisionaba y me hacía sentirme segura a la vez.

—Dámelo —susurró al tiempo que me atraía todavía más hacia él y yo me sometí con gusto a su voluntad y dejé que me encontrara con los labios la marca demoníaca.

Exhalé casi con un grito. Me estremecí y cambiamos el ritmo. Me estrechó con fuerza, las oleadas de deseo se iban acumulando una tras otra. Los labios que me susurraban en el cuello se convirtieron en dientes, ávidos, exigentes. No sentí dolor y lo alenté a que hiciera lo que quisiera. Una parte de mí sabía que si no llevara las fundas puestas, me habría mordido, lo que solo me provocó un deseo todavía más frenético. Me oí gritar y las manos de Kisten temblaron y me apretaron un poco más.

Me aferré a sus hombros, loca de pasión. Estaba allí, solo tenía que cogerlo con los dedos. Se me aceleró la respiración contra su cuello. No había nada más que él, y yo, y nuestros cuerpos moviéndose al unísono. Kisten cambió de ritmo y al sentir que su pasión comenzaba a alcanzar la cima, le busqué el cuello y le clavé los dientes.

—Más fuerte —susurró—. No puedes hacerme daño. Te prometo que no puedes hacerme daño.

Me volví loca mientras jugaba a los vampiros con mi vampiro y me abalancé sobre él con avidez, sin pensar en lo que podía dejar atrás.

Kisten gimió estrechándome con fuerza entre sus brazos. Me apartó la cabeza con la suya y con un sonido gutural, enterró la cara en mi cuello.

Grité cuando me buscó la marca con los labios. Un fuego me incendió el cuerpo entero. Y con eso, me invadió la satisfacción absoluta con un estallido y llegué al clímax. Se alzó en oleadas, una tras otra se elevaban sobre la anterior. Kisten se estremeció y sus movimientos cesaron cuando su pasión llegó a la cima un instante después de la mía. Exhalé con un sonido de dolor y me puse a temblar, incapaz de moverme, temiendo y deseando las últimas sacudidas y cosquilleos.

—¿Kisten? —conseguí decir cuando se desvanecieron en la nada y me encontré jadeando contra él.

Los brazos que me rodeaban vacilaron un segundo y después dejó caer las manos. Posé la frente en su pecho y respiré hondo, temblando, agotada y exhausta. No podía hacer nada, allí echada sobre él, con los ojos medio cerrados. Poco a poco me di cuenta de que tenía la espalda fría y que la mano de Kisten me trazaba un camino cálido por la columna. Podía oír el latido de su corazón y oler nuestros aromas mezclados. Con los músculos temblando de cansancio, levanté la cabeza y me lo encontré con los ojos cerrados y una sonrisa satisfecha.

Me quedé sin aliento. Joder. ¿Qué acababa de hacer?

Los ojos de Kisten se abrieron y encontraron los míos. Eran azules y transparentes, el negro de su pupila volvía a ser normal, tranquilizador.

—¿Y tienes miedo ahora? —dijo—. Un poco tarde para eso.

Detuvo la mirada en mi ojo morado, que acababa de ver en ese momento porque yo tenía los amuletos en el suelo. Me levanté pero me dejé caer de inmediato sobre él otra vez porque hacía frío. Me empezaron a temblar los brazos.

—Ha sido… muy divertido —dije y él se echó a reír.

—Divertido —dijo mientras me pasaba un dedo por la mandíbula—. Mi bruja traviesa piensa que ha sido divertido, nada menos. —No le abandonaba la sonrisa—. Nick fue un imbécil por dejarte escapar.

—¿A qué te refieres? —dije, intenté cambiar de postura, pero me tenía atrapada con las manos.

—Quiero decir —dijo en voz baja— que eres la mujer más erótica que he tocado jamás. Que eres a la vez una inocente con los ojos como platos y una guarra de lo más experimentada, todo a la vez.

Me puse rígida.

—Si esto es lo que entiendes por «charla de amantes», no vale una mierda.

—Rachel —me engatusó, aquella intensa mirada de ternura satisfecha era lo único que me mantenía donde estaba. Eso y que tenía la sensación de que todavía no podía levantarme—. No tienes ni idea de lo excitante que es tener tus dientecitos clavados en mí, luchando por rasgar la piel, saboreando sin saborear. Inocente, experta y ávida, y todo al mismo tiempo.

Alcé las cejas y me aparté un mechón de pelo de los ojos de un soplido.

—Lo tenías todo planeado, ¿verdad? —lo acusé—. ¿Te pareció que podías venir aquí y seducirme como haces con todas las demás? —No era como si me pudiera enfadar de verdad, echada encima de él como estaba, pero lo intenté.

—No. No como a todas las demás —dijo, el destello de sus ojos me llegó a lo más hondo—. Y sí, vine aquí con toda la intención de seducirte. —Levantó la cabeza y me susurró al oído—. Es lo que se me da bien. Igual que a ti se te da bien eludir demonios y dar hostias.

—¿Dar hostias? —le pregunté cuando volvió a apoyar la cabeza en el brazo del sofá. Kisten tenía una mano explorando de nuevo y yo no quería moverme.

—Sí —dijo y di un salto cuando encontró un punto en el que yo tenía cosquillas—. Me gustan las mujeres que saben cuidarse solas.

—Todo un caballero andante en su corcel, ¿eh?

Mi vampiro alzó una ceja.

—Oh, podría serlo —dijo—, pero soy un hijo de puta bastante vago.

Me eché a reír y él se unió a mí con su risita al tiempo que me cogía la cintura con más fuerza y me levantaba con una pequeña sacudida.

—Sujétate —dijo cuando se levantó y me cogió en brazos como si fuera un paquete de azúcar de dos kilos. Con su fuerza de vampiro, me sujetó solo con un brazo mientras con la otra mano se subía los pantalones hasta las caderas—. ¿Una ducha?

Le había rodeado el cuello con los brazos y lo inspeccioné en busca de marcas de mordiscos. No había ni una aunque yo sabía que lo había mordido con la fuerza suficiente como para dejarlas. También sabía sin mirar que él no había dejado ni una sola marca visible en mí, a pesar de su brusquedad.

—Estupendo —dije mientras él echaba andar arrastrando los pies y con los vaqueros todavía desabrochados.

—Te daré una ducha —dijo; yo miré detrás de mí, los amuletos, los pantalones y el calcetín que salpicaban el suelo—. Y después abriremos todas las ventanas y airearemos la iglesia. También te ayudaré a terminar de hacer el dulce de azúcar. Eso ayudará un poco.

—Son pastelitos de chocolate.

—Mucho mejor. Para eso se usa el horno. —Dudó ante la puerta de mi baño y yo, que me sentía cuidada y deseada en sus brazos, la abrí con el pie. El tío era fuerte, había que reconocérselo. Cosa tan satisfactoria como el sexo. Bueno, casi.

—Tienes velas perfumadas, ¿verdad? —me preguntó mientras yo encendía la luz con el dedo del pie.

—Tengo dos cromosomas X —dije con sequedad cuando me dejó encima de la lavadora y me quitó el otro calcetín—. Tengo alguna que otra vela. —¿Iba a meterme él en la ducha? Qué rico.

—Bien. Voy a prender una en el santuario. Si le dices a Ivy que la pusiste allí, en la ventana, para Jenks, la puedes dejar encendida hasta el amanecer.

Un susurro de inquietud me hizo erguirme y ralentizó mis movimientos cuando me quité el jersey y lo dejé encima de la lavadora.

—¿Ivy? —pregunté.

Kisten se apoyó en la pared y se quitó las botas.

—¿No te importa decírselo?

A él se le cayó la bota con un ruido seco junto a la pared y yo me quedé helada. Ivy. Velas perfumadas. Airear la iglesia. Hacer pasteles de chocolate para perfumar el aire. Lavarme para que no huela a él. Pues qué bien.

Kisten esbozó su sonrisa de chico malo y se acercó a mí sin ruido, en calcetines y con los vaqueros abiertos. Me acunó la mandíbula con la mano abierta y se inclinó sobre mí.

—No me importa que lo sepa —dijo y yo no me moví, disfrutaba de su calor—. Va a averiguarlo antes o después. Pero yo se lo diría poco a poco si fuera tú, no se lo soltaría de repente. —Me dio un beso dulce en la comisura de la boca. Su mano me abandonó de mala gana y se apartó un poco para abrir la puerta de la ducha.

Mierda, me había olvidado de Ivy.

—Sí —dije, distraída, al recordar sus celos, lo poco que le gustaban las sorpresas y lo mal que reaccionaba a las dos cosas—. ¿Crees que se va a disgustar?

Kisten se volvió, sin camisa y con el agua salpicándole la mano tras probar la temperatura.

—¿Disgustarse? Se va a poner verde de celos cuando se entere de que tú y yo tenemos una forma física de expresar nuestra relación y ella no.

Me embargó la frustración.

—Maldita sea, Kisten. No pienso dejar que me muerda para que sepa que la aprecio. Sexo y sangre. Sangre y sexo. Es lo mismo y yo no puedo hacer eso con Ivy. ¡No me van esas cosas!

Kisten sacudió la cabeza con una sonrisa triste.

—No puedes decir que la sangre y el sexo son lo mismo. Jamás le has dado sangre a otro. No tienes nada en lo que basarte.

Fruncí el ceño.

—Cada vez que un vampiro me echa el ojo en busca de un aperitivo, hay algo sexual.

Se adelantó, metió el cuerpo entre mis rodillas y se apretó contra la lavadora. Alzó la mano y me apartó el pelo de los hombros.

—La mayor parte de los vampiros vivos que buscan una dosis rápida encuentran antes una pareja dispuesta cuando la excitan sexualmente. Pero Rachel, lo que se oculta tras el hecho de dar y recibir sangre se supone que no se basa en el sexo, sino en el respeto y el amor. A ti no te puede convencer con la promesa de un sexo estupendo y por eso Ivy dejó de ir por ese camino contigo tan pronto. Pero sigue intentando cazarte.

Pensé en todas las facetas de Ivy que la aparición de Skimmer me había obligado a reconocer de forma abierta.

—Lo sé.

—Una vez que supere la rabia inicial, creo que no le importará que salgamos juntos.

—Nunca dije que fuéramos a salir juntos.

Kisten esbozó una sonrisa de complicidad y me acarició la mejilla.

—¿Pero si yo tomara tu sangre, aunque fuera sin querer o en un momento de pasión? —Los ojos azules de Kisten se crisparon de preocupación—. Un solo arañazo y me ensartaría con una estaca. La ciudad entera sabe que te reclama como suya y que Dios ayude al vampiro que se ponga en su camino. Yo he tomado tu cuerpo. Si toco tu sangre, ya me puedo dar por doblemente muerto.

Me quedé helada.

—Kisten, me estás asustando.

—Y deberías asustarte, brujita. Algún día, Ivy será la vampiresa más poderosa de Cincinnati y resulta que quiere ser amiga tuya. Quiere que seas su salvadora. Cree que, o bien encontrarás un modo de matar el virus vampírico que lleva dentro para poder morir con el alma intacta, o bien que serás su sucesora para poder morir sabiendo que estarás allí para cuidarla.

—Kisten. Para.

Sonrió y me besó en la frente.

—No te preocupes. No ha cambiado nada desde ayer, y mañana será igual. Es amiga tuya y no te pedirá nada que no puedas dar.

—Eso no ayuda mucho.

Se encogió de hombros y tras hacerme una última caricia en el costado dio un paso atrás. El vapor de agua salió ondeando por la puerta cuando Kisten se quitó los vaqueros con un contoneo y se inclinó en la ducha para ajustar otra vez la temperatura. Lo recorrí con los ojos, desde las pantorrillas bien formadas hasta el culo prieto sin olvidar la espalda ancha, ligeramente musculada. Se desvaneció todo pensamiento sobre la ira inminente de Ivy. Mierda.

Como si sintiera que lo miraba, Kisten se volvió y me pilló comiéndomelo con los ojos.

El vapor se arremolinó a su alrededor. Las gotas de humedad de la ducha se quedaban atrapadas en su barba incipiente.

—Déjame ayudarte a quitarte la camiseta —dijo, el timbre de su voz había cambiado.

Volví a recorrerlo entero con los ojos y sonreí cuando levanté la cabeza. Mierda, mierda.

Me deslizó las manos por la espalda y con un poco de ayuda por mi parte, me empujó hasta el borde de la secadora y me quitó la camiseta. Lo rodeé con las piernas y entrelacé las manos tras su cuello antes de meter la barbilla en el hueco de su garganta. Por Dios, era guapísimo.

—¿Kisten? —pregunté mientras él me iba apartando el pelo con la nariz y encontraba el punto detrás de mi oreja, donde tenía cosquillas. Empecé a sentir una sensación cálida en el estómago que brotaba de donde me tocaba con los labios y que exigía que la reconociera. Que la admitiera. Que la diera por buena.

—¿Todavía tienes ese traje de motero tan apretado? —pregunté, un poco avergonzada.

Me levantó de la lavadora, me metió en la ducha y se echó a reír.