16.

Seguí a Ivy hasta la puerta principal; mis botas resonaban con fuerza en el pasillo. Su alta figura se movía con una gracilidad absorta, tan agresiva como siempre en sus refinados pantalones de cuero. Ella podría preferir el cuero para las compras de solsticio, pero yo había optado por unos vaqueros y un jersey rojo. Incluso así, ambas teníamos buen aspecto. Ir de compras con Ivy era divertido. Siempre invitaba a galletas, y esquivar las ofertas de citas cobraba un delicioso sentido del peligro debido a que Ivy atraía a toda clase de gente.

—Tengo que estar de vuelta para las once —me dijo cuando entramos en el santuario, echándose el pelo hacia atrás—. Esta noche tengo una misión. La hija menor de edad de una persona está metida en un burdel, y tengo que ir a sacarla de ahí.

—¿Necesitas ayuda? —le ofrecí, abotonándome el abrigo y colgándome la mochila del hombro mientras caminaba.

Los pixies se encontraban reunidos frente a las ventanas de cristal tintado, flotando bajo las luces de colores y chillando por algo que había en el exterior.

Ivy me ofreció una sonrisa de suficiencia.

—No. No me llevará mucho tiempo.

La intensa impaciencia reflejada en su pálido rostro ovalado, hizo que me preocupase. Había regresado de muy mal humor cuando visitó a Piscary. Obviamente no le había ido bien, y tuve la sensación de que iba a pagar su frustración con quienquiera que hubiera raptado a esa chica. Ivy era implacable con los vampiros que victimizaban a los menores de edad. Alguien iba a pasar las vacaciones en el hospital.

Sonó el teléfono y tanto Ivy como yo nos quedamos quietas, mirándonos entre nosotras.

—Yo lo cojo —dije—. Pero si no es una misión, dejaré que se encargue el contestador.

Ivy asintió y se dirigió a la puerta con su bolso.

—Iré arrancando el coche.

Tras tomar aire, corrí hasta la parte trasera de la iglesia. Al tercer tono, el contestador se puso en marcha. El aparato emitió su mensaje y mi rostro se contrajo. Nick lo había grabado para mí; pensaba que era frívolo, ya que daba a entender que teníamos contratado a un secretario. Aunque ahora, sabiendo que se nos relacionaba con profesionales de otro ramo, probablemente solo contribuiría a crear confusión.

Fruncí aun más el entrecejo cuando el mensaje se interrumpió y la voz de Nick continuó hablando.

—Hola, Rachel —dijo titubeante—. ¿Estás ahí? Cógelo si estás. Yo… yo esperaba que estuvieras en casa. ¿Qué hora es allí? ¿Las seis?

Me obligué a contestar el teléfono. ¿Se encontraba en una zona horaria distinta?

—Hola Nick.

—Rachel. —El alivio en su voz era notable, en claro contraste con mi tono sereno—. Bien. Me alegro de haberte pescado.

Pescarme. Sí, claro.

—¿Cómo te va? —le pregunté, tratando de conservar el sarcasmo en mi voz. Todavía estaba dolida y confusa.

Tomó aire lentamente. Podía oír de fondo el sonido del agua al silbar, como si estuviera cocinando algo. Se entremezcló un tenue tintineo de cristales y el murmullo de una conversación.

—Me va bien —respondió—. Me va estupendamente. Anoche dormí realmente bien.

—Eso es genial. —¿Por qué demonios no me dijiste que al practicar mi magia de líneas luminosas te estaba despertando? También podrías estar durmiendo bien aquí.

—¿Qué tal te va a ti? —me preguntó.

Me dolía la mandíbula y me obligué a separar los dientes. Estoy confusa. Estoy dolida. No sé lo que quieres. No sé lo que quiero yo.

—Bien. —Me escocía la garganta—. ¿Quieres que te recoja el correo o vas a volver pronto a casa?

—Ya tengo a un vecino recogiéndolo, pero gracias.

No has contestado a mi pregunta.

—Muy bien. ¿Sabes si vas a volver para el solsticio o le doy tu entrada a… otra persona? —No había titubeado a posta. Fue sin querer. Simplemente ocurrió. Era obvio que Nick también lo había oído, teniendo en cuenta su silencio. Se oyó una gaviota chillar de fondo. ¿Estaría en la playa? ¿Estaría en un bar en la playa mientras yo esquivaba hechizos oscuros en la fría nieve?

—Deberías hacerlo —dijo finalmente, y sentí como si me hubieran golpeado en el estómago—. No sé cuánto tiempo voy a estar aquí.

—Claro —susurré.

—Te echo de menos, Rachel —afirmó, y yo cerré los ojos. No lo digas, por favor, pensé. Por favor—. Pero me siento mucho mejor. Pronto estaré en casa.

Aquello era exactamente lo que Jenks me había advertido que diría, y se me hizo un nudo en la garganta.

—Yo también te echo de menos —respondí, sintiéndome de nuevo traicionada y perdida. No dijo nada más, y después de tres latidos continué llenando el silencio—. Bueno, Ivy y yo vamos a ir de compras. Está en el coche.

—Ah. —Sonó como si estuviera aliviado, el muy cabrón—. No te entretengo. Mmm, hablaremos más tarde.

Mentiroso.

—De acuerdo. Adiós.

—Te quiero, Rachel —susurró, pero colgué como si no lo hubiera oído. No sabía si podría seguir respondiendo a eso. Aparté mi mano del auricular, sintiéndome desgraciada. Mis lacadas uñas rojas resaltaban con brillo frente al plástico negro. Me temblaban los dedos y me dolía la cabeza.

—¿Entonces por qué te marchaste en lugar de contarme lo que te pasaba? —pregunté a la vacía habitación.

Exhalé lentamente, de forma controlada, para tratar de expulsar la tensión de mi cuerpo. Me iba de compras con Ivy. No lo echaría a perder dándole vueltas a lo de Nick. Se había marchado. No iba a regresar. Se sentía mejor en una zona horaria diferente a la mía; ¿por qué iba a regresar?

Tras colgarme del hombro la mochila, me dirigí hacia la puerta. Los pixies todavía estaban reunidos junto a las ventanas en pequeños grupos. Jenks estaba en algún otro sitio, lo que me hizo sentir aliviada. Tan solo me diría: «Ya te lo advertí», de haber escuchado mi conversación con Nick.

—¡Jenks! ¡Te dejo al mando de la nave! —exclamé al abrir la puerta principal, y una sonrisa, débil pero sincera, se dibujó en mis labios cuando me llegó un penetrante silbido procedente de mi escritorio.

Ivy ya estaba en el coche, y mis ojos se movieron hacia la casa de Keasley, al otro lado de la calle, atraídos por el murmullo de niños y el ladrido de un perro. Aminoré el paso. Ceri se encontraba en el patio, vestida con los vaqueros que le había llevado antes y un viejo abrigo de Ivy. Sus relucientes guantes rojos y un sombrero a juego causaban un intenso contraste con la nieve, mientras ella y unos seis niños de entre diez y dieciocho años rodaban bolas de nieve de un lado a otro. Una montaña de nieve comenzaba a cobrar forma en un rincón del pequeño patio de Keasley. En la puerta contigua, había cuatro niños más haciendo lo mismo. Parecía que allí iba a tener lugar una batalla de bolas de nieve en cualquier momento.

Saludé con la mano a Ceri, y luego a Keasley, quien estaba de pie en su porche, contemplando la escena con una concentración que me indicaba que a él también le gustaría estar allí abajo, participando. Ambos me devolvieron el saludo y sentí una especie de calidez en mi interior. Había hecho algo bien.

Abrí la puerta del Mercedes que le habían prestado a Ivy y me introduje en él para comprobar que el aire aún salía frío por las rejillas. Al enorme turismo de cuatro puertas le costaba horrores calentarse. Sabía que a Ivy no le gustaba conducirlo, pero su madre no le prestaba nada mejor, y no podía llevar la moto en esas condiciones.

—¿Quién era? —inquirió Ivy mientras yo desviaba la rejilla del aire hacia otra parte y me ponía el cinturón de seguridad. Ivy conducía como si no pudiera morir, lo cual pensé que era algo irónico.

—Nadie.

—¿Nick? —preguntó, lanzándome una mirada de complicidad.

Apreté los labios y acomodé la mochila sobre mi regazo.

—Como te he dicho, no era nadie.

Ivy retiró el coche del bordillo sin mirar hacia atrás.

—Rache, lo siento.

La sinceridad en su voz impasible me hizo levantar la barbilla.

—Creía que odiabas a Nick.

—Y le odio —respondió en un tono carente de disculpa—. Creo que es manipulador y que oculta información que podría hacerte daño. Pero a ti te gustaba. Puede… —titubeó, apretando y relajando los dientes—. Puede que regrese. Él te… ama. —Profirió un sonido gutural—. Oh, Dios, me has hecho decirlo.

—Nick no es tan malo —dije entre risas y ella se volvió hacia mí. Mis ojos se centraron en el camión al que estábamos a punto de embestir en un semáforo, y me preparé para el impacto.

—Te he dicho que te ama. No que confíe en ti —aclaró, con sus ojos fijos en mí, mientras frenaba suavemente para detenerse en seco con nuestro morro a quince centímetros de su parachoques.

Se me encogió el estómago.

—¿Crees que no confía en mí?

—Rachel —insistió, avanzando poco a poco cuando cambió la luz del semáforo, aunque el camión no se movía—. ¿Se va de la ciudad sin decírtelo? ¿Y encima no te dice cuándo va a volver? No digo que haya alguien entre vosotros; digo que hay algo. Se los pusiste de corbata y no es lo bastante hombre como para admitirlo, afrontarlo y superarlo.

No dije nada, contenta de que nos hubiésemos puesto de nuevo en movimiento. No es que le hubiera asustado. Es que el miedo le había paralizado. Debía haber sido horrible. No me extrañaba que se hubiera marchado. Genial, ahora me sentiría culpable todo el día.

Ivy sacudía el volante para cambiar de carril. Se oyó un claxon, y miró al conductor responsable del mismo por el espejo retrovisor. Lentamente, el coche dejó un amplio espacio entre nosotros, intimidado por la fuerza de aquella mirada.

—¿Te importa si paramos un minuto en casa de mis padres? Está de camino.

—Claro que no. —Contuve un grito cuando giró bruscamente a la derecha justo delante del camión que acabábamos de pasar—. Ivy, puede que tengas reflejos felinos pero el tipo que conducía ese camión se ha meado encima.

Ella emitió un gruñido, quedándose a medio metro del guardabarros del coche que había delante de nosotras.

Ivy hizo un notable esfuerzo por conducir normalmente a través de las zonas más transitadas de los Hollows, y lentamente fui relajando el apretón que le estaba propinando a mi mochila. Era la primera vez que estábamos juntas y alejadas de Jenks en una semana, y ninguna de nosotras sabía qué comprarle para el solsticio. Ivy se inclinaba por la caseta para perros climatizada que había visto en un catálogo; lo que fuera por sacarle a él y a su familia de la iglesia. Yo me conformaría con una caja de seguridad que pudiéramos cubrir con un trapo y hacer como si fuera una mesita.

A medida que Ivy conducía, crecían los terrenos forestados y los árboles eran más altos. Las casas comenzaban a alejarse de la carretera hasta que solamente asomaban sus tejados por encima del bosque.

Nos encontrábamos justo en los límites de la ciudad, directamente junto al río. En realidad no estaba de camino al centro comercial, pero la interestatal no quedaba lejos y, teniendo eso en cuenta, la ciudad era mucho más amplia.

Ivy se dirigió sin pensarlo dos veces hacia un camino tras una verja. Unas líneas simétricas marcaban en negro un sendero sobre la nieve recién caída, ya que había sido despejada. Me incliné para mirar por la ventanilla; yo jamás había visto la casa de sus padres. El vehículo fue perdiendo velocidad hasta detenerse ante una antigua casa de tres plantas con aspecto romántico; estaba pintada de blanco y tenía las contraventanas de color verde esmeralda. Había un pequeño biplaza rojo aparcado en la puerta, totalmente seco y sin rastro de nieve.

—¿Tú creciste aquí? —le pregunté al salir. Los dos nombres del buzón me hicieron pensar un buen rato, hasta que recordé que los vampiros conservaban sus apellidos después del matrimonio para mantener intactos los linajes vivos. Ivy era una Tamwood; su hermana era una Randal.

Ivy cerró su puerta de un golpe e introdujo las llaves en su bolso negro.

—Sí. —Miraba las luces de fiesta, que aportaban un toque sutil y de buen gusto. Estaba oscureciendo. El sol se encontraba solamente a una hora de ponerse, y yo esperaba que, para entonces, ya nos hubiésemos marchado. No estaba especialmente interesada en conocer a su madre.

—Entremos —dijo Ivy, pisando sonoramente con sus botas los despejados escalones, y la seguí hacia el porche cubierto. Abrió la puerta y gritó:

—¡Hola! ¡Estoy en casa!

Una sonrisa se dibujó en mis labios cuando me detuve en el umbral para sacudirme la nieve. Me gustaba oír su voz tan relajada. Tras entrar, cerré la puerta y respiré profundamente. Olía a clavo y a canela; alguien había estado usando el horno.

La enorme entrada era en su totalidad de madera barnizada con sutiles tonos crema y blancos. Era tan discreta y elegante como nuestra sala de estar era cálida e informal. Un tallo de rama de cedro ascendía por la barandilla de la escalera más cercana en forma de gráciles ondas. Hacía calor, por lo que me desabroché el abrigo y me metí los guantes en los bolsillos.

—El coche de fuera es el de Erica. Probablemente esté en la cocina —dijo Ivy dejando su bolso sobre la mesita que había junto a la puerta. Estaba tan lustrosa, que parecía hecha de plástico negro.

Tras quitarse su abrigo, se lo colgó de un brazo y se encaminó hacia una gran arcada a la izquierda, aunque se detuvo en seco al oír unas pisadas en las escaleras. Ivy levantó la mirada; su plácido rostro cambió de expresión. Me llevó un momento comprender que se sentía feliz. Mis ojos siguieron a los suyos hasta ver a una joven que descendía las escaleras.

Parecía tener unos diecisiete años; llevaba puesta una cortísima falda gótica que mostraba su abdomen, y las uñas y los labios pintados de negro. Le tintineaban cadenas de plata y brazaletes por todas partes mientras bajaba los escalones a saltitos, lo cual me llevó a recordar aquella página marcada del libro. Su pelo era negro y muy corto, y lo llevaba peinado en agresivas púas. La madurez aún no había terminado de darle forma, pero ya podía advertir que iba a ser exactamente como su hermana mayor, excepto por ser unos quince centímetros más baja: enjuta, llamativa, depredadora y con los suficientes rasgos orientales para resultar erótica. Me gustó saber que era común en su familia. Claro que, por el momento, tenía el aspecto de una vampiresa adolescente fuera de control.

—Hola, Erica —saludó Ivy, cambiando de dirección para esperarla al pie de las escaleras.

—Dios mío, Ivy —dijo Erica, con una voz aguda y con un notable acento de pija—. Tienes que hablar con papá. Está en plan controlador total. O sea, ¿que no conozco la diferencia entre el azufre bueno y el malo? Al escucharle, pensarías que aún tengo dos años, que voy por ahí arrastrándome en pañales intentando morder al perro. ¡Dios! Estaba en la cocina —prosiguió, moviendo la boca mientras me miraba de arriba abajo—, preparándole a mamá su taza de té orgánico, ecológico, políticamente correcto y apestoso, cuando no me deja salir una noche con mis amigos. ¡No es justo! ¿Vas a quedarte? Mamá subirá pronto y empezará a hacer que tiemblen hasta las ventanas.

—No —respondió Ivy—. He venido a hablar con papá. ¿Está en la cocina?

—En el sótano —contestó Erica. Tras cerrar finalmente la boca, volvió a lanzar su mirada sobre mí, mientras yo permanecía estupefacta ante lo rápido que hablaba—. ¿Quién es tu amiga? —inquirió.

Una tenue sonrisa curvó las comisuras de la boca de Ivy.

—Erica, ella es Rachel.

—¡Oh! —exclamó la joven, abriendo sus ojos marrones, que estaban casi ocultos bajo el oscuro maquillaje. Tras avanzar unos pasos, asió mi mano y la agitó enérgicamente de arriba abajo, lo que provocó el tintineo de sus pulseras—. ¡Debería haberlo sabido! Oye, te vi en Piscary’s —afirmó antes de darme una palmada en la espalda que me hizo dar un paso hacia delante—. Tía, te almibaraste bien. Estabas pillada. Viajando en tu nube. No te había reconocido. —Sus ojos se pasearon sobre mis vaqueros y mi abrigo de invierno—. ¿Saliste con Kisten? ¿Te mordió?

Parpadeé, e Ivy rió nerviosamente.

—No lo creo. Rachel no deja que nadie la muerda. —Dio un paso hacia su hermana y le dio un abrazo. Me sentí bien cuando la joven se lo devolvió con una atención despreocupada; aparentemente no sabía, o no le preocupaba, lo poco habitual que era que Ivy tocase a alguien. Las dos se retiraron y los rasgos de Ivy se calmaron. Tomó aire, y se abrieron sus fosas nasales.

Erica le dedicó una sonrisa similar a la del gato que se ha comido al canario.

—¿A que no adivinas a quién he recogido en el aeropuerto?

Ivy se puso rígida.

—¿Skimmer está aquí?

Fue prácticamente un susurro, y Erica casi bailoteó al dar un paso hacia atrás.

—Llegó en un vuelo de la mañana —afirmó, tan orgullosa como si ella misma hubiera hecho aterrizar el avión.

Mis ojos se abrieron de golpe. Ivy estaba extremadamente tensa. Tras recuperar el aliento, se giró hacia una entrada ante el sonido de una puerta al cerrarse. Se oyó una voz femenina.

—¿Erica? ¿Ha llegado mi taxi?

—¡Skimmer! —Ivy dio un paso hacia la entrada, y luego retrocedió. Me miró, más vivaz de lo que la había visto en mucho tiempo. Un leve arrastrar de pies en la entrada le hizo apartar de mí su atención. La invadía la emoción, y se asentó en ella una especie de felicidad, la cual me revelaba que Skimmer era una de las pocas personas con las que Ivy se sentía cómoda de estar a su lado.

Así que somos dos, pensé al girarme para seguir su mirada hasta una mujer joven que permanecía en el umbral. Sentí como mis cejas se elevaban, especulativas, mientras observaba a aquella que debía de ser Skimmer. Vestía con unos vaqueros desgastados y una ajustada camisa blanca de botones, resultando en una bonita mezcla de sofisticación informal. Unas discretas botas negras le proporcionaban una altura similar a la mía. Delgada y bien proporcionada, la mujer rubia posaba con una confiada gracilidad habitual en los vampiros vivos.

Llevaba una cadena de plata alrededor del cuello, y su pelo rubio estaba recogido en una sencilla coleta, que acentuaba una estructura ósea por la que muchas modelos gastarían una pequeña fortuna. Observé sus ojos, preguntándome si eran realmente así de azules, o si simplemente lo parecían debido a sus pestañas increíblemente largas. Su nariz era pequeña y respingona, y le daba a su sonrisa una apariencia de reservada seguridad.

—¿Qué estás haciendo aquí? —dijo Ivy, y se le iluminó la cara cuando se acercó a saludarla. Las dos mujeres se dieron un largo abrazo. Abrí la boca y me quedé de piedra al ver el lento beso que se dieron antes de separarse. Pues vale

Ivy me lanzó una mirada pero ya estaba sonriendo al darse la vuelta para mirar a Skimmer, sonreía sin parar, con las manos en los codos de la mujer.

—¡No me puedo creer que estés aquí! —dijo.

Skimmer me miró una vez antes de concentrarse en Ivy. Por la pinta que tenía, se diría que era capaz de domar caballos, enseñar a niños aborígenes y cenar en un restaurante de cinco estrellas, y todo en un solo día. ¿Ivy y ella se habían besado? Y no un simple pico sino un… ¿beso beso?

—Estoy aquí por un asunto de negocios —dijo—. Negocios a largo plazo —añadió. Tenía una voz agradable, embargada de una emoción satisfecha—. Un año, diría yo.

—¡Un año! ¿Por qué no me has llamado? ¡Habría ido a recogerte!

La mujer dio un paso atrás y la mano de Ivy cayó a un lado.

—Quería darte una sorpresa —dijo con una sonrisa que inundó sus ojos azules—. Además, no estaba segura de tu situación. Ha pasado mucho tiempo —terminó en voz baja.

Posó los ojos en mí y empecé a entender muchas cosas. Agh, mierda puta. ¿Cuánto tiempo llevaba viviendo con Ivy? ¿Cómo era posible que no lo supiera? ¿Estaba ciega o solo era estúpida?

—Maldita sea —dijo Ivy, obviamente excitada—. Me alegro mucho de verte. ¿Para qué has venido aquí? ¿Necesitas un sitio donde vivir?

Se me aceleró el pulso e intenté que no se me notara la preocupación. ¿Las dos juntas en la iglesia? Qué miedo. Incluso más inquietante fue que Skimmer pareció relajarse al oír el ofrecimiento, perdió todo interés en mí y se concentró por completo en Ivy.

Erica permaneció a mi lado con una sonrisa picara.

—Skimmer ha venido para trabajar para Piscary —dijo; estaba claramente impaciente por contar lo que creía que eran buenas noticias, pero a mí me entraron escalofríos—. Está todo arreglado. Ahora está a sus órdenes. —Mientras se retorcía los collares, la joven vampiresa lanzó una sonrisa radiante—. Como siempre pensé que debería hacer.

Ivy respiró hondo y contuvo el aliento. Le cruzó el rostro una expresión maravillada y estiró el brazo para tocar el hombro de Skimmer, como si no se pudiera creer que estuviera allí.

—¿Ahora estás a las órdenes de Piscary? —dijo sin aliento, y yo me pregunté qué significaba todo aquello—. ¿A quién o qué dio por ti?

Skimmer se encogió de hombros, levantó un hombro estrecho y lo dejó caer.

—Todavía nada. Llevo seis años intentando colarme en su camarilla y si esto me sale bien, será permanente. —Dejó caer la cabeza por un instante, tenía los ojos iluminados e impacientes cuando los alzó—. Entretanto me quedo en casa de Piscary —dijo—, pero gracias por la oferta.

En casa de Piscary, pensé, y empecé a preocuparme todavía más. Allí era donde estaba viviendo Kisten. Estupendo, cada vez mejor. Ivy también pareció pensar lo mismo.

—¿Has dejado la casa que compartías con Natalie para dirigir el restaurante de Piscary? —preguntó y Skimmer se echó a reír. Una carcajada cómoda y agradable, pero todo lo que quedó sin decir me puso nerviosa.

—No. Eso puede hacerlo Kist —dijo la otra con tono ligero—. Yo estoy aquí para sacar a Piscary de la cárcel. Mi inclusión permanente en la camarilla de Piscary depende de eso. Si gano el caso, me quedo. Si pierdo, me vuelvo a casa.

Me quedé de piedra. Ay, Dios. Era la abogada de Piscary.

Skimmer vaciló ante la falta de respuesta de Ivy, que se había vuelto hacía mí con expresión de pánico. Observé el muro que se derrumbaba y lo sellaba todo. Su felicidad, su alegría, su emoción al reunirse con una vieja amiga, todo desapareció. Algo se deslizó entre nosotras y sentí un nudo en el pecho. Las pulseras de Erica tintinearon cuando la joven vampiresa se dio cuenta de que pasaba algo pero sin llegar a entenderlo. Mierda, si ni siquiera yo lo entendía del todo.

Cauta de repente, Skimmer nos miró primero a mí y luego a Ivy.

—Bueno, ¿y quién es tu amiga? —preguntó en medio del incómodo silencio.

Ivy se lamió los labios y se giró del todo para mirarme. Yo me incliné hacia delante sin saber muy bien cómo reaccionar.

—Rachel —dijo Ivy—. Me gustaría presentarte a Skimmer. Compartimos piso los últimos dos años del instituto, en la costa oeste. Skimmer, te presento a Rachel, mi compañera.

Cogí aire e intenté decidir cómo iba a llevar aquello. Extendí la mano para estrechársela pero Skimmer pasó de largo y me envolvió en un gran abrazo.

Intenté no ponerme rígida, decidida a dejarme llevar hasta haber tenido la oportunidad de hablar con Ivy sobre qué íbamos a hacer. Piscary no podía salir de la cárcel, o yo jamás podría volver a dormir otra vez. La rodee con los brazos sin apretar, en un gesto genérico, y me quedé helada cuando aquella mujer me acercó los labios al oído.

—Es un placer conocerte —me susurró.

Me recorrió una descarga de adrenalina cuando mi marca demoníaca destelló en oleadas de calor. Conmocionada, la aparté de un empujón y me derrumbé con una postura defensiva. La vampiresa viva se echó hacia atrás, la sorpresa hacía que sus largas pestañas y sus ojos azules parecieran enormes. Recuperó el equilibrio casi a un metro de distancia. Erica contuvo una exclamación e Ivy se convirtió en un borrón negro que se interpuso entre las dos.

—¡Skimmer! —gritó Ivy con la voz casi aterrada mientras me daba la espalda.

Me latía muy rápido el corazón y empecé a sudar. El cuello me dolía, ardiendo con la promesa de algo, tan fuerte que me lleve la mano a la garganta para tocar la cicatriz; me sentía traicionada y espantada.

—¡Es mi socia en la empresa! —exclamó Ivy—. ¡No compartimos sangre!

La esbelta mujer se nos quedó mirando y empezó a ponerse roja de vergüenza.

—Oh, Dios —tartamudeó y se encogió en una postura ligeramente sumisa—. Lo siento. —Se llevó una mano a la boca—. Lo siento mucho, de verdad. —Miró a Ivy, que empezaba a relajarse—. Ivy, pensé que ahora tenías una sombra. Huele como tú. Solo quería ser educada. —La mirada de Skimmer cayó sobre mí de repente mientras yo intentaba detener los latidos de mi corazón—. Me pediste que me quedara en tu casa. Pensé… Dios, lo siento. Pensé que era tu sombra. No sabía que era tu… amiga.

—No pasa nada —mentí mientras me obligaba a levantarme. No me gustó el modo en que dijo «amiga». Implicaba mucho más de lo que éramos. Pero en ese momento no estaba por la labor de intentar explicarle a la antigua compañera de piso de Ivy que ni compartíamos sangre ni cama. Ivy tampoco era de mucha ayuda, allí plantada, como un ciervo al que hubieran sorprendido unos faros. Y además tenía la extraña sensación de que seguía perdiéndome algo. Dios, ¿cómo me he metido en esto?

Erica seguía de pie junto a las escaleras, con los ojos muy abiertos y la boca también. Skimmer parecía angustiada y ansiosa por reparar su error, se alisó el pantalón y se atusó el pelo. Después respiró hondo. Todavía acalorada, me tendió la mano con gesto formal en un obvio intento de mostrar buenas intenciones y dio un paso adelante.

—Lo siento —dijo cuando se detuvo ante mí—. Me llamo Dorothy Claymor. Puedes llamarme así si quieres. Supongo que me lo merezco.

Me las arreglé para esbozar una sonrisa forzada.

—Rachel Morgan —dije mientras le estrechaba la mano.

La mujer se quedó helada y yo me aparté. Skimmer miró a Ivy y todo empezó a encajar.

—La que metió a Piscary en la cárcel —añadí, solo para asegurarme de que sabía cuál era mi posición.

Una sonrisa enfermiza cruzó el rostro de Ivy. Skimmer dio un paso atrás y su mirada nos recorrió a las dos. La confusión pintó sus mejillas de un rojo brillante. En menuda mierda estábamos metidas. Menudo montón de mierda pegajosa y apestosa, cuyos niveles, además, no dejaban de subir.

Skimmer tragó saliva.

—Es un placer conocerte. —Y después añadió con cierta vacilación—: Madre, esto sí que es embarazoso.

Sentí que se me relajaban los hombros cuando la oí admitirlo. Ella iba a hacer lo que tenía que hacer y yo iba a hacer lo que tenía que hacer también. ¿Ivy? Ivy iba a volverse loca.

Erica se adelantó y, en el silencio, el tintineo de su bisutería resonó con fuerza.

—Esto, bueno, ¿alguien quiere una galleta o algo?

Ya, claro, una galleta. Con eso se arregla todo. Y para mojar, ¿un chupito de tequila, quizá? No, mejor aún, la botella entera. Sí, no nos iría mal.

Skimmer se obligó a sonreír. Su reluciente porte se estaba deshaciendo por momentos, pero no lo estaba llevando nada mal teniendo en cuenta que había dejado su casa y a su ama para reavivar una relación con su antigua novia del instituto que resultaba que estaba viviendo con la mujer que había metido entre rejas a su nuevo jefe. No se pierdan el próximo programa de Los días de los no muertos, en el que Rachel se entera de que su hermano, perdido mucho tiempo atrás, es en realidad el príncipe heredero procedente del espacio exterior. Mi vida era una mierda.

Skimmer le echó un vistazo a su reloj y no puede evitar fijarme en que tenía diamantes en lugar de números.

—Tengo que irme. He quedado con… alguien dentro de una hora.

Había quedado con alguien dentro de una hora. Justo después de la puesta de sol. ¿Por qué no decía Piscary y se dejaba de tonterías?

—¿Quieres que te lleve? —dijo Ivy con un tono que parecía casi melancólico, si es que era capaz de dejar que se le notara esa emoción concreta.

Skimmer miró a Ivy, después a mí y luego otra vez a Ivy, el dolor y la decepción asomaron fugazmente en el fondo de sus ojos.

—No —dijo en voz baja—. Viene un taxi a recogerme. —Tragó saliva e intentó recuperar la compostura—. De hecho, creo que ya está ahí.

Yo no oía nada, claro que tampoco tenía el oído de una vampiresa viva.

Skimmer se adelantó con gesto incómodo.

—Encantada de conocerte —me dijo y después se volvió hacia Ivy—. Te llamo después, cielo —dijo con los ojos cerrados y un largo abrazo.

Ivy seguía estupefacta, inmersa en su dilema, y se lo devolvió con gesto atontado.

—Skimmer —dije cuando se separaron y la conmocionada y resignada mujer sacó una fina americana del armario del vestíbulo y se la puso—. No es lo que tú crees.

Skimmer se detuvo con la mano en el pomo de la puerta y miró a Ivy durante un buen rato con una expresión de profundo pesar.

—No es lo que yo piense lo que importa —dijo al abrir la puerta—. Es lo que Ivy quiere.

Abrí la boca para protestar pero ella se fue y cerró la puerta con suavidad a sus espaldas.