Capítulo 17
Tenía el cabello rojo y los ojos grises. La llamó balbuceando:
—Thordis.
Sonriendo, ella agitó la cabeza y se inclinó profundamente hacia él. La reconoció finalmente. Era el rostro de su hija. Eran los ojos grises de Vigdis los que veía fijos en él.
Ella puso su cabeza en su regazo y le dio de beber. La bebida sabía a aceite de pescado rancio, pero él notó cómo reavivaba sus sentidos. Olió el mar. Oyó cómo el viento cantaba en los aparejos. Vio sobre él una vela de color pardo; detrás de ella, en todo lo que alcanzaba sus ojos, el cielo azul pálido y las olas coronadas de espuma.
En la posición del sol leyó que navegaban en dirección oeste. El barco era una embarcación muy pequeña, construida para ser muy ligera y tenía una dotación de ocho remeros. Se parecía a aquella de la que se apoderaron durante su travesía a Jomsburg. La tripulación se componía de media docena de hombres de mal aspecto. Uno de ellos iba al timón y los otros dormían sobre cubierta.
Vigdis vestía ropas de hombre. Su piel estaba bronceada por el sol y sobre el labio superior tenía una pequeña pelusa oscura. Sus facciones se habían hecho más duras, pero Björn encontró que aquello no perjudicaba su belleza. Cerró los ojos y le dijo:
—Habla conmigo, para que pueda creer que eres tú en realidad.
—Soy tan real como lo eres tú, lo es el barco y lo son esos hombres —le respondió.
—Sigue hablando —insistió en su ruego—. Me hace bien escuchar tu voz. Cuéntame cómo ha podido suceder que desde la oscuridad del reino de los muertos haya regresado a la vida.
—Sería una historia como ésas que a ti te gusta contar, padre, porque está llena de casualidades y extraños sucesos —replicó Vigdis— y yo no tengo práctica en relatar esas historias. Permíteme, pues, que te lo cuente con palabras sencillas. Le debes la vida a varias personas. En primer lugar a Poppo, que me hizo saber que el rey Harald había huido de la ciudad y te obligó a acompañarlo. Eso hizo que me pusiera a buscarte. La otra persona es un hombre de Gautlandia, de nombre Harald, uno de los piratas de Thorgrim, al que hicisteis prisioneros y os llevasteis con vosotros y que, durante el primer ataque de los daneses, logró escapar de Jomsburg. Dando un rodeo regresó al lado de Thorgrim, y por él supe de ti más cosas de las que me hubiera gustado saber. En vista de eso fui a ver a Odinkar para decirle que tú no te merecías correr la misma suerte que el rey Harald y Bue el Gordo en el caso de que Mistui os entregara. Eso ocurrió en la noche en que te llevaron más muerto que vivo al barco de Odinkar. Quiso el destino que el día anterior Odinkar hubiera recibido un mensaje de Poppo y a él le debes, más que a mis ruegos, que el godo te dejara en mis manos. Desde entonces han transcurrido dos días, que has pasado sin conocimiento.
—¿Qué ha sido de Bue?
—Odinkar lo encadenó y lo lleva a Sven para que sea éste quien decida su suerte. El cadáver de Harald será trasladado a Roskilde, donde Sven quiere enterrarlo de acuerdo con el rito cristiano.
Björn la miró sorprendido.
—¿Ha abjurado Sven de los viejos dioses?
—Poppo dice que el nacimiento de su hijo lo ha cambiado tanto para bien, que no está lejos el día en que logrará bautizarlo.
—Ya suponía que el nombre de Poppo volvería a lucir en medio de un cambio tan sorprendente —bromeó Björn—, ¿Cómo está el viejo zorro?
—No debes hablar así de él, padre —le corrigió Vigdis—. Estaba muy preocupado por ti y ha hecho más que nadie para conseguir salvarte.
—Pero menos que tú —añadió Björn. —Yo soy tu hija —respondió Vigdis.
—Me siento como si tuviera niebla en la cabeza —continuó Björn—. Cuando pueda pensar con mayor claridad tendrás que volver a contármelo todo otra vez.
Antes de que el sueño lo venciera de nuevo, vio cómo se hundía en el mar el sol, amarillo como una yema de huevo. Cuando se despertó volvía a ser plenamente de día. Vigdis estaba junto a la amura de proa. Llevaba una cota de malla y un casco ligero; en su mano derecha sostenía la espada. Los hombres habían tomado los remos e impulsaban el barco con golpes cortos. Björn se sentó y vio cómo pasaban junto a la verde orilla del Förde. La vegetación dejaba ver ya sus primeras manchas pardas y entre los árboles lucía el amarillo mate de los barbechos. Grandes bandadas de estorninos se apretaban y parecían reunirse hasta formar un agitado montón espeso para, después, disgregarse y extenderse como una tela porosa, mientras que por encima de ellos los gansos silvestres clavaban en el cielo sus afiladas cuñas. En Björn se despertaron muchos recuerdos y, sobre todos ellos, el recuerdo de aquellos días de finales de verano que él, inmóvil como una piedra, se había pasado escondido entre los cañaverales.
—Deberías haberme despertado, hija —dijo mientras, cojeando ligeramente y con los miembros entumecidos, se colocó junto a ella en la cubierta de proa—. Los bancos de arena del Förde son aguas peligrosas para quien no las conoce bien.
—Tuve buenas razones para no pedirte consejo, padre. Sin duda te hubiera preocupado ver que no seguía tus instrucciones y hacía lo que me parecía correcto.
—¡Ah, Vigdis! No sólo te vistes como un hombre sino que empiezas a hablar como un hombre. ¿Has olvidado que eres una mujer y, además, una excepcionalmente hermosa?
—Los hombres acostumbran a recordármelo de vez en cuando —replicó—. Sin embargo, no acabo de entender por qué voy a darme por satisfecha con ello.
—Ese Harald, al que nosotros llamábamos Gaut, me contó que te habías unido a los piratas —continuó Björn al cabo de un rato—. Tendré que acostumbrarme a la idea de que esto no es una de sus historias inventadas.
—En todo lo que alcanza mi memoria, siempre fue mi deseo tener mi propio barco. Thorgrim Nariz Plana me prometió uno de los suyos si le ayudaba a saquear Aldeigjubor. Así que lo acompañé en esta operación de saqueo y en algunas otras. Cuando regresamos no quiso recordar su promesa, así que me apoderé de uno de sus barcos.
Björn soltó una carcajada.
—¿Entonces es cierto que le has robado un barco al cabecilla vikingo?
—Sólo me he apropiado de lo que me pertenecía, padre.
—En tus palabras se refleja una gran tozudez —advirtió Björn—. No será fácil encontrar a un hombre que sepa doblegarte.
—Eso es algo en lo que te doy la razón —dijo burlonamente Vigdis—. El hombre que quiera conquistarme deberá ser inteligente y de carácter dulce. Y esos hombres difícilmente se encuentran en el mar.
—¿Estás dispuesta, como es mi deseo, a quedarte en tierra y a partir de ahora vivir la vida de una mujer de su casa?
—Nada me parece menos atrayente.
—Podría ordenártelo —se enfureció Björn—. Tú puedes ser una mujer o un hombre o ambas cosas al mismo tiempo, ¡pero yo soy tu padre!
—Querido padre —respondió Vigdis, que sonrió de modo tan seductor que a Björn le costó trabajo conservar su expresión de severidad—, eres demasiado inteligente para darme una orden que sabes bien que no voy a obedecer.
Al oír estas palabras Björn no pudo seguir conteniendo la sonrisa que desde hacía tiempo tenía a flor de labios.
—Tengo la impresión de estar oyendo hablar a Poppo. ¿Te ha enseñado él a manejar las palabras de modo tan sagaz?
—¿Es sagaz lo que he dicho? —preguntó taimada.
Hacia el atardecer, detrás de una curva, apareció la gran roca que estaba en la orilla del río, debajo de la hacienda de Bosi. Grande y poderosa, parecía reinar sobre su propia imagen reflejada en el espejo de las aguas, en medio del vacío. Donde antes crecieron los juncos, los arbustos silvestres y el bosque, ahora, hasta casi llegar al borde del agua, se extendían los verdes prados. Un poco más arriba había varias casas, más de veinte pudo contar Björn. La finca se había convertido en una aldea y también ella llevaba el mismo nombre de Bosi.
—¿Quieres que desembarquemos, padre?
—No regreso con gusto a un lugar con el que sólo me unen recuerdos, pues quiero conservarlo en la memoria como era cuando mi padre todavía vivía.
—Tu hermano Tore se ha convertido en un hombre importante.
—Es posible —asintió Björn—, pero sólo uno de los hijos de Bosi puede jactarse de haber conseguido el favor de dos reyes.
Pronto llegaron al lugar donde el Förde se estrechaba entre orillas elevadas, hasta convertirse en un paso angosto, que en aquella ocasión encontraron cerrado por un gran árbol caído. Mientras —los hombres de la tripulación se dedicaban a dejar el paso franco, la mirada de Björn se fijó en un cuervo que, a pocos pasos de distancia, saltaba en la orilla. Su plumaje estaba desordenado, era ya más gris que negro y su pico estaba mellado como una vieja espada. Al darse cuenta de que Björn había advertido su presencia dejó escapar un graznido, carraspeó y con un perezoso aleteo se alzó del suelo para, a unos pasos de distancia, volver a posarse sobre una piedra. Esto hizo que Björn reconociera a Hugin, pues fue de ese modo como el cuervo lo atrajo en otra ocasión hasta conducirlo a la cueva de Gris el Sabio.
Björn bajó a tierra y siguió a Hugin. Saltando y revoloteando, el cuervo lo condujo por un sendero apenas reconocible que ascendía desde la orilla y después lo guió entre el espeso bosque bajo. De pronto, algo hizo que Björn se parara. Miró a su alrededor y se dio cuenta de lo que había hecho detener su paso: estaba delante del escondite donde fue descubierto y apresado por Vagn. Lo vio de nuevo detrás de él, con la espada en alto; vio su rostro, los trozos de hielo en su barba. El recuerdo ya no despertaba en él el menor sentimiento. Había matado a Vagn y, con su muerte, también se había extinguido el odio.
Una mano tocó su hombro.
—Vamos, padre. Ya podemos continuar el viaje.
—Gris el Sabio ha enviado su cuervo a buscarme —le explicó Björn—. Quiere que vaya a verlo.
—Sueñas, padre. Cuando me hablaste de Gris era ya un hombre viejísimo. Debe de hacer mucho tiempo que ha muerto.
—En tal caso sería la llamada de un muerto y me esperaría un encuentro del que no muchos pueden hablar, hija. Vuelve al barco y espérame allí.
—Quiero acompañarte —le replicó Vigdis, y lo dijo de un modo que Björn se dio cuenta que no valía la pena intentar disuadirla.
Comenzaba a oscurecer cuando llegaron a la cueva de Gris. La raíz del roble parecía haberse encogido y estaba cubierta por grandes helechos silvestres, de modo que la entrada a la cueva había quedado reducida a un agujero oscuro, apenas lo suficientemente grande para que Björn, encogiendo la barriga, pudiera entrar por él.
Un aire espeso y pegajoso salió a su encuentro. En medio de las tinieblas algunas pequeñas llamas bailaban sobre un leño. Poco a poco Björn fue percibiendo lo que había a su alrededor: vio unas plantas descoloridas que colgaban del techo, hongos de distinto tamaño y tipo y un montón de desperdicios. Pero no vio a Gris el Sabio. En ese momento, lo que él tomó por un montón de basura empezó a moverse y adquirió la forma del anciano. Con un suave chasquido el cuervo corrió a posarse sobre su hombro.
—¡Está bien, Hugin, está bien! —susurró Gris.
El anciano parecía un viejo árbol descompuesto por el paso del tiempo. La túnica harapienta, los brazos, el pelo, todo estaba cubierto con una delgada capa de moho. Entre sus dedos crecía la hierba y en su barba se enredaban pequeñas plantas trepadoras. También habitaban en él numerosos bichos; Björn vio arañas, escarabajos y gusanos y entre su cabello enmarañado y reseco había hecho su nido un pájaro pequeño.
—Sabía que volvería a verte una vez más antes de pudrirme por completo, Björn Bosison —dijo Gris—, pero veo que no vienes solo. ¿Quién ha venido contigo?
—Vigdis, mi hija.
—Hazla entrar.
Vigdis entró a gatas y se sentó junto a su padre. Este echó algunas ramas secas sobre el fuego para que el anciano pudiera ver la belleza de su hija.
Gris el Sabio se quitó el cabello que le caía sobre la frente y dirigió su único ojo hacia ella. La miró largamente y Björn se dio cuenta en ese instante de que aquel ojo era lo único que había visto del rostro de Gris. ¿Qué podría ocultarse detrás de aquel espeso velo de cabello desgreñado que le cubría la cara?
Por fin el viejo rompió su silencio y dijo:
—La contemplación de tu hija me hace bien; después de mucho tiempo me he dado cuenta de que mi corazón aún late. Sin embargo, no es sólo su belleza la que me alegra. Veo ante mí a una mujer de la que todavía se oirá hablar mucho. Un día se la llamará «La Reina del Mar».
Esto lo vaticinó Gris el Sabio a Vigdis y su profecía habría de realizarse. Pero de ello se habla en otra historia.
Gris le regaló a Vigdis su bastón en forma de serpiente y adornado con figuras enigmáticas:
—Ten mucho cuidado con él, puede serte más útil que una espada —le dijo. Y seguidamente le pidió que lo dejara a solas con Björn.
—Sólo tengo un ojo, pero veo con él más que muchos con dos —continuó Gris al cabo de un momento—. Aunque tú la llamas tu hija nunca jamás nació de tu miembro, Björn Bosison. Pero te doy las gracias porque has alegrado con su vista a un moribundo.
—No confiaba en volver a encontrarte con vida —reconoció Björn.
—¿Pero es que vivo? —preguntó el viejo—. Muchas veces es como si mirara con el ojo de otro, como si hablara con los labios de otro, mientras que yo mismo ya estoy convertido en polvo. Pero ¿quién le presta ojo y labios a un montón de polvo?
—Aparte de ti, no conozco a nadie que pueda dar respuesta a esa pregunta.
—¿Un dios, quizá? ¿Uno de esos dioses viejos y cansados cuyos días están contados? ¿Es que él quiere que yo vea por él y hable por él?
Se agitó un poco el velo de los cabellos que cubría su cara y Björn lo oyó cantar en voz muy baja. Y en la canción se mezclaban palabras y palabras que procedían del origen de los tiempos:
Negro se vuelve el sol, la tierra
se hunde en el mar, desde el cielo
caen las serenas estrellas.
Así habló Gris el Sabio y pareció como si las estrofas le dieran nuevas fuerzas, pues su voz se fue haciendo más fuerte y entonada y su cuerpo enmohecido comenzó a moverse cada vez con mayor ritmo a medida que entonaba el gran canto del fin del mundo:
Los hermanos combaten
y se traen la muerte,
los hijos de los hermanos
rompen las leyes del linaje;
maligno es el mundo,
terrible el adulterio,
tiempos de espada, tiempos de hacha,
tiempos de viento, tiempos de lobos,
hasta que el mundo perezca.
Gris cayó en el silencio y Björn reflexionó sobre aquel hombre misterioso que debía de ser más viejo que todos los demás seres humanos. El hombre que sabía de cosas ocultas para la razón humana. Que sólo tenía un ojo y llevaba un cuervo sobre uno de sus hombros. ¿Era posible que el propio Gris fuera uno de aquellos viejos dioses, un dios renegado, apóstata?—¿Había huido de Asgard para evitar el Ragnarök, que supo pintar con palabras tan violentas? Gris lo sacó de sus pensamientos.
—¿Qué ha sido del hombre que me llamaba su padre? —preguntó.
—Ha muerto —respondió Björn, y le contó cómo Thormod perdió la vida.
—No era mi hijo —afirmó Gris el Sabio—. Yo nunca dejé embarazada a una mujer. No quiero seguir viviendo en otra forma que no sea la de un gusano, una araña, un hongo. Pero cuéntame cómo te fue en todo este largo tiempo que yo he pasado agonizando bajo este tronco de árbol.
Así ocurrió que Björn se pasó una noche entera informándole de sus aventuras, pues el anciano, pese a la decadencia de su cuerpo, parecía lleno de insaciable curiosidad y afán de saber. Con preguntas, observaciones casuales y gestos, también alguno de enojo y furia, fue seduciendo a Björn para que le contara nuevas historias; y éste no parecía disgustado de verse presionado para exhibir ante Gris el Sabio su rico tesoro de vivencias y experiencias. Cuando finalmente calló, agotado, aparecían ya los primeros grises del alba.
—Ahora debes irte —dijo el anciano—. No volveremos a vernos, pero quiero que sepas que de todos los hombres tú eres el que mejor puedo soportar.
—¿Eres un dios, Gris?
Oyó cómo el viejo se reía bajito, entre dientes.
—Enséñame tu rostro —le rogó.
—Lo que queda de él no vale la pena ser visto; boca y ojo no forman un rostro, Björn Bosison —dijo Gris el Sabio—. ¡Ahora vete! Hugin te mostrará el camino.
Dicho esto se dejó caer lentamente al suelo, donde se fundió, como un esqueleto mohoso, con el moho del suelo.
Poco antes de la salida del sol, Björn regresó al barco. Vigdis despertó a los hombres al verlo llegar. Empujaron la embarcación hasta el agua y remaron aguas arriba por el Förde. En algún lugar poco profundo, el fondo rozó la quilla del barco. La fortaleza. Los extremos carbonizados de la empalizada se alzaban negros hacia el cielo. Al pie de la orilla escarpada había un escudo agujereado. Algo más arriba estaba el lugar adonde fue arrastrada la muchacha muerta y Björn vio de nuevo su sonrisa helada. Después el lago, todo cubierto con jirones de niebla rojizos y brillantes. El barco se adentró en la niebla, que se agitó formando a su paso diversas figuras; olieron el bosque y el olor peculiar de las aguas de la desembocadura del río. Después el estrecho. A ambos lados, los tajos de las orillas surgían de entre la niebla para casi de inmediato volver a ocultarse en ella. Vigdis hizo señas a los tripulantes para que recogieran los remos y el barco siguió deslizándose en silencio entre los jirones de niebla, detrás de la cual tenía que estar la ciudad. De improviso y sin motivo entró en la mente de Björn la idea de que la destruida fortaleza podía ser un heraldo de una mayor desgracia. ¿Velaba la niebla el cuadro de una ciudad desolada, incendiada y abandonada por todos sus habitantes?
De pronto, en medio del gris que los envolvía, empezaron a distinguirse motas de colores que se transformaron en manchas angulares, que poco a poco fueron adquiriendo formas de buques y casas. Allí estaba la ciudad: la parte alta ya bajo la luz del sol de la mañana, mientras que en las calles de la ciudad baja todavía reinaba una penumbra sin sombras. El humo del fuego ascendía de los agujeros en los techos de las casas sin que la menor brisa alterara la verticalidad de las delicadas columnas. Era una visión de cuya contemplación nos gustaría seguir disfrutando, si nuestra historia no estuviera llegando a su fin.
Bue el Gordo tuvo que pagar con su vida la muerte del rey Harald. Sven Gabelbart le hizo arrancar el corazón del pecho y se lo enseñó con estas palabras:
—¡Contempla tu corazón traidor!
Harald Diente Azul fue enterrado con pompa real en la catedral de Roskilde y, según se cuenta, se vio a Sven Gabelbart llorar ante la tumba de su padre. No obstante, rechazó la propuesta de su consejero de añadir al nombre de Harald el calificativo de «El Grande». El mismo, por razones parecidas, no quiso, tampoco, ser honrado posteriormente con ese calificativo. Quedaría reservado para su hijo Knuld el privilegio de ser el primer rey danés al que se le aplicara.
Björn no volvió a abandonar la ciudad al final del Förde. Alcanzó una edad provecta y engendró todavía algunos hijos más con Asfrid y otras mujeres. Se dice que en años posteriores incluso llegó a cobrar dinero por contar historias, lo que lo hizo aún más rico, sin disminuir su prestigio y buena fama. Durante toda su vida le siguió uniendo con Poppo una estrecha amistad. Sin embargo, pese a todos los esfuerzos por ponerle ante los ojos el poder del dios cristiano, el obispo no consiguió bautizar a Björn, que siguió siendo un pagano, como lo fue su padre, Bosi, que un buen día, muchos años antes, fue el primero en llegar allí con su familia, procedente de Schonen.