Capítulo 10
—Soy un campesino —explicó el rey Harald—, así que debéis conformaros con lo que un campesino puede servir en su mesa.
La sala resonó con atronadoras carcajadas y el propio rey sonrió y dejó ver su diente.
—Bendito sea el país en el que un campesino puede llevar a su mesa aquello que incluso haría honor al emperador —comentó el obispo Horath.
En esa ocasión no se rió nadie, pues todos sabían que estaba reservado a Harald Diente Azul el calificarse a sí mismo de campesino.
El rey dejó pasar la irreflexiva observación del obispo sin que una sombra de enojo nublara su frente. Estaba sentado en su trono un tanto inclinado hacia delante, preocupado de alejar una mosca empeñada en posarse en su cuerno de beber y se conformó con la muda indignación con que sus invitados tomaron las palabras de Horath. Aparte de los invitados oficiales, había casi una docena de espectadores a los que Bue el Gordo, a cambio de un considerable soborno, había permitido participar en la fiesta del rey, así como algunas de las mujeres de Bue, entre ellas Nanna, que había conseguido convencer a Bue de que su rango de hija del califa, que ya todos daban por probado, debía ser tomado en cuenta y facilitarle un asiento en la mesa del rey o, y esto era lo mínimo que aceptaba, que se la permitiera estar entre los espectadores acompañada de un hombre armado. Bue, que por su parte estaba orgulloso de tener como amante a una princesa, sabía que aún se mantenían ciertas dudas sobre el distinguido origen de su esclava y, consecuentemente, eso le aconsejó no llamar demasiado la atención, así que se decidió por lo segundo. Eso hizo que Björn se contara también entre los espectadores.
—Veo a muchos grandes hombres sentados en mi mesa —rompió el rey el silencio— y cada uno de ellos se merece que le dé la bienvenida personalmente. Pero la edad ha hecho de mí un charlatán impenitente y no quiero aburriros contando los recuerdos que la presencia de cada uno de vosotros despierta en mí. Por lo tanto os ruego no toméis por desconsideración que sólo mencione aquellos que son nuevos entre nosotros. ¡Te saludo, Egil Skallagrimsson de Islandia!
Un hombre alto y ancho de hombros se puso de pie y se adelantó hacia el rey. Su cabeza estaba casi calva y su rostro desprovisto de barba, pero sobre sus ojos se arqueaban unas gruesas cejas negras.
—Todos los aquí presentes conocen tu nombre —dijo el rey—, pero son pocos los que saben que tus hazañas no tienen nada que envidiar a las de otros hombres por grandes que éstos sean.
El islandés inclinó la cabeza y, dirigiéndose tanto al rey como a los que ocupaban la mesa, recitó las siguientes estrofas:
Si viajo con cuatro, sabes,
no bastan seis para luchar conmigo
y pese a la protección de sus escudos —de Dios
la espada exterminadora acabará con ellos;
pero si voy con ocho,
doce no bastan para conmover al corazón mío,
del hombre de las cejas negras,
cuando las espadas se cruzan.
—Eso no sólo está bien dicho sino que además es verdad —confirmó el rey—. Aunque no he tenido ocasión de medirme con él en duelo personal, he conocido un número suficiente de hombres que pagaron con su vida considerar como una jactancia las palabras de Egil.
La mirada del rey pasó seguidamente a At-Tartuschi, que se sentaba al otro extremo de la mesa entre el hijo de un príncipe de Wagiria y Poppo.
—Te saludo también a ti —bebió un trago de su cuerno mientras Bue el Gordo le susurraba a su oído el nombre de su invitado árabe—, sé bienvenido, At-Tartuschi —continuó—. Se dice que el califa de Córdoba te ha enviado para que puedas informarle de otros países. Perdona mi curiosidad pero ¿qué piensas contarle sobre mi país?
Poppo tradujo las palabras del rey y acompañó a At-Tartuschi hasta delante del trono, donde el árabe, después de hacer una inclinación, empezó a hablar, acompañando sus palabras con abundantes ademanes. Hablaba con tanta vehemencia que el rey se sintió obligado a asentir en varias ocasiones con movimientos de cabeza.
Cuando el árabe hubo terminado, Poppo tomó la palabra:
—Ahórrame, señor, tener que expresarte con mis pobres palabras lo que At-Tartuschi, con la riqueza literaria de un poeta, ha sabido decir en alabanza tuya y de tu país. Solamente el inconmovible convencimiento de que el paraíso sólo se le ofrece a los buenos cristianos y eso únicamente después de la muerte, me impide interpretar sus palabras en el sentido de que tus súbditos ya se encuentran disfrutando de él en vida.
Los ojos del rey se posaron con amabilidad en el rostro moreno de At-Tartuschi.
—Dile que me han agradado sus palabras —le encargó a Poppo—, aunque al mismo tiempo me preocupa —se volvió a los demás que se sentaban con él en la mesa— que un hombre del otro extremo del mundo tenga que venir a decirme eso. De vosotros sólo escucho quejas.
—Nosotros los islandeses somos conocidos por nuestra falta de consideración por los reyes —dijo Egil, que volvió a levantarse—. Sin embargo tú, Harald Gormsson, te mereces que te alabe también en un idioma que nos sea común a todos nosotros. Escucha, pues:
El príncipe me invitó a ser su huésped
y obligado estoy a ensalzarlo,
que Odín Met me lleve
a la tierra de los ángeles;
a mi señor le ruego oído,
para poderlo ensalzar
de modo merecido
encontré un canto de alabanza.
Esta fue la primera de las muchas estrofas que cantó el skalde cambiando de tono en su recitar. Con voz alta y grandes gestos conjuró el sonido de las espadas al chocar entre sí, el ruido de la batalla, evocó ante los ojos de los que lo escuchaban montones de muertos y paisajes surcados por arroyos de sangre. Sobre todo aquello se alzaba brillante el soberano victorioso, en el que no hubiera sido fácil reconocer al rey Harald si el viejo poeta cortesano no hubiera mencionado su nombre varias veces y con notable acento.
—Con justicia se te considera el más grande de todos los skalden vivos —le dijo el rey mientras el sonrojo que le había subido por el cuello inundaba todo su rostro—. Tal vez me adornas en demasía con hechos por los que habría que alabar a otros, pero no puedo ocultar que tus estrofas me han llenado de alegría.
Le regaló a Egil una cinta para la frente adornada con un cordón de oro, así como un gorro ruso, e hizo que se sentara junto a su madre, Thyra.
Desde que empezó la fiesta, ésta se había dado cuenta de que el verdadero lugar en la mesa que le hubiera correspondido, como viuda del rey Gorm el Viejo, es decir, el trono situado frente al del rey, estaba ocupado por la esposa de Harald, Hallgerd. Thyra ya estaba bastante apretada en el banco que rodeaba la mesa y el tener que compartir su sitio con el skalde la puso furiosa.
—Tu padre no se hubiera atrevido a sentar a mi lado a un islandés —le gritó al rey— pues son gente que apestan a ovejas y a turba, cuando no a algo peor.
—No se lo tomes a mal, Egil —dijo el rey—, en vez de darle sabiduría el Viejo la convirtió en una gruñona.
—De haber sido un hombre la hubiera matado por lo que ha dicho —bramó Egil frunciendo el ceño.
El cuerpo esponjoso de Thyra comenzó a temblar. Las venas de sus sienes aparecieron azuladas y la saliva brotó de sus labios mientras gritaba:
—¡Dadme una espada y veréis todos cómo ese maldito fanfarrón islandés acabará suplicando por su vida!
En vista de que nadie se aprestaba a satisfacer su petición, cogió uno de los cuernos que se usaban como copas y golpeó con él a Egil en la cabeza. Éste respiró profundamente y dirigió al rey una mirada que parecía querer decir que un nuevo golpe no quedaría sin respuesta.
—Escucha mi promesa, madre —le advirtió Harald con un tono que no dejaba duda sobre su decisión de cumplir su amenaza—: Te pasarás el resto de tu vida sobre un arrecife del mar del Norte, si de inmediato no le das una satisfacción a Egil.
Thyra apretó los labios entre las encías desprovistas de dientes.
—¿Qué es lo que pides? —le preguntó a Egil sin dignarse a mirarlo.
—Por lo que he oído eres muy rica —le respondió el skalde.
—Piensa, también, que además es una vieja insensata; posiblemente ya no se acuerda siquiera de lo que ha hecho —intervino el rey, que claramente empezó a temer por parte de su herencia.
—Dije que apestaba y le golpeé —afirmó Thyra—. Y tú, islandés, sospechas que no será fácil ponerme en evidencia con tus exigencias.
Egil respondió:
—Llena de monedas de plata hasta el borde el cuerno con el que me has golpeado. Con ello me daré por satisfecho.
—Eso es menos de lo que había esperado —dijo la vieja reina—, pero para un islandés más que suficiente.
—¡Cállate ya, madre! —la cortó el rey—. La moderada demanda de Egil demuestra su buen talante, pues un hombre de su prestigio hubiera podido exigir mucho más —se dirigió al skalde con un tono más moderado—. Bebe un trago de mi cuerno, Egil, y ve en ello una señal de mi amistad.
El skalde tomó el cuerno que se le ofrecía y se lo bebió de un trago. Cuando dejó el recipiente comentó:
—¿Cómo es que bebes cerveza, Harald Gormsson, mientras ofreces a tus huéspedes un vino mucho más caro?
—Si fuera al contrario, me consideraríais un avaro —sonrió el rey—, pero es que a mí no me gusta esa bebida dulzona. En vez de ponerme de buen humor, el vino hace que me sienta cansado y, además, debilita mi virilidad. La cerveza, por el contrario, hace que me sienta bien y mientras más bebo más me canta el gallo. Soy un campesino, como lo fue Gorm, y con él todos los otros reyes que reinaron en Dinamarca con anterioridad.
Harald fijó su mirada en Sven, su hijo de diez años, que se sentaba al otro extremo de la mesa al lado de su madre, y un gesto de desprecio apareció en sus labios mientras continuaba:
—Pero esa cara lechosa ya no es de nuestra clase y eso me preocupa. ¿Cómo puede llegar a ser un buen rey si no piensa y siente como un campesino?
Todos los ojos se fijaron en Sven, cuyo pálido rostro perdió su indiferencia infantil al oír las palabras de su padre. Hallgerd, la reina, lo cogió de la mano.
—Protégete contra las palabras irreflexivas, hijo mío —le dijo—. Tu padre quiere desahogar su mal humor metiéndose contigo.
—Tengo dieciséis hijos, que yo sepa —continuó Harald—, y todos están bien instruidos; cada uno de ellos podría ser tanto un campesino como un rey. Y sin embargo debo entregar mi reino a ese llorón porque el derecho está de su parte. Toda la fortuna que me concedieron los dioses queda reducida a nada por esa desgracia.
—Déjalo hablar y piensa lo que haces —le aconsejó Hallgerd a su hijo.
—Le odio —respondió Sven sin mover los labios.
La conversación cesó y una calma paralizante se extendió por doquier.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el rey.
Nadie le respondió. Hubo miradas de disimulo y un silencio forzado, roto de vez en cuando por un carraspeo contenido.
—¡Quiero saber lo que ha dicho! —gritó el rey exigente.
Bue el Gordo se levantó y se dirigió con humilde actitud hasta el trono. Harald volvió su oreja hacia él y con rostro impasible oyó lo que Bue le decía en voz baja. Lentamente se abrieron sus labios y dejaron ver su diente azulado, las negras raíces de algunos otros y su enorme lengua. Su cuerpo se sacudió con los golpes de tos que se sucedieron unos a otros rápidamente. El rey se rió. Bue, satisfecho al ver que su comunicación parecía haber alegrado al soberano, comenzó también a reírse y las risas pasaron de uno a otro de los cortesanos y se convirtieron en una fuerte carcajada general que resonó por toda la sala.
A un gesto del rey cesaron las risas.
—Contigo hemos perdido a un buen bufón —dijo Harald—. Eres capaz de hacer reír a toda una mesa con sólo tres palabras, y esto ya es algo. ¿Qué os parece? —preguntó el rey a sus invitados—, ¿creéis que Sven Haraldsson podría ser un buen bufón?
Algunos hicieron un gesto de afirmación y sonrieron. Otros evitaron la mirada de Harald, tomaron trozos de carne que metieron en sus bocas precipitadamente para justificar su falta de respuesta. Lo que pudo oírse de aquellos labios podía tomarse tanto por aprobación como por repulsa. De creer sus propias palabras, Harald era un hombre marcado por la muerte. Consecuentemente, en sólo unos pocos años Sven sería su sucesor y era de suponer que, al igual que su padre, él también tuviera una buena memoria.
—Aun en el caso de que las cosas sean como tú dices, ¿por qué motivos habrías de odiarme?
En vez de responder Sven se metió un dedo en un agujero de la nariz y escarbó en él, antes de pasar a hacer lo mismo en el otro.
—Si no fueras el hijo de una mujer de sangre real, te hubiera ahogado inmediatamente después de tu nacimiento —continuó el rey—. No eres más que un saco de piel y huesos blandos. ¿Por qué tomas a mal que intente hacer de ti un hombre?
El adolescente dirigió sus ojos saltones y fríos a su padre y sostuvo en silencio la mirada del rey.
—Cuando yo tenía tu edad —le contó el monarca—, Gorm me dejó en el bosque. Durante muchos días erré por él, indefenso, expuesto a los ataques de los lobos, los osos y otras fieras. Aprendí a conocer el hambre, me alimenté con la corteza de los árboles, de caracoles y gusanos, pero hallé el camino de regreso y cuando me encontré ante la puerta del palacio de Gorm, era una persona totalmente distinta al muchacho que fue abandonado en la selva. El invierno siguiente me arrojó al mar y me hizo nadar hasta que apenas era más que un bloque de hielo. Yo lo maldije, me juré a mí mismo que lo mataría, pero cuando me convertí en un hombre, lo amé porque había hecho de mí un hombre. Yo he sido mucho más indulgente contigo, hijo. Y no exijo que me ames por ello ni espero tu agradecimiento. Pero si me odias, si verdaderamente es cierto que me odias, quiero darte un motivo para ello...
Las últimas palabras las dijo el rey con voz baja y apenas si se oyeron en el silencio de la sala, pero muchos se sintieron acobardados por ellas, como si temieran que el rey se las hubiera dedicado personalmente.
—Antes, tus fiestas eran mucho más divertidas, hermano —comentó Gunhild, la viuda del rey de Jorvik. Era una mujer fuerte, con el trasero abultado y enormes senos que, por comodidad, dejaba descansar sobre la mesa delante de ella—, en ellas se cantaba y se contaban cosas y si había alguna disputa se le ponía fin allí mismo, con la espada. ¿Te acuerdas cómo Erik le cortó la cabeza a su adversario y ésta fue rodando de una punta a otra de la mesa? —Abrió la boca y se rió a carcajadas haciendo temblar sus senos.
—¡Ah, los viejos tiempos! —suspiró el rey Harald—. Quisiera poder olvidarlos pues de ese modo me resultaría más fácil de soportar la falta de alegría de mi actual destino. Desde que soy rey me ha sido arrebatada toda posibilidad de regocijo; la responsabilidad que pesa sobre mis hombros, la preocupación por el bienestar de mis súbditos, me han convertido en un hombre melancólico y enfermo. Ya sé que hay muchos de vosotros que quisierais estar en mi lugar, pero que los dioses los protejan y no permitan que su deseo se vea cumplido jamás. Es un destino difícil y duro el que lleva a sacrificarse por su país y a cambio sólo se cosecha desagradecimiento.
Con estas palabras el rey echó hacia atrás la cabeza y se quedó mirando el techo con aire de preocupación.
—Y además lo hacen con las cabras y las vacas —habló Thyra rompiendo el silencio. Por lo visto, entre tanto, había pensado que un cuerno lleno de monedas de plata le daba derecho a nuevas ofensas. Y para que nadie pudiera ignorar a quién se refería añadió—: Para los islandeses un agujero es tan bueno como cualquier otro.
—¡Sacadla de aquí! —ordenó el rey sin bajar la vista del techo.
Dos de los hombres de su guardia personal cogieron a la vieja reina, la levantaron en el aire y la llevaron así por la sala. Thyra no se defendió, ni de sus labios brotó un grito, ninguno de esos insultos que la habían hecho famosa. Al llegar junto a la puerta la reina se cogió a la espalda de Björn y le clavó las uñas en la carne. Björn olió las rancias emanaciones que despedía el cuerpo de la reina y vio que la red de pequeñas venas de las niñas de sus ojos enrojecían. Como estaba tan cerca de ella pudo oír, con mayor claridad que todos los demás, las palabras que salían de su boca en medio de su respiración entrecortada:
—Tu diente, Harald Gormsson, será lo único que la gente recordará de ti. Todas tus hazañas serán olvidadas al día siguiente de tu muerte.
Uno de los guardias de Harald le dio a Thyra un fuerte empujón que la hizo cruzar el umbral de la puerta y caer de rodillas. Björn vio cómo dos criadas se inclinaban sobre ella y, mientras la reina trataba de levantarse, ellas intentaban coger sus joyas. En ese momento alguien cerró la puerta desde fuera.
—¿Por qué no reís? —preguntó el rey a los cortesanos que lo rodeaban—. A mí me divierte lo que ha dicho mi madre, ¿a vosotros no?
Los invitados empezaron a hablar todos al mismo tiempo y el ruido de las voces creció a causa de la indignación. Los hermanos Sigurd y Harek de las islas de Schafs se pusieron en pie de un salto y se ofrecieron para estrangular a Thyra; el obispo Horath añadió gravedad al asunto al afirmar que la viuda de Gorm estaba poseída por el diablo y, por lo tanto, recomendaba que fuera llevada a la hoguera; por el contrario, Bue el Gordo le recordó al rey su propio juramento y le aconsejó que deportara a Thyra a Litla Dimun, un islote rocoso del mar del Norte muy pequeño y más inhóspito que cualquier otro. Harald, sin embargo, continuó moviendo la cabeza indeciso y pareció como si ninguna de aquellas propuestas le cayera bien. Con un ademán de su mano reclamó silencio.
—Hubiera preferido que todos nos hubiésemos reído con la charlatanería de la anciana —dijo el rey—, pero por lo visto estáis todos de acuerdo en que se merece un castigo. ¿O hay alguien en la sala que sea de otra opinión?
—Yo, señor —dijo Poppo, y se puso de pie.
—¡Si tacuisses! — suspiró el obispo Horath, que se desplomó en su asiento. Los obispos de Aarhus y de Ribe cambiaron entre sí miradas de extrañeza. ¿Quién era aquel sacerdote que se atrevía a tomar la palabra en la mesa del rey?
—Se me ha dicho que eres un gran predicador —le dijo el rey— y sólo por esa razón te he invitado a mi fiesta. Pues bien, ya que estás aquí quiero escuchar tu consejo.
—No soy digno de aconsejarte, rey Harald —le respondió Poppo—, pero no quiero ser cómplice de que manches tu nombre para la posteridad con un matricidio. Si, como dice mi digno señor, es el diablo el que habla por boca de tu madre, debes vengarte en él y no en quien no hace más que prestarle su voz.
—Eso es más fácil de decir que de hacer, cura —le respondió el monarca—. ¿Cómo puedo vengarme de alguien del que ni siquiera se puede decir con seguridad que existe?
—Yo lo he visto —aseguró Poppo con voz firme—, le he sentido, olido y percibido con todos mis sentidos. Existe el diablo, tan cierto como existe Dios, su hijo Jesucristo y la Virgen María. Acepta la fe verdadera, señor, y Dios te dará la fuerza necesaria para vencerlo.
—Y de ese modo, es decir, si creo en tu Dios, aumentará en uno más la cifra de mis enemigos —le respondió el rey con ironía—. Y además se trata de uno al que no se puede vencer con la espada.
—La oración es más fuerte que la espada —dijo el obispo Reginbrand, que había seguido con creciente atención el diálogo entre el sacerdote y el rey, y continuó—: Y Dios es mucho más poderoso que los ídolos y los demonios a los que vosotros llamáis los antiguos dioses. Vuestros dioses han sido hechos con la mano del hombre, son de oro, plata, cobre, madera o piedra, son sordos, ciegos y mudos. No viven, no se mueven, no sienten. Reflexiona, pues: ¿cómo pueden traerte la salvación si ni siquiera pueden ayudarse a sí mismos puesto que carecen de entendimiento?
En esos momentos Thormod se levantó y dijo:
—Si le permites a un hombre que ha viajado mucho por todo el mundo que hable de sus experiencias, señor, te diré que en tierra firme el Dios de los cristianos me ha sido de cierta ayuda, pero que no tiene poder alguno sobre el mar, en el que únicamente manda Njörd. No te dejes embaucar por el sacerdote, que quiere hacerte creer que su dios es todopoderoso.
Las palabras de Thormod encontraron mucha aprobación entre los presentes y hasta el propio rey Harald mostró con una afirmación de cabeza que las encontraba muy ilustradoras.
—Oye lo que te dice un hombre de experiencia y acláranos cómo podría ser beneficioso renunciar al apoyo de muchos dioses y en su lugar confiar tan sólo en uno único —le exigió Harald al sacerdote.
—No me extraña que Dios le niegue su ayuda a quien lo coloca al mismo nivel que a sus ídolos y demonios —respondió Poppo—. Piensa sólo en esto: vuestros dioses han nacido como los hombres. Odín fue engendrado por Bor y por Bestla, quien lo trajo al mundo; Bor fue hijo de Buris y a éste lo sacó del hielo la vaca Audumla con sus lamidas. Antes existió el gigante Aurgelmir, al que otros llaman Ymir, y antes fue la explosión cuando chocaron el hielo de Niflheim y el fuego de Muspellheim. ¿Pero quién creó el fuego y el hielo, quién la casmodia y el vacío de Ginnungagab, señor? Y si crees que esas cosas existieron desde siempre, ¿quién gobernó el mundo antes de que nacieran vuestros dioses? Yo te lo diré: fue el Dios verdadero, único y todopoderoso; ¡él existió antes que todos los demás, pues él mismo es principio!
Se hizo el silencio en la sala. Desde fuera llegó el griterío de los niños. Sobre el tejado de la sala resonaba el piar de los gorriones. Los obispos de Ribe y de Aarhus, en voz baja, intercambiaron entre sí palabras en latín; inquieto, el obispo Horath se hurgaba los dientes con un palillo.
—Es posible que todo sea como dices, Poppo —se dejó oír de nuevo la voz del rey—. Pero ¿cómo puedes probar que todavía en el día de hoy tu Dios continúa siendo más poderoso que nuestros dioses? Odín y Thor, Njörd y Freyr nos muestran su poder con signos y milagros; por el contrario, del poder de tu dios lo único que sé es lo que sale de tu boca y de la de otros sacerdotes cristianos.
Esto provocó la furia en Poppo, por lo general tan dueño de sí mismo. Arrojó su copa de madera contra la pared y gritó:
—¡Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo son las únicas divinidades; los demás son ídolos, falsos dioses!
Björn vio cómo Sigurd y Harek buscaban sus espadas; también Bue parecía dispuesto a enseñar con las armas al sacerdote cómo debía comportarse en presencia del rey tan pronto su señor se lo indicara.
Con ademanes apaciguadores, Harald dio a entender que no deseaba que se llegara a las manos.
—¿Estás dispuesto a fortalecer tu afirmación con el juicio de tu propio Dios? —preguntó astutamente.
Poppo se dejó caer hacia delante con ambos brazos apoyados sobre la mesa y se quedó así un rato, inmóvil, con los ojos apretados, como si oyera una voz interior. Después se irguió lentamente, abrió los ojos, miró al techo y dijo en voz baja:
—Lo estoy, señor.
—¡Traedme un trozo de hierro al rojo vivo! —ordenó el monarca.
Con ruido de armas, uno de los hombres de la guardia personal del rey se precipitó corriendo fuera de la sala. Poppo se arrodilló entre los bancos, se persignó y se envolvió en su hábito tan completamente que sólo quedaron al descubierto las plantas de sus pies desnudos.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Gunhild que, descansando sobre sus senos apoyados en la mesa, se había quedado medio dormida. —Reza —respondió el obispo Liafdag.
—Está pidiendo el apoyo de Dios —aclaró el obispo Reginbrand.
—Si tacuisses, si tacuisses —murmuró el obispo Horath.
—Me apuesto mi mejor caballo a que se quema las patas —gritó Wichmann, el sobrino del Billunger—. ¿Quién acepta mi apuesta?
Nadie aceptó en esta ocasión aunque era de dominio público la mala suerte de Wichmann en el juego.
El rey se hizo traer un orinal de estaetita y vertió en él sus aguas al tiempo que decía:
—Sois mis testigos de que no he obligado al sacerdote a demostrar el poder de su dios mediante la prueba del fuego, sino que lo hace por voluntad propia. Si se abrasa las manos, de lo que no tengo la menor duda, sólo él tendrá la culpa. Digo esto porque sé que entre nosotros hay quienes con mucho gusto informarían al arzobispo de Adaldag de que yo le he causado daño a su sacerdote.
Su mirada pasó furtivamente sobre los tres obispos y se quedó durante un rato mayor fija en Wichmann, del que se decía que era uno de los favoritos del poderoso arzobispo.
A continuación ocurrió algo merecedor de ser cantado en las sagas, tallado en madera y esculpido en piedra. El número de los que afirmaban haber sido testigos del suceso fue aumentando año tras año; ninguna sala, aunque fuera varias veces más amplia que la del rey Harald, hubiera podido ofrecer espacio para todos ellos. La importancia del suceso fue tal que se convirtió en señal de cambio de los tiempos, y los acontecimientos comenzaron a ser mencionados como ocurridos antes o después de la prueba de fuego de Poppo. No hubo hambruna, inundación, epidemia, regicidio o guerra que se grabara con mayor profundidad en la memoria de los hombres.
Sujeto con unas grandes tenazas, uno de los soldados de la guardia del rey trajo a la sala una barra de hierro al rojo vivo. Tenía la longitud de un brazo y era ancha como la hoja de una espada. Björn vio el ascua de hierro y sintió su calor en el rostro. El soldado se quedó de pie junto a Poppo y sostuvo el hierro al rojo sobre él. At-Tartuschi lo salpicó con vino y se oyó el crepitar del líquido al entrar en contacto con el metal ardiente. Los que se sentaban más lejos se pusieron de pie y se adelantaron todo lo posible; Nanna tomó la mano de Björn, la apretó con fuerza, se subió a un banco y alzó a Björn hasta ponerlo a su lado. Poppo, que rezaba en voz baja con el rostro oculto por la capucha, no se movió. ¿Había llegado a la conclusión de que iba a intentar algo imposible? ¿Le había abandonado su valor?
—Todo está listo, sacerdote —dijo el rey—. ¿Es que quieres echarte atrás o esperar hasta que el hierro se haya enfriado?
—In nomine patris et filii et spiritus sancti —bendijo el obispo Reginbrand, que hizo la señal de la cruz sobre Poppo.
Este se agitó bajo el hábito y aparecieron sus dos brazos. Se echó atrás la capucha y pudo verse su rostro, pálido, tan blanco que la sangre parecía haber desaparecido incluso de sus labios. Poppo dirigió una mirada a la gente a su alrededor, con los ojos helados, las pupilas dilatadas y profundamente negras. A continuación, bajó la mirada a la barra de hierro y extendió las dos manos con las palmas hacia arriba; el soldado dejó caer en ellas la barra al rojo. Björn sintió que el corazón se le paralizaba, pese a que ya había visto aquello con anterioridad. Ahora, como ocurrió entonces, el humo brotó de las manos de Poppo, se extendió el olor a grasa quemada, pero ni un solo grito de dolor rompió el silencio de la sala.
—¡Suelta el hierro antes de que te deje inútil para siempre! —gritó casi en un sollozo el rey, como si fuera él quien sufriera el tormento, que Poppo soportaba sin la menor muestra de dolor.
—Lo que se quema es sólo la grasa que con el calor sale por mis poros, señor —dijo Poppo—. Mi piel resistirá el calor en tanto sea esa la voluntad de Dios.
Se quedó así, de pie, con el hierro todavía rojo sobre sus manos extendidas. El rey hizo que le llenaran su cuerno. Tras habérselo bebido de un trago, se levantó del trono y se dirigió a donde estaba Poppo; escupió sobre la barra de hierro y la saliva crepitó al caer sobre ella.
—Con eso nos damos por satisfechos, Poppo —dijo—. ¡Enséñame tus manos!
El guardia tomó la barra de hierro con las tenazas y la separó de las manos del sacerdote. La piel estaba un poco enrojecida en el lugar donde estuvo el hierro ardiente, pero no había ampolla alguna ni ninguna otra señal de quemadura. El rey levantó en alto las manos de Poppo y condujo al sacerdote por la sala, en silencio. Al pasar junto a Björn, Poppo lo miró y una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios exangües.
Tres días después de la prueba de fuego de Poppo, el rey Harald se hizo bautizar. Tras aceptar la fe de Cristo prometió que así lo harían sus súbditos y, para que nadie dudara de su decisión, hizo grabar la promesa y su conversación en una piedra conmemorativa.
El obispo Horath, amargado, se retiró a un convento y en su lugar Poppo fue proclamado obispo de Schleswig. Al principio quiso negarse a aceptar ese cargo, pero cuando se le hizo saber que en la soledad de su celda del convento Horath trabajaba en una biografía detallada de Poppo como autor de milagros, que trataba con especial atención el periodo de tiempo anterior a su conversión al cristianismo, aceptó el báculo con la condición de que a Horath, teniendo en cuenta su delicado estado de salud, se le encomendara una actividad al aire libre.
Una tarde Poppo rogó a Björn que acudiera a verlo al obispado. Poppo yacía en el lecho, sus mejillas estaban mustias y su rostro aún no había recuperado su acostumbrado color. Se sentó en la cama y miró a Björn.
—Ya veo que te preocupas por mí —le dijo— pero no estoy enfermo, sólo agotado. La prueba del fuego será mi último milagro, pues se necesita mucha fuerza para ser instrumento de Dios —volvió a dejarse caer sobre la almohada, guardó silencio durante largo rato y después levantó un dedo y le hizo señas a Björn de que se acercara más.
—Un día te prometí que reflexionaría sobre cómo hacer de ti un hombre rico. Escúchame. Ve a ver a Thormod y dile que tú eres quien le traerá suerte en su viaje. Que Dios te proteja, hijo mío, y como aún sigues siendo pagano, El te perdonará si de vez en cuando pides ayuda a Njörd, el dios del mar.
Dicho esto, giró la cabeza a un lado y cerró los ojos.
Thormod se sintió asombrado cuando Björn le llevó el mensaje de Poppo.
—No quiero ocultarte que hubiera preferido que para darme suerte me enviara una reliquia, pues ocuparía mucho menos sitio y no pedirá una parte en los beneficios —comentó con sinceridad—. Pero si Poppo cree que vas a traerme suerte, sé bienvenido a bordo, Björn Hasenscharte.
En la mañana del día de la partida, cuando Björn se dirigía al puerto, una silueta salió a la luz del sol desde las sombras de un portal.
—Quería verte una vez más —le dijo Thordis.
—Ayer estuvimos juntos y tranquilos —comentó Björn—, ¿cómo es que ahora estás llorando?
—No lloro —replicó ella, rebelde.
Björn señaló las lágrimas brillantes que resbalaban por sus mejillas.
Thordis se pasó el dorso de la mano sobre los ojos.
—¡Ah, eso...! Sólo son lágrimas.