Capítulo 2
Llegaron con los primeros grises del alba: diez o doce hombres que montaban pequeños caballos de largas crines. Ubbe, que estaba lanzando sus redes, los vio pasar cabalgando en fila por la orilla y los oyó hablar entre ellos en una lengua extraña. Con toda la velocidad que le permitieron sus piernas gotosas corrió a la hacienda y despertó a Bosi. Todavía dormido a medias, el labrador levantó su cabeza, que reposaba sobre los senos de Gudrid, y se apresuró a coger la espada.
—¡Que Mjölnir te pulverice, si me has sacado de la cama sin motivo! —murmuró entre dientes—. Hasta ahora ningún extranjero supo encontrar el camino para llegar a nosotros.
—Si es o no acertado confiar en la suerte, es algo que sólo se sabe después —dijo el viejo mozo de labranza.
Bosi le encargó despertar a sus hijos Asmund y Tryn. El mismo se vistió a toda prisa y salió al patio de la finca. Era una mañana clara, con el viento en calma, y en el este empezaba ya a enrojecer el cielo. Medio desnudo y blandiendo un hacha, Tryn salió de la casa precipitadamente; Bosi, sin palabras, le pidió que se comportara con tranquilidad. Juntos escucharon en el silencio de la mañana. Desde el mar llegaban los graznidos de las gaviotas y muy lejos, en el bosque, graznó un cuervo. Cuando Asmund se unió a ellos, oyeron voces apagadas y el ruido de los cascos sobre el blando suelo del bosque; un caballo relinchó, sonaron los hierros y las espadas.
Cambiaron impresiones en voz baja sobre lo que convenía hacer. Tryn aconsejó atraer a los jinetes a una emboscada para acabar con ellos uno tras otro. Asmund se mostró acorde con él, de mala gana.
Pero Rosi les hizo caer en la cuenta de que sería difícil vencer a un enemigo tan superior en número. Por eso, creía, lo más inteligente era ocultarse en el pantano hasta que hubiera pasado el peligro.
Rugiendo de furia Tryn alzó el hacha y durante un momento pareció como si quisiera abrirle el cráneo a su padre.
—¿Quieres que nos incendien la hacienda y nos roben el ganado? —preguntó esforzándose en que su voz sonara tranquila—. ¿Vamos a permitir que todos se burlen de nosotros por haber cedido el terreno sin lucha?
Bosi, que como hijo de un loco furioso había aprendido a temer los actos imprevisibles de un hombre furioso, dio unos pasos a un lado, precavidamente, antes de responder:
—Sentado en la mesa de Odín sería para mí un débil consuelo saber que mi hacienda es invadida por el bosque.
Seguidamente golpeó a Tryn en el brazo con tanta fuerza que el hacha se le cayó de la mano.
Conducidos por Ubbe, Bosi, su familia y la servidumbre se dirigieron a las tierras pantanosas. Tryn llevaba en brazos a Vigdis que, ardiendo de fiebre, no tuvo el menor reparo en demostrarle a Bosi que lo consideraba un cobarde. Cuando salía el sol llegaron a una cabaña que servía de refugio a la gente de la aldea cuando era sorprendida por la lluvia mientras se dedicaban a la recogida de la turba. Allí, muy apretados unos contra otros, hallaron protección contra el viento frío que había comenzado a soplar con la llegada del día.
Al cabo de un rato empezó a alzarse un humo negro entre el bosque. Asmund, que hacía guardia fuera del refugio, llamó a su padre que salió de la cabaña. Mudo e impasible, Bosi contempló la negra nube de humo. Ni un solo músculo se movió en su rostro. Después dijo, y ese fue el discurso más largo que Asmund jamás oyó de sus labios:
—Cuando nací, una anciana me profetizó que en el curso de mi vida acabaría por tener tres haciendas y que cada una de ellas sería más hermosa y mayor que la anterior. Si queremos que la profecía se cumpla, tendremos mucho trabajo que hacer, hijo.
Lo que Asmund hubiese querido responder quedó sin decir, porque en el momento en que iba a abrir la boca se oyó un griterío espantoso y sobrecogedor.
—¿Dónde está Tryn? —preguntó Bosi.
Con la barbilla, Asmund señaló hacia el lugar desde donde el griterío les seguía llegando con la misma intensidad.
—Según parece, se está divirtiendo a su manera —le respondió.
Bosi llamó a Ubbe a su lado y le ordenó que lo guiara a él mismo, con Asmund y algunos otros siervos, por el camino más corto hasta el lugar donde estaba Tryn. Saltando de arbusto en arbusto, se apresuraron sobre las tierras pantanosas. Uno de los criados resbaló y se hundió en el pantano hasta la cintura. No tenían tiempo de sacarlo, opinó Bosi, que acabó con él de un golpe para evitar que pudiera traicionarlos con sus gritos. Pronto tuvieron tierra firme bajo sus pies, pero la senda era tan estrecha que tenían que caminar uno tras otro. De repente, Ubbe se quedó inmóvil.
Un hombre vacilante marchaba de espaldas en dirección a él. Antes de que llegara a su altura, Ubbe le clavó su lanza entre los omoplatos. El forastero se desplomó y entonces pudieron ver que su rostro, desde el nacimiento del pelo hasta la barbilla, estaba abierto por completo por un hachazo. Poco después llegó hasta ellos otro hombre que igualmente sangraba por sus heridas, que eran como tajos abiertos en su cuerpo. Tenía los ojos helados por el espanto y pareció como si se ofreciera voluntario a la espada que le separó la cabeza del tronco.
Entonces vieron a Tryn. Se encontraba en una pequeña altura entre el bosque y el pantano y su torso desnudo estaba salpicado de sangre. En su mano izquierda sostenía un escudo en el que se habían clavado algunas flechas, y con la derecha blandía el hacha que, precisamente en el momento en que Bosi y su gente salían precipitadamente del bosque para acudir en su ayuda, cayó con todas sus fuerzas sobre la cabeza de su adversario. Al mismo tiempo se rió, una risa silbante, casi silenciosa, y Bosi sintió que le recordaba a la de su padre Tryn el Loco.
De los hombres que habían seguido las huellas de los habitantes de la finca ya no quedaba ninguno con vida y sus caballos galoparon sin jinetes en dirección al bosque. Bosi contó cuatro muertos que, sumados a los dos que en su huida se hundieron en el pantano, hacían que Tryn, en sus años mozos, ya hubiera llevado a cabo una hazaña que habría llenado de orgullo, cuando no de envidia, a su abuelo, el loco furioso.
Tryn se abrió el pantalón y se colocó abierto de piernas sobre el último hombre al que había matado. Mientras dejaba que su orina cayera sobre él, dijo con voz que se había vuelto ronca de tanto gritar:
—Ahora, padre, ya no puedes dudar de cuál de tus hijos se sentará a la mesa del rey.
—Un día alguien te meará a ti en el oído —le respondió Bosi, y se apartó a un lado.
Al atardecer regresaron a la hacienda. De los troncos calcinados seguía saliendo humo y en algunos sitios aún prendían las llamas. Una vaca, con la piel quemada, yacía sobre las cenizas, y de su cuerpo se habían cortado grandes trozos de carne. En el caldero sobre el fuego de la chimenea, aún hervía el agua que habían utilizado para cocerla. Tryn se ofreció para, con ayuda de Asmund y dos o tres sirvientes, salir en persecución de los asaltantes y tratar de recuperar el ganado que les habían robado. Pero Bosi ya estaba contemplando el lugar sobre el que pensaba construir su nueva vivienda.
—Estará allá arriba —decidió, y señaló una superficie plana en la falda de una colina—. Allí es donde se encontrará más protegida de los vientos del oeste. Y cuando mires desde la puerta —se volvió a Vigdis— podrás contemplar toda la hacienda.
—No vendrá de aquí —respondió Vigdis, que temía más que nada que Bosi viera sus lágrimas—, pues cuando la nueva casa esté terminada yo ya no seguiré con vida.
Miró a Gudrid, cuyo vientre había alcanzado en las últimas semanas unas dimensiones que no podían ser únicamente fruto de su gula. Y añadió:
—Pero no te alegres demasiado pronto, podría ser que yo no encontrara descanso.
Bosi y los suyos pasaron el invierno en casa de un labrador de la aldea que, como Bosi, procedía de Schonen. Mientras las tormentas de nieve aullaban alrededor de la casa, se sentaban junto al fuego de la estufa y el labrador les hablaba de los hombres que antes que ellos habían dejado Schonen y viajado sobre el mar hacia el oeste. Uno de ellos, el rey Olov, había conquistado la ciudad que se hallaba al final del fiordo, gobernó en ella y, después de él, lo hicieron sus hijos Knuba y Gyrd y su nieto Sigtrygg. Ahora, habían sido expulsados de allí por el rey danés Gorm.