Capítulo 14

Era como si el mar hubiera absorbido en sí toda la luz. Bajo un cielo de un negro rotundo, brillaba con los iridiscentes colores de una madreperla. La vela colgaba dormida y pesada por el agua que la empapaba. Durante todo el día llovió a cántaros. Debía de ser bien entrada la tarde, quizá ya había llegado la noche; bajo el gotear incesante de la lluvia, Björn había perdido el sentido del tiempo.

El rey Harald se sentaba bajo el mástil, encogido y sumido en sus pensamientos. Hasta ese momento había permanecido inmóvil, encerrado en su silencio, pero por fin extendió la mano fuera de su capa empapada por la lluvia y con un gesto perezoso le hizo señas a Björn de que se acercara.

—¿Oyes ese chasquido?

Giró la cabeza lentamente de un lado para otro y, en efecto, Björn oyó un débil sonido, como de alguien que caminara sobre la nieve.

—Entre mis huesos ya no hay grasa —continuó el rey— y las articulaciones rozan entre sí como piedras de moler. Eso es lo que produce ese ruido horrible —movió de nuevo la cabeza—. ¿Lo oyes, Björn Bosison?

—Sí, señor.

—Con la humedad empeora. Ya no me queda ni un nervio seco en el cuerpo. ¡Cuánto daría por poder estar sentado junto a un buen fuego! ¿No podemos volver a tierra y buscar alojamiento?

—No sé dónde estamos, señor. Tenemos que esperar a que se haga de día o a que las estrellas sean visibles. Y además, necesitamos viento.

—Tengo la impresión de que estamos siendo arrastrados al mismo lugar del que salimos —se mezcló Bue el Gordo en la conversación—. Björn Hasenscharte no es de fiar, señor. No te olvides de que es un hombre de Sven.

—Si Björn Bosison hubiera hecho lo que le encomendé, yo no estaría ahora en esta apestosa barca —replicó Harald—. Y sólo puede salvar su cabeza llevándome a mi destino sano y salvo. ¿Crees que no lo sabe?

Hacia el amanecer la vela comenzó a agitarse. El pesado knorr volvió a ponerse en movimiento y pequeñas olas blancas se estrellaron contra la proa. Björn tomó el timón y Styrbjörn se colocó a su lado.

—¿Qué rumbo sigues?

—Pregúntale al viento adonde nos lleva.

—Esperemos que no sea en la dirección equivocada —dijo el vikingo de Jom—. Yo soy el que tendría que matarte, ¿lo sabes?

Pronto se abrió una débil claridad rojiza entre el gris incoloro.

—Parece como si Njörd, el dios del mar, quisiera ser benevolente conmigo —dijo—. Pero yo nunca me alejé tanto hacia el este. El rey debió haber elegido un piloto que conociera bien estas aguas.

—Te quería a ti y sus razones tendrá —replicó Styrbjörn—. El que se decidiera por tu miserable knorr fue por consejo mío, pues sólo de ese modo podía confiar en que su fuga no hubiera sido advertida con las primeras luces del día.

—De todos modos temo que no vamos a ir muy lejos. Sven Gabelbart enviará sus barcos más rápidos detrás de nosotros.

—El mar es grande, Björn Hasenscharte —confió el vikingo tranquilo.

Al despejar la niebla vieron que tenían tierra por delante. Era plana y sin árboles y no mostraba ningún accidente geográfico especial que les permitiera saber dónde estaban. Björn recogió la vela y dejó que el knorr siguiera avanzando por su propio impulso hasta quedar varado. Desde una elevada duna, en la playa, vieron en la distancia, casi escondida entre espesos arbustos, lo que les pareció ser la casa de una finca de labranza. Harald le dio la orden a Bue el Gordo de que se quedara en el barco y se puso en camino hacia allí, en compañía de Björn y Styrbjörn. Estaba ya a una distancia de la casa desde la que podían ser oídos cuando llegó a sus narices un olor penetrante a quemado. Por una troncha entre los arbustos llegaron a un lugar que estaba ocupado por los restos humeantes de una casa. Junto a ella había un árbol ennegrecido por el fuego y a él se había subido un hombre. Tenía alrededor del cuello una cuerda con un lazo corredizo cuyo otro extremo había atado a la rama del árbol en el que se sentaba.

Los pasos se Harald se detuvieron al ver al hombre.

—¿Qué haces ahí? —le preguntó.

—Si tienes un poco de paciencia no podré negarte la respuesta —le contestó el hombre mientras hacía otro nudo en la cuerda.

—¿Te pertenece a ti la casa? —le preguntó Harald.

—¿Dónde ves tú una casa? —respondió el desconocido—. Yo sólo veo cenizas. ¿Cómo puede ser mío algo que se lleva el viento?

—¡Cuéntame que ha pasado! ¿Quién ha incendiado tu casa?

—Esta vez eran pequeños y con el pelo negro —respondió el hombre—, por lo demás, no se diferenciaban de los vikingos que atacaron hace años. Lo primero que quisieron saber era dónde tenía enterrado mi dinero, y al decirles que no tenía nada que valiera la pena enterrar, torturaron hasta la muerte a mi mujer y a mis hijos e hijas. Después sacrificaron mi ganado y, como si no hubiera bastante leña, incendiaron mi casa para asar en ella la carne.

—No cabe duda de que lo has pasado muy mal y esto, si es que no te he entendido mal, te ocurre por segunda vez —comentó Harald—. Lo que me sorprende es que cada una de las dos veces te hayan dejado con vida.

—Me toman por tonto —replicó el hombre— y creen que volveré a construir la casa, a tener una nueva mujer, hacerle unos cuantos hijos y hacerme la ilusión de que no van a volver. Pero no soy estúpido —sujetó con fuerza la cuerda que tenía en torno al cuello y se inclinó hacia delante, como si fuera a saltar.

—¡Espera todavía! —gritó Harald—, ¿Qué país es éste que su rey permite que sus campesinos sean saqueados y asesinados por los bandidos?

—Es tu país, Harald.

El rey torció el rostro en una mueca.

—¿Me conoces?

—Estuve contigo en Noruega. He peleado por ti, Harald Diente Azul. Desde entonces siempre pensé que tú también podrías hacer algo por mí.

—Pero he oído que estabas ocupado en otras cosas, metido en guerras y peleándote con tu hijo. ¿Cómo puedo esperar de ti que protejas mis bienes y hacienda?

—En tu enojo hay algo de verdad que no quiero discutir. Pero vendrán tiempos mejores. Con mano de hierro me encargaré de mantener el orden. Puedes volver a construir tu hacienda y labrar tus campos con tranquilidad y sin miedo a nuevos ataques. ¡Te lo promete el rey Harald, que en el fondo de su corazón es también un labrador! Baja del árbol para que hablemos un poco de los viejos tiempos.

—Está muy bien que hayas pasado por aquí —le contestó el hombre—. Así he podido ver con mis propios ojos en qué te has convertido. Eres una ruina, Harald Diente Azul. Si antes no hubiera perdido ya toda esperanza, la perdería ahora.

Y saltó al vacío.

El rey dio unos pasos atrás y se cogió al brazo de Styrbjörn.

—¡Ese hombre es un embustero! —tartamudeó—. No pudo estar conmigo en Noruega. Si hubiese estado sabría que a mí la victoria me fatiga mientras que cada derrota me da nuevas fuerzas. ¡Cortadle la cuerda!

Una vez que lo hicieron así, aprovecharon los restos de la casa para hacer flamear una hoguera. Pronto estuvieron sentados desnudos y calentando sus ateridos miembros.

—No debéis creer que ha sido fácil pedir ayuda a Mistui —les dijo Harald al cabo de un rato—. Muchos lo consideran un hombre astuto y que sólo busca su provecho. Otros lo toman por un demonio en forma humana. Pero quien se está ahogando no pregunta de quién es la mano que le ayuda a salir del agua. ¿O podrías tú aconsejarme algo mejor, Styrbjörn?

—No es función mía darte consejos; yo te seguiré donde quiera que vayas —respondió el vikingo de Jom—. Pero creo que no debes esperar demasiado de Mistui.

—Aunque es tu cuñado, creo que yo lo conozco mejor que tú —le contradijo Harald—. Su padre, el rey Burislav, lo dejó como rehén en la corte de Gorm, y allí él y yo crecimos como hermanos. Cuando llegamos a la adolescencia mezclamos nuestras sangres. Con mucha frecuencia íbamos de caza juntos y, cuando nos picaba el gusanillo, cabalgábamos a Schonen, donde nos divertíamos al estilo vikingo. Muchas veces, en años posteriores, nuestra amistad se mostró beneficiosa para ambos, pues cuando me lanzaba a la guerra él me cubría las espaldas y lo mismo hacía yo por él. No dudo de que me ayudará a luchar por mis derechos. Naturalmente cabe esperar que su ayuda me cueste algo.

—En el regateo Mistui es capaz de competir con cualquier comerciante árabe —opinó Styrbjörn—. Pero además es vengativo. Nunca olvidará que Sven asesinó a su hijo.

—Sí, y eso es algo que actúa ahora en mi favor —respondió el rey, que sonrió con la parte izquierda de su rostro mientras la derecha paralizada conservaba una expresión entre malhumorada y melancólica.

Mientras tanto sus ropas se había secado. Volvieron a vestirse y regresaron al barco.

Bue el Gordo les informó excitado que había visto tres velas. Vinieron desde el oeste, viraron hacia el sur y habían desaparecido detrás de las aguas del pantoque.

—¿Eran barcos de combate? —preguntó Styrbjörn.

Debido a la distancia no podía saberlo, fue la respuesta de Bue. Pero podía casi darse por seguro que no se trataba de barcos de comercio, pues se habían movido a demasiada velocidad.

—Tenemos que estar atentos —dijo el vikingo—. Cuando navegan a favor del viento los barcos de combate de Sven son el doble de veloces que nuestro knorr.

A últimas horas de la tarde continuaron navegando a lo largo de la costa con rumbo al este. El viento había refrescado y pronto el barco dejó las dunas para mecerse sobre la superficie ondulada del mar abierto. Poco antes de la llegada de la oscuridad volvieron a ver tierra por babor. Poco después, también por la otra borda se pudo ver una franja oscura en el horizonte. Styrbjörn opinó que sería aconsejable cruzar el estrecho durante las horas de la oscuridad, pues si los barcos que vieron antes eran de Sven, lo más probable era que estuvieran acechando en alguna de las dos orillas. Por esa razón siguieron navegando durante toda la noche. Alguna que otra vez Björn se destapó la manta para mirar las estrellas que, con el viento de popa, guiaban al knorr con rumbo al este. El rey Bue yacían bajo las mantas en un sueño profundo. Styrbjörn, por el contrario, no daba muestras de cansancio; vigilante tenía la vista fija en la oscuridad y estaba a la escucha de cualquier ruido sospechoso.

De pronto cogió a Björn por el hombro.

—¿Qué es eso? —murmuró.

Detrás de ellos se oía un débil sonido que se aproximaba con rapidez: el crepitar de unas velas izadas. Poco después, salió de la oscuridad la proa de una embarcación. El espolón era una cabeza de dragón mostrando los dientes desnudos. Björn maniobró el timón para esquivarlo y el otro barco los adelantó pasando a apenas un codo de distancia de su borda. Todo fue muy rápido, como si la noche lo hubiera devuelto un momento para volver a tragárselo inmediatamente.

—¿Es uno de los barcos de Sven? —preguntó Styrbjörn.

—No lo creo —respondió Björn—, mi impresión es que era demasiado pequeño para ello.

Sujetó la vela para que su ruido no delatara la presencia del knorr y lo dejó navegar a la deriva. El repentino cambio de rumbo hizo que el rey Harald y Bue el Gordo se despertaran asustados. Styrbjörn les informó con voz apagada de lo que había sucedido y les pidió que conservaran la tranquilidad.

Al nacer el día se acercaron a una lengua de tierra que penetraba en el mar. A petición de Styrbjörn, Björn condujo el knorr a una cala bordeada de grandes rocas. Bajaron a tierra, bebieron cerveza y comieron pescado crudo porque Styrbjörn no permitió que se encendiera fuego.

Bue el Gordo dejó por un momento de chupar una cabeza de pescado y con tono de disgusto se dirigió al rey:

—¿Es que ahora tenemos que someternos a las órdenes de Styrbjörn?

—Así debe hacerse, mientras no oigas que yo digo algo en contra —respondió el rey con tono seco. Bue comenzó a gruñir excitado:

—Sea lo que sea lo que haya hecho Styrbjörn para ascender en tu favor hasta el punto de que pueda darme instrucciones, ¡yo quiero comer algo caliente!

—¡Cómete tu mierda, Bue! —le respondió el rey con un guiño que le torció el rostro hasta la oreja izquierda.

Como si brotara de la tierra, un hombre apareció de pie detrás de ellos. Se cubría con un delantal de burdo paño y sus piernas estaban rodeadas por vendas de cuero. En una mano llevaba una lanza y en la otra un hacha de combate.

Styrbjörn fue el primero en reponerse de la sorpresa.

—Siéntate con nosotros, aún nos queda bastante comida para quitar el hambre a un hombre hambriento —dijo amistosamente.

—¿Sois comerciantes? —preguntó el hombre.

El vikingo de Jom le ofreció su jarra.

—Prueba nuestra cerveza. Si te gusta te venderemos un barrilito. —No estoy solo —les aclaró el desconocido—. Somos el doble que vosotros.

—Eso hace esperar un buen negocio —respondió Styrbjörn. Se echó un poco hacia atrás, miró por encima del desconocido y dijo:

—La verdad es que yo no veo a más de tres.

El forastero se dio la vuelta para mirar atrás. Styrbjörn se alzó rápidamente, sujetó al forastero y lo tiró al suelo. Después se arrojó sobre él, lo cogió por la cabeza y se la torció hasta desnucarlo.

—No te preocupes. No eres el primero que ha picado —le dijo al muerto con sorna.

Bue recuperó la palabra.

—Creo que lo mejor que podemos hacer es desaparecer antes de que vengan los demás —murmuró.

Styrbjörn se subió a una pequeña altura para tener una mejor perspectiva. Al regresar les informó que en el otro lado del istmo estaba el barco con el que se encontraron la noche anterior.

—¿Y dónde está la tripulación? —quiso saber Harald.

—Cinco duermen en la playa —respondió Styrbjörn— y un sexto está vigilando junto al talud de la orilla. No podemos continuar navegando sin que se den cuenta y no pasará mucho tiempo antes de que nos den alcance.

—Escucha, Styrbjörn —dijo Bue el Gordo—, si tú crees que puedes vértelas con seis hombres no nos opondremos a tu hazaña. Pero en una empresa tan descabellada no cuentes con nuestra ayuda.

—En lo que a mí respecta, puedo serte de bien poca utilidad —suspiró el rey, y con su brazo izquierdo se alzó el derecho inválido—. ¿Cómo podría una mano como ésta sujetar una espada?

El vikingo de Jom le dirigió a Bue una mirada despreciativa.

—Prefiero pelear solo que llevando a un cobarde a mi lado —bramó furioso. Tomó una gran piedra y se la dio a Björn—. Tú vendrás conmigo. Cuando te haga una señal tira la piedra al agua.

A cuatro patas se arrastraron por el istmo, uno detrás de otro. La aguzada hierba de mar cortó la piel de Björn. La arena se pegó en sus manos y sus rodillas ensangrentadas. Styrbjörn le hizo señas de que se rezagara un poco y, arrastrándose, se acercó al centinela. A sólo pocos pasos de él alzó una mano. Björn entendió la señal y arrojó la piedra, que describió un gran arco sobre el hombre, y con un chapoteo cayó sobre el agua, al otro lado. El centinela giró la cabeza y dirigió la mirada al mar. En ese momento la espada de Styrbjörn le atravesó el cuello. El hombre se desplomó lentamente y antes de que hubiera llegado a tocar el suelo, un segundo tajo le separó la cabeza del tronco. Todo eso, contó Björn, sucedió tan en silencio que los otros hombres no se despertaron. Y en ese mismo instante, Styrbjörn se lanzó hacia delante y dejó escapar un grito atronador y horrible, que tenía por objeto evitar que su honor y su fama quedaran manchados, pues para un vikingo de Jom significa una deshonra dar muerte a un enemigo dormido. Y, ciertamente, el gritó despertó a los durmientes pero, antes de que pudieran dominar su sorpresa, la espada de Styrbjörn los hizo sumirse de nuevo en un sueño, ahora mucho más profundo y prolongado. Sólo uno de ellos logró huir y a éste le cortó el camino Björn Hasenscharte con el hacha en la mano. El fugitivo se arrojó a la arena delante de él y le suplicó que le perdonara la vida. Entre las palabras que en tropel acudieron a sus labios estaba el nombre de Thorgrim Nariz Plana y esto fue lo que hizo que Björn se pusiera delante del hombre, para protegerlo, cuando llegó Styrbjörn con la espada goteando sangre.

—¿Conoces a Thorgrim Nariz Plana? —le preguntó Björn al fugitivo.

—Thorgrim es nuestro jefe —respondió el hombre con voz temblorosa—, y es el más grande de todos los vikingos entre Zeelanda y Holmgard. Ese barco es uno de los dieciséis que posee.

—¿Qué pasa? ¡Mátalo, Björn! —le gritó Styrbjörn—. ¿Crees que él te dejaría hablar tanto si fueras tú quien estuviera a sus pies?

—Necesitamos una embarcación más rápida —replicó Björn—. La tenemos ahí y aquí está el hombre que sabe manejarla.

El vikingo de Jom cerró un ojo, lo que siempre hacía cuando se esforzaba en pensar. A continuación asintió:

—Una buena ocurrencia, Björn Hasenscharte. Si los hombres de Sven descubren el knorr, supondrán que hemos desembarcado aquí. De ese modo podremos conseguir una buena ventaja sobre ellos. —Se volvió al hombre y le preguntó—: ¿Cómo te llamas?

—Harald —respondió.

—Así se llama uno de los nuestros —dijo Styrbjörn— y trae mala suerte que a bordo de un barco vayan dos personas con el mismo nombre. ¿De dónde procedes?

—De Gautlandia.

—Entonces te llamaremos Gaut —decidió Styrbjörn.

Ocurrió, pues, que continuaron navegando con aquel otro barco cuya mera visión despertaba pánico y terror en los habitantes de la zona costera. Thorgrim Nariz Plana estaba considerado como el más cruel entre todos los cabecillas vikingos. Anteriormente fue miembro de la guardia personal del emperador de Miklagard y su tarea consistía, principalmente, en poner fin a las conspiraciones contra su señor; para descubrirlas sometía a los sospechosos a las más horribles torturas. Del mismo modo se comportó después con los hombres que caían en sus manos durante sus correrías de pirata a ambos lados del mar. Los torturaba de tal modo que los vikingos más curtidos en esas lides se ponían malos al verlo. ¿Era posible, pensó Björn, que su hija le hubiera regalado a ese monstruo un barco con toda su tripulación?

Un día en que se hallaba a solas con Gaut junto al timón, le preguntó si alguna vez se había encontrado con una joven llamada Vigdis.

—Verla no la he visto, pero sí he oído hablar mucho de ella —respondió el pirata—. Y debe de ser muy fuerte, pues de otro modo no hubiera podido romperle la clavícula a Thorgrim.

—¿Lucharon entre ellos?

Sucedió en la cama, por lo visto. Thorgrim estuvo siete días enfermo después de haberse divertido una noche con Vigdis. Y a continuación quedó tan prendado de ella que se la llevaba en sus expediciones en busca de botín. Vigdis también estuvo presente cuando Thorgrim asaltó Aldeigjuborg. Luchó como un hombre, según se dice, y se hizo con un botín mayor que el conseguido por cualquier otro. Se dice que, como muestra de agradecimiento, Thorgrim le regaló uno de sus barcos con una tripulación de ocho hombres. Pero corre también el rumor de que ella se lo robó. A deducir de todo lo que de ella se cuenta, cabría suponer que se trata de un marimacho, pero aquellos que la han visto no se cansan de alabar su belleza. ¿Tú también la conoces, Björn Hasenscharte?

—No tan bien como un padre debería conocer a su hija— respondió éste.

—¡Vaya...! —Se admiró Gaut—. Tú eres el padre de Vigdis, el anciano es el rey Harald y aquel otro de allá es el legendario vikingo de Jom... ¡Por lo que se ve, estoy entre la mejor sociedad!

—Un honor que raramente se le concede a un pirata —dijo Björn—. Y no olvides nunca a quién se lo debes.

Sobre el transcurso del resto de la travesía sólo hay que decir que Gaut resultó ser un compañero de viaje de gran utilidad. Conocía todos los escondrijos de los vikingos y las aguas bajas en las desembocaduras de los ríos. Le enseñó a Björn accidentes geográficos de acuerdo con los cuales éste podía seguir el rumbo, sabía dónde buscar agua fresca y había campesinos que no esperaban ser pagados por la comida cuando veían el barco con la cabeza de dragón atracado en sus orillas. Además, Gaut conocía un sinnúmero de relatos que hablaban de incursiones de piratas, de asesinatos y saqueos. Y los contaba de un modo que, inexplicablemente, los convertía en relatos distraídos y casi alegres, pese a su crueldad. En más de una ocasión Björn pudo ver una sonrisa torcida en el rostro de Harald, y hasta el sombrío Styrbjörn escuchaba con silencioso deleite. Pero Björn, por su parte, echaba a faltar en las historias de Gaut el acicate que impide que un relato nos parezca irreflexivo o intrascendente.