Capítulo 7
Una mañana, cuando comenzaba a aclararse la niebla matutina, la guardia que vigilaba la puerta occidental de la ciudad vio que un gran número de tiendas de campaña habían sido levantadas durante la noche delante de la ciudad. Las tiendas, rematadas en su parte superior por una especie de cúpula puntiaguda, tenían un aspecto insólitamente extraño en medio de aquel prado de escasa vegetación. Uno de los hombres de la guardia, llamado Halldor, que antaño estuvo destinado fuera de Miklagard, más hacia el este, creyó reconocer en las tiendas el campamento de un pueblo nómada, en el que estuvo alojado durante algún tiempo. Se despertó al wikgraf. Este envió un mensajero al campamento para que le hiciera saber a sus pobladores, bajo amenaza del uso de la fuerza si se negaban a ello, que levantaran sus tiendas y se alejaran de allí, porque sin permiso del wikgraf estaba estrictamente prohibido acampar al alcance de la vista de la ciudad.
Desde la muralla vieron cómo el enviado iba de un lado para otro por el campamento y, después, según todos los indicios en respuesta a una señal, entró en una de las tiendas. No volvió a salir de ella, y a deducir de los acontecimientos, deducimos que desde entonces desapareció para siempre.
Después de un rato de inútil espera, el wikgraf tomó la decisión de atacar el campamento. Abrió la puerta de la ciudad, y a caballo y seguido de un grupo de arqueros se dispuso a atacar a aquellos paganos. Sin embargo, a medio camino entre las murallas de la ciudad y el campamento, la reducida tropa dio media vuelta de modo repentino y emprendió el regreso a la ciudad. Los que se habían quedado de guardia en las murallas no tuvieron necesidad de preguntar la razón de aquella retirada que tenía toda la apariencia de una derrota, pues vieron con sus propios ojos que de repente, delante de la ciudad, había un ejército que parecía haber brotado de la tierra de modo tan enigmático como lo hizo el campamento.
Según pudieron ver en la distancia, se trataba de hombres pequeños de piel oscura, que debieron estar escondidos entre los troncos de los árboles y el espeso bosque bajo. Algunos iban armados con lanzas cuya longitud superaba a su propia estatura en más del doble, y otros con arcos y flechas. Continuaron inmóviles hasta que la puerta occidental volvió a cerrarse de nuevo. Entonces dejaron sus armas en el suelo y con increíble celeridad empezaron a levantar un nuevo campamento. Pronto, toda la pradera que se extendía frente a la ciudad estuvo cubierta de aquellas tiendas de cúpula puntiaguda, como si fuera un mar protegido contra el azote de las corrientes y la tempestad. Todo ocurrió en medio de un total silencio, y los habitantes de la ciudad que en gran número se apretaban junto a la muralla no lograron hacerse la menor idea de a quién obedecían aquellos extranjeros.
Llegó Bue el Gordo, vestido con su cota de malla y abundantemente provisto de armas de guerra. Hizo llamar a Halldor y escuchó en silencio lo que éste estaba en condiciones de informar sobre los pueblos nómadas.
Si bien no había prueba definitiva de ello, algunas señales parecían indicar que se trataba del mismo pueblo en que antaño él halló refugio, dijo Halldor. Se pasó unos meses entre ellos, durante los cuales nunca estuvieron más de unos pocos días en el mismo lugar, y recorrieron grandes distancias. Puesto que hubo de entenderse con los nómadas más por medio de señas y gestos que de palabras, no llegó a aprender lo suficiente de su lengua como para haberles preguntado sobre algunos aspectos misteriosos de su comportamiento. Entre sus costumbres estaba la de marchar principalmente durante la noche; sabían encontrar el camino en plena oscuridad y, además, se desplazaban con una velocidad que sería envidiada por un ejército a caballo. Llevaban una forma de vida que no conocía la familia aislada, sino los grupos de parientes o de gentes del mismo linaje que vivían todos juntos, en los que las mujeres, y entre ellas las de mayor edad, llevaban la voz cantante. Y lo más peculiar era que, por razones que no había podido aclarar, todos obedecían la voluntad de un señor o caudillo dotado de poderes ilimitados que no se daba a conocer. En sus negociaciones con los extraños cambiaba continuamente la persona que hacía el papel de portavoz, a veces incluso esa misión era realizada por un colorido grupo de mujeres y hombres y en ocasiones hasta un niño. El, Halldor, prevenía que esto no debía ser tomado como un signo de debilidad, pues si bien los nómadas parecían carecer de una mano visible, en todo el tiempo que pasó entre ellos nunca vio que no triunfaran de sus enemigos gracias a su astucia, su valor en el combate y su crueldad sin igual. Así habló Halldor y, como estaba considerado un hombre digno de confianza, muchos comerciantes se apresuraron a regresar a su casa para hacer los preparativos para una fuga que podría resultar inevitable.
Sobre la frente de Bue se formaron gotas de sudor. Como todavía hacía frío, sus seguidores creyeron ver en ello una señal de su desconcierto. Uno aconsejó prender fuego a la hierba seca fuera de la muralla y dejar el resto en manos del favorable viento del este; otro se ofreció a ponerse al frente de un grupo de hombres elegidos y acabar con aquella gentuza. Bue, sin embargo, hizo callar a ambos con un gesto y dio a entender a los demás que se hallaban frente a un caso que exigía tiempo para reflexionar.
Sus reflexiones no parecieron necesarias, pues en esos momentos el obispo Horath, seguido de Poppo y otros sacerdotes, escaló la muralla. Apenas el obispo apareció a su vista, Halldor comenzó a contar, una vez más y con las mismas palabras, lo que sabía sobre los nómadas.
Durante el relato de Halldor, el obispo Horath movió varias veces su cabeza calva. También a él parecieron preocuparle las extrañas peculiaridades del pueblo nómada. Se acercó a Bue y le dijo:
—Como servidor del Todopoderoso, valioso amigo, te aconsejo que supliques ayuda al Dios único y verdadero. Aunque seas un pagano, una oración podría serte de gran provecho.
—Perdona si prefiero utilizar mi entendimiento —le replicó Bue con fría amabilidad—, porque no puede ser muy grande el poder de un dios que tolera que te proclames su servidor.
Björn, que con otros esclavos estaba al pie de la muralla, vio cómo la sangre parecía huir del rostro del obispo, que vacilante buscó las palabras adecuadas para responder al consejero del rey. En estos momentos Poppo se deslizó entre los dos y dijo, señalando las tiendas de campaña:
—Nos causaría mucho más placer escuchar vuestra conversación si no hubiera razones para temer que alguien pueda ponerle un fin rápido y prematuro.
Estas palabras parecieron calmarlos a ambos, tanto al obispo como al consejero del rey; y mientras que uno, el sacerdote, se refugió en la oración, el otro afirmó, al cabo de un momento, que ya había tomado una decisión.
—No tenemos hombres suficientes para enfrentarnos a ellos —dijo Bue el Gordo—, así que mientras llegan refuerzos trataré de iniciar negociaciones para ganar tiempo.
Se volvió a Halldor y continuó:
—Ve allí y diles que el amigo y consejero del rey Harald, que después de él es el hombre más poderoso del reino, les da la bienvenida y desea hablar con ellos.
—La misión que Bue me encomienda es un honor para mí —respondió Halldor con una expresión en el rostro que desmentía sus palabras—, pero podría ocurrir que perdieras al único hombre que puede entenderse con los salvajes. Sería mejor que el propio Bue acudiera allí personalmente, para asombrarlos con su majestuoso aspecto. Como son muy pequeños y delgados tomarán a Bue por gigante.
Esas palabras encontraron apoyo en todo el mundo, salvo en el propio Bue, que ordenó al wikgraf que se proveyera de regalos, y con Halldor y algunos de sus hombres se dirigiera al campamento; como señal de que se acercaban con intenciones pacíficas debían ir dejando sus armas por el camino.
Cuando el grupo llegó al límite del campamento, el wikgraf dejó los regalos —telas de diversos colores, perlas de cristal y vasijas de esteatita noruega— extendidos en el suelo. Algunos de los nómadas se acercaron curiosos y formaron un círculo alrededor del wikgraf y sus hombres. Halldor intentó entablar conversación con ellos pero, tan pronto se intercambiaron las primeras palabras, los nómadas se alejaron de allí riéndose. Como se supo después, les hizo gracia oír hablar a Halldor en la lengua de una tribu que, si ciertamente estaba emparentada con ellos, sus palabras sólo a veces tenían el mismo significado, mientras que otras querían decir cosas distintas e incluso contradictorias.
Sin embargo, pese a todas las dificultades a Halldor le fue posible transmitir el mensaje de Bue el Gordo. El wikgraf y sus hombres regresaron a la ciudad, acompañados por varios centenares de hombres, mujeres y niños. Cuando Bue vio que estaban desarmados se asomó por encima de la muralla exhibiendo toda su grandeza corporal.
—¿Has descubierto qué quieren de nosotros? —le preguntó a Halldor.
—Entenderse con ellos es más difícil de lo que yo había esperado —respondió éste—. Cuando les digo algo se ponen a reír y sus palabras no me aclaran nada.
—¿Quién es su portavoz? —preguntó Bue.
Antes de que Halldor pudiera responderle, una mujer anciana salió de entre la multitud. Parecía un cuervo con el plumaje alborotado, pues su cuerpo estaba envuelto en una especie de abrigo gris adornado parcialmente con plumas negras; también su cabeza y su rostro, en el que destacaba una nariz prominente en forma de pico, subrayaban su aspecto de pajarraco.
La mujer le gritó algo a Bue; éste miró a Halldor, que parecía tener dificultades a la hora de traducir las palabras de los extranjeros.
—El propio Bue tendrá que intentar descubrir el sentido de sus palabras. Ha dicho que los huevos de Bue se secarán y se le desprenderán de la bragada como fruta podrida si no es lo suficientemente listo para ganarse la amistad de la serpiente gigante.
—No estoy acostumbrado a que se me hable en acertijos —respondió Bue de mala gana mientras su rostro se perlaba de sudor.
Poppo intervino:
—No debes tomarte al pie de la letra lo que le ha profetizado a tus testículos, Bue. Yo interpreto sus palabras en el sentido de que te aconseja que te comportes como un amigo con su pueblo en beneficio tuyo y de todos nosotros.
—¿No se tratará de una alusión a mi inteligencia? —preguntó el obispo, que se inclinó con las manos unidas como en plegaria—. Esperarla de Bue ¿no será tanto como pedirle piedad y misericordia al diablo?
Esta vez fue Bue quien se quedó sin responder, pues de modo imprevisto los nómadas se habían adelantado y empujaban al wikgraf y sus hombres hacia el borde del foso lleno de agua. Este había sido ahondado recientemente para darle una profundidad en la que incluso los hombres más altos, puestos de pie, no pudieran sacar sus cabezas fuera del agua. Bue tenía que actuar con rapidez si quería evitar que su gente fuera empujada hasta caer en el foso. Se volvió a Halldor:
—Diles que para demostrarles nuestra amistad los colmaré de regalos si me dan tiempo suficiente para reunidos.
Tartamudeando, Halldor tradujo las palabras de Bue y al oírlo los nómadas estallaron en sonoras carcajadas. La anciana no encontró otra forma de expresar su regocijo que ponerse a bailar. Con los brazos extendidos giraba en círculo sin cesar y dejaba escapar unos agudos alaridos.
—¡No os dejéis engañar por su risas! —aconsejó Halldor a los que estaban en las murallas—. Lo que a ellos les regocija es muy distinto de lo que a nosotros nos produce placer. Hasta acostumbran a reírse cuando entierran a sus muertos más queridos.
En esos momentos ocurrió algo extraño que, más tarde, en la biografía de Poppo debía figurar como uno de los mayores milagros que éste llevó a cabo a lo largo de su vida: después de haber pasado un buen rato arrodillado y rezando, el sacerdote se alzó y comenzó a hablar en el idioma del pueblo nómada. Tan pronto pronunció sus primeras palabras enmudecieron las risas y la mujer-pájaro le tendió sus dos manos abiertas.
Cuando Poppo hubo terminado, la anciana comenzó a hablar dirigiéndose exclusivamente a él, como haría siempre a partir de entonces.
—Llaman a su pueblo el gusano de los mil pies y cada uno de ellos se considera como una parte de ese ciempiés que al mismo tiempo es su señor y su dios —explicó Poppo después de haber escuchado a la anciana en silencio durante un rato—. Vienen desde muy lejos para ver nuestra ciudad de cuyo esplendor y riqueza han oído hablar elogiosamente en todos los países que han recorrido. No esperan regalos pero sí quieren que les abramos las puertas de la ciudad para poder visitarla.
—¡Eso no debe ocurrir jamás! —gritó el wikgraf, que sin duda había olvidado que no sabía nadar—. ¡El rey nos hará decapitar a todos si permitimos la entrada en la ciudad a esos salvajes!
La vieja le dio al wikgraf un golpe en la espalda, tan fuerte que le hizo caer en el foso. Es muy posible que se hubiera ahogado si Halldor no lo hubiese cogido por una pierna y tirado de él hasta dejarlo en tierra firme.
—¿Qué aconsejas? —le preguntó Bue al sacerdote.
—Me abrumas —le respondió Poppo—. ¿Qué he hecho yo para merecer el gran honor de que el consejero del rey se dirija a mí para pedirme consejo? Opino que tal vez sea preferible satisfacer la curiosidad de esta gente en vez de llegar a la violencia.
Bue el Gordo frunció el ceño y se rascó la nariz. A continuación, dijo:
—No deben entrar más de veinte de ellos juntos cada vez, tanto si se trata de hombres, mujeres o niños. Todos ellos desarmados. Y tendrán que abandonar la ciudad antes de que anochezca.
Poppo le transmitió a la anciana la decisión de Bue. Una vez más, ésta le tendió sus manos abiertas con las palmas hacia arriba. Seguidamente los nómadas regresaron a su campamento.
Björn oyó cómo el obispo se dirigía a Poppo en voz baja:
—No quiero saber si se trata de un milagro auténtico el que repentinamente hayas aprendido a hablar el lenguaje de esos salvajes o es sólo un truco. Ambas cosas me indignan por igual. Los milagros perjudican la respetabilidad de un obispo cuando no es él quien los realiza.
A partir de ese incidente, el obispo no volvió a dirigirse a Poppo en mucho tiempo y si hubiera sabido que el mayor milagro de Poppo le costaría un día su cargo, es de suponer que no habría vacilado en hacerlo quemar en la hoguera como hereje.
Al día siguiente la guardia permitió que veinte nómadas entraran en la villa por la puerta occidental. Más de la mitad de ellos eran mujeres y niños. Las mujeres llevaban faldas de piel espesa, pero de la cintura para arriba iban desnudas. Como Bue les había pedido a los habitantes de la ciudad que se quedaran en sus casas, las calles estaban desiertas. Tan sólo en el puerto había algunos mercaderes ocupados en cargar sus buques. Eran viajeros experimentados y sabían que los nómadas tenían miedo al agua, por lo que les quedaba la posibilidad de ponerse a resguardo y salvar sus mercaderías por vía marítima. Entre ellos estaba Gilli, el hombre al que llamaban el Ruso y que era uno de los mayores traficantes de esclavos de todos los tiempos. Más adelante volveremos a hablar de él.
Por toda la ciudad se extendían un silencio y una calma inusitados a aquellas horas del día, que ni siquiera eran interrumpidos por el ruido de los obreros que habían suspendido su trabajo en los talleres. Los habitantes de la ciudad tenían entreabiertas las puertas de sus casas y por la pequeña rendija observaban la calle, conteniendo la respiración cuando los nómadas pasaban por delante y oían el ruido mitigado de sus pies desnudos sobre el pavimento de madera de las calles.
Una de las mujeres nómadas se detuvo delante de la puerta de la casa de Swain, se levantó la falda, se puso en cuclillas y comenzó a orinar. Björn vio salir el chorro amarillo entre sus muslos y, cuando de nuevo levantó sus ojos para mirar su rostro, sus miradas se encontraron. La extranjera abrió la boca y se pasó la lengua por los labios. Björn sintió como un escalofrío al contemplar la lengua que se movía lentamente, describiendo un círculo sobre los labios.
De pronto se oyeron gritos en la parte alta de la ciudad. Dos de los niños nómadas que perseguían a un perro entraron en la choza de Vagns y se peleaban con la dueña porque no estaba dispuesta a entregarles voluntariamente una de sus gallinas. Vagns quiso intervenir y los chicos aumentaron sus gritos hasta que todos los nómadas estuvieron delante de la cabaña y se armaron rápidamente con palos y maderas que arrancaron de la propia pared de la choza.
De nuevo fue Poppo quien evitó que las cosas llegaran a mayores. Habló en tono pacificador con los nómadas y al mismo tiempo, con su habilidad de prestidigitador, hacía desaparecer delante de los ojos de todos una moneda de plata que seguidamente hizo reaparecer en la nariz de Vagns y se la entregó a su esposa. Le dijo que sólo por amor a la paz estaba dispuesto a pagar tan alto precio por una gallina medio muerta. La señora Vagns mordió la moneda con sus muelas, las únicas piezas que aún conservaba, y una vez que se convenció de que no era falsa le entregó el ave a los niños nómadas, que la desplumaron allí mismo y clavaron sus clientes en la carne todavía convulsa.
Bue el Gordo apareció a caballo acompañado de su escolta personal y seguido de la mitad de la población de la ciudad. Poppo le informó de lo que había sucedido y Bue amonestó a la señora Vagns porque a causa de una miserable gallina estuvo a punto de organizar un conflicto con los salvajes. Estos, explicó dirigiéndose a todos, eran huéspedes de la ciudad y debían ser tratados como tales, aun cuando mostraran ciertas exigencias. La escolta de Bue parecía dispuesta a utilizar sus armas en caso necesario, pero Vagns se adelantó y dijo que un pollo no era razón suficiente para quebrantar las reglas de la hospitalidad, aunque se atrevió a preguntar si también debía permitirse a los nómadas que arrancaran las maderas de las paredes de su casa y en el caso de que Bue por razones de ponderación lo creyera así, si no era razonable esperar una indemnización de las arcas reales.
Las últimas palabras indignaron a Bue.
—¿Cómo te atreves a dirigirte a mí con una tontería semejante, pedazo de animal? —le gritó furioso—. ¡El rey no tiene suficiente dinero para organizar un ejército capaz de enfrentarse al de los abrigos grises y tú osas pedir una indemnización por algo de lo que sólo tú tienes la culpa! ¡Quítate de mi vista si no quieres que te haga azotar por tu atrevimiento!
Con esas palabras, hizo dar la vuelta a su caballo y se alejó de allí, con un gesto sonriente dirigido a los nómadas para que no creyeran que su indignación iba con ellos.
En los días que siguieron no ocurrieron muchas cosas de las que valga la pena informar. Poco a poco los habitantes de la ciudad comenzaron a atreverse a salir a la calle y pronto apenas si concedieron a los nómadas más atención que a los demás extranjeros que durante el verano animaban la ciudad con su presencia. El lugar volvió a su habitual actividad, y el miedo a los salvajes, como se les solía llamar, hubiera sido desplazado poco a poco por las preocupaciones cotidianas si los esbirros de Bue no hubieran advertido que el número de nómadas que recorrían las calles al mismo tiempo se hacía mayor día a día.
Bue el Gordo le pidió una explicación al wikgraf, que juró por su honor que cada mañana sólo se autorizaba la entrada en la ciudad a veinte nómadas y que ese mismo número la abandonaba a últimas horas de la tarde. Un día Bue hizo contar los nómadas que había en las calles y se comprobó que el número era más del doble del autorizado.
El representante del rey reforzó la guardia en torno a las murallas, hizo que la entrada del puerto fuera bloqueada por sus barcos y, personalmente, se tomó el trabajo de contar a los nómadas que entraban por la mañana y salían de la ciudad a la puesta del sol, pero ninguna de esas medidas pudo evitar que el número de nómadas en las calles se multiplicara cada día de modo enigmático. Curiosamente, al mismo tiempo en que los veinte abandonaban la ciudad a la puesta del sol, los muchos otros que habían sido contados también desaparecían de las calles misteriosamente, sin dejar huella.
Algunos mercaderes creyeron llegado el momento de abandonar la ciudad por mar. Eso hizo aumentar la inquietud de los habitantes aún más que el inexplicable aumento de los nómadas, pues era sabido que los comerciantes tenían un excelente olfato para prever un peligro próximo. La actividad que se había reanudado no hacía mucho de nuevo comenzó a decaer, y los ciudadanos volvieron a refugiarse en sus casas y cedieron la calle a los nómadas, que cada vez eran más numerosos.
Bue invitó a Poppo a reunirse con él en la casa del rey para tener una conversación, pero el obispo descubrió a su mensajero y le respondió que un simple sacerdote como era Poppo sólo debía ocuparse de las responsabilidades espirituales de su cargo y que sólo él, el obispo, era el llamado a aconsejar en asuntos seculares. En vista de eso Bue se dirigió al sacerdote pagano, Skallagrim, al que todos llamaban el Aullador porque en las noches de luna solía apostar a que podía aullar más fuerte que los propios lobos. Aunque los seguidores de Skallagrim habían quedado muy reducidos, debido al afán que ponía Poppo en convertir a la gente al cristianismo, el obispo Horath seguía viendo en él a su más molesto adversario; es posible que precisamente ésta fuera la causa que movió a Bue a pedir consejo al sumo sacerdote pagano.
La primera noche de luna llena, Skallagrim, envuelto en la piel todavía ensangrentada de una vaca recién desollada, se sentó en un cruce de caminos y aspiró el humo que producían unos hongos secos que algunos de sus seguidores quemaban en siete pequeñas hogueras. Al amanecer se despertó de su estado de coma semejante a la muerte y le contó a Bue que había soñado con grandes hormigas con rostro humano que una tras otra salían de un agujero en la tierra.
—¿Cómo interpretas tu sueño? —preguntó Bue.
—Los salvajes deben entrar en la ciudad por un túnel subterráneo —le respondió Skallagrim—. Busca su salida y tápala con ramas y leña ardiendo.
Skallagrim el Aullador estuvo en lo cierto. Desde su campamento los nómadas habían cavado un túnel que pasaba por debajo de las murallas de la ciudad y desembocaba en un almacén que no se utilizaba desde hacía años. Cuando los hombres de Bue encontraron la salida y fueron a taparla con paja y ramas secas para pegarles fuego, llegó desde la calle un grupo de nómadas que entraron en el almacén y acabaron con ellos.
En vista de cómo iban las cosas, Gilli el Ruso zarpó de allí después de haber hecho una selección de sus esclavos y esclavas más fuertes y más bellas, a los que hizo subir a bordo. Con firme remada su buque salió del puerto y sólo hizo izar las velas cuando la nave estuvo al otro lado del istmo que separaba la bahía del fiordo, dejando únicamente un estrecho paso. Como más tarde sabremos no conseguiría salir a mar abierto. Pero como Gilli figuraba como el más valiente de los mercaderes, su fuga ante los salvajes fue considerada por todos como un mal presagio. Al llegar la tarde de ese día la ciudad estaba ya en poder de los nómadas. Cientos de ellos habían entrado por el pasadizo subterráneo, desarmaron a la guardia y abrieron las puertas por las que se precipitó en las calles una multitud de hombres, mujeres y niños. Para la puesta del sol la ciudad se había convertido en una parte más del campamento nómada. En las calles y plazas se levantaron tiendas de campaña y se encendieron fuegos abiertos. Aún más terrible que el suceso en sí fue el silencio en que se produjo. Aunque ya poblaban la ciudad varios miles de nómadas de piel oscura, reinaba una calma total, como si toda la vida de la ciudad hubiese sido asfixiada.
Durante varios días nadie se atrevió a abandonar su casa. Como hizo Swain, también los demás habitantes cerraron los cerrojos de sus puertas, y asustados procuraban no hacer el menor ruido que pudiera despertar la curiosidad de los salvajes y animarlos a asaltar su casa. Sólo la columna de humo procedente de sus cocinas dejaba ver que las viviendas aún seguían ocupadas.
Los habitantes de la ciudad confiaban en que a Bue el Gordo se le ocurriría algo para obligar a los nómadas a irse de allí, y sus esperanzas se fundaban principalmente en el hecho de que el amigo y consejero del rey también era víctima de aquella silenciosa ocupación. Como era lógico, en la casa del rey había más reservas de alimentos que en las demás, pero cabía suponer que un día u otro, antes o después, los víveres se acabarían, pues los seguidores de Bue no estaban habituados a restringir su consumo y el apetito de su jefe crecía desmedidamente en los momentos de peligro.
Bue no defraudó a los ciudadanos: al sexto día de ocupación de la ciudad por parte de los nómadas, su voz aguda se oyó en el silencio reinante. En nombre del rey ordenó a Poppo que averiguara si los nómadas estaban dispuestos a entrar en negociaciones. Al cabo de un rato, los habitantes de la ciudad, que habían estado escuchando en silencio, pudieron oír que se abría la puerta de la iglesia y Poppo hablaba con los nómadas. Alguien que debía ser un niño, a deducir de su voz, le respondió.
—No comprenden por qué nos hemos encerrado a cal y canto en nuestras casas —explicó Poppo— y opinan que es una extraña forma de demostrar amistad a nuestros huéspedes.
—¿Dónde estas? —le preguntó Bue a gritos.
—En medio de ellos —respondió la voz tranquila de Poppo.
Bue hizo salir por la puerta a dos de sus hombres. Al ver que no les pasaba nada, él mismo salió a la calle y sólo entonces, aquí y allá, empezaron a abrirse algunas puertas de las casas próximas.
La plaza que había delante de la casa del rey estaba llena hasta el último rincón con los delicados cuerpos pardos de los nómadas. Algunos de ellos dormían, otros hablaban entre sí en un lenguaje en el que los gestos parecían jugar un papel importante; unos guisaban y otros lavaban. Las madres daban de mamar a sus lactantes, los hombres afilaban las puntas de sus lanzas, algunas parejas se revolcaban sobre el suelo estrechamente abrazadas. Y en medio de toda esa actividad silenciosa, estaba Poppo, de pie y con las manos cruzadas sobre la barriga.
—Empiezo a considerar a tu Dios más poderoso de lo que creí hasta ahora —le dijo Bue al sacerdote—. Hasta sería posible que me dejara bautizar por ti si él nos ayudara a echar a los salvajes de aquí.
—Los designios de Dios son inescrutables para la mente humana —respondió Poppo mientras una joven nómada trataba de tocarle por debajo de su hábito—, y es muy posible que nos haya enviado a los salvajes para ponernos a prueba, o tal vez para castigar a todos aquellos que todavía no se han convertido a la verdadera fe.
La joven nómada levantó la sotana de Poppo y dejó sus órganos sexuales al descubierto a los ojos de todos. Los salvajes mostraron su asombro al ver que era un hombre pese a sus faldas.
—¿Cómo puedes considerarte un sacerdote si ni siquiera puedes hacer que tu Dios nos proteja de la muerte por hambre? —preguntó Bue con el ceño fruncido.
—Soy un servidor de Dios, pero no su consejero —respondió el cura al tiempo que libraba su sexo de los dedos de la joven y volvía a ocultarlo bajo el hábito—. Lo único que puedo hacer es suplicar su ayuda, aunque no es seguro que me la conceda.
A continuación Poppo se puso a rezar. Los cristianos que había entre los habitantes de la ciudad unieron las manos y comenzaron a susurrar rítmicamente sus oraciones; los nómadas miraron a Poppo mudos y con rostros carentes de expresión.
La oración de Poppo fue larga. Algunos opinaron más tarde que había sido larga en exceso para un Dios que debía de estar demasiado ocupado y que esa fue la razón por la que no la oyó. Sin embargo, otro dios intervino en el suceso aunque fuera de un modo que no dejaba adivinar si estaba de parte de los habitantes de la ciudad o de los nómadas. Fue el viejo Thor, que rompió el silencio con sus truenos y sacudió las gruesas nubes oscuras con sus rayos y relámpagos. De inmediato comenzaron a arder dos o tres casas y sólo la lluvia que siguió a continuación de los rayos pudo evitar que toda la ciudad fuera pasto de las llamas. El suceso fue utilizado por Skallagrim como prueba de que el dios tonante era todavía más fuerte que el dios cristiano y eso les dio ciertos ánimos a sus seguidores, pero ese entusiasmo quedó sin efecto con los acontecimientos subsiguientes.
Al próximo día se comprobó que Gilli había aprovechado la última oportunidad para huir, pues los nómadas arrastraron algunos buques cargados de piedras hasta la entrada del puerto y los hundieron allí para evitar que otros buques pudieran salir. En la orilla de la ría, frente a la ciudad, empezaron a verse las cúpulas puntiagudas de las tiendas de campaña de los nómadas. El cerco de la ciudad había quedado cerrado por completo.
Una vez que hubieron consumido sus reservas de alimentos, el hambre forzó a los habitantes de la ciudad a salir de sus casas. Puesto que su ganado había sido sacrificado por los invasores y éstos contestaban a sus deseos de adquirir un trozo de carne pagándolo con unas monedas de plata, moviendo negativamente la cabeza con gesto de incomprensión, saquearon los depósitos de grano del puerto. Cuando se acabó el pan algunos comenzaron a comerse a sus perros y sus gatos. A uno de los hombres de la escolta de Bue, el hambre le atormentó con tal fuerza que, espada en mano, se abrió camino hasta una de las hogueras de los nómadas y les arrebató el trozo de carne que éstos estaban asando. Lo que ocurrió a continuación dejó mudos de terror a todos los que lo vieron: los salvajes se lanzaron sobre él, lo tiraron al suelo, lo desnudaron y todavía vivo trocearon su cuerpo. Mientras el hombre aún gritaba, partes de su cuerpo se cocían ya en el agua hirviente de un caldero. Poco después sólo quedaban de él sus ropas y su espada.
Como arrastrada por el viento, la noticia fue de casa en casa. Muchos de los habitantes de la ciudad presumieron de haber sabido desde siempre que los salvajes eran caníbales, mientras otros afirmaban que se trataba sólo de una especie de ritual de venganza, habitual en aquellos pueblos, puesto que el soldado de Bue había matado a algunos nómadas antes de llegar a la hoguera del campamento.
Cuando Bue se enteró de lo ocurrido —y según se contó después—, le ofreció a Skallagrim el cargo de obispo de Schleswig si era capaz de convencer a los antiguos dioses a poner fin a aquella horrible situación. Skallagrim, bien sea porque a él el título y la dignidad de obispo no le decían nada, bien porque temiera mermar su prestigio si conjuraba a los dioses sin obtener resultado, suplicó que se le concediera algún tiempo para reflexionar sobre el asunto, ingirió algunos hongos mágicos y cayó en un estado de aparente inconsciencia que duró varios días. Lo siguiente que hizo Bue fue ordenar al wikgraf que hiciera una salida con un grupo de hombres armados y curtidos en el combate, tomara prisioneros a algunos nómadas y volviera con ellos a la casa del rey. En todas las anteriores negociaciones en las que había tomado parte, dijo Bue, siempre le fue útil tener en su poder algunos rehenes. En principio el wikgraf se negó a obedecer la orden, pero Bue supo describirle de modo tan claro cuáles serían las consecuencias de su desobediencia que, tras grandes vacilaciones y retrasos, se decidió a cumplir lo que se le ordenaba.
Con las espadas desenvainadas los hombres se colocaron detrás de la puerta y a una señal del wikgraf salieron precipitadamente a la plaza. Por lo visto, los salvajes quedaron sorprendidos por el ataque y antes de que pudieran tomar sus armas, el wikgraf y sus hombres regresaron a la casa del rey con cinco prisioneros.
Eran dos hombres y tres mujeres, entre los que estaba la anciana con la que había hablado Poppo. Puesto que no contaban con el sacerdote como intérprete, Bue le confió a Halldor la misión de informar a los nómadas que se habían congregado en la plaza que a los prisioneros no se les tocaría ni un pelo si se les dejaba el paso libre a él y a su escolta para salir de la ciudad. Por el contrario, si se les negaba lo que pedían, cada día sería ejecutado uno de los rehenes.
Las sospechas de Halldor de que sus palabras volverían a desatar la hilaridad entre los salvajes se confirmaron: apenas terminó de transmitir el mensaje de Bue el Gordo cuando los nómadas, y no sólo los que había en la plaza sino también los prisioneros de Bue, estallaron en sonoras carcajadas.
Temblando de rabia Bue señaló a la anciana y gritó:
—Dile que ella será la primera en morir si su gente no nos deja salir de la ciudad.
Tan pronto como Halldor tradujo sus palabras, la anciana comenzó a mover las caderas voluptuosamente y se desnudó sus senos marchitos. Esto sacó a Bue de sus casillas. Desenvainó la espada y la alzó dispuesto a golpear. Pero antes de acabar de hacerlo se detuvo y se dirigió a uno de los hombres de su escolta, que sabía que lo obedecería ciegamente, y le ordenó que decapitara a la vieja. Así se hizo y Bue a continuación dejó que la cabeza y el tronco de la anciana fueran arrojados delante de la puerta.
Aquellos que pensaron que la ejecución de la vieja provocaría la furia de los salvajes aprendieron algo nuevo. Lo único que sucedió fue que unas pocas mujeres se adelantaron hasta la puerta de la casa del rey, recogieron el cadáver y con él volvieron a mezclarse entre la multitud. No ocurrió nada más.
Después de eso el consejero del rey no supo qué aconsejarse a sí mismo. Descansó su cabeza en el regazo de Nanna y ordenó que no se le pasara ninguna nueva mala noticia.
Día a día crecía el número de muertos en la ciudad. No fue el hambre sino la sed lo que empezó a diezmar a los habitantes. Las reservas de agua se habían agotado y nadie se atrevía a salir de su casa. También Swain y Björn, en silencio, habían llegado al acuerdo de que era mejor morir de sed que en los calderos de cocina de los nómadas. Pero un día, Swain dejó caer su cuchilla de tallar y vacilando como un borracho se dirigió a su dormitorio. Pero se derrumbó antes de poder llegar a él. Björn supo de inmediato que Swain moriría si no se le daba pronto algo de beber, así que decidió aprovechar la oscuridad para bajo su protección ir a buscar agua a una fuente próxima.
Al anochecer, el cielo se cubrió de espesas nubes de modo que se hizo de noche bastante antes de lo que era habitual en aquella época del año. Como los nómadas habían levantado una tienda muy cerca de la puerta de Swain, Björn salió al exterior deslizándose por un agujero que abrió en la pared de atrás de la casa. El viento estaba en calma, en las calles se alzaban verticales las columnas de humo de las hogueras. A lo lejos graznó un cuervo. Björn se acordó de uno de los proverbios que le había enseñado Gris el Sabio y que decía que en caso de apuro hasta el demonio pide ayuda; murmurando entre dientes el refrán, se deslizó por detrás de la casa en dirección a la fuente.
Metió el cántaro en el agua, que empezó a entrar en él, negra y con un sonido que recordaba al de alguien que hace gárgaras.
Con ese ruido apagado, se mezcló un grito agudo que cesó casi enseguida. Björn contuvo el aliento. De nuevo volvió a oírse el sonido y Björn ya no tuvo la menor duda: era un grito, un grito sofocado. Miró a su alrededor y vio a sólo pocos metros de distancia a una muchacha en el suelo y sobre ella, dos nómadas, uno de los cuales le tapaba la boca mientras que el otro se colocaba entre sus piernas abiertas. Björn conocía a la muchacha: era Thordis, la hija de Steinn. Quiso alejarse de allí pero algo más fuerte que su propio deseo hizo que le estrellara el cántaro en la cabeza de uno de los nómadas, que se desplomó en silencio. El otro levantó la vista y miró a Björn; en sus ojos pareció reflejarse el resplandor de una hoguera y Björn tuvo la impresión de que los ojos del salvaje taladraban los suyos; sintió que aquella mirada comenzaba a paralizarle, sin embargo tuvo tiempo de levantar de nuevo el recipiente y golpeó con él al nómada en mitad de la frente. Durante unos segundos, el salvaje siguió sentado inmóvil hasta que sus ojos se apagaron de repente y su tronco cayó lentamente delante de Björn. Este sintió cómo unos labios se apretaban contra los suyos y un aliento cálido acariciaba su rostro, oyó dos o tres palabras en voz muy baja... ¡y se quedó solo con los dos muertos!
Durante un buen rato Björn continuó inmóvil, sin saber qué hacer. Trató de comprender lo que había ocurrido, pero no llegaba a darse cuenta exacta de la situación, salvo que había matado a dos seres humanos golpeándolos con un objeto que era más frágil que un cráneo humano. Y sin embargo el cántaro no se había roto. Lo llenó de nuevo y volvió a casa del tallador de peines. Pero cuando quiso darle de beber, Swain ya había dejado de vivir.
Durante la noche llovió copiosamente sobre la ciudad. Sus habitantes abrieron agujeros en el techo y llenaron todos los recipientes disponibles con aquel don del cielo esperado durante tanto tiempo. A la tormenta inicial siguieron varios días de lluvia incesante. El arroyo se convirtió en una corriente agitada y espumosa que arrastró la tienda de los nómadas y, cuando su cauce aumentó aún más, también algunas chozas.
Los nómadas se tomaron las cosas con una inconmovible serenidad y siguieron sentados en silencio junto a sus apagadas hogueras mientras las inundaciones los salpicaban y la lluvia caía sobre sus cuerpos desnudos.
Poppo, el único que se atrevía a salir de su casa, aunque ahora con un delantal atado por delante de su hábito, y pasear por las calles, propuso a Bue el Gordo que dejara libres a los cuatro rehenes como señal de buena voluntad. Bue, debilitado por el hambre y apenas capaz de pensar, hizo un ademán con la mano que Poppo interpretó como aceptación de su propuesta. Pero los nómadas no mostraron ni alegría ni agradecimiento cuando los prisioneros salieron de la casa del rey y volvieron a sentarse con los demás, en silencio bajo la lluvia incesante.
A la mañana siguiente, los nómadas habían desaparecido, como si se los hubiera tragado la tierra; sus huellas fueron borradas por la lluvia y si alguien hubiera afirmado que todo lo que había ocurrido no fue más que un mal sueño hubiera sido difícil contradecirlo.
Los habitantes de la ciudad salieron de sus casas y apoyándose unos en otros caminaron por el barrizal. Algunos subieron a la muralla pero no vieron más que la extensa pradera y las espesas nubes que corrían sobre ellas empujadas por el viento.
Se le preguntó a Poppo cómo explicaba que los salvajes hubieran desaparecido tan repentinamente, y éste en su respuesta no se refirió, como muchos habían esperado, al poder absoluto de su Dios sino que explicó que la nación nómada se contaba entre los pueblos más antiguos de la tierra y que si habían logrado sobrevivir hasta entonces se lo debían principalmente a su infalible instinto para adivinar cuándo los amenazaba un peligro, así como la costumbre de esquivarlo cuando tenían la impresión de que no estaban en condiciones de enfrentarse a él.
A los habitantes de la ciudad su respuesta les pareció no menos enigmática que la desaparición de los nómadas. Pero al día siguiente tuvieron motivos para alabar la inteligencia de Poppo. Frente al istmo, entre la cortina de la lluvia, aparecieron velas de color y sobre la llanura resonó el tronar de incontables cascos de caballo.
El rey Harald llegaba con su ejército.