Capítulo 9
Con un buque que había descargado en Aldeigjuborg pieles, miel, cera y ámbar, llegó a la ciudad un hombre que causó sensación pues pese a que, a deducir de su aspecto, era de elevada posición, tan sólo iba acompañado por un adolescente. Su figura esbelta se envolvía en una especie de túnica de seda blanca que sólo dejaba al descubierto sus manos llenas de sortijas y su rostro moreno con ojos profundos y barba negrísima.
Algunos mercaderes que habían recorrido gran parte del mundo opinaron que, aunque había llegado desde el este, en sus ropas se podía ver que procedía de países situados en dirección contraria, donde había pueblos de legendarias riquezas y por lo tanto convenía tratar al recién llegado del modo apropiado. Los intentos de estas personas de hacer negocios con él fueron inútiles. El muchacho les rogó que no los molestaran con esas cosas, pues su señor no visitaba la ciudad para comerciar con ellos.
Con esta actitud aumentó la curiosidad de todos y pronto corrió el rumor de que se trataba de un enviado del emperador para informarse sobre la ciudad y sus instalaciones militares de defensa. No sabemos si el extranjero estaba al tanto de aquellas sospechas pero, si era así, lo supo llevar con toda dignidad. Caminaba por las calles con la cabeza erguida y consideró lógico que la gente se apartara de él. Aparte de hacerlo con su joven acompañante, no hablaba con nadie, aunque no esquivaba las miradas, y su compañero agobiaba a los habitantes de la ciudad con preguntas. Esto dio nuevo impulso a los rumores y cabe pensar que el forastero hubiera sido víctima de su curiosidad si Gilli el Ruso no le hubiera brindado su amistad y hospitalidad. Después de eso, nadie pensó que el viajero pudiera albergar malas intenciones, pues Gilli estaba considerado como amigo del rey y demasiado inteligente para arriesgarse a perder esa amistad.
Por los servidores de Gilli, toda la ciudad se enteró de que el forastero era el hombre de confianza del califa de Córdoba y que aquél le había encomendado la misión de viajar por tierras extranjeras para informarle de los usos y costumbres de sus habitantes. Se llamaba Ibrahim ibn Ahmed At-Tartuschi y dominaba varias lenguas, pero entre ellas no figuraba ninguna de las que se hablaban en la ciudad. Por esa razón utilizaba como intérprete a su joven acompañante, que era el hijo de un comerciante de jade noruego.
Cuando se descargó el barco en que llegó At-Tartuschi, también se bajaron a tierra varias cajas grandes con refuerzos de hierro que el árabe hizo llevar a la casa de Gilli. La sospecha de que pudieran contener oro o plata no fue confirmada por sus portadores, que afirmaron que eran demasiado ligeras para que ése fuera su contenido, aunque por otra parte se quedaron sin saber qué había en ellas. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que los habitantes de la ciudad se enteraran de cuál era su contenido, pues aunque At-Tartuschi siempre vestía una túnica de seda no cabía duda de que cada día se ponía una distinta. Ese cambiarse de ropa a diario no era normal en la ciudad, ni siquiera entre los personajes locales más distinguidos, como tampoco lo era el hecho de que el árabe siempre despedía un agradable olor exótico que perturbaba los sentidos.
Muy pronto comenzó a verse a Asmund en compañía de At-Tartuschi y por parte del árabe no faltaban pruebas del afecto que sentía por él: le regaló una cinta para el pelo bordada de plata y unos zapatos de forma extraña, con las puntas aguzadas como el pico de un ave, vueltas hacia arriba. Muchas veces el extranjero pasaba sus dedos por el largo cabello rubio de Asmund y le acariciaba suavemente la nuca.
Asmund acompañaba al árabe en sus paseos por la ciudad, le presentó a Skallagrim el Aullador y, con la ayuda de Poppo, consiguió incluso que el obispo Horath permitiera a un seguidor de Mahoma la entrada en la iglesia. Poppo y At-Tartuschi lograban entenderse sin ayuda de intérprete, como si no fuera aquella la primera vez que se encontraban el sacerdote y el árabe.
At-Tartuschi visitó también el taller del tallador de peines. Al entrar en la casa recogió un poco su túnica y Björn pudo ver que llevaba unos finos brazaletes de oro en los tobillos.
—Te costará trabajo creer que es mi hermano —le explicó Asmund señalando a Björn y refiriéndose a la diferencia física que existía entre ellos—, pero mira sus peines y comprenderás que sería demasiado que un hombre capaz de tallar tales cosas fuera además un hombre guapo.
El hijo del comerciante de jade tradujo las palabras de Asmund y At-Tartuschi sonrió satisfecho. Eligió un peine, dejó sobre el banco de trabajo algunas monedas de plata y por medio del intérprete le preguntó a Björn si conocía a la amante de Bue el Gordo, de la que se decía que era hija del califa de Córdoba. Björn sintió que la sangre le subía a las mejillas. Esta fue suficiente respuesta para el árabe, que sonrió y dijo unas palabras que el muchacho tradujo así:
—Entrégale el peine y dile que Ibrahim ibn Ahmed At-Tartuschi caería en desgracia ante su señor si no le transmitiera los saludos del califa a su padre.
Como el rey necesitaba la casa entera para él y su numeroso séquito, Bue el Gordo vivía con sus mujeres y su servidumbre en la casa vecina. Nanna había engordado, se pintaba las mejillas de rojo, como antaño solían hacer las putas pero que ahora había pasado a convertirse en algo normal entre las mujeres distinguidas, y sus ojos parecían haber perdido algo de su anterior profundidad. Sin embargo Björn pensó que seguía siendo muy bella.
Nanna se quedó sin aliento cuando éste le transmitió las palabras de At-Tartuschi y su alegría fue tan grande que estuvo a punto de abrazar a Björn en presencia de todos, pero pronto recobró su presencia de ánimo, cerró los ojos un momento y comentó:
—He oído que se hace pasar por un hombre de confianza de mi padre. Pero ¿cómo puedo saber si dice la verdad?
—Para la hija del califa debe resultar fácil descubrirlo —respondió Björn con aire serio.
Nanna reflexionó un momento y añadió:
—Iré a verlo en casa de Gilli y allí hablaré con él a solas. Pero tú debes estar cerca, Björn Hasenscharte, pues es posible que lo hayan enviado los enemigos de mi padre para apartarme de su camino.
—En tal caso, mi hermano Tryn sería un acompañante más adecuado para protegerte —le hizo reflexionar Björn, pero Nanna negó con la cabeza.
Unos días después Nanna y Björn visitaron al árabe en casa de Gilli el Ruso. At-Tartuschi se arrodilló ante ella y besó la punta de sus pies. Nanna, por lo visto, no había contado con aquel saludo tan respetuoso, miró a Björn sorprendida y con un movimiento de cabeza le indicó que se retirara a una estancia próxima.
Björn no supo lo que hablaron Nanna y At-Tartuschi pues lo hicieron en una lengua para él desconocida, pero por el tono de las palabras comprendió que la conversación había transcurrido a plena satisfacción para ambos y cuando volvió a entrar en la habitación, llamado por Nanna, la encontró excitada y contenta. El rostro del árabe, por su parte, mostraba una leve sonrisa como la de un muchacho que acaba de cometer una travesura.
—Pronto nadie podrá negar que soy la hija del califa de Córdoba —le explicó Nanna—. ¡At-Tartuschi, el confidente de mi padre, lo demostrará a los ojos de todos!
Al día siguiente, el árabe volvió una vez más al taller de Björn, aunque en esta ocasión llegó solo. Comenzó a pasear de arriba abajo, en silencio, y Björn tuvo la impresión de que esperaba a alguien. En efecto, poco tiempo después llegó Poppo con aire de misterio. Llevaba puesta la capucha de su hábito y sólo después de comprobar que aparte de At-Tartuschi y Björn no había nadie en el taller descubrió su rostro enrojecido.
—Un cómplice raramente se convierte en un buen amigo —le dijo el cura a Björn— así que si consideras en algo mi amistad olvida que At-Tartuschi y yo estuvimos en tu taller; olvida también que te pedí que encendieras la fragua y, cuando lo hayas hecho y olvidado, llévate a Gerlög a la cama y tapaos la cabeza con la manta, porque si no sería demasiado pedir que olvidaras lo demás.
Después de esperar un rato para que Björn captara bien el sentido de sus palabras, añadió sonriendo:
—¿Quieres que seamos amigos, hijo mío?
—Es una gran exigencia el olvido como precio por tu amistad, Poppo —respondió Björn guiñando un ojo.
Juntos quitaron los objetos que había sobre la fragua, que procedía de los tiempos en que Swain al mismo tiempo que hacía peines trabajaba como herrero, y pronto iluminó la estancia el débil resplandor de un fuego incipiente. Mientras tanto el árabe había colocado en línea, unos junto a otros, una serie de recipientes de concha cuyo contenido vació en una pequeña cubeta plana y los mezcló agitándolos continuamente.
—Bien, ahora déjanos solos —le dijo Poppo a Björn mientras añadía algo más de carbón vegetal en el fuego de la fragua— y no te olvides de que nuestra amistad descansa precisamente en el olvido.
El sacerdote sonrió de nuevo, pero en esta ocasión la sonrisa se difuminó en su rostro antes de llegar a sus ojos.
Gerlög roncaba con la boca abierta cuando Björn se echó en la cama a su lado. Demasiado excitado para poder dormir, se preguntó qué podía haber llevado a dos hombres tan diferentes a reunirse en su taller. La confianza que parecía existir entre ellos le confirmó las sospechas de Asmund de que el sacerdote y el árabe debían haberse conocido antes. Era posible que el principio de su amistad radicara en el oscuro pasado de Poppo. ¿Había llegado Al-Tartuschi a la ciudad como enviado de aquellos oscuros poderes a los que Poppo sirvió con anterioridad? ¿O se trataba de una apuesta entre dos magos que querían comprobar cuál de los dos era el mejor?
Los dos hombres no habían cambiado ni una sola palabra entre ellos. Björn oía solamente el soplido del fuelle en la fragua y el chisporrotear del carbón vegetal. Al cabo de un rato le llegó a la nariz el olor de pelo quemado y no pudo seguir en la cama. Se deslizó hasta la puerta que daba al taller y miró a través de una rendija que había en la madera.
Con las mangas subidas hasta el codo, Poppo estaba al lado de la fragua. Movía las manos en círculo directamente sobre el fuego, gotas de sudor resbalaban por su rostro y producían un pequeño siseo al caer sobre las ascuas. At-Tartuschi se acercó a Poppo, tomó sus manos, hizo un gesto de satisfacción y comenzó a ungir las manos de Poppo, desde la muñeca hasta la punta de los dedos, con la pomada que había preparado en la pequeña cubeta con el contenido de sus recipientes. Frotó concienzudamente las manos de Poppo y después las friccionó y masajeó a fondo un largo rato. Durante todo el tiempo que duró la operación ambos movían los labios como si estuvieran rezando en silencio.
Lo que ocurrió después estuvo a punto de hacer que el corazón de Björn dejara de latir: At-Tartuschi tomó de la fragua un trozo de hierro al rojo vivo y lo colocó sobre la palma de la mano de Poppo. Por la rendija de la puerta le llegó a la nariz el olor de grasa quemada; Björn había contenido la respiración en espera de oír un grito de dolor de Poppo, pero el sacerdote no dejó escapar la menor queja, sostuvo el trozo de hierro ardiente en la mano y se lo tendió a At-Tartuschi como si se tratara de una dádiva sagrada. Éste esbozó una sonrisa de satisfacción bajo la barba y Poppo sonrió igualmente.
Cuando Björn entró en su taller a la mañana siguiente, había olvidado los acontecimientos de la noche anterior. Le pareció que Poppo había hecho lo suyo para facilitar su olvido.
Pero lo cierto era que los sucesos de aquella noche habían quedado almacenados para siempre en su memoria y no pasaría mucho tiempo antes de que adquirieran un significado inesperado.
En el taller de Swain, Björn adoptó también sus costumbres. Trabajaba desde la salida del sol hasta el inicio de la oscuridad, gastaba poco aunque ganaba bastante y no abandonaba la casa más que cuando era necesario.
Un día Asmund vino a verlo y le contó que el nuevo barco de Thormod, construido por Steinn, iba a ser botado y que él no debía perderse aquel acontecimiento. Los dos hermanos bajaron hasta el puerto, Asmund vestido, como ahora era corriente en él, de modo llamativo, y Björn con las toscas ropas de trabajo de un artesano.
En torno a la nave, una quilla panzuda construida con tablones de madera de roble, se había congregado una multitud regocijada. Allí Björn volvió a ver a Thormod, con el que se encontró por vez primera en la cueva de Gris el Sabio. Su cabello había encanecido y en su frente llamaba la atención la fea cicatriz de una herida mal curada. Thormod hizo repartir cerveza y pan dulce entre los asistentes, mientras un sacerdote cristiano bendecía con agua bendita la proa del barco y Skallagrim el Aullador cantaba en la proa estrofas de conjuros para invocar la buena suerte. Si hubiese sido por él, Thormod no hubiera tenido reparos en invocar también la protección de Alá, pero At-Tartuschi se negó a ello y dijo que su dios no podía tolerar verse situado al mismo nivel que los dioses de los infieles.
Por última vez, Steinn inspeccionó con mirada escrutadora su obra y seguidamente soltó la cuña y el buque se deslizó sobre los troncos de árbol hasta alcanzar la dársena del puerto, donde los obreros de Steinn esperaban para detener su descenso desde el dique y atracarlo al muelle.
De pronto Björn oyó que alguien pronunciaba su nombre. Miró a su alrededor y vio a una joven que estaba detrás de él. Tenía el cabello rojizo y los ojos grises y Björn pensó que su aspecto era agradable, aunque desde luego estaba muy lejos de la belleza de Nanna.
—¿No me reconoces? —le preguntó. Apretó sus labios contra los de él y Björn supo de inmediato que se trataba de Thordis, la hija de Steinn.
—Tienes una forma muy especial de evocar los recuerdos —bromeó Björn sonriente—. ¿Es correcto que la hija de Steinn bese a un extraño delante de todo el mundo?
—Me gustaría más hablar contigo seriamente —le dijo la joven—. Desde aquella noche me atormenta la idea de que estoy en deuda permanente contigo.
—Steinn me ha recompensado con esplendidez —replicó Björn sorprendido—. No hay por qué hablar de que me debes algo, Thordis.
—Mi padre te ha expresado su agradecimiento ¡pero yo no el mío! —respondió y golpeó el suelo con el pie—. Me salvaste de algo que es peor que la muerte y eso no puede compensarse con dinero. Sólo hay algo con lo que podría pagar mi deuda: conmigo misma.
Björn vio las lágrimas en los ojos de Thordis y es posible que eso fuera lo que despertó en él el deseo de atraerla hacia sí, abrazarla y acariciar su rostro. Mientras más la miraba más digna de cariño le parecía y de repente, sin saber cómo, se vio preguntándole:
—¿Quieres ser mi esposa?
—Sí, eso es lo que quiero.
Más tarde, Steinn escuchó en silencio lo que Björn y Thordis tenían que decirle. Y siguió callado mucho después de que ellos dejaran de hablar. Después, tras meditar un rato, se dirigió a Björn.
—No me cabe la menor duda de que un día serás un hombre rico —le dijo—, pero aún tendrás que tallar muchos peines antes de que tu fortuna se pueda comparar a la mía y se me ha metido en la cabeza la idea de que Thordis no se case con un hombre con el que no pueda vivir con la misma comodidad y lujo con que vive conmigo.
—Quiero parir los hijos de Björn, padre —insistió Thordis—, ¿Deseas que espere hasta que sea una mujer vieja y arrugada?
—He cedido contigo muchas veces, quizás más de lo que te convenía —Steinn se volvió a su hija—, pero en este punto no estoy dispuesto a discutir contigo. Antes de que te cases con él, quiero haber visto a Björn construir una casa tan grande como la mía; quiero ver que puede ofrecerte tantas sirvientas como estás acostumbrada a tener; quiero ver si puede darte tantos vestidos y joyas como los que yo te ofrezco. Cuando ocurra todo eso y me sienta satisfecho, podrás ser su mujer, pero ni un día antes.
Dejó de hablar con su hija para dirigirse a Björn:
—Estas son mis condiciones y quiero que veas que con ellas también trato de favorecerte. Y si no llegas a cumplirlas es posible que te libres de algún que otro disgusto.
Björn cambió impresiones con Poppo. El sacerdote opinó que Steinn era un hombre prudente y que el hecho de que le hubiera impuesto esas condiciones, debía ser motivo de profunda reflexión.
—Por mucho que las mujeres sean distintas entre sí en su aspecto externo —le explicó Poppo—, todas se parecen mucho en su esencia. Lo primero es pasajero, lo segundo permanente, así que no hay mucha diferencia si compartes tu vida con ésta o con cualquier otra. Por otra parte sé, también, que estoy predicando a oídos sordos, pues esa forma especial de embriaguez que llaman amor acostumbra a perturbar el entendimiento. Por lo tanto, si quieres tener a Thordis y no a otra, en el nombre de Dios debes tenerla.
—¿Le hablarás a Steinn? —le preguntó Björn, que empezó a hacerse nuevas esperanzas.
—¡Oh, no! ¡No haré yo una cosa así! —exclamó Poppo—. Es más fácil dirigir una nave en contra del viento que conseguir que Steinn cambie de opinión. Tampoco voy a pedirle a Dios que obre un milagro, aunque me lo supliques, pues el asunto es poco importante para ello. Pero pensaré a ver si encuentro una forma para que puedas conseguir el dinero que necesitas para cumplir las condiciones que te ha impuesto Steinn —puso la mano sobre un hombro de Björn y frunció su frente rosada—. Ve en ello una prueba de mi amistad, hijo mío, pues de ningún otro modo podré justificarme ante Dios cuando éste me pregunte por qué he ayudado a la multiplicación de paganos.
Unos días más tarde, más magníficamente vestido que nunca, Asmund llegó al taller de Björn, y con la forma como eligió sus palabras dio a entender que no venía como hermano sino en calidad de mensajero de su señor.
—Ibrahim ibn Ahmed At-Tartuschi, visir del califa de Córdoba —le dijo—, te hace el honor de pedirte un favor —extendió sus dedos delgados y dejó en la mano del tallador de peines un bello anillo engarzado de piedras preciosas de color verde artísticamente talladas—. Entrégale esta sortija a la hija del califa y dile que es un regalo de mi señor.
—¿Por qué no se la lleva él mismo? —preguntó Björn.
Asmund se acarició la barba durante un momento y cerró los labios como si con ello quisiera destacar su aún más importancia de su misión.
—Como amigo y servidor de At-Tartuschi estoy obligado a guardar silencio, hermano. Consecuentemente, por mí sólo sabrás que el rey desea ver sentado a su mesa a mi señor y que fue nada menos que una persona tan importante como Bue el Gordo quien transmitió la invitación. Lo demás debes deducirlo tú solo.
Sin más, Asmund ordenó dignamente sus vestiduras y cruzó la puerta.
Aquella misma tarde, Björn fue a visitar a Nanna y le llevó la sortija. La joven estaba sola. Las demás mujeres habían ido a la casa del rey para ayudar a preparar la fiesta. Nanna se puso el anillo en su dedo meñique y se quedó encantada contemplando el brillo de las piedras preciosas.
—Me has traído suerte, Björn Hasenscharte —le dijo—. Puedes pedirme lo que desees.
Björn la miró profundamente a los ojos como si quisiera hundirse en ellos y, desde muy lejos, le pareció oír la voz de Nanna que le advertía:
—Bue nos matará si nos sorprende.
Se quitó el anillo del dedo y desató el lazo del tirante que sujetaba su vestido sobre sus hombros.
—¿Vale la pena para ti correr ese riesgo?
—Sí —respondió Björn, y su propia voz le sonó raramente ajena.