Capítulo 7

La mujer de Aethelred se llamaba Melkorka. Era hija del gran rey irlandés Mykjartan, y se decía que éste la engendró con una sílfide, pues era tan voluble como bella. Su padre se la dio como esposa a Aethelred para ganárselo como aliado contra los noruegos, que desde Dyflinn dominaban su país. Sin embargo, al festivo compromiso matrimonial no siguió la realización de lo pactado y, por ello, Melkorka castigó a su marido con el desprecio. Por el contrario Aethelred había caído en sus redes; su belleza lo encantaba cada día más y la necesidad de poseer su cuerpo hacía que el hombre, siempre cansado por la falta de sueño, temblara de excitación. Las sirvientas de la reina contaban que con frecuencia se pasaba las noches llamando a su puerta, suplicando entrada con el miembro erecto. La reina sólo en raras ocasiones le permitía la entrada y aún más raramente accedía a compartir con él su lecho. Esto despertó en Aethelred la sospecha de que su esposa satisfacía su lujuria con otros hombres y desde entonces hacía que una de sus hermanas estuviera siempre cerca de Melkorka.

Aethelred tenía cuatro hermanas, todas ellas mayores que él y ya marchitas, si es que puede decirse que algún día florecieron. Los intentos de casarlas de acuerdo con su rango o de hacerlas encerrar en un convento fallaron, pues cualquiera de ambas cosas le hubiera costado a Aethelred una buena parte de su fortuna. Por otra parte, tampoco permitía que tuvieran tantos tratos con hombres de origen más humilde y en una ocasión en que una de las hermanas fue sorprendida con un mozo de labranza, le quitó la vida a éste personalmente en presencia de la princesa. Sin embargo, él no permitía que su placer personal se sometiera a esas mismas limitaciones y cuando los campesinos le llevaban a sus hijas para que ejerciera con ellas el derecho de pernada, no dejaba de aprovecharse del privilegio que le concedía la antigua costumbre. De ese modo, el rey llegó a engendrar más de cien hijos, mientras que Melkorka, que hasta entonces no le había dado ninguno, empezó a tener fama de estéril.

Aethelred se dirigió con su corte a la mayor de las Cinco Villas para recibir en ella a Sven Gabelbart. En honor del primo que regresaba victorioso de la tierra de los pictos, no miró en gastos para reparar el castillo, que estaba en estado ruinoso, y engalanarlo festivamente como se correspondía a la ocasión. El mismo se puso su túnica más valiosa y se ciñó la corona de rey de Inglaterra, pese a que le estaba un poco grande y le resultaba demasiado pesada en la cabeza, para darle la bienvenida a Sven en la puerta del castillo. Este pareció poco impresionado por la brillante magnificencia de Aethelred y después de haber abrazado brevemente a su primo, atrajo hacia él a la bella Melkorka, que era bastante más alta que él, de modo que su cabeza reposara en sus pechos abultados. Se quedó así un rato, aspirando con las aletas de la nariz el olor de la reina, mientras que Aethelred, nervioso y azorado, se mordía los labios. Fue Skarthi quien supo romper el penoso silencio apartando suavemente a Sven de los senos de Melkorka al tiempo que decía:

—La reina es tan bella, amigo mío, que los demás no podemos darnos por satisfechos permitiendo que sólo nos dejes ver una parte de ella.

—Tu esposa es verdaderamente de carne y hueso, primo —le dijo Sven al rey—. He podido oír los latidos de su corazón.

—La forma en que has saludado a la reina demuestra que vuestras costumbres son bastante diferentes de las nuestras —objetó brevemente Aethelred, y se adelantó a su invitado para que lo siguiera hacia el vestíbulo. Allí se sentaron junto a una amplia chimenea en la que ardía un gran fuego de turba. Aethelred hizo servir vino y cerveza, no los mejores ni en demasiada abundancia, pues entre los ingleses se consideraba de mala educación emborracharse en presencia de las mujeres. Seguidamente el rey le pidió a Sven que les contara su campaña contra los pictos, pero hizo un gesto indicando que deseaba que fuera Björn Hasenscharte, al que había encomendado la misión de tomar nota de todos los sucesos, el que hiciera el relato de acuerdo con la verdad.

Por el guiño con que Sven acompañó sus palabras, Björn dedujo que no seda mal recibida una extensa y detallada exposición de lo ocurrido y que la verdad podía ser contada de formas muy distintas. Tan pronto como comenzó su relato, vio por los gestos afirmativos que hacía Sven con la cabeza que se habían entendido perfectamente. Espoleado de ese modo, Björn añadió a su informe una serie de detalles llenos de colorido, en parte inventados y en parte procedentes de otras historias, entre ellas algunas en las que estuvo presente, que despertaron admiración, y Torkel Wurmfrass se lamentó diciendo que en el fragor del combate debieron de haberle pasado por alto los momentos más emocionantes de la lucha. Con tono contenido, narrando las cosas del modo como suelen hacerlo los narradores con práctica para librarse de la acusación de que pretenden halagar a sus protectores, Björn captó la atención de los oyentes para después hacerla desviar hacia el hombre a cuyo excepcional talento de caudillo militar se debía la derrota y la sumisión de los pictos. Y el que tan poco había hecho para merecerse la fama de aquellas impresionantes hazañas, le correspondió con una leve sonrisa.

—Todos hemos oído llenos de admiración cómo derrotaste a los pictos, primo —dijo Aethelred después de que durante un rato contemplara en silencio y con aire reflexivo el fuego de la chimenea—. Y habla en favor de tu inteligencia el que hayas dejado que sea este hombre pequeño quien nos lo cuente, pues en tus labios quizá el relato hubiera sonado un poco a presunción. He escuchado con gusto sus palabras, mientras que en otras ocasiones, los informes de mi propia gente me aburrieron terriblemente. ¡Quiera Dios que la sombra de tu fama nunca disminuya, primo!

Alzó su vaso para brindar con Sven, que vació su copa de un trago y la arrojó por encima del hombro contra la pared, y todos sus hombres presentes hicieron lo mismo. Al parecer esa antigua costumbre danesa había caído en desuso entre los anglosajones, que se miraron entre sí un tanto cortados y levantaron las cejas con aire de reproche.

Aethelred le dijo a Sven:

—No hubiera sido necesario destrozar mi bella cristalería de Renania para demostrarnos de qué modo tan espléndido vosotros, los daneses, soléis comportaros con los bienes de los otros, primo. Como he podido deducir, con gran asombro de mi parte, has obligado a los pictos a elegir entre abandonar sus tierras o ser vendidos como esclavos.

—Así es —respondió Sven—. Creí haber obrado de acuerdo con tus deseos, pues sé que eres cristiano piadoso y, por lo tanto, no creo que como tal te quieras manchar con el pecado de enviar a la muerte a seres humanos de los que uno se puede librar de modo que, al mismo tiempo, produzcan algún beneficio.

—Sin duda yo hubiera decidido lo mismo —concedió el rey inglés—. Pero como se ha corrido la noticia de que se trató de una decisión tuya, querido primo, no puedo darle mi aprobación sin dañar mi prestigio. Por lo tanto, aunque con el corazón dolorido, tendré que dar muerte a los pictos.

—Puedes ahorrarte ese trabajo, primo —replicó Sven—, pues me temo que preferirán morirse de hambre en las Islas de Occidente que ayudarnos a ambos a enriquecernos.

—Esas islas están desiertas y son estériles, y aparte de por algunos noruegos, sólo están habitadas por espíritus malignos. Pero son de mi propiedad, primo —añadió Aethelred, al que tanta conversación parecía cansarle, pues bostezó de modo tan ostensible que la corona estuvo a punto de resbalarle de la cabeza—. ¿Cómo puedo cederte a ti el derecho a disponer de una parte de mi reino?

—¿Olvidas que le debes la gratitud a Sven Gabelbart por la ayuda que te ha prestado? —intervino la bella Melkorka—. Regálale las islas y los pictos antes de que te exija aún más.

—No te he pedido consejo, niña de mis ojos —dijo Aethelred al tiempo que le pellizcaba un muslo.

—Si lo hubieras hecho con mayor frecuencia no te llamarían el «Perplejo», por falta de alguien que te aconseje —terminó la reina respondona.

—¡Ah, Melkorka! —suspiró Aethelred—, qué lengua más afilada se oculta tras esos labios rosados. —Se volvió de nuevo a Sven y le preguntó—: ¿Cuándo piensas reembarcarte con tu ejército para Dinamarca, primo?

—No debe ser un secreto para ti que estoy en lucha con mi padre, querido primo —respondió Sven—. Se me ha informado recientemente que quiere quitarme la vida. Puedes comprender que no tengo ninguna prisa por regresar a Dinamarca y que me gustaría quedarme aquí algún tiempo, con gentes con las que si bien no estoy emparentado de modo tan directo, me unen confianza e inclinación. —Mientras hablaba miró a Melkorka y fue como si la acariciara con los ojos.

—Puedes ser mi huésped todo el tiempo que quieras, primo —dijo Aethelred—. Y también a Skarthi y a tu narrador de historias los veré con gusto entre mis compañeros de residencia. Pero no puedo permitir que se quede en mi país un ejército extranjero y, menos aún, uno que despierta los más desagradables recuerdos entre mis súbditos. No puedo negar, tampoco, que han llegado a mis oídos rumores que dicen que pretendes disputarme el trono, aunque no quiero hacer caso a esas habladurías, según las cuales tu ambición no tiene límites, y sería más que una desgracia, una estupidez, luchar contra un ejército que es muy superior en número. Envía, pues, a casa a tus hombres y deja que reflexionemos tranquilamente, entre nosotros, sobre lo que puedo hacer para demostrarte mi agradecimiento, querido primo.

—Aquél que repetidamente es alabado por su inteligencia, más de una vez debe preguntarse si no lo toman por tonto —sonrió burlonamente Sven—. Mira, querido primo, mis hombres y yo hemos hecho un buen trabajo, necesitamos descansar para reponer fuerzas y creemos que nos será más fácil encontrar ese descanso aquí, entre amigos, que al otro lado del mar, donde se nos considera traidores. En lo que respecta a tu ejército, parece ser que lo tienes bien escondido, pues hasta ahora no he visto más que a unos cientos de hombres mal armados que buscaron protección tras las anchas espaldas de Torkel.

—Me costaría menos tiempo sacar de la tierra un nuevo ejército que el que Odinkar necesitaría para llegar aquí con sus hombres desde el norte, querido primo —respondió Aethelred sin inmutarse—, pero mira a mis hermanas y dime si te decides a tomar a alguna de ellas como esposa.

Todos los ojos se volvieron a las hermanas del rey, que estaban sentadas en fila junto a él. Se habían pintado de rojo los labios y las mejillas, y lucían pesadas peinetas y broches de oro en los cabellos, que se peinaban formando moños altos como torres. Tres de ellas eran flacas, la cuarta algo más llenita y tenía un rostro redondo, algo fofo, y sus ojos estaban bordeados por largas pestañas, que le daban un aire de orgullo. Pero, quizá, porque daba la casualidad de que era ella la que estaba sentada junto a la reina, sus atractivos quedaban más expuestos a la comparación con la belleza de Melkorka que los de las otras hermanas. Björn vio cómo los ojos de Sven pasaban sobre ella furtivamente y se quedaban fijos en la reina durante más tiempo de lo que permitía la cortesía.

—Con ella te entregaré York, donde eres muy querido, según he oído decir —concedió Aethelred, que se inclinó para hacer que la mirada de Sven se volviera a él.

—Dame a tu mujer, primo —dijo sencillamente Sven.

Aethelred se quitó la corona y durante un rato pasó sus dedos llenos de sortijas por su pelo escaso. Abrió la boca, pero en esta ocasión en vez de bostezar lanzó un grito fuerte y penetrante que nadie supo interpretar con la excepción de un anciano sirviente, que llenó su copa con agua de vida ambarina que el rey se bebió de un trago.

—¿Has oído lo que ha dicho? —le preguntó a Melkorka.

—No estoy segura de haber entendido bien a tu primo —le respondió la reina.

—Te quiere a ti —le aclaró Aethelred. Dirigió sus ojos azules acuosos a Sven Gabelbart—. Tengo entendido que entre salvajes es algo bastante corriente que un hombre entregue a otro su esposa. Por lo tanto cabría preguntarse si es que me tomas por un bárbaro o es que quieres demostrar que tú eres uno de ellos.

—No la quiero para siempre, sólo para una noche —aclaró Sven con tranquilidad.

—¡Eso es monstruoso! —suspiró el rey, y se llevó ambas manos a las sienes—. ¿Y qué dices tú? —le preguntó a su esposa.

—Tu primo me toma por una ramera —respondió Melkorka.

—¡Oh no, Melkorka! —la contradijo Sven—, Es que eres tan hermosa que el placer de yacer contigo no podría resistirlo más de una noche sin perder la razón.

—Esa ha sido una buena respuesta, desde luego —concedió Melkorka, y se quedó mirando a su marido como si esperara su aprobación.

Aethelred estaba demasiado ofendido e indignado como para hallar satisfacción en unas bellas frases. Volvió a colocarse la pesada corona sobre la cabeza y le dijo a Sven:

—Te doy tres días de plazo para que abandones mis tierras, Sven Haraldsson.

Sin una palabra más salió de la sala seguido de sus hermanas.

—¿No era equitativa mi petición? —preguntó Sven con fingido asombro.

—Por algo así mi padre te hubiera hecho desollar vivo —respondió Melkorka, que se levantó y pasó frente a él para ofrecerle a su admiración su espléndido cuerpo una vez más antes de marcharse.

—Le has herido en su más profunda susceptibilidad, Sven Gabelbart —le dijo Torkel—, y no puedo creer que lo hayas hecho sin intención.

La respuesta de Sven fue una corta sonrisa burlona. Seguidamente le preguntó:

—¿Qué vas a hacer ahora, Torkel?

—Tres días son un plazo demasiado largo —respondió—. Yo voy a esperar un día entero, pero después haré lo que estoy obligado a hacer como fiel seguidor de Aethelred.

—¿Tienes hombres suficientes para echarnos?

—No es mi estilo ocuparme con las cifras —respondió Torkel Wurmfrass—. Tú mismo podrás contarlos después del quinto día, si es que aún sigues en el país.

—Bien, Torkel, bebamos —dijo Sven, y ordenó al criado que sirviera más agua de vida, que continuaron bebiendo durante toda la noche.