Capítulo 11

Era una mañana tranquila, sin viento; sobre el agua se extendían grandes bancos de niebla baja. Cuando el barco de dirigió a la salida del istmo la ciudad ya había quedado sumida en la penumbra. Desde un árbol sin hojas, en la orilla, alzó el vuelo una bandada de cuervos que sobrevoló la nave dando vueltas en silencio sobre ella. Hedin, el timonel, lo observó hasta que la bandada desapareció en la oscura pared del bosque. Fuera ya del estrecho, el buque describió una curva y viró hacia el este; donde su proa hendía el agua negra dejaba atrás una estela brillante y rojiza, bordeada a ambos lados por las huellas circulares que dejaban las palas de los remos.

Thormod estaba junto a Hedin. En sus ropas no se distinguía en nada de los otros miembros de la tripulación, que en parte se sentaban en los bancos de los remos mientras que el resto se había agrupado en el cairel de popa y trataba de dormir. Sólo el sitio que ocupaba mostraba que Thormod era el dueño y el capitán de la nave, pues la subida al puente, la pequeña cubierta delante del codaste, únicamente les estaba permitida a éste y al timonel.

Para ser timonel, Hedin era notablemente joven. El decía que tenía treinta años pero nadie creía que tuviera más de veinticinco. También había quien dudaba de que procediera de Noruega, como decía, pues Hedin no sólo era pequeño y con el pelo negro, sino que además se diferenciaba de sus paisanos en que trataba de evitar las peleas. Pero había algo que muy pronto dejó de ser discutido: que Hedin Gudmundursson era un buen timonel y piloto.

En la elección del resto de la tripulación Thormod, al parecer, se había dejado llevar, sobre todo, por su espíritu ahorrativo. Entre los tripulantes no había ni uno solo de los experimentados marinos que durante el verano llegaban a la ciudad y ofrecían sus servicios a cambio de una buena paga. Por el contrario, Thormod había conseguido engatusar a dos pillastres del puerto que sólo pidieron comida y una participación en los beneficios, que era la mitad de lo que solía pedir un buen marinero. Uno de ellos, al que llamaban Bjarki Sopa-de-Carne, solía contar espeluznantes historias de terror cuya veracidad era más que dudosa, sobre todo porque él mismo les restaba credibilidad afirmando que las había vivido personalmente. El otro era Ketil el Narigudo, del que se decía que era tan vago que encargaba a su mujer que le escarbara en su nariz de tamaño poco común. Aparte de esos dos iba a bordo, también, un hombre al que Björn conocía. Estaba sentado en la cubierta media, envuelto en un abrigo deshilachado, con las piernas estiradas y la espalda apoyada en el mástil.

Si Vagn lo reconoció supo disimularlo perfectamente. Le hizo una breve señal cuando lo vio y continuó su trabajo de modo indiferente. Su barba había encanecido y su cuerpo, encogido y debilitado. Björn sintió un pinchazo en el pecho, cuando vio al adormilado Vagn. ¿Fue a causa del odio que volvía a despertar en él?

En total, la tripulación del buque se componía de catorce hombres de diversas edades. Björn contó ocho remeros, cuatro en cada banda. El buque se hundía mucho en el agua, pero nadie, con excepción de Thormod, sabía en qué consistía su carga, que hizo subir a bordo en vasijas herméticas y selladas y en pellejos cosidos. Por la parte de babor apareció la fortaleza en la que antaño Björn estuvo prisionero. Algunos hombres aparecieron en la empalizada y golpearon sus escudos unos con otros. El ruido hizo que Vagn levantara la cabeza para escuchar. Se alzó medio dormido, se aferró vacilante al mástil y pronunció palabras ininteligibles dirigiéndose a la fortaleza. Los hombres respondieron con gritos y voces. Vagn hizo un gesto y su mirada cayó en Björn por un momento. Lentamente la sonrisa se borró de sus labios y sus ojos se empequeñecieron.

—¿Estoy soñando o eres tú verdaderamente, Hasenscharte? —le preguntó.

—No, no sueñas —respondió Björn, y sostuvo su mirada hasta que Vagn apartó los ojos.

El canal transcurría a los pies de los acantilados y después se deslizaba por aguas poco profundas hasta el centro del fiordo. Björn vio el lugar donde encontró el cadáver de la joven y recordó sus dientes blancos, congelados en una sonrisa mortal. Apareció seguidamente a sus ojos la gran piedra junto a la que Bosi tomó tierra por vez primera cuando llegó con su familia; muy cerca estaba el lugar desde el que Björn, escondido en el cañaveral, observaba el paso de los buques extranjeros. Desde el borde de la orilla hasta la mitad de la altura de la colina se extendía una franja de bosque que había sido talada para aprovechar la tierra para la labranza. Entre los muñones de los troncos, en parte cubiertos de hierba, crecía el centeno pobremente. Encima de aquellos campos, entre los arbustos enrojecidos por la luz del sol, debía de estar la hacienda de Bosi.

Poco después las orillas se acercaban tanto, que apenas si dejaban un estrecho paso entre los cañaverales. Thormod despertó a los que dormían y ordenó a sus hombres que arrojaran sus jabalinas sobre cualquier cosa que se moviera en la espesura. La pérdida de una lanza sería siempre mejor que la de todo un buque con su carga. Los hombres se repartieron por la borda, con sus armas preparadas, y vigilaron la oscuridad del bosque.

—Eso también va contigo, Hombre de la Suerte —le dijo Thormod a Björn, y le extendió una lanza que era más larga que él mismo.

—Por la punta de hierro sabrás cuál es la parte delantera —le dijo Vagn con voz apenas audible entre su barba. Björn vio su cogote cubierto de pelo hirsuto y cómo sus hombros se agitaban con una risa silenciosa y burlona. En ese momento supo que acabaría matando a Vagn.

Una vez que de nuevo navegaron por aguas libres, se llevó a cabo el cambio de la tanda de remeros. También Björn hubo de sentarse en uno de los bancos. Pronto aprendió cómo manejar los pesados remos y repartir su fuerza por igual entre el tronco y los brazos. Comenzó a sudar por el esfuerzo. El paisaje pasaba a su lado sin que él lo percibiera, sin ver otra cosa que sus propias manos y la espalda del hombre que iba sentado delante de él. Perdió el ritmo de la remada, trató de recuperarlo, pero su remo chocó con el del hombre que remaba delante de él, poco después le ocurrió lo mismo con el que iba detrás y en ambas ocasiones recibió Björn un golpe que pareció que iba a arrancarle los brazos del tronco. Un torrente de palabrotas e insultos cayó sobre él y el remero que iba detrás le golpeó en la espalda; Björn continuó remando con todas sus fuerzas, furioso. El sudor resbalaba sobre su rostro y sintió cómo lo invadía una sensación de vacío que parecía llegarle desde sus manos, se extendía por sus brazos hasta apoderarse de todo su cuerpo y su cabeza, una sensación que lo apagaba todo en él, salvo la voluntad de mantener el ritmo de sus golpes de remo.

Al cabo de un tiempo que a él le pareció una eternidad, alguien lo quitó los remos y lo sacó del banco. Se dejó caer en la cubierta y de inmediato se quedó dormido, agotado por el esfuerzo. Soñó con peines que tenían el tamaño de hombres que se transformaban en monstruos de largas piernas que se movían como cangrejos y lo rodeaban amenazadoramente; quiso huir pero las piernas le fallaron.

La voz ruda de Thormod lo sacó de su sueño.

—Baja a tierra a buscar un poco de leña, Björn Hasenscharte —le ordenó el amo del barco—. Vamos a preparar algo para comer.

Björn se levantó y todavía con las rodillas temblorosas se dirigió a la borda. De modo impreciso, como si lo viera todo a través de un cristal borroso, se dio cuenta de que el barco estaba anclado en medio de un banco de arena de aguas poco profundas. Se deslizó por el agua y se dirigió a tierra firme. Ya estaban allí algunos hombres con un trípode del que habían colgado un caldero debajo del cual ardía el fuego.

—¡Vamos, date prisa, vago! —le gritó Ketil, que se había sentado cómodamente junto a la hoguera.

—En la playa hay leña más que suficiente —añadió otro al que llamaban Gunne Pulga de Foca.

Björn caminó vacilante por la arena blanda, encontró en su camino un nido con huevos de gaviota que se comió a toda prisa y subió a una pequeña colina. Desde allí vio el mar abierto por primera vez; ni una ráfaga de viento agitaba la superficie del agua en todo lo que tenía al alcance de su vista, bajo la luz oblicua del sol. Le pareció imposible que aquel mar tranquilo pudiera convertirse en el monstruo furioso que lo arrollaba todo, capaz de tragarse barcos y personas, del que tantas veces había oído hablar.

La playa estaba llena de maderas y trozos de leña: ramas largas, raíces de grandes árboles e incluso troncos enteros desprovistos de su corteza y que parecían haber sido lustrados por el roce de la arena. Björn se cargó sobre la espalda toda la leña que pudo y regresó junto a la hoguera en la que estaban sus compañeros.

—Con eso no tendremos bastante para cocer la carne —le dijo Ketil el Narigudo—. ¡Ve a buscar más, pequeño!

—¡Ve tú mismo, si crees que no es suficiente! —le replicó Björn.

—No voy a permitir que me hable así alguien que no hace mucho era un esclavo en venta —contestó Ketil. Levantó la cabeza, no sin dejar ver el gran esfuerzo que aquello le costaba, y gritó dirigiéndose a Vagn, que estaba en la borda del barco—. ¿Cuánto te pagó Swain por él, Vagn?

Desde el buque no le llegó respuesta alguna, pero cuando Ketil quiso volver a recostarse sobre los brazos, Björn le puso la rodilla sobre el pecho y con una mano le cogió con fuerza por su enorme nariz.

—Ya no soy un esclavo —le advirtió Björn sin levantar la voz más de lo normal— y te arrepentirás si quieres tratarme como tal.

Ketil el Narigudo gritó de dolor e insultó a Björn hasta que éste le hizo callar de un puñetazo.

Toda la tripulación acudió a comer, menos dos hombres que se quedaron de guardia en el barco, y se sentaron alrededor del fuego. Gunne cortó la carne en trozos, el mayor de los cuales fue para Thormod, uno algo más pequeño para Hedin y los demás se repartieron el resto, lo suficiente para saciar su hambre. Una vez que hubieron comido la carne, vieron cómo Thormod roía los huesos con visible placer, los rompía y sorbía el tuétano antes de arrojar el hueso mondo al agua.

—Una panza demasiado llena hace al hombre perezoso y descuidado —explicó Thormod, mientras se chupaba los dedos uno a uno—. Por esa razón os daré sólo la comida suficiente para que podáis conservar las fuerzas. Ante nosotros tenemos un largo viaje; llegaremos a lugares en los que nunca estuvo ninguno de vosotros y es preciso mantenerse ágiles y vigilantes.

Bjarki Sopa-de-Carne levantó su mano derecha.

—Como todos podéis ver, en esta mano sólo me quedan tres dedos, pues los otros me los quitó de un mordisco una serpiente de mar —explicó—. Pero estos tres bastan para contar los países en los que aún no he estado. Por el contrario, si quisiera contar todos aquellos lugares en los que he puesto los pies, tendría que contar además de mis dedos los de todos vosotros... incluyendo los de los pies.

Los hombres comenzaron a reír. Bjarki, sin desanimarse por ello, esperó tranquilo hasta que las risas cesaron y continuó:

—Estoy seguro de que Thormod estuvo muy lejos, pero ni siquiera él ha estado junto al abismo que existe en el fin del mundo. Es lo más espantoso que han visto ojos humanos, permitid que os lo diga uno que todavía lleva en los huesos el horror de esa visión.

—No le preguntéis por qué no se cayó por el abismo —les rogó Ketil el Narigudo a los demás—, si no queréis que tengamos historia para toda la noche.

Se vio con claridad que aquella observación enfurecía a Bjarki.

—Tú no te metas en esto —le gritó, e hizo ademán de querer lanzarse sobre el Narigudo—. Mientras que yo he viajado por todo el mundo, hasta el lugar donde el mundo tiene su fin, tú no has visto ni tu propio ombligo.

—No os peleéis, hermanos —dijo un hombre alto, de mejillas demacradas, que llevaba el pelo cortado como suelen tenerlo los frailes. Como más tarde le contó a Björn en una larga noche de invierno, había sido expulsado vergonzosamente del convento porque la lectura de la Biblia le había llevado al convencimiento de que Dios era hermafrodita—: Quién sabe cuándo podremos disfrutar de otra noche tan tranquila como ésta —terminó.

—Egbert tiene razón —aprobó Thormod—. No desperdiciéis el tiempo en peleas inútiles, aprovechadlo para dormir. Para enfrentarme con el Mar Occidental, necesitaré hombres descansados.

En silencio, se quedaron sentados un poco más alrededor de la lumbre mientras el sol se ponía sobre la franja de bosque y el cielo se teñía de rojo. Hedin se quedó mirando las nubes que en el oriente, sobre el horizonte, parecían formar un espeso rebaño de ovejas blancas y vaticinó:

—Tendremos viento, pero se nos pondrá difícil poder salir a alta mar.

Cuando comenzó a oscurecer, apagaron el fuego y volvieron a bordo. Thormod llevó el buque a aguas más profundas para estar mejor protegidos de un posible ataque por sorpresa, y allí lo mantuvo al pairo. Le explicó a Hedin que los nativos de aquellos lugares sabían que los bancos de arena entre el fiordo y el mar abierto eran lugar preferido para echar el ancla de los barcos extranjeros y más de un marino había perdido su carga y su vida a sus manos.

Thormod repartió la guardia. El primer turno se le encomendó a Bjarki Sopa-de-Carne y a Halfdan el Corderito, el hijo de un labrador de Seeland. Los demás se acurrucaron de dos en dos en sacos de piel que durante el viaje servían para guardar sus enseres personales. Björn compartía el suyo con un joven de su misma edad llamado Leif, que era pariente lejano de Vagn, y que no ocultaba su antipatía, incluso su profundo desprecio, por él. Así surgió entre Leif y Björn una amistad de la que éste último se jactó hasta su vejez, pese a que tuvo un mal final.

Durante la noche Björn fue despertado por el ruido producido por un trozo de la vela que se había desatado y se movía a causa del viento; el cielo estrellado parecía girar en torno al extremo superior del mástil, en una y otra dirección. De pie en la popa estaba Vagn, con el rostro mustio y grandes manchas azulverdosas en torno a las órbitas de sus ojos. Por un momento Björn tuvo la sensación de que Vagn lo miraba, pero cuando el buque se giró de nuevo y la luz de la luna cayó sobre el rostro de Vagn pudo ver que su antiguo amo tenía los ojos cerrados.

Antes de la salida del sol, Thormod despertó a la tripulación. Con el viento se produjo una fuerte corriente de tal modo que aunque el barco estaba anclado su proa cortaba el agua y dejaba un rastro de espuma que era arrastrado por las aguas. Thormod ordenó a los remeros que ocuparan sus bancos y remaran con todas sus fuerzas, marcando él mismo el ritmo de la remada con la vara de una lanza. Sin embargo, por mucho que los hombres se esforzaron, el cabo que sujetaba el ancla se mantenía tenso. Thormod saltó al agua y pidió a los demás que siguieran su ejemplo. Metidos hasta el pecho en el agua fría empujaron el barco por el estrecho canal entre los bancos de arena hasta el mar abierto. Cuando sintieron que perdían pie, los hombres volvieron a subir a bordo. Ahora, fuera del cauce de la corriente, los remeros sólo tenían que enfrentarse con la fuerza del viento, y a golpes de remo lograron adelantar un poco la proa sobre las verdes olas del mar. Fuera ya de las peligrosas aguas poco profundas, Hedin puso rumbo al norte e hizo desplegar la vela de color pardo. Los remeros se desplomaron extenuados, tan bañados en sudor como los otros lo estaban por el agua del mar.

La nave navegaba bien. Después de continuar un rato siguiendo el rumbo al norte a lo largo de la costa, Hedin utilizó la vela para aprovechar al máximo el viento y navegar en dirección noroeste.

—En mi opinión —le dijo Thormod al timonel— debemos seguir rumbo norte y esperar un viento favorable de levante. Por lo menos así lo han hecho siempre los otros pilotos con los que navegué con anterioridad.

Hedin le indicó un gigantesco roble de tronco doble que se alzaba solitario en la plana franja costera.

—Cuando hayamos virado y tengamos ese árbol a babor, podremos pasar entre las islas siguiendo rumbo noroeste sin necesidad de esperar el viento de levante.

—Tú eres el piloto —concedió Thormod— y me maravilla lo bien que conoces estos lugares. ¿No me dijiste que nunca habías navegado tan al sur?

—Lo que sé me lo ha enseñado mi padre —respondió Hedin—, que se pasó la mayor parte de su vida en el mar y me transmitió sus conocimientos.

El viento se hizo aún más frío. Las olas tomaron un color verde oscuro y mostraban a veces su corona de espuma. Los hombres colgaron sus ropas para que se secaran y se sentaron acurrucados en los lugares más resguardados del viento. Thormod, por su parte, debía pensar que nada calienta más el cuerpo que el trabajo y ordenó a sus hombres que achicaran el agua que había entrado en la bodega por las escotillas. Tan sólo Ketil el Narigudo consiguió escapar a los ojos vigilantes del dueño del barco escondiéndose detrás de un saco de piel lleno de pescado seco.

Hacia el mediodía el viento cambió al sureste, con lo que el barco, que conservó su curso, ganó en velocidad. Las olas saltaban por la proa y se extendían espumantes barriendo la cubierta. Los hombres de la tripulación tuvieron que cambian las perolas por grandes cubos de madera para poder achicar el agua que entraba en el barco. Pronto aparecieron por la proa las siluetas oscuras de algunas islas. A medida que se aproximaban a la costa el gris de las aguas se fue disolviendo en diversas tonalidades, desde la amarillenta y parda hasta la rojiza amarillenta de la orilla y, más allá, sobre ella, el verde claro de los prados y el más oscuro de los bosques. No había señas de sus pobladores pero los campos cultivados ganados al bosque, el olor de humo de un fuego invisible y un pequeño bote atado a la raíz de un árbol demostraban que la isla estaba habitada.

Uno de los tripulantes, llamado Olaf Muerdebacalaos, porque solía matar a estos peces de un bocado en la cabeza, propuso pasar la noche en la casa de labranza de su padre, donde podrían comer en abundancia. Su padre, además, hacía una buena cerveza. Pero Thormod negó con la cabeza y alegó que, teniendo en cuenta el gran viaje que tenían por delante, no era recomendable visitar a los parientes, puesto que según su experiencia, esas visitas solían acabar en una borrachera de varios días. Ahora, ellos eran ante todo gentes de la mar y para ellos no había otro hogar más que su barco.

Hedin no intervino en la conversación. Con gran seguridad y una destreza que sorprendió a todos, condujo el barco entre la confusión de islas grandes y pequeñas, eludió las aguas bajas, que los demás sólo notaron cuando pasaban junto al costado de la nave, y supo aprovechar el más leve soplo de viento para mantener el rumbo.

La única persona que vieron aquel día fue un pescador que estaba sobre una roca plana, junto a la orilla, recogiendo una gran red extendida con movimientos regulares. Olaf Muerdebacalaos hizo un altavoz con sus manos, le gritó al pescador su nombre y el de su padre y le rogó que le dijera a éste que su hijo había emprendido un largo viaje del que pensaba regresar convertido en un hombre rico. El pescador no hizo nada que diera a entender que había comprendido las palabras de Olaf; ni siquiera se dignó a mirar el barco que, arrastrado por una ráfaga de viento, pasaba muy cerca de donde él estaba, abriendo con la proa un surco espumoso en el mar.

Bjarki Sopa-de-Carne no dejó pasar la ocasión y alzando sus tres dedos dijo:

—Podría contarte muchas cosas de hombres que se hicieron a la mar siendo pobres y regresaron con mucho menos, Olaf. Y no fueron pocos los que además recibieron lo suyo.

—Pues yo volveré con un saco lleno de oro y plata o no regresaré —respondió Olaf seguro de sí mismo. Si tuvo razón de un modo u otro, es algo que escapa a nuestro conocimiento, puesto que él, como ya contaremos más adelante, desapareció un buen día para no volver a ser visto.

Al atardecer, anclaron en un lugar protegido de los vientos frente a una isla llena de bosques. Como la orilla quedaba fuera del alcance de la vista, Thormod no permitió que sus hombres bajaran a tierra para preparar la comida, así que repartió unos bollos de pan, pescado seco y leche agria. Cuando se fue a sacar el pescado del saco, apareció de nuevo la nariz de Ketil al que, hasta entonces, nadie había echado a faltar. Entre los muchos malos olores que su cuerpo despedía destacaba de modo extraordinario el de bacalao seco, que siguió unido a él pese a los muchos baños que sus compañeros le forzaron a tomar.

Por la noche estalló una tormenta. Las ráfagas de viento procedentes del bosque soplaban sobre el barco con tanta violencia que amenazaban con romper el cabo del ancla. Thormod hizo colocar otro cabo más, suplementario, que fue atado a una roca. Con ello se impedía que la embarcación pudiera ser arrastrada por la mar agitada, pero según la dirección en que llegaban los golpes de viento huracanado, era una u otra de las amarras la que sujetaba al barco con tirones tan bruscos que hicieron que los hombres de la tripulación se despertaran asustados.

Hacia el amanecer la tormenta amainó un poco. El bosque se alzaba como una muralla dentada y oscura delante de un banco de nubes grises cuyos bordes comenzaban a enrojecerse con la luz del sol naciente. Thormod hizo soltar amarras, levantó ancla e hizo izar la vela. Hedin condujo la nave fuera de la zona que la isla protegía del viento, pero se mantuvo lo más cerca posible de la orilla para no exponerse totalmente a la fuerza del viento. La isla era muy larga y tan angosta que podían oír el bramar de las olas en las rompientes situadas en la otra orilla. Mientras más se alejaban hacia el norte, menos espesos eran los bosques que, finalmente, quedaron reducidos a algún que otro árbol aislado con ramas medio desgajadas por la violencia del temporal y que dejaban a la vista franjas de tierra cubiertas únicamente por arbustos y monte bajo.

Con un gemido la embarcación se inclinó sobre su banda de babor y el agua entró en ella. Thormod se dio cuenta de que algunos de los miembros de la tripulación tenían fijas en él sus miradas de preocupación y se echó a reír.

—Una vez que estemos en el Mar Occidental un tiempo como éste no nos quitará el sueño —gritó—, pues algo así se considera allí como calma chicha.

El piloto, con las manos en el timón, no dijo una palabra, sus ojos iban continuamente de la vela a la proa y desde allí a los escollos del extremo norte en los cuales las olas rompían con estrépito.

Una vez que quedó atrás la estrecha lengua de tierra, mantuvo rígido el extremo de proa de la vela por medio del beitiàs e hizo navegar la embarcación de modo que el viento y las olas casi le llegaran de frente haciendo que la proa se alzara y se hundiera alternativamente con poderosas oscilaciones, pero los movimientos del barco pronto se hicieron más regulares, como si se tratara de un animal gigantesco que respirara de modo profundo y rítmico.

Se adentraron mucho en el mar hasta que apareció ante su vista la costa de Zeelanda. Entonces, Hedin dio un giro de timón y dejó que el buque navegara con viento de popa rumbo al oeste. Entre los velos de niebla que iban quedando atrás, aparecía cada vez con mayor claridad el paisaje costero de una gran isla. Björn vio una costa escarpada que brillaba amarillenta y dorada bajo los rayos del sol y, poco después, pudo distinguir los incontables agujeros escarbados en la roca por las golondrinas de mar negras. Y, mientras aún resonaba en sus oídos el rugir de las aguas al chocar con las rompientes, el barco había entrado ya por un estrecho paso que apenas tenía la anchura de un tiro de piedra y que terminaba en una bahía bordeada por el sur por un bosque y al norte por prados y campos de cereales.

Perdiendo velocidad poco a poco, a impulsos del viento, el barco de deslizó por las aguas poco profundas. El aire era tan claro que podía verse la playa ondulada y arenosa, sobre la que pasaban en vuelo grandes bandadas de garzas. Por ese lado de la orilla Thormod hizo detenerse su barco.

—Iré a ver a Skjalm Hvide para preguntarle si nuestra visita le es conveniente —dijo antes de tomar tierra y desaparecer en el bosque.

Poco después regresó acompañado de un muchacho que se llamaba Asser y era uno de los hijos de Skjalm. En silencio, el joven observó a la tripulación y pronto pareció convencerse de que por su parte no les amenazaba ningún peligro y les rogó que lo acompañaran. Thormod dejó a tres de sus hombres de guardia en la embarcación y les pidió a los demás que bajaran a tierra y se comportaran debidamente.

Skjalm Hvide los recibió amistosamente. Descendía de un linaje cuyo origen se remontaba al hijo que el dios Baldur engendró a una mujer gigante, y aquellos que lo vieran podían dudar de su origen divino pero no de que era un descendiente de una gigante. Incluso sentado, la cabeza de Skjalm sobresalía a la de aquellos que estaban de pie a su lado, y cuando se levantó fue como un árbol que en vez de ramas viera su tronco coronado por una poderosa cabeza cubierta de pelo blanco. Tan poderosas como las medidas de su cuerpo eran la voz y las fuerzas de Skjalm. Se decía de él que podía desnucar a un oso con las manos desnudas y que su risa atronadora era capaz de derrumbar una casa. Es posible que esto fuera una exageración pero de todos modos la tripulación de Thormod estuvo de acuerdo en que Skjalm Hvide era el más alto y fuerte de todos los hombres vivos; ni siquiera a Bjarki Sopa-de-Carne se le ocurrió una historia que afirmara lo contrario.

La hacienda de Skjalm parecía una fortaleza. En torno a las viviendas y establos, ordenados en círculo, se alzaba una muralla de troncos de árboles colocados en forma vertical y cuyos extremos superiores habían sido cortados en forma de afilada punta. Skjalm Hvide tenía muchos envidiosos y enemigos y, con especial orgullo, se jactaba de que también el rey Harald se contaba entre ellos. Para el monarca el gran terrateniente y jarl era como una espina en un ojo, pues Skjalm no tenía pelos en la lengua a la hora de afirmar públicamente que en lo referente a riqueza, inteligencia y antigüedad de su linaje, era él quien tenía todo derecho a la realeza. Ahora había llegado a sus oídos la conversión de Harald al cristianismo y estaba ansioso de conocer detalles al respecto. El jarl hizo sacrificar un buey y tres corderos y sirvió a sus invitados una cerveza tan fuerte que ya al primer trago empezó a nublar los sentidos de Björn. Skjalm estaba sentado, en la cabeza de la mesa, rodeado de sus doce hijos adultos y una numerosa caterva de nietos adolescentes. Aunque hacía calor, el jarl lucía un valioso manto de piel, pues Skjalm no sólo era muy rico sino que le gustaba mostrar su riqueza a los ojos de todos. Contrariamente a Harald, Skjalm no permitía a sus mujeres compartir su mesa. En presencia de mujeres, solía decir, los hombres tratan de competir entre ellos en gestos frívolos y petulantes en vez de dar rienda suelta a su alegría natural; además siempre había sido así en su estirpe y él no pensaba desviarse ni un ápice de aquello que sus antepasados habían considerado conveniente.

—Disfrutad de la comida —animó a sus invitados una vez que fueron servidas las viandas—. ¡Y pobre de aquél que se levante de mi mesa antes de estar harto y borracho!

La carcajada que siguió a esas palabras hizo que algunos miraran a su alrededor en busca de una salida en caso de que la casa fuera verdaderamente a derrumbarse.

Como una jauría de lobos hambrientos, la tripulación de Thormod se lanzó sobre las verdaderas montañas de carne humeante. Bjarki hizo justicia a su apodo con la forma como se tragó cazuelas y cazuelas de sopa hirviente. Thormod observó con disgusto la glotonería de sus hombres y para desviar la atención de Skjalm del mal comportamiento en la mesa de su gente, le transmitió los saludos del rey Harald.

—Te doy las gracias por tu intención, aunque estoy seguro de que no te ha encargado que me traigas sus saludos —respondió el jarl sonriendo—, pero cuéntame qué ha llevado a Harald Diente Azul a renegar de los antiguos dioses.

Thormod le habló de la fiesta del rey Harald y de la prueba de fuego de Poppo. Aunque no tenía idea de que compartía mesa con otro testigo del acontecimiento, Thormod se mantuvo fiel totalmente a la verdad. Una vez que hubo terminado de hablar, dijo Skjalm:

—Sea como sea que ese Poppo consiguió no abrasarse las manos, la realidad es que para Harald el dejarse bautizar significa un gran negocio pues, como he oído, el emperador le ha concedido la exención de tributos. Ahora estará en condiciones de crear su propio ejército y tratará de hacernos difícil la vida. Pero como que me llamo Skjalm Hvide, nadie podrá decir de mí jamás que le he sido infiel a los antiguos dioses.

Con esas palabras, comenzó a decir Thormod al cabo de un rato de respetuoso silencio, Skjalm ha probado de nuevo que es un príncipe llamado a las más altas empresas y honores. Si el jarl no se sentía ofendido por aceptar un regalo de un humilde comerciante, él le suplicaba permiso para ofrecerle el suyo. Skjalm Hvide hizo un gesto de satisfacción y Thormod ordenó que le trajeran del barco un saco de piel que abrió delante de los ojos de su anfitrión. El saco contenía un gran número de hojas de espada. Thormod tomó una de ellas, acarició cariñosamente su filo y señaló unas runas grabadas en la hoja.

—Han sido forjadas por Ulfberht el Franco; aquí puedes ver su nombre.

Puso la hoja en las manos de Skjalm, cuyos ojos se iluminaron.

—He oído hablar de Ulfberht y me han informado que no hay nadie como él para templar la hoja de una espada —dijo el jarl—. Me das una gran alegría con este regalo, Thormod, pero ¿cuánto quieres por las restantes?

Thormod le respondió que había llegado como invitado y no como mercader. El jarl lo confirmó expresamente haciendo abrir un nuevo barril de una cerveza que, como afirmó, sólo bebía con sus mejores amigos. La conversación continuó así durante un rato hasta que se pusieron de acuerdo y las hojas de espada cambiaron de propietario. Ambos quedaron satisfechos. Skjalm creyó que las había conseguido por un precio de ganga y Thormod confirmó algo que ya sabía: que nada da más valor a una mercancía que el buen nombre de su fabricante. Por esa razón se tomó el trabajo de ser él mismo quien, con propia mano, grabó en las hojas el nombre de Ulfberht.

Se quedaron tres días en la corte de Skjalm Hvide. La mayor parte del tiempo la pasaron charlando y bebiendo en la mesa del gran terrateniente. Aparte de las ya mencionadas hojas, Thormod vendió al jarl puntas de hierro para lanzas y flechas, hachas de combate, cascos y cotas de malla. La cordial despedida dejó deducir que ambos quedaron con la impresión de haber hecho un buen negocio. Skjalm regaló a la tripulación un barril de cerveza y los acompañó personalmente de regreso al barco.

El viento se había calmado. A remo sacaron la embarcación de la bahía hasta mar abierto. Delante de la costa había una serie de dunas altas, pero la brisa era demasiado débil para poder mover el barco, así que Thormod ordenó que los remeros siguieran en su puesto. Entre tanto, Björn había aprendido que el remar se cuenta entre los trabajos que se realizan mejor mientras menos entendimiento se ponía en él. Por esta razón, mientras remaba, podía dedicar toda su atención a los hombres que el destino quiso que fueran sus compañeros de viaje. Aparte de los que ya hemos mencionado, estaban Hemmo el Corto, que era aún más bajo que Björn pero que contaba con una extraordinaria fuerza corporal gracias a la cual podía abrazar desde atrás a sus adversarios y apretar hasta aplastarles el tórax; otro se llamaba Torkel el Salmón y llamó la atención de Björn porque sólo se alimentaba de pescado, que él mismo pescaba y devoraba crudo. Finalmente estaba Tosti el Tuerto, que vino al mundo con sólo un ojo, el izquierdo. Esto perjudicaba su visión pero en cambio había desarrollado tanto su olfato, que no sólo podía oler la tierra firme antes de que nadie pudiera verla sino que además podía anunciar con seguridad infalible si aquella región estaba habitada o no. Y si esto ya de por sí era extraordinario, todavía iba más lejos, pues su olfato le decía si entre aquellos habitantes había mujeres. Según él, las mujeres emanan un olor que, aunque humano, resultaba inconfundible. Con esa habilidad, Tosti el Tuerto se había ganado un gran respeto entre la tripulación, y en el transcurso del viaje ocurrió en más de una ocasión que el piloto le pidiera consejo.

Björn no le prestó atención a los demás hombres que aquí no han sido mencionados y sólo supo de ellos que, como él, vivían y trabajaban a bordo, que como él pasaban hambre y peleaban y que algunos de ellos, de un modo u otro, acabaron por perder la vida.

Aprovechando un viento tranquilo del suroeste, continuaron navegando a vela rumbo al norte. Pronto dejaron atrás Zeelanda y mientras a babor quedaban las costas de Jutlandia, ricas en bahía y ensenadas, a estribor tenían el mar abierto. Los hombres de la tripulación se tumbaban sobre cubierta. Unos dormían y otros pasaban el tiempo con juegos o escuchaban, todavía cansados por los excesos gastronómicos en la mesa de jarl, las historias increíbles de Bjarki Sopa-de-Carne. Björn solía sentarse a popa con Leif, que le contó que descendía de los anglos del norte. Después de que su hermano mayor se hizo cargo de las tierras de labranza de la familia, él se fue a la ciudad en busca de Vagn, que era un primo de su padre. Vagn no sólo se aprovechaba de cualquier pretexto para hacerle saber que no era bienvenido sino que lo trató como un siervo más que como a un sobrino. Muchas de las cosas que le contó Leif le hicieron recordar muchas de las cosas que él también hubo de soportar en la casa de Vagn, aunque nunca le habló de ello. El odio que sentía por Vagn era algo que no quería compartir con nadie.

Por las noches anclaban en diversas ensenadas que se diferenciaban entre sí en que las zonas boscosas de las orillas eran menos densas y sus árboles más bajos mientras más subían hacia el norte. Pronto resultó difícil dar con una bahía adecuada para echar el ancla, pues en lugar de estar bordeadas de bosques con sus orillas estaban pobladas de arbustos espinosos detrás de los cuales, y hasta el horizonte, se extendían llanuras pantanosas y desprovistas de árboles. Con el tiempo, Thormod había llegado a confiar en el olfato de Tosti el Tuerto y cuando éste le dijo que no olía la presencia de hombres, Thormod permitió que algunos de los tripulantes bajaran a tierra para guisar la comida.

Una tarde, a última hora, Thormod sacrificó un pequeño perrito que hasta entonces, inadvertido para la mayoría, estuvo encerrado en un escondite bajo el castillo de proa. El mercader le abrió la yugular, dejó que la sangre cayera sobre sus manos y alzó éstas al cielo en oferta al dios del mar, Njörd, cuyo apoyo pidió a grandes voces. La imagen de todo aquello quedó grabada en la memoria de Björn: Thormod en una pequeña colina en la orilla, con las piernas hasta las rodillas en los espesos arbustos, con sus manos empapadas en sangre y los dedos estirados elevados hacia el cielo vespertino que empezaba a mancharse de rojo. Más tarde hizo que le llevaran un haz de leña sobre el que quemó el cadáver del perro.

Aquella noche la cena fue más abundante y estuvo regada en abundancia con la fuerte cerveza de Skjalm Hvide, quizá más de lo que algunos de los miembros de la tripulación fue capaz de soportar. Halfdan el Corderito, al volver al buque, se adentró demasiado en las aguas de la bahía y hubiera sido arrastrado por la corriente mar adentro de no haberse quedado enganchado en uno de los anzuelos de Torkel. A Ketil el Narigudo, el exceso de cerveza lo llevó a arrojar contra la cabeza de Björn una piedra del tamaño de un puño, pero como sólo podía moverse muy lentamente, Leif tuvo tiempo de darle un golpe en el brazo alzado. El grito que dejó escapar Ketil fue el primer aviso que tuvo Björn del peligro al que estuvo expuesto. Le dio las gracias a Leif y a partir de ese momento decidió no volver las espaldas a Ketil jamás.

La ofrenda de Thormod pareció ser bien recibida por el dios del mar. Al mediodía siguiente, cuando el buque llegó al extremo norte de Jutlandia, únicamente el color azul oscuro de las aguas indicaba que habían entrado en el Mar Occidental.

Este mar, temido por la bravura de sus aguas, brillaba plano y tranquilo bajo la luz del sol. Un viento flojo pero continuado empujaba al barco hacia el norte; las dunas arenosas de los estrechos se hundían bajo la quilla. Pronto se encontraron en mar abierto.

La navegación regular, el monótono sonido del agua al rozar el casco y el perezoso crujir de la arboladura hacían que los hombres se sintieran soñolientos. Adormecidos, con los ojos semicerrados, sus cuerpos se mecían con el suave balanceo de la nave. Hedin era el único que no daba muestras de cansancio. El inesperado recibimiento que les brindó el Mar Occidental pareció llenar de desconfianza al piloto; sus ojos vigilaban atentamente el horizonte, seguían el vuelo de las aves marinas o se volvían hacia su propia sombra, que se proyectaba encogida delante de él sobre la cubierta del puente.

Cuando la bola del sol se hundió en el mar por el oeste, apareció en el horizonte una vacilante franja delgada que parecía flotar sobre la superficie del mar. Los tripulantes, alertados por el grito del piloto, empezaron a discutir si se trataba de tierra o simplemente un banco de niebla y le pidieron su opinión a Hedin; éste, en silencio, pasó la pregunta a Thormod, pues el patrón era el único al que le estaba permitido informar a la tripulación.

—Se trata de la costa de Noruega —aclaró Thormod a los que habían preguntado—. Si Njörd continúa siendo benévolo con nosotros, ella será la que marque el rumbo de nuestro viaje a partir de este momento y durante muchas semanas.

Después de cambiar impresiones con Hedin, Thormod le comunicó a la tripulación que había decidido pasar la noche en el mar en vez de perder el tiempo buscando un lugar apropiado para echar el ancla, lo que no encontró la aprobación de todos pues eso significaba que tendrían que conformarse con un rancho frío compuesto principalmente por leche agria, bacalao seco y galleta enmohecida.

La noche era clara y estrellada, con un viento muy flojo, casi inexistente. Gaviotas gigantescas volaban silenciosas alrededor de la embarcación. Cuando con las primeras luces del alba salieron, entumecidos, de sus sacos de piel empapados por el rocío, vieron que el barco navegaba ahora en dirección oeste hacia un cabo que penetraba violentamente en el mar. La costa era accidentada y rocosa; a lo lejos, tierra adentro, alzaban su silueta unas cadenas montañosas onduladas apenas visibles entre la niebla.

Poco antes de la salida del sol, Björn relevó a Hemmo el Corto como vigía y, por esa razón, fue el primero en ver una embarcación larga y estrecha que surgió de repente de detrás de una roca. Durante unos instantes el terror paralizó su lengua y sus labios sólo pudieron balbucear unas palabras ininteligibles seguidas de un grito agudo. Fue entonces cuando Hedin la vio también, giró el timón y puso rumbo a alta mar pero la pesada nave apenas había iniciado la maniobra cuando la otra embarcación, más ligera e impulsada por veinte remeros, se colocó a su misma altura. En la popa iba un hombre robusto, que vestía una piel de pelo muy largo que dejaba sus brazos al descubierto. Cuando las dos embarcaciones estuvieron más cerca, Björn pudo ver que no sólo sus brazos estaban tatuados desde la punta de los dedos hasta el hombro, sino que también lo estaba su rostro.

La visión de aquel hombre hizo palidecer a Hedin.

—Es Thorgeir Bryntroll —le dijo a Thormod en voz baja.

—¿Lo conoces? —le preguntó Thormod en el mismo tono.

—Mi padre y él navegaron juntos en las correrías de los vikingos —respondió el piloto—. Y por eso sé que Thorgeir es tan cruel como imprevisible.

—Lo primero podría sernos de utilidad —comentó Thormod—. Quizá se alegre de ver al hijo de su antiguo compañero de navegación.

Hizo ciar la vela y ordenó a la tripulación que tuvieran dispuestas las armas junto a la amurada.

Los dos barcos saltaban sobre las débiles olas proa a alta mar, separados uno del otro por sólo unos remos de distancia. El vikingo alzó el arma a la que habían dado su nombre, el hacha de combate vikinga de doble filo cuya parte superior está coronada por una aguzada punta de hierro. Seguidamente preguntó el nombre del propietario del barco, en qué consistía su carga y cuál era su destino. Una vez que Thormod hubo dado respuesta a sus preguntas, explicando que su carga consistía en baratijas sin valor destinadas al intercambio con los pueblos salvajes del norte, Thorgeir se echó a reír y le respondió:

—No tienes que ir mucho más al norte para encontrar salvajes con los que comerciar, Thormod Grisson. Difícilmente encontrarás gentes más salvajes que nosotros, así que déjame ver qué puedes ofrecernos.

Thormod le replicó:

—Tengo pocas cosas que puedan alegrar tus ojos, Thorgeir. Pero pagaré gustoso una bolsa de plata por el placer de poder jactarme de haber visto cara a cara al gran Thorgeir Bryntroll.

—Como todos los comerciantes tú también eres un charlatán —respondió Thorgeir—, así que te aconsejo que no despiertes mi enojo con más palabrería. Enséñame lo que llevas y después ya veremos.

Thorgeir ordenó a sus hombres que cambiaran los remos por ganchos de abordaje y colocarse en la borda.

—Habla con él —Thormod se dirigió en voz baja a su piloto, al que hizo adelantarse. Hedin dijo su nombre y se identificó como hijo de Gudmundur Einarsson, que durante años navegó con él practicando la piratería. El vikingo lo oyó con disgusto pues se jactaba de su hidalguía y ésta exigía que se comportara con condescendencia con el hijo de su amigo y con sus compañeros de navegación. Finalmente, cuando Hedin mencionó que su padre en cierta ocasión le salvó la vida, el vikingo hizo un ademán con la mano ordenándole silencio y añadió:

—Tienes suerte, Thormod, de traer contigo como piloto a Hedin Gudmundursson. Pero esa suerte sería excesiva si os dejara marchar sin más. Dame un marco de plata por cada uno de tus hombres y nos despediremos por las buenas.

Esa exigencia sacó a Thormod de sus casillas. Se mesó los cabellos y puso por testigo a todos los dioses de que no estaba ni estaría nunca en condiciones de pagar tal cantidad de plata. En vista de eso, Thorgeir hizo que uno de sus hombres le entregara una lanza que arrojó contra uno de los tripulantes del barco de Thormod. El arma le atravesó el pecho y dejó al infortunado clavado al mástil.

—Ahora te saldrá algo más barato —hizo un gesto sarcástico el vikingo—. Y seguiré haciendo lo mismo hasta que hayas satisfecho mis exigencias.

Con manos temblorosas, Thormod sacó de debajo del puente una bolsa de cuero llena de monedas y la arrojó sobre la cubierta de la embarcación del pirata. Éste la abrió, comprobó su contenido y sacudió la cabeza.

—Esta cantidad es suficiente por Hedin Gudmundursson y tú mismo. ¿Vais a continuar navegando vosotros dos solos?

—¡No tengo más! —gritó Thormod. Pero cuando vio que el vikingo extendía de nuevo la mano para pedir otra lanza, Thormod desató otras dos bolsas más pequeñas que llevaba atadas al cinturón y se las arrojó a Thorgeir—. Ahora te juro que no me queda ni una sola pieza más de plata —dijo con voz entrecortada.

—No me fío en absoluto del juramento de un mercader —replicó Thorgeir—, pero el recuerdo de mi compañero Gudmundur ha ablandado mi corazón, así que daos prisa y desapareced de mi vista antes de que me arrepienta de mi generosidad.

Sin esperar las órdenes de Thormod, los hombres corrieron a los remos y con firmes golpes pusieron el barco fuera del alcance de las jabalinas de los vikingos.

—Con el dinero que he pagado por vosotros hubiera podido contratar una tripulación de marinos elegidos —le echó en cara Thormod a sus hombres—. Pero como no sois más que un montón de inútiles ratas de tierra, reduciré en la mitad vuestra participación en los beneficios. Creo que para vosotros vuestras vidas valen al menos eso.

Al principio no se oyó ninguna objeción en contra; no obstante, aquella noche cuando anclaron junto a una isla que los protegía contra el viento, Björn oyó cómo Egbert calificaba de explotador al patrón del barco.

Durante varios días continuó el buen tiempo. Fue como si el Mar Occidental quisiera desmentir su mala fama. Una vez que el barco describió una amplio círculo para rodear las costas del extremo sur de Noruega, volvió a poner de nuevo rumbo al norte. A impulsos más de una fuerte corriente marina que de la fuerza del viento, el barco navegó a lo largo de una costa abrupta y desprovista de árboles, tras la cual se alzaban unos montes cubiertos de bosques hasta media altura. De trecho en trecho, a estribor, se abría paso algún estrecho fiordo que se adentraba en tierra flanqueado a ambos lados por altos acantilados.

De repente refrescó el viento y las nubes que empezaron a formarse en el cielo parecían indicar que pronto sería más fuerte. Hedin condujo el barco entre las rocas donde, si bien estaba protegido del viento, corría el peligro continuo de naufragar al chocar contra alguno de los incontables arrecifes, unos visibles sobre el agua y otros que quedaban ocultos bajo su superficie. Todo dependía de la habilidad y el conocimiento de Hedin, que despertó admiración por la forma tan diestra con que supo llevar la nave por entre aquellas rocas tan peligrosas.

Los hombres de la tripulación renunciaron a seguir contando los días transcurridos desde su partida. Los días se parecían unos a otros del mismo modo como los lugares en los que echaban el ancla se semejaban entre sí. La continua repetición de lo mismo llevó a medir el tiempo en relación con los acontecimientos que se salían de lo habitual. El encuentro con el vikingo Thorgeir Bryntroll fue uno de esos sucesos con los que comenzaba una nueva era de los tiempos. Otro estaba relacionado con una mujer que se llamaba Dagbjört. Describimos lo que ocurrió del mismo modo que muchos años más tarde lo relataría Björn, sentado al calor de la lumbre.

Una tarde se habían reunido sobre la superficie plana de una gran peña de la costa y se sentaron en torno al fuego encendido para preparar la cena, consistente en una sopa de sémola espesa. La superficie superior se la roca aún estaba caliente por los rayos del sol. Desde el mar llegaba el ruido de la marea y del oleaje, pero más allá de los arrecifes de la costa el viento estaba casi en calma chicha. Enjambres de mosquitos volaban sobre sus cabezas. De pronto, las aletas de la nariz de Tosti se inflaron, volvió la cara hacia la parte de tierra y aspiró profundamente como si oliera algo en el aire y dijo, seguidamente, que por allí cerca debía de haber una mujer, no demasiado joven, pero todavía de buenas carnes, a deducir del olor.

Los hombres se pusieron de pie de un salto y dirigieron la vista al lugar que señalaba la nariz de Tosti. Detrás de una peña estaba escondida una mujer que al ser descubierta por los miembros de la tripulación emprendió la huida. Todos, incluso el perezoso de Ketil, se lanzaron en su persecución. Sólo Thormod y Hedin se habían quedado en el barco. La mujer, aunque bastante gorda, podía correr con buena velocidad, pero algunos de los marineros era aún más rápidos y lograron cortarle el camino y darle alcance poco antes de que pudiera llegar al bosque. Al ver que no podía huir, la mujer se detuvo, los esperó de pie y se volvió hacia ellos. Pese a su edad, aún era bella y tenía el pelo castaño y largo y grandes senos.

Todos los marineros la rodearon en círculo y la mujer, con la respiración agitada, los fue mirando uno por uno. Seguidamente se levantó el vestido hasta las caderas, se tumbó de espaldas sobre el musgo y abrió las piernas. Los hombres parecieron dudar quién de ellos sería el primero, pero casi en seguida Torkel el Salmón se bajó los pantalones y se echó sobre la mujer. El segundo fue Egbert y, seguidamente, los demás.

En todo el tiempo que duró aquello, la mujer no se movió ni dejó escapar el más leve sonido. Lo único que hizo fue tumbarse y abrir las piernas.

Cuando todos hubieron terminado, la mujer se limpió el semen con el borde de la falda y se la bajó. Todos siguieron sentados juntos en el suelo durante un buen rato y la mujer les dijo que se llamaba Dagbjört y que había salido al bosque para buscar bayas y frutas silvestres. Después les preguntó a los marineros quiénes eran y de dónde venían; cuando le contestaron volvió a preguntarles si la iban a dejar marchar y ninguno de ellos tuvo nada en contra.

Cuando Thormod se enteró de lo ocurrido se puso furioso y llamó a sus hombres viciosos idiotas; no hubiera soltado una lágrima por ninguno de ellos, afirmó, si la mujer hubiera sido el cebo para hacerlos caer en una trampa en la que todos hubieran sido asesinados.

Puesto que Egbert era el hombre en cuya capacidad de pensar más había confiado, lo consideró responsable de lo ocurrido, lo hizo atar al mástil y lo tuvo varios días sin comer. Eso hizo que Egbert se convirtiera en su enemigo.

El viento del oeste duró dos semanas y por esa razón Hedin evitó salir a mar abierto y se mantuvo todo lo cerca de la costa, en la parte exterior de los bancos rocosos, navegando en dirección noroeste. Debido a que allí existía una calma chicha, aunque a veces turbada por ráfagas inesperadas de viento que ponían al buque en peligro de zozobrar, la mayor parte del tiempo el barco debía avanzar a remo. En las manos de Björn se había formado una costra de sangre, pus y suciedad. Después de unas horas de remar, cuando soltaba los dedos de los remos y los extendía se le rompían las ampollas de las palmas de sus manos.

El episodio de Dagbjört estaba ya casi olvidado cuando se produjo otro acontecimiento que excitó los ánimos y dio nuevos motivos de conversación. Los hombres estaban tan acostumbrados ya a que, cuando dejaban atrás alguna de las abundantes islas que se agrupaban cerca de la costa, siempre apareciera otra tan desprovista de vegetación y deshabitada como las anteriores, que apenas si pudieron dar crédito a sus ojos al ver que, de modo inesperado, surgió ante ellos una isla en la que se veía una hacienda rodeada de un muro de piedra y formada por varios edificios bajos cuyos tejados cubiertos por la hierba, vistos desde la distancia, casi parecían tocar el suelo. De una de las casas salía una columna de humo, pero sin embargo no pudieron ver seres humanos ni ganado.

Thormod ordenó echar el ancla e hizo que el buque se acercara a la costa hasta que su quilla descansó sobre la orilla pedregosa.

Hedin aconsejó prudencia. El que no hubiera nadie a la vista no era una buena señal; sospechaba que los habitantes de la finca los habrían visto a tiempo y se habían puesto a la defensiva. Pero Thormod opinó que incluso un labrador sabía distinguir un buque de carga de uno de guerra y añadió que, de acuerdo con su experiencia, los comerciantes eran bien recibidos en aquellas zonas alejadas y semidesérticas.

—Tú vendrás conmigo, Björn, mi hombre de la suerte.

Nada se movió en la finca. Cuando llegaron justo al muro de piedra, un perro comenzó a ladrar pero se calló casi enseguida como si alguien le hubiera obligado de un puntapié a guardar silencio.

Thormod anunció su nombre frente a la casa de la cual salía humo por un agujero del tejado. Dijo que él y sus hombres venían en son de paz y que a bordo traía mercancías que podían ver por si les interesaban.

El silencio que reinó a continuación fue roto por un leve silbido. Björn se arrojó sobre Thormod y lo empujó a un lado. En el sitio en que estuvo Thormod una flecha se clavó en el suelo donde su asta siguió cimbreándose unos instantes.

—Tienes un modo muy brusco de traerme suerte, Björn Hasenscharte —tartamudeó Thormod mientras corría a buscar refugio detrás del muro de piedra.

—La flecha debe de venir de allí arriba —dijo Björn señalando la colina en la que se veían las burdas paredes de un corral de ovejas.

En voz alta, Thormod repitió de nuevo que su intención no era otra que mostrarles sus mercancías a los habitantes de la hacienda por si les interesaban y querían comprarle algo.

Se abrió la puerta de la vivienda principal y apareció una mujer de cierta edad. Era alta y ancha de espaldas; en una mano llevaba un hacha y con la otra dirigida al establo hizo señales de que mantuvieran la calma. Detrás de ella en la puerta apareció otra mujer, ésta más joven pero también de fuerte constitución física, y con una lanza en la mano.

—No necesitamos nada —dijo la mayor de las dos—, así que déjanos en paz y continúa tu viaje.

—¿Es costumbre entre vosotros que sea el ama de casa quien toma las decisiones? —preguntó el comerciante—. Dile a tu marido que quiero hablar con él.

—Aquí no hay nadie que quiera hablar contigo —respondió la mujer, que a continuación desapareció en el interior de la casa. Oyeron cómo echaba el cerrojo por dentro.

—Ahí sólo vive gente muy pobre —dijo Hedin cuando Thormod regresó al barco—. ¿Qué vas a venderles?

—Si fuera así, ¿por qué salen a nuestro encuentro mujeres armadas? —replicó el armador—. Quien no posee nada tampoco tiene nada que defender.

—Para eso hay una explicación muy sencilla —se mezcló en la conversación Tosti el Tuerto—: Se protegen a sí mismas porque en la casa sólo hay mujeres —olfateó el viento que descendía desde la altura de la colina—. También la persona que disparó la flecha es una mujer.

—Como Tosti no se ha equivocado hasta ahora, debe de estar en lo cierto también en esta ocasión —dijo Hedin. Y explicó que en los meses de verano, como sus tierras de labranza no eran lo suficientemente fértiles para garantizarles el sustento a ellos y a sus familias, los hombres se dedicaban a la piratería, como es propio de los vikingos, y era muy frecuente que en las fincas de labranza sólo quedaran mujeres—. Pero id con cuidado —añadió esta advertencia—: Se dice de ellas que saben defenderse muy bien.

En los ojos de Thormod apareció un brillo fértil. Hizo venir a su lado a Hemmo el Corto, le señaló el corral y le dijo:

—Allá arriba hay una mujer que quiere ser besada y abrazada por ti, pero ve precavidamente.

Con una sonrisa sarcástica, Hemmo apretó sus mandíbulas sin dientes y, siguiendo el lecho de un arroyo, comenzó a ascender por la colina. Al cabo de un rato, regresó con un arco y una aljaba en la que faltaba una flecha.

—Al mediodía comieron cordero —dijo señalando su velludo antebrazo derecho al que se habían pegado restos de vómitos.

—¡Ya es suficiente, deja así las cosas! —le suplicó Hedin al dueño del buque— Si nos detenemos, apenas nos quedará tiempo para regresar de las tierras del norte antes de que llegue el invierno.

—Hasta ahora —replicó Thormod— siempre fui recibido por todas partes de modo amistoso y por esa razón me disgusta tanto que aquí me den con la puerta en las narices.

Les dio de beber cerveza a sus hombres pero nada de comer. Les dijo que en la casa encontrarían comida más que suficiente para matar el hambre y, si cabía fiarse de la nariz de Tosti, también podrían saciarla en otro sentido.

—No iré con vosotros, no quiero intervenir en eso —se opuso Hedin—, pues si se corre la voz de que yo he participado en el ataque, nunca más podré volver por estos lugares sin que mi vida se vea amenazada.

Al oír esas palabras, Thormod se echó a reír y comentó:

—¿Es así como habla el hijo de un vikingo, Hedin Gudmundursson? Por lo que a mí se refiere puedes quedarte a bordo si así lo quieres. No necesitamos tu ayuda para enseñarles a esas mujeres las reglas más elementales de la hospitalidad.

Cuando se puso el sol y sobre los arrecifes empezó a hacerse la oscuridad, Thormod hizo que sus hombres se repartieran alrededor de la finca. El mismo, personalmente, y también ahora sin otra compañía que la de Björn, se acercó al muro de piedra y exigió a las mujeres que le dieran refugio en la casa a él y sus hombres para pasar allí la noche. Si no accedían entrarían a la fuerza.

La respuesta fue una flecha procedente de la puerta entreabierta de uno que los establos y que por sólo un pelo no alcanzó a Thormod en la cabeza. Este dio orden a sus hombres de que todos al mismo tiempo trataran de entrar en la casa. Thormod saltó sobre el muro de piedra, esquivó con rápidos regates una segunda flecha y con la espada desnuda en la mano se precipitó en el establo. Björn lo siguió un poco después y cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad vio dos muchachas, casi adolescentes, una de las cuales estaba en el suelo con un profundo corte en el cuello, mientras que la otra tenía una lanza en la mano con la que amenazaba el pecho de Thormod. El mercader levantó su espada y la sangre de su anterior víctima resbaló por ella. La chica miraba las gotas de sangre. Thormod avanzó lentamente hacia ella, apartó la lanza con su espada y después acercó su punta al pecho de la chica, que rozó suavemente. Thormod ni siquiera pareció hacer fuerza con ella pero la espada se hundió profundamente en el pecho de la muchacha como si no encontrara resistencia. Thormod extrajo el arma de la herida y la limpió de sangre con la falda del vestido de la muerta. Ante los ojos de Björn reapareció la imagen de Dagbjört limpiando su sexo con el borde de la falda; salvo que en aquella ocasión anterior fue semen y ahora era sangre.

—Hubieran sido muy guapas de haber vivido un poco más —comentó Thormod.

Salió del establo y se dirigió a la vivienda que estaba enfrente y se colocó lateralmente junto a la puerta.

—Ya han muerto tres de vosotras —gritó a las que estaban dentro de la casa—. A las que estáis ahí, os pasará exactamente igual si no nos dejáis entrar.

Como no hubiera respuesta, le hizo una señal a Hemmo y éste se lanzó con todas sus fuerzas y el peso de su cuerpo contra la puerta, que saltó de sus goznes.

Antes de que ninguno de ellos pudiera entrar en la casa, la anciana les cerró el paso. Agitando el hacha se precipitó sobre Thormod, que pudo esquivar el golpe que se clavó sobre la cabeza de Halfdan el Corderito. Olaf Muerdebacalaos dio un salto y de un golpe de espada le cortó el brazo a la vieja que, pese a la herida, se agachó tratando de coger con la mano izquierda el hacha que aún sostenía su mano derecha caída en el suelo; antes de que pudiera hacerlo, Thormod le hundió la espada entre las costillas. La anciana se desplomó sobre el vientre, pero aún fue capaz de girar la cabeza para que Thormod pudiera verla y le dijo:

—A partir de este momento, Thormod, nunca te verás libre de mí. Cuando vigiles yo estaré detrás de ti, cuando duermas estaré presente en tus sueños como un espíritu y seré testigo de tu muerte. Será mi espina la que se clavará en tu corazón.

Y murió con estas palabras.

—¡Qué me importa la palabrería de una vieja! —fue el comentario de Thormod. Pero podía verse que las palabras de la anciana le habían asustado. A continuación ordenó a las demás mujeres que salieran de la casa si querían evitar que corriera más sangre.

Una tras otra fueron apareciendo en la puerta: una anciana, maltratada por los años, que debía de ser la madre de la mujer del hacha, dos mujeres jóvenes, una de las cuales estaba embarazada, y una chiquilla de unos seis o siete años que se arrojó llorando sobre el cuerpo de la muerta.

Los hombres rodearon a las dos mujeres jóvenes. Hemmo le tocó el vientre a la embarazada y decidió que en su estado sería mejor poseerla por detrás. No obstante Thormod contuvo a su gente y les pidió a las mujeres que les sirvieran algo de comer. Los tripulantes protestaron y alegaron que sus deseos de mujer eran mayores que su hambre.

Se sentaron en blandas pieles en torno al fuego de la cocina, cuyo escaso resplandor hacía destacar sus rostros en la oscuridad. Comieron cabezas de cordero ahumadas y bebieron cerveza que Thormod hizo traer desde el barco. Las mujeres guardaban silencio y cuando se les preguntaba algo respondían con monosílabos. Pero pese a su parquedad de palabras, supieron que la mujer a la que Thormod había dado muerte estaba considerada en todos los alrededores como una poderosa hechicera.

Eso le brindó a Bjarki Sopa-de-Carne la ocasión de contar la historia de Erik Hachasangrienta, que un día ordenó ahogar a ochenta hechiceros, entre ellos dos de sus hermanos. Como es sabido que las últimas palabras de un hechicero siempre se realizan y que su última mirada trae mala suerte, Erik dispuso que antes de ser echados al agua se les tapara la boca con estopa y se les cubriera la cabeza con un saco. Estaba claro que éste era tan sólo el principio de una larga historia, pero Bjarki se vio obligado a interrumpirla porque Thormod le cortó la palabra con brusquedad.

—No ha sido culpa mía que esa bruja perdiera la vida. ¿Iba a dejar que me partiera la cabeza como hizo con Halfdan?

Björn opinó que, de todos modos, sería aconsejable ocuparse de que la hechicera no pudiera cumplir sus amenazas.

—Ese es un buen consejo. Hombre de la Suerte —asintió Thormod—, confío en que sabrás qué hay que hacer.

Esa misma tarde, antes del anochecer, cavaron una zanja debajo del marco, ante el umbral de la puerta, metieron en ella el cuerpo de la anciana hechicera, le cortaron la cabeza y le atravesaron el pecho con una estaca aguzada. Después cubrieron la zanja y Björn trazó unos signos en la tierra, que seguidamente hizo desaparecer.

Una vez que estuvo todo hecho, Thormod se dirigió a Björn.

—Me parece que verdaderamente el obispo Poppo actuó movido por buenas intenciones al enviarte a mi lado, Björn Hasenscharte. Pero la forma como conjuras a los espíritus de los muertos no me parece muy cristiana. ¿Quién te la enseñó?

—Gris el Sabio —le respondió Björn, que le contó que ellos dos ya se habían encontrado con anterioridad, en la cueva de Gris. Thormod se acordó del adolescente que vio muchos años antes sentado junto al fuego al lado de su padre. A partir de ese día, entre Thormod y Björn existieron unas buenas relaciones, y con más frecuencia que a los demás el dueño del barco se dirigía a él pidiéndole su opinión o su consejo. Sin embargo, el tiempo demostraría que el conjuro de Björn no tuvo bastante fuerza para contrarrestar la maldición de la hechicera.

A la mañana siguiente enterraron a Halfdan el Corderito en una hendidura plana en las rocas cerca del mar. Como allí no había tierra suficiente, cubrieron el cadáver con piedras y musgo. Cuando levaron ancla y el barco, impulsado por una ligera brisa, comenzó a navegar entre los arrecifes costeros, las mujeres volvieron a su trabajo como si nada hubiera ocurrido. Pero al término del verano volverían sus maridos y sus hijos, las mujeres les hablarían del asalto y Thormod y su tripulación serían descritos con tal precisión que por muchos años que pasaran si volvían a encontrarse con ellos no podrían eludir su venganza.

Hedin no preguntó nada. Es de suponer que si lo hubiera hecho tampoco habría obtenido respuesta, pues los hombres de la tripulación estaban amargados y enojados. Thormod, por su parte, se había refugiado en un sombrío silencio. Según más tarde le contó a Björn, la mujer muerta se le había aparecido en sueños en la misma noche en que ocurrió su muerte.

El viento era favorable, así que Hedin se atrevió a alejarse de la costa y adentrarse en mar abierto. Mientras mayor era la distancia que los separaba de la costa, con mayor claridad aparecían, por encima de las copas de los árboles de las colinas boscosas, los escarpados flancos de elevadas sierras rocosas, cuyas cumbres estaban cubiertas por las nubes de tal modo que sólo en pocas ocasiones permitían contemplar sus cimas nevadas. Nunca antes había visto un mundo montañoso tan impresionante y aterrador, comentó Leif, al que le costaba trabajo imaginar que en aquellas montañas pudieran vivir seres humanos. Hedin le explicó que realmente la franja costera estaba casi deshabitada, pero en las orillas de los fiordos que penetraban profundamente en el interior del paisaje abundaban los pastos y las tierras cultivadas, y en los mismos fiordos, así como en los arroyos y en los lagos de las montañas, abundaban los peces. En uno de aquellos valles, explicó el piloto, había pasado su infancia y se sentía lleno de tristeza por lo que había ocurrido precisamente en aquellas tierras de su niñez.

—Tú no debes culparte de nada, puesto que no estuviste allí —lo animó Björn.

—Hubiera podido tomar otro rumbo y ninguno de vosotros habríais visto la hacienda —replicó Hedin. Bajó la voz hasta convertirla en un susurro y añadió—: Yo pensaba que pilotaba un buque de carga y no la nave de un pirata. Y si ya de por sí fue una estupidez atacar la casa y dar muerte a esas mujeres aún lo es mayor, después de lo ocurrido, haber dejado con vida a las demás.

Unos días más tarde una barca ballenera se cruzó en su ruta. Las dos naves se aproximaron y el piloto del ballenero dijo algo que nadie pudo entender, con excepción de Hedin.

—Son gente de Tröndelag —le tradujo a Thormod—. Conocen un lugar en la costa donde se puede pasar la noche y nos invitan a probar su carne de ballena.

—¿Podemos fiarnos de ellos? —preguntó el patrón.

Era bastante frecuente que a veces los piratas se hicieran pasar por mercaderes, pero raramente por cazadores de ballenas, fue la respuesta de Hedin que, por lo visto, tranquilizó a Thormod, quien con voz seca ordenó seguir al ballenero.

Llegaron a un arrecife semicircular que, por la parte del mar, formaba una barrera rocosa que ofrecía a los buques protección contra el viento y las olas. Los cazadores de ballenas llevaron a tierra un gran perol y algunos de ellos empezaron a buscar leña mientras otros se dedicaban a trocear la parte de la cola de un delfín piloto.

Thormod se dirigió a sus hombres y les ordenó con insistencia que guardaran la compostura y no se dejaran arrastrar a una pelea; después bajó con ellos a tierra. Resultó que los cazadores de ballena eran gente pacífica que lo único que buscaban al invitarlos era un poco de variación en la monotonía de sus vidas. De todos modos resultó difícil entenderse, pues los hombres de Tröndelag hablaban con un tono gutural y cantarino que sólo permitía comprender algunas de las palabras más usuales.

La carne de delfín era jugosa y de sabor muy agradable; algunos de los miembros de la tripulación de Thormod la devoraron con tal ansia que se sintieron mal y tuvieron que vomitar. Pero una vez que lo hacían, volvían a meter mano al perol y a coger enormes trozos que se tragaban ansiosos casi sin masticarlos.

El patrón del ballenero se llamaba Tungu-Odd. Su cuerpo rechoncho estaba envuelto totalmente en una piel muy peluda y sus manos y su cara estaban cubiertas de vello y barba casi tan peludas como la piel con la que se tapaba el cuerpo. Les contó que había nacido en el extremo norte de Noruega, pues si bien era cierto que la región se extendía aún más hacia el norte, a partir de allí estaba deshabitada, con la excepción de unos pocos lugares en los que se habían establecido gentes procedentes de Finlandia que en el invierno vivían de la caza y en el verano de la pesca. Cuando Thormod le dijo que pensaba seguir navegando hasta llegar más al norte, Tungu-Odd le preguntó al piloto si estaba familiarizado con las aguas del norte. Hedin respondió negativamente. Ni él ni su padre, que fue su maestro, se habían adentrado nunca tan al norte.

Tungu-Odd les dijo que ese caso el proseguir el viaje hasta zonas más septentrionales era una temeridad. El había visto a lo largo de su vida muchos barcos que navegaban hacia el norte, pero sólo muy excepcionalmente vio regresar a uno de ellos. El mar en las regiones nórdicas era violento y agitado y la costa llena de peligros ocultos. Las gentes que poblaban aquellas tierras, los bjarmen, eran tan imprevisibles como las fieras salvajes. Tungu-Odd lo pintó todo con colores tan sombríos que los hombres de Thormod sintieron que un escalofrío les recorría la espalda. Sin embargo el avispado comerciante se dio cuenta, desde el principio, de que las imágenes terroríficas con las que Tungu-Odd pintaba el viaje al norte sólo tenían como objetivo hacer subir el precio de una mercancía que aún no había sido especificada pero que sin duda acabaría por ofrecerle.

—Pregúntale qué me aconseja en el caso de que no abandone mi proyecto —le pidió Thormod a su piloto.

Cuando Hedin le tradujo estas palabras, Tungu-Odd guardó silencio durante un buen rato como si reflexionara profundamente. Después comentó que entre los miembros de su tripulación había un finlandés llamado Karhu, procedente de la península de Ter, que estaba situada en el extremo más septentrional del país, y que conocía aquella región como la palma de la mano, tanto por mar como por tierra. Por esa razón le resultaba difícil desprenderse de Karhu que, pensándolo bien, incluso le resultaba imprescindible. Ah... Thormod debía perdonarle por haber expresado en voz alta una idea fugaz...

A la mañana siguiente, cuando el barco de Thormod levó ancla, Karhu formaba parte de su tripulación. Tungu-Odd se lo había vendido, o quizá estaría mejor dicho cambiado, por un puñado de perlas de vidrio, dos puntas de lanza y un cuchillo. Karhu era joven, casi un muchacho. Tenía los pómulos salientes y unos ojos vivos y oscuros. Sus movimientos eran ingrávidos y ágiles como los de una ardilla. Los otros tripulantes se rieron de lo lindo al enterarse de que el nombre de Karhu significaba en finlandés «oso», un animal pesado con el que el muchacho no tenía el menor parecido.

Durante tres días más siguieron navegando a lo largo de la costa en dirección nordeste y en todo ese tiempo la tierra firme quedaba a estribor y el mar abierto a babor.

Transcurridos esos días, alcanzaron el punto a partir del cual, según dijo Karhu, los cazadores de ballenas raramente se atrevían a continuar navegando. Pero ellos sí lo hicieron así y navegaron otros tres días más sin echar el ancla por las noches, hasta alcanzar un lugar en el que la costa se volvía hacia el este. Allí, siguiendo el consejo de Karhu, fondearon a sotavento de un acantilado que se alzaba del mar verticalmente, para esperar la llegada de los vientos favorables del noroeste y seguir navegando sin interrupción cuatro días más, en dirección este, en paralelo con la costa, hasta que ésta volvió a torcerse para tomar dirección sur. Al cabo de otros cinco días más llegaron a la desembocadura de un ancho río que allí vertía en el mar sus aguas agitadas y fangosas. Con viento del norte que les era favorable, navegaron río arriba hasta que la corriente se hizo tan fuerte que el barco apenas si podía seguir avanzando.

Durante todo el tiempo que navegaron a lo largo de la costa no vieron la menor señal de presencia humana. Ahora, sin embargo, en ambas orillas del río había campos de cultivo. Aquella era la tierra de los bjarmes, les informó Karhu. Les aconsejó, también, que desistieran de bajar a tierra sin que sus habitantes les invitaran a hacerlo. Antes que nada tenían que hacerles ver con claridad que venían con intenciones pacíficas.

Karhu le pidió a Thormod que le entregara una pequeña selección de sus mercancías y las puso sobre una peña plana junto a la orilla. A la mañana siguiente los objetos habían desaparecido y en su lugar los indígenas dejaron varias pieles de marta y de nutria, un gran pedazo de carne de reno ahumada, así como una cuerda trenzada con piel de foca. Los intercambios continuaron durante varios días sin que sus compañeros de negocio se dignaran a dar la cara. Hasta que a la mañana siguiente de la noche en que Thormod dejó sobre la roca una hoja de espada apareció en la orilla un reducido grupo de hombres extrañamente vestidos que desde lejos parecían pájaros, pues tanto sus abrigos como sus cubrecabezas estaban profusamente adornados de plumas de brillantes colores. Mediante gestos y ademanes uno de ellos dio a entender que deseaba hablar con los extranjeros, por lo cual Thormod hizo remar a sus hombres para aproximar el barco un poco más a la orilla.

Karhu habló durante un buen rato con los indígenas y seguidamente le transmitió a Thormod la invitación que éstos le hacían para que visitaran su aldea donde, dijeron, ya se habían tomado las disposiciones convenientes para hacerles un amistoso recibimiento. Sin cambiar el tono de su voz, Karhu añadió que estaba convencido de que se trataba de una trampa, pues los bjarmes eran más famosos por su astucia que por su hospitalidad. Pese a que los que allí se habían reunido eran pocos y no llevaban armas, era de suponer que a poca distancia debía de haber un grupo más numeroso de gente armada.

—Sería un mal comerciante si a una trampa no supiera responder con otra aún más astuta —afirmó Thormod con una sonrisa irónica—. ¿Cuál de todos esos hombres que hay en la orilla crees tú que es el más importante y respetado por su pueblo?

—Ese con el que he hablado —le contestó Karhu.

Thormod bajó con tres de sus hombres cargados de baratijas que extendieron sobre la piedra. En el momento en que los indígenas se inclinaron curiosos para contemplarlas de cerca, los hombres de Thormod cogieron al señalado por Karhu como más importante y, pese a su resistencia, lograron llevárselo a bordo. Apenas habían llegado al barco con el prisionero, empezó a caer sobre ellos una lluvia de flechas. Lo más deprisa que les fue posible, remaron corriente arriba para alejar el barco de su alcance. Entonces pudieron comprobar que Karhu había tenido razón al sospechar que les habían tendido una emboscada pues, detrás de cada peña lo suficientemente grande para ofrecer protección, había escondido un arquero, que ahora abandonaba su puesto para correr en ayuda de sus compañeros.

Thormod atracó el barco a una roca que sobresalía del agua en el centro del río. Así, en caso de que los indígenas trataran de acercarse a ellos con sus botes y crearan una situación de peligro, no tenía más que soltar el cabo de amarre y la corriente los arrastraría río abajo, hasta llevarlos al mar.

Ni las amenazas ni los golpes parecían capaces de hacer hablar al prisionero. Sólo después de que Thormod le cortó una oreja declaró, por fin, que era el sacerdote y cacique de la tribu. Se estableció a continuación una larga negociación que terminó con la devolución del prisionero a cambio de tres pieles de oso, quince pieles de marta y veinte colmillos de morsa. Terminado el trato, Thormod clavó la oreja en el mástil y comentó que raramente había hecho un negocio tan productivo.

Karhu volvió a advertirle al patrón que ahora que su sacerdote y jefe ya estaba en libertad, podía esperarse un ataque de los bjarmes en cualquier momento. Y de nuevo tuvo razón el finlandés. Cuando el barco estaba ya cerca de la desembocadura del río, de repente se encontraron rodeados por un buen número de pequeñas lanchas de piel tensada. Por todas partes volaron los arpones, uno de los cuales le atravesó el cuello a un remero y otro le arrancó a Björn la espada de la mano. Los marineros se resguardaron agachados detrás de la amura y por esa razón no advirtieron a tiempo que varias de las lanchas se habían pegado al costado del barco y algunos bjarmes, armados con cuchillos, habían subido a bordo. Uno de ellos se arrojó contra Leif; Björn arrancó uno de los arpones que se habían clavado en el suelo de la cubierta y se lo hincó al indígena entre los omoplatos. Durante un rato pareció que los numerosos bjarmes que lograron subir al barco iban a hacerse dueños de la situación, pero todo cambió cuando Hemmo el Corto fue herido en el trasero por un arpón. Gritando de dolor y enloquecido se precipitó en la cubierta blandiendo su hacha de combate y ciego de furia se lanzó contra los atacantes. Karhu explicaría después que los locos furiosos eran considerados por los bjarmes como enviados de los dioses, contra los cuales nadie debe levantar la mano, así que al ver a Hemmo comportarse como uno de ellos, abandonaron sus armas respetuosamente y se dejaron masacrar por él. De ese modo, Thormod y su tripulación tuvieron que agradecer a los dioses de los bjarmes el escapar con vida una vez más.

A golpe de remo sacaron el barco de la corriente fluvial y una vez en el mar siguieron navegando a vela rumbo al este. Hacia el atardecer, en una explanada entre las faldas de una montaña que se alzaba sobre los acantilados de la costa, vieron una serie de tiendas de campaña puntiagudas, cuya forma le recordó a Björn las de los nómadas que algún tiempo antes sitiaron la ciudad.

Karhu les dijo que eran finlandeses de la región de Ter, maestros en el arte de curar, y como apenas si había un solo miembro de la tripulación que no estuviera herido, creía recomendable hacerles una visita. El propio Thormod, que tenía una herida abierta que le llegaba desde el hombro hasta el codo, creyó que la propuesta era buena e hizo anclar el buque debajo de la explanada donde estaba el campamento.

Las cosas ocurrieron como Karhu había anunciado. Los finlandeses de Ter los acogieron amistosamente. Alimentaron a los hombres hambrientos con carne de oso y de reno y pescado crudo, aunque en este caso el horrible olor que despedía hizo que muchos no probaran el delicioso manjar. Seguidamente, las mujeres comenzaron a curar las heridas. Según el lugar del cuerpo en que estaba la herida era distinto el producto empleado: hierbas, el jugo de algunas raíces prensadas, una masa de granos y orina y en ocasiones carne cruda en claro estado ya de putrefacción. Ninguna de ellas se ocupó del remero que tenía el cuello atravesado por el arpón. Lleva ya la muerte en los ojos, tradujo Karhu. En efecto: poco después murió.

El jefe de la tribu, él también sacerdote y cacique al mismo tiempo, se llamaba Yrrjölä, y pese a que ya era muy viejo se conservaba ágil y esbelto como un joven. Sus paisanos lo consideraban un hombre muy rico pues poseía cuatrocientos renos, aunque la mitad estaban en estado semisalvaje, iban de un lado para otro y sólo podían ser atraídos al recinto con la ayuda de otros renos, adiestrados especialmente para ello.

Una vez que los hombres de Thormod hubieran recuperado las fuerzas, Yrrjölä se los llevó de caza. Al otro lado de la franja montañosa paralela a la costa, se extendía una extensa llanura que se abría ante los ojos de los navegantes con todo el esplendor de su radiante colorido: el amarillo de los abetos enanos y de los líquenes del reno competía con el rojo de los arándanos; en los lagos en medio de las tierras pantanosas se reflejaba el azul del cielo.

El invierno no se haría esperar mucho más, opinó Yrrjölä, y los forasteros harían bien en quedarse en las tiendas de su tribu en vez de volver a hacerse a la mar. Thormod le dio las gracias con amables palabras pero dejó abierta la cuestión de si aceptaría o no el ofrecimiento del cacique. Thormod y Björn se alejaron a cierta distancia de los demás y Thormod le dijo:

—Estos salvajes no poseen nada que merezca la pena comerciar, por lo tanto no tengo intención de quedarme mucho tiempo entre ellos.

Cazaron un oso. Los navegantes se sorprendieron al ver lo mucho que los finlandeses dejaban que se les acercara el poderoso animal antes de darle muerte. Karhu les explicó que aquel pueblo incluía a los osos en la especie humana y por lo tanto traía mala suerte darles muerte a traición y sin ponerse en peligro de ser muertos por ellos. En caso contrario, después de su muerte el oso se transformaría en un espíritu maligno y, como tal, se tomaría una espantosa venganza.

Después de una cena muy abundante, cuando iban a acostarse, Yrrjölä les entregó una mujer a cada uno de ellos para que su tribu ganara nuevas fuerzas con un buen número de niños de piel blanca. En el reparto, Yrrjölä dispuso que las más gordas de aquellas mujeres les correspondieran a Thormod y Hedin, mientras que el resto de la tripulación hubo de conformarse con otras menos metidas en carnes. Bajo la manta de piel de Björn se acostó una mujer de edad indefinida, que chasqueó sus dedos cerca de sus orejas lo que, por lo visto, era entre los finlandeses de Ter un medio consagrado por la práctica para excitar a los hombres. Su efecto fracasó con Björn, pues el olor a rancio que despedía el cuerpo de la mujer le quitaba todo deseo sexual. Sin embargo, bien entrada la noche, fue despertado por un gemido y vio que estaba echado sobre la mujer. A la débil luz del alba vio su rostro. La finlandesa lo miró y chasqueó suavemente la lengua.

Entre los hombres de Thormod se dio por hecho que iban a pasar el invierno entre los finlandeses de Ter. Opinaban que en ninguna otra parte podrían pasar tan bien los fríos meses del invierno y, además, para muchos de ellos la idea de volver a su casa no tenía nada de atractivo; no había nadie que los esperara o a quien les agradara ver.

Thormod, sin embargo, no se dejó influir y no cambió su decisión. Un día, cuando Yrrjölä abandonó el campamento con sus hombres para recoger sus renos, Thormod reunió a la tripulación y le comunicó su intención de hacerse a la mar inmediatamente.

Egbert, al que los hombres habían elegido como su portavoz, se enfrentó a él. Con gran locuacidad conjuró a Thormod para que desistiera de su proyecto. Para convencerlo incluso llegó a afirmar que se le había aparecido la Virgen María y le había hecho saber que todos perecerían si se hacían a la mar estando ya tan cerca el invierno.

Thormod lo escuchó con paciencia. Tan pronto Egbert terminó de hablar, le respondió que sus dioses, después de que él los interrogara de acuerdo con los viejos métodos tradicionales, le habían manifestado lo contrario. Y puesto que ambas opiniones se contradecían, la mejor solución sería dejar que un duelo entre ellos decidiera quién tenía razón. Como lugar del combate se eligió un llano situado a apenas un tiro de piedra de la orilla.

Egbert se miró sus manos pequeñas y débiles y dijo:

—No tiene sentido que me deje matar por ti para darte la razón a los ojos de los demás.

—En ese caso no vale la pena continuar hablando del asunto —concluyó Thormod.

Durante cuatro días surcaron el mar de proa al viento, hasta que, por la banda de babor, la tierra giró hacia occidente. Delante de la costa el oleaje era fuerte a causa de la resaca, así que Hedin, por indicación de Thormod, mantuvo su rumbo más al norte. Empezó a llover y más tarde la lluvia se transformó en grandes copos de nieve. Los hombres se mantenían juntos, apretados entre sí, tiritando de frío y empapados hasta los huesos, buscando la parte de la amura que los protegía del viento.

Karhu vio un débil resplandor lechoso en la línea del horizonte. Le dijo algo a Hedin que, en respuesta a ello, manejó el timón para que el barco pusiera rumbo al oeste.

—¿Por qué no mantienes el rumbo? —le gritó Thormod.

—¿Es que quieres que el barco se haga pedazos contra el hielo? —replicó Hedin con tranquilidad.

De pronto sintieron que les llegaba, como un soplo, el hálito helado de la gran masa del iceberg, y el viento trajo a sus oídos un sonido que parecía un crujido constante y apagado. El brillante resplandor de la masa de hielo se extendió frente a ellos tomando la forma de una cúpula enorme de cegadora luz blanca.

Thormod se acercó a Hedin que iba al timón y amablemente le puso una mano sobre el hombro.

—¿A qué distancia crees que estamos? —le preguntó.

—Lo bastante cerca para que no sea superfluo pedirle a Njörd que nos envíe un viento favorable —le respondió el piloto.

—Njörd es un dios muy voluble —comentó Thormod—. Después de habernos sido propicio durante tanto tiempo, ahora podría venirle en gana hacer lo contrario. Creo que sería conveniente poner rumbo sur.

Hedin le obedeció y dirigió el buque hacia la costa. Ya cerca de ella pudo ver las grandes olas que rompían contra las rocas; montañas de espuma se alzaban para, seguidamente, precipitarse atronadoras. Karhu le pidió al piloto con gestos excitados que no se aproximara demasiado a las rompientes, pero Hedin continuó manteniendo el mismo rumbo.

Björn no estaba en condiciones de explicar con detalle lo que ocurrió a continuación, según diría más tarde, porque en espera de lo peor cerró los ojos en aquellos momentos. El buque corría a toda velocidad, como si quisiera precipitarse sobre la costa. A ambos lados dejaron atrás altos muros de agua o de rocas entre los cuales creyó ver los abismos infernales. A partir de ese instante no quiso ver nada más y lo único que recordaba era un enorme estrépito y que un golpe de agua lo arrojaba sobre la cubierta; que se aferró a una pierna que no soltó cuando fue arrastrado por las aguas contra el mástil y después contra el cairel hasta que, después de un golpe ensordecedor, se produjo un impresionante silencio que fue para él como una auténtica bendición. Siguió echado un buen rato, con los ojos cerrados, pensó que estaba muerto y se preguntó si a un muerto le estaba permitido volver a abrirlos. Poco después no pudo resistir más la tentación de echar una mirada al Niflheim, el reino de la muerte.

Al mirar a su alrededor vio que el barco había encallado en el fondo rocoso de una especie de embudo que, con la excepción de una estrecha hendidura, estaba rodeado de negras paredes rocosas, por encima de las cuales podía verse una franja de cielo grisáceo. Björn se levantó y se dio cuenta de que la pierna a la que aún seguía aferrado era la de Bjarki Sopa-de-Carne. Bjarki sangraba por la nariz. Abrió la boca, por la que salió también un poco de sangre que manchó sus labios, y comentó:

—Si puedo llegar a contarle a alguien que hemos venido a parar a este agujero, me pasará como con mis otras historias: nadie me creerá.

Ninguno de los demás tripulantes había salido ileso del accidente. Thormod también sangraba por algunas heridas abiertas.

—Ahora ya no tenemos que discutir dónde vamos a pasar el invierno —gruñó furioso—. Si miráis el barco veréis que ha quedado reducido a un estado en el que no parece apto para la navegación. —Y añadió dirigiéndose a Hedin—: ¿Es que no podías dejarnos en tierra en otra parte, idiota?

—Date por satisfecho con que hayamos llegado hasta aquí, pues de otro modo no podrías echarme la bronca —replicó el piloto.

Las algas que crecían en algunas de las rocas daban a entender que a veces el mar penetraba en aquel embudo. Por esa razón, ante el temor de que las aguas pudieran llevarse el barco, lo arrastraron antes del anochecer hasta dejarlo, calzado con unos tablones, en una elevación rocosa. La embarcación había sufrido grandes daños. Los hombres de Thormod se acostaron debajo del buque. Aquella fue la primera de las muchas noches que deberían pasar encerrados en aquel embudo rocoso.

A la mañana siguiente la abertura entre las paredes del embudo, la única comunicación con el mundo exterior, resplandecía cubierta por el hielo. Quedaban así rodeados por todas partes y la sensación agobiante de haber caído en una trampa se transformó en miedo. Tendrían que pasar meses hasta que el hielo se fundiera y les permitiera de nuevo el acceso al mar. Y, aunque no hablaron de ello, todos estaban de acuerdo en que ninguno de ellos sobreviviría hasta que llegara ese día si se pasaban el tiempo allí sin hacer nada y en una inútil espera.

Gunne Pulga de Foca se ofreció voluntario para escalar la vertical pared de roca. Tenía práctica en la escalada pues procedía de una isla cuyos habitantes se alimentaban casi exclusivamente de los huevos de las aves marinas, que recogían de las paredes de los acantilados.

Gunne consiguió llegar hasta un saliente que era como una especie de plataforma de roca más clara que destacaba en la piedra más oscura; pero a la vista de la pared cóncava que tenía sobre su cabeza perdió el valor y bajó de nuevo al fondo del embudo.

Seguidamente fue Karhu quien probó fortuna. El joven logró trepar por el hielo que había cerrado la hendidura y una vez arriba saltó desde su parte superior hasta alcanzar la roca, desde donde, con movimientos ágiles, siguió saltando de un saliente a otro. Finalmente, como si fuera arrastrado por un viento ascendente, saltó sobre el borde superior del embudo y desapareció de la vista de sus compañeros.

Mientras algunos de éstos expresaban sus temores de que hubiera caído desde la parte alta de los acantilados al mar y arrastrado por las aguas, Karhu apareció en la parte opuesta del borde del embudo y pidió que le lanzaran un cabo.

Thormod hizo construir una escalera de cuerda que Karhu ató arriba y por la que pudieron subir el dueño del barco y sus tripulantes. Una vez arriba se encontraron rodeados por una llanura pétrea, que parecía un inmóvil mar de rocas. Entre las cumbres serradas de los montes, se abrían oscuros abismos; aparte de líquenes y musgo, en la llanura pedregosa no crecía ninguna planta que pudiera ofrecerles protección o alimento. El desierto pétreo era enemistoso como una emboscada y cuando regresaron al embudo, Torkel el Salmón expresó con sus palabras lo que todos los demás también pensaban:

—Esta mañana nuestro agujero me pareció mucho más incómodo que ahora.

Thormod reunió a sus hombres para cambiar impresiones. Según sus cálculos, dijo, las reservas de víveres de que disponían sólo bastaban para tres o cuatro semanas; consecuentemente era de todo punto imprescindible buscar alimentos complementarios, sobre todo carne fresca. Por Karhu, sabía que habían embarrancado en una costa deshabitada; los poblados y campamentos más próximos estaban muy adentro en el interior del país y sólo se podía llegar a ellos mediante desvíos que llevarían mucho tiempo. Por otra parte, Karhu tenía dudas de que, si se quedaban allí, fuera posible alimentar a la tripulación con el producto de la caza y la pesca. Finalmente, no quería ocultar que la idea de quedarse prisionero en aquel agujero le llenaba de preocupación; incluso en el caso de que el barco pudiera ser reparado y el hielo se fundiera dudaba mucho de poder llevarlo de nuevo al agua por aquella hendidura abierta entre las rocas.

—Si hubieras escuchado nuestro consejo —le reprochó Egbert— ahora no tendríamos que oír las palabras de un amo desesperado.

Thormod no respondió nada pero Björn vio cómo una vena de su frente se le hinchaba de rabia.

—¿Cuánto tiempo nos falta hasta la llegada del invierno? —preguntó Olaf Muerdebacalaos.

Thormod se encogió de hombros y miró a Karhu, que se limitó a señalar el bloque de hielo que aquella noche había cerrado la grieta.

—¿Qué aconsejas, Hedin? —le preguntó Thormod al piloto.

—Haz lo que creas conveniente —replicó Hedin todavía resentido—. Este es el mejor consejo que te puede dar un idiota.

Por la noche comenzó a nevar. A la mañana siguiente el suelo del embudo estaba cubierto por una capa de nieve de varios centímetros y continuaba nevando. Thormod ordenó desmontar el mástil y la roda y dar la vuelta al barco para dejarlo con la quilla hacia arriba. Durante los días siguientes taparon las grietas y agujeros en el casco con tablas y los cubrieron con algas marinas y musgo. Así, poco a poco fue surgiendo una especie de barraca que sólo por su forma dejaba ver que se trataba de un barco con la quilla hacia arriba. El buque vivienda brindaba a los hombres de la tripulación protección contra la intemperie y los fríos invernales y les daba cierta sensación de seguridad. Por la noche, acostados en sus sacos de piel, con el humo del fuego formando una espesa nube sobre sus cabezas, mientras oían el crujir del hielo y el aullar de la tormenta de nieve llegaba hasta sus oídos, charlaban entre ellos y en ocasiones llegaban a convencerse de que su suerte aún hubiera podido ser peor. Una vez que cesó la tormenta, Thormod hizo salir a los hombres de sus sacos de piel. Formó un grupo, al frente del cual puso a Karhu, al que envió de caza; él mismo, acompañado de Björn y algunos otros, iría a explorar la costa. Los que se quedaron allí recibieron el encargo de recoger la leña, bastante abundante, y almacenarla en un lugar para que se mantuviera seca. Al mismo tiempo debían apartar todos los tablones y maderas de posible utilidad para la reparación del barco.

Entre los que se quedaron se contaba Egbert. Como quedó demostrado más tarde, aprovechó la ausencia de Thormod para agitar a los hombres contra él.

Sobre las rocas alisadas por el viento y el hielo, la nieve no había cuajado; se acumulaba en los cauces secos de los arroyos y en los barrancos, a veces cubierta por una costra helada delgada y frágil que se rompía al ser pisada, razón por la que evitaban las superficies nevadas y caminaban por el suelo rocoso. Desde una altura contemplaron el mar, cuyas aguas próximas a la costa estaban cubiertas por grandes bloques de hielo que chocaban unos contra otros y sobre las que se extendía un cielo cubierto de nubes grises. Sobre los hielos podían distinguirse algunos puntos negros.

—Son focas —dijo Torkel el Salmón, que estaba dotado de muy buena vista, y todos pudieron oír que Thormod dejaba escapar un suspiro de alivio.

Poco después, una espesa nevada les impedía ver y tuvieron que abrirse camino a ciegas, paso a paso, muy cerca unos de otros para no extraviarse. Con los cuerpos inclinados hacia delante, los rostros vueltos para evitar el latigazo de los copos de nieve helada, caminaron vacilantes por aquel vacío blanco y desolador en el que resonaba el aullar del viento. En cierta ocasión llegaron hasta el borde de un precipicio cuyos bordes irregulares cubiertos de nieve les parecieron los dientes enormes de un ser monstruoso dispuesto a tragárselos. Siguiendo la dirección del borde tuvieron que ascender en la montaña hasta que el barranco se estrechó tanto que pudieron saltar de un borde al otro. Otra vez se encontraron junto a un cráter desde cuyas profundidades llegó a sus oídos un murmullo ronco. Allí, de repente, Thormod apretó con fuerza el brazo de Björn y con el rostro pálido por el espanto señaló el fondo del abismo.

—¿La ves tú también? —murmuró.

—¡Sigamos! —dijo Björn sin necesidad de preguntarle a quién se refería.

Finalmente encontraron lo que Thormod sin ninguna duda había estado buscando: una ensenada con paso abierto al mar para los barcos y que al mismo tiempo ofreciera protección contra el viento y las olas. Descendieron hasta la parte interior de la bahía hasta una playa arenosa llena de maderas y troncos que las aguas arrastraron y depositaron allí. Entre unos maderos medio podridos había un esqueleto, tan aplastado hasta el tórax que en un primer momento no pudieron distinguir si era el de una foca o el de un ser humano. Pero Hemmo encontró poco después un zapato y más tarde una calavera humana por cuyas órbitas salían unos tallos de algas. Todos sabían que un lugar en el que hay unos restos humanos sin enterrar está habitado por malos espíritus y que trae mala suerte quedarse en él. Sin embargo, Thormod no estaba dispuesto a ceder a los espíritus un lugar que le parecía apropiado a sus intenciones, así que hizo enterrar en la arena, al pie de una roca, los huesos del difunto.

Al atardecer, de regreso al campamento, les explicó sus planes a sus tripulantes. Tan pronto como el tiempo se lo permitiera desmontarían el barco y lo transportarían pieza a pieza hasta aquella bahía donde volverían a montarlo. Una vez lo hubieran hecho así, no les quedaba más que esperar a que se fundieran los hielos para poder continuar el viaje partiendo de aquella ensenada.

—Como veo que crees en los milagros, Thormod —Egbert se dirigió a él—, ¿por qué no nos evitas el trabajo y les pides a tus dioses que nos salgan alas para poder volar hacia el sur?

—Si no necesitara a todos los hombres disponibles te cerraría la boca con un tizón encendido —le replicó Thormod furioso.

—Tendrás que prescindir de mí y de algunos otros. Hemos decidido tomar la parte de los alimentos que nos corresponden y trataremos de llegar hasta un lugar habitado —le informó Egbert.

—No hablarías así si hubieras estado con nosotros allá arriba —le explicó Torkel el Salmón—. Acabaréis muriendo de hambre o congelados si antes no os despeñáis por un barranco.

—El tener un techo sobre la cabeza no evita el hambre —intervino Vagn, que así dio a entender que estaba al lado de Egbert.

—Mira la caza que ha traído Karhu y explícame por qué crees que será más difícil que nos muramos de hambre aquí que en cualquier otra parte —Egbert volvió a dirigirse a Thormod.

—Hemos visto focas —les explicó Thormod a los demás, pues a partir de ese momento no volvió a hablar con Egbert.

—Después de las ballenas las focas son los más inteligentes de los animales marinos —se hizo oír Bjarki Sopa-de-Carne—. Hace años, estando en Svalbard, un lugar que está tan al norte que desde allí se pueden ver las brumosas nubes heladas de Niflheim, las focas nos atrajeron hacia ellas, haciéndonos caminar sobre una fina capa de hielo que se rompió a nuestro paso. Sólo con un gran esfuerzo logramos salvarnos en una isla que tenía una forma muy rara... Tanto que no era en absoluto una isla, sino el lomo de una...

—No voy a impedirle a nadie que se vaya si quiere hacerlo —interrumpió Thormod la verborrea narrativa de Bjarki—, pero sí me niego a proveer de alimentos para el camino a alguien cuya muerte es cierta. —Y se volvió a Hemmo—: Tendrás la parte de Egbert si cuidas de que nadie se acerque a nuestras provisiones.

—Ven a coger algo, vamos —desafió Hemmo a Egbert, y se sentó sobre el saco de piel que contenía lo que aún quedaba de provisiones. Thormod desenvainó la espada y se colocó junto a Hemmo por si se hacía necesario acudir en su ayuda.

En vista de eso, Egbert, Vagn, Olaf Muerdebacalaos, Ketil el Narigudo y Tosti el Tuerto, así como otros dos hombres más, salieron del barco convertido en vivienda y fuera se pusieron a deliberar con voz apagada. Cuando volvieron a entrar, Egbert le dijo a Thormod:

—Nos iremos mañana, con víveres o sin ellos.

Thormod se encogió de hombros y siguió mirando el fuego con aire indiferente.

A la mañana siguiente comenzaron a subir por la escala de cuerda uno detrás de otro. El primero en hacerlo fue Egbert, después los demás y Vagn cerró filas. Björn se dio cuenta de que éste suspiraba y jadeaba y subía fatigosamente tramo tras tramo con síntomas de agotamiento. Björn sintió una ligera sensación de alivio: ahora no sería su mano la que le diera muerte a Vagn. Pero al mismo tiempo se sentía como privado de algo a lo que consideraba que su odio tenía derecho. Este odio no quería que Vagn muriera congelado en la grieta de una roca, sino que ese odio exigía que fuera él quien lo matara. Su odio volvió a adueñarse de él.

Casi en el borde superior del embudo Vagn perdió las fuerzas. Sus pies resbalaron de uno de los tramos de la escala y Vagn, sujetándose con ambas manos a la cuerda, resbaló hasta caer sobre el suelo helado y soltó un grito de dolor. Dentro del círculo rocoso cerrado al que habían ido a parar, un desagradable olor a carne quemada se extendió por todas partes. En ese instante Björn supo que existía un pacto entre él y los dioses, que habían puesto a Vagn en sus manos.

Más tarde el viento se giró al sur y trajo un cambio del tiempo. Entre las nubes surgieron espacios de cielo azul, el sol brilló entre esas nubes y sobre el recinto donde estaban los hombres de Thormod cayó una ola de calor. Algunos opinaron que si el tiempo continuaba así unos días más, Egbert y sus compañeros tal vez podrían llegar hasta un territorio habitado; Gunne le pidió a Thormod que considerara la posibilidad de unirse a los que ya se habían ido. Thormod se refugió en el silencio. Al atardecer, el viento volvió a cambiar y trajo consigo una tormenta mucho peor que todas las que habían sufrido hasta entonces. El aire oscureció y el hielo comenzó a entrar por la hendidura del embudo, con múltiples crujidos; y desde arriba con gran furia caían sobre el barco vivienda grandes masas de nieve que le hicieron mecerse como si navegara sobre un mar agitado.

Durante la noche fueron despertados por fuertes gritos. Tres figuras, cubiertas de nieve y hielo, entraron en la cabaña. Por sus voces reconocieron que se trataba de Egbert, Ketil el Narigudo y Tosti el Tuerto. Se quitaron sus ropas, heladas y rígidas como el cartón, se frotaron el cuerpo con nieve y seguidamente se lavaron con agua caliente. Una vez que hubieron recuperado sus fuerzas lo suficiente para poder pronunciar frases coherentes, contaron que gracias al buen tiempo habían avanzado un largo trecho. Incluso consiguieron saciar su hambre pues en un barranco encontraron un reno muerto cuya carne todavía era aprovechable. Pero casi enseguida, Tosti el Tuerto venteó que se aproximaba una nueva tormenta y poco después se encontraron frente a una espesa pared de nubes negras, que cayó sobre ellos como una ola gigantesca. Se refugiaron en la grieta de una roca y lo que allí tuvieron que soportar era algo que no podía expresarse con palabras. Con la excepción de Egbert, todos los demás creyeron encontrarse en medio de la Ragnarök, la última gran batalla entre los dioses y los gigantes. Aunque se sujetaron al suelo con pies y manos, dos de los hombres fueron separados de ellos por la fuerza del viento y se estrellaron contra una pared rocosa. Una vez que la tormenta de nieve hubo amainado un poco, decidieron regresar por el camino más corto, pero la tormenta había convertido el paisaje rocoso en un bosque de hielo. Durante horas vagaron por aquellos lugares soportando nevadas intermitentes. De repente, Olaf Muerdebacalaos comenzó a reírse y a decir que todo aquello era una jugarreta dirigida contra ellos por las fuerzas diabólicas, pero que no estaba dispuesto a ceder puesto que sabía perfectamente en qué dirección debían marchar para encontrar tierras habitadas. Trataron de hacerle volver con ellos, pero él les dio golpes cariñosos en las espaldas y desapareció entre la nieve. Sólo quedaban los tres y si habían logrado volver vivos tenían que agradecérselo al buen olfato de Tosti el Tuerto.

—¿Qué haríais en mi lugar con alguien que tiene la culpa de que haya perdido tres hombres? —les preguntó Thormod a los que se habían quedado con él.

—Déjalo fuera conmigo y te aseguro que sólo volverá uno de nosotros —propuso con un guiño Hemmo el Corto, refiriéndose a Egbert.

Thormod reflexionó un momento. A continuación dijo:

—A un muerto no le puedo exigir que trabaje por tres y, al mismo tiempo, por él mismo.

No volvió a hablarse más del asunto.

La tormenta duró varios días más. En el borde superior de las paredes del embudo se acumularon las nieves que formaron largos chuzos que, como ásperas lenguas largas, colgaban hasta muy abajo. De vez en cuando se rompía alguno de ellos y caía con estruendo sobre el suelo del embudo. Por temor a ser alcanzados o quedar enterrados por las masas de la nieve que arrastraban consigo, los hombres apenas si se atrevían a salir fuera del barco convertido en vivienda. Su alimentación consistía sólo en pescado seco, y el saco de piel de los víveres, sobre el cual Hemmo se sentaba durante el día y dormía por la noche, se quedaba más flojo con cada comida.

Un día Thormod reunió a sus hombres y les dijo:

—Hasta este momento os he estado alimentando, pero a partir de ahora cada uno de vosotros deberá cuidarse de su comida por sí mismo.

Dividió a la tripulación en dos grupos. A uno de ellos le ordenó que recorrieran paso a paso todo el desierto pétreo en busca de cualquier tipo de animal comestible, vivo o muerto; con el otro grupo, en el que iban él mismo y Björn, se dirigieron a la bahía donde habían visto las focas para cazar algunas de ellas. En esta ocasión no permitió que nadie se quedara en el barco y tuvieron que empujar a Vagn para hacerle subir la escala de cuerda.

Al atardecer regresaron con las manos vacías. Lo mismo ocurrió la segunda y la tercera tarde. Vagn escupió uno de sus dientes en el fuego y juró que no volvería a poner sus pies sobre la escala de cuerda, pues sería su muerte. Efectivamente, a la mañana siguiente se negó a subir y, en vista de ello, Thormod hizo que le pasaran una cuerda alrededor del cuerpo y lo sacaron desde arriba tirando de él como si fuera un saco. Irónicamente, esto fue la causa de que por la noche del cuarto día pudieran comer en abundancia: Vagn, agotado, tropezó y cayó rodando por una vertiente. Con la algarabía despertaron a un oso que estaba en estado de hibernación. Karhu saltó sobre el lomo del animal, todavía medio dormido, y le dio muerte clavándole su puñal en la nuca.

Por vez primera en mucho tiempo pudieron comer hasta saciarse. La tormenta que obligó a Egbert y sus compañeros a regresar, sólo fue un heraldo del invierno. Día tras día, las grandes tormentas de nieve siguieron cayendo sobre el embudo rocoso en el que habían hallado refugio y los mantuvo prisioneros en su barco-choza tambaleante. El invierno parecía acecharlos por todas partes, como si se preparara para pasar del cerco al ataque.