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Una corazonada impulsó a Berrington a arrancar en pos del negro Lincoln Mark VIII cuando el coche del coronel Logan emergió del camino de entrada a la casa de Georgetown. No estaba muy seguro de que Jeannie estuviese en aquel coche; sólo había podido ver al coronel y a Steve en los asientos delanteros, pero se trataba de un cupe y era harto posible que la muchacha viajase en la parte de atrás.

Se alegraba de tener algo que hacer. La combinación de inactividad y tensa angustia era algo de lo más tedioso. Le dolía la espalda y tenía las piernas entumecidas. Le costaba trabajo aguantarse las ganas de abandonarlo todo y marcharse. Podía estar sentado en un restaurante con una buena botella de vino o en casa, regalándose los oídos con la Novena Sinfonía de Mahler, versión compact disc, o entregado a la gozosa tarea de desnudar a Pippa Harpenden. Pero luego pensó en las recompensas que le reportaría la venta de la Genético. Para empezar, el dinero: sesenta millones de dólares era su parte. Después la posibilidad del poder político, con Jim Proust en la Casa Blanca y él mismo desempeñando el cargo de jefe de la sanidad militar. Por último, si el éxito los acompañaba, una Norteamérica nueva y distinta para el siglo XXI, unos Estados Unidos como solían ser, fuertes, valientes y puros. De modo que rechinó los dientes y perseveró en el sucio ejercicio del fisgoneo a escondidas.

Durante cierto tiempo le fue relativamente fácil seguir a Logan a través del escaso y lento tránsito de Washington. Se mantuvo dos coches por detrás del que perseguía, como en las películas de detectives. El Mark VIII es elegante, pensó Berrington por pensar algo. Tal vez debiera cambiarlo por su Town Car. El sedán tenía presencia, pero era un típico coche para la gente de edad mediana: el cupe era más dinámico. Luego recordó que el lunes por la noche sería rico. Podría comprar un Ferrari, si lo que deseaba era parecer dinámico.

El Mark VIII dejó atrás un semáforo, dobló una esquina, el semáforo se puso rojo, el coche que iba delante de Berrington se detuvo y Berrington perdió de vista el automóvil de Logan. Soltó una palabrota y se inclinó sobre la bocina. Le había ocurrido por estar pensando en las musarañas. Sacudió la cabeza para despabilarse un poco. El aburrimiento de tanto vigilar socavaba su concentración.

Cuando el semáforo cambió a verde, dobló la esquina, chirriantes las ruedas, y pisó el acelerador a fondo.

Al cabo de un momento avistó al cupe negro, que esperaba a que cambiase un semáforo, y respiró más tranquilo.

Rodearon el Lincoln Memorial y cruzaron luego el Potomac por el puente de Arlington. ¿Se dirigían al Aeropuerto Nacional? Tomaron el Bulevar Washington y Berrington comprendió que su destino debía de ser el Pentágono.

Los siguió por el desvío y entró tras ellos en el inmenso aparcamiento del Pentágono. Encontró un hueco en el siguiente carril, apagó el encendido del motor y observó. Steve y su padre se apearon del coche y se encaminaron al edificio.

Echó un vistazo al Mark VIII. No quedaba nadie en su interior. Sin duda Jeannie se quedó en la casa de Georgetown. ¿Que se llevarían entre manos Steve y su padre? ¿Y Jeannie?

Recorrió treinta o treinta y cinco metros por detrás de los dos hombres. Odiaba aquello. Le aterraba la posibilidad de que le descubriesen. ¿Que pasaría si se daba de bruces con Steve y su padre? Sería insoportablemente humillante.

Agradeció el que ninguno de ellos mirase hacia atrás. Subieron un tramo de escalones y entraron en el edificio. Berrington continuó tras ellos hasta que llegaron a una barrera de seguridad y no tuvo más remedio que volver sobre sus pasos.

Encontró un teléfono público y llamó a Jim Proust.

—Estoy en el Pentágono. Seguí a Jeannie hasta la casa de Logan y luego a Steve Logan y a su padre hasta aquí. Esto me preocupa, Jim.

—El coronel trabaja en el Pentágono, ¿no?

—Sí.

—Podría ser algo inocente.

—Pero ¿por qué ir a su despacho el sábado por la tarde?

—Para jugar al póquer en la oficina general, si recuerdo bien mis días en el ejército.

—Uno no se lleva a su chico para jugar una partida de póquer, no importa la edad que tenga el chico.

—¿Que daño puede hacernos el Pentágono?

—Archivos.

—No —dijo Jim—. El ejército no llevaba registro alguno de lo que hacíamos. Tengo la absoluta certeza de ello.

—Hay que enterarse de lo que están haciendo. ¿Tienes algún modo de averiguarlo?

—Supongo que sí. Si no tengo amigos en el Pentágono, no los tengo en ninguna parte. Haré algunas llamadas. Mantente en contacto.

Berrington colgó y se quedó mirando el teléfono. La frustración era enloquecedora. Todo por lo que había batallado en la vida estaba ahora en peligro y ¿Que hacía él? Seguir a unas personas como un vulgar y sórdido detective. Pero es que no podía hacer ninguna otra cosa. Rabiando de impaciencia, dio media vuelta y regresó hacia el punto donde le aguardaba el coche.