19
Después del almuerzo, Berrington se dirigió a un bar situado en un barrio tranquilo y pidió un martini.
La sugerencia que Jim Proust soltó como si tal cosa le había dejado estremecido. Berrington se daba cuenta de que cometió una estupidez al agarrar a Jim por la solapa y levantarle la voz. Pero no lamentaba aquel desahogo. Al menos podía tener la certeza de que Jim conocía con exactitud lo que pensaba el del asunto.
Las peleas entre ellos no eran ninguna novedad. Recordaba su primera gran crisis, al principio de los setenta, cuando estalló el escándalo Watergate. Fue una época terrible: el conservadurismo estaba desacreditado, los políticos paladines de la ley y el orden resultaron ser unos corruptos maleantes y cualquier actividad clandestina, por muy bien intencionada que fuese, empezó de pronto a considerarse como una conspiración anticonstitucional. El pánico se apoderó de Preston Barck, que votó por abandonar el proyecto en pleno. Jim Proust le tildó de cobarde, argumentó coléricamente que no existía ningún peligro y propuso seguir adelante como una empresa conjunta CIA-ejército, tal vez extremando las medidas de seguridad, haciéndolas más estrictas. Sin duda estaría presto a asesinar a cualquier periodista investigador que fisgoneara en lo que llevaban entre manos. Fue Berrington quien sugirió la creación de una firma privada e indicó que debían distanciarse del gobierno. Ahora, de nuevo, volvía a tocarle a él encontrar una vía de escape por la que salir de las dificultades.
En el local reinaba la penumbra y la temperatura era fresca. El televisor de encima de la barra mostraba las imágenes de un culebrón, pero el sonido estaba apagado. La ginebra fría sosegó a Berrington. La irritación que en el había despertado Jim fue evaporándose gradualmente, hasta que sus pensamientos acabaron por centrarse en Jeannie Ferrami.
La alarma le había impulsado a hacer una promesa temeraria. Les dijo irreflexivamente a Jim y a Preston que haría un trato con Jeannie. Ahora tenía que cumplir aquel imprudente compromiso. Debía impedir que Jeannie continuase haciendo preguntas acerca de Steve Logan y Dennis Pinker.
Era un problema peliagudo. Aunque la había contratado y había tramitado la concesión de su beca, no podía darle órdenes sin más ni más; como ya le dijo a Jim, la universidad no era el ejército. Jeannie era una colaboradora de la UJF, y la Genético ya había abonado los fondos correspondientes a un año. A la larga, naturalmente, si se dispusiera de tiempo, podría ponerle una mordaza sin grandes problemas; pero eso ahora no bastaba. Había que pararle los pies de inmediato, antes de que descubriera lo suficiente como para estropearles todo el proyecto.
Tranquilo, se aconsejó, tranquilo.
El punto débil de la tarea de Jeannie era su utilización de bases de datos clínicos sin el permiso de los pacientes. Era la clase de asunto que los periódicos podían convertir en escándalo, al margen de si verdaderamente se había invadido o no la intimidad de alguien. Y a las universidades les aterraban los escándalos: causaban estragos en el capítulo de la recaudación de fondos.
Era una tragedia que aquel prometedor plan científico acabase en la ruina. Iba contra todo lo que representaba y defendía Berrington. Había alentado a Jeannie y ahora tenía que socavar su labor. Aquello la descorazonaría, y con razón. Berrington se dijo que la muchacha tenía genes perniciosos y que tarde o temprano se encontraría en dificultades; pero, con todo, hubiera deseado no tener que ser él la causa de su hundimiento.
Se esforzó en apartar de su mente el cuerpo de la joven. Las mujeres siempre habían sido su debilidad. No le tentaba ningún otro vicio: bebía con moderación, nunca jugaba y no entendía por qué la gente tomaba drogas. Quería a su esposa, Vivvie, pero a pesar de ello fue incapaz de resistirse al tentador encanto de otras mujeres, por lo que Vivvie acabó por dejarle, harta de verle mariposear con unas y con otras. Ahora, cuando pensaba en Jeannie se la imaginaba acariciándola, deslizando los dedos por su cabellera mientras le susurraba: «Has sido muy bueno conmigo, te debo tanto… ¿Cómo podré pagártelo alguna vez?».
Tales pensamientos le avergonzaban. Se suponía que era su patrocinador y su mentor, no su seductor. Al mismo tiempo que el deseo, le abrasaba un ardiente resentimiento. Jeannie no era más que una muchacha, por el amor de Dios; ¿cómo podía constituir tal amenaza? ¿Cómo podía una jovencita con un aro en la nariz representar un peligro para él, para Preston y para Jim, precisamente cuando estaban a dos pasos de materializar la ambición de toda su vida? Era inconcebible que aquello se viniera abajo ahora; la idea le produjo un vértigo empavorecedor. Cuando no se imaginaba a sí mismo haciéndole el amor a Jeannie, sus fantasías le llevaban al acto de estrangularla.
Sin embargo, no estaba nada dispuesto a provocar un escándalo público que la pusiera en la picota. Controlar a la prensa era difícil. Existía la posibilidad de que empezasen investigando a Jeannie y terminasen investigándole a él. Esa sería una estrategia peligrosa Pero no se le ocurría ninguna otra solución, aparte de la barbaridad del asesinato propuesta por Jim.
Apuró la consumición. El camarero le ofreció otro martini, pero Berrington la declinó. Barrió el establecimiento con la mirada y localizó un teléfono público junto a la puerta de los servicios de caballeros. Introdujo su tarjeta American Express en la ranura y marcó el número de la oficina de Proust. Descolgó uno de los insolentes paniaguados de Jim.
—Despacho del senador Proust.
—Aquí, Berrington Jones…
—Me temo que en estos momentos el senador esté reunido.
Berrington pensó que realmente Jim debería aleccionar a sus secuaces para que se mostrasen un poco más amables.
—Vamos a ver, entonces, si podemos evitar interrumpirle —dijo—. ¿Tiene programada para esta tarde alguna cita con los medios de comunicación?
—No estoy seguro. ¿Me permite preguntarle por qué necesita usted saberlo, señor?
—No, joven, no se lo permito —replicó Berrington en tono irritado. Los ayudantes presuntuosos eran la maldición de la Colina del Capitolio—. Puede usted responder a mi pregunta, puede avisar a Jim Proust para que se ponga al aparato o puede usted perder su maldito empleo, ahora dígame, ¿Que prefiere?
—No se retire, por favor.
Hubo una larga pausa. Berrington pensó que desear que Jim enseñara a sus ayudantes a mostrarse cordiales era como esperar que un chimpancé instruyese a sus descendientes en el arte de comportarse correctamente en la mesa. El estilo del jefe suele extenderse a los miembros de su equipo: una persona de modales groseros siempre tiene empleados que se distinguen por su mala educación.
Por el teléfono llegó una nueva voz:
—Profesor Jones, el senador tiene previsto asistir dentro de quince minutos a la conferencia de prensa que va a celebrarse con motivo de la presentación del libro Nueva esperanza para Norteamérica, del congresista Dinkey.
Aquello era perfecto.
—¿Dónde?
—En el hotel Watergate.
—Dígale a Jim que estaré allí y asegúrese de que mi nombre figure en la lista de invitados, por favor.
Berrington colgó sin darle tiempo a responder.
Salió del bar y tomó un taxi para trasladarse al hotel. Era preciso tratar aquel asunto con delicadeza. Manipular a los medios de comunicación era bastante arriesgado: un buen reportero es muy capaz de percibir lo que hay debajo de la evidencia de una historia y empezar a hacer preguntas acerca de por qué se plantó allí. Pero cada vez que pensaba en los riesgos, Berrington se remitía a las recompensas y eso vigorizaba su ánimo.
Dio con el salón donde iba a celebrarse la conferencia de prensa. Su nombre no figuraba en la lista de invitados —los secretarios engreídos nunca son eficientes—, pero el publicista encargado de la promoción del libro reconoció su rostro y le dio la bienvenida, considerándole un aliciente adicional para las cámaras. Berrington se alegró de vestir la camisa a rayas Turnbull & Asser que tan distinguida aparecía en las fotos.
Tomó un vaso de Perrier y echó una ojeada al salón. Había un atril delante de una monumental ampliación de la cubierta del libro, así como una pila de folletos de prensa encima de una mesa lateral. Los equipos de televisión ponían a punto sus focos. Berrington divisó un par de periodistas a los que conocía, pero ninguno de ellos le mereció suficiente confianza.
No obstante, no cesaban de llegar más. Deambuló por la sala, intercambió frases insustanciales con otros asistentes y siguió vigilando la puerta de entrada. La mayor parte de los periodistas le conocía: aunque secundaria, no dejaba de ser una celebridad. Berrington no había leído el libro, pero Dinkey suscribía un programa del ala derecha tradicional que era una versión suavizada de las ideas que Berrington compartía con Jim y Preston, por lo que tuvo la feliz satisfacción de declarar a los periodistas que avalaba sin reservas el mensaje de la obra de Dinkey.
Jim y Dinkey llegaron minutos después de las tres. Inmediatamente detrás de ellos iba Hank Stone, un veterano del New York Times. Calvo, de nariz roja, con el prominente barrigón desparramándose por encima de la cintura de los pantalones, desabrochado el cuello de la camisa, aflojado el nudo de la corbata, desgastadísimos los zapatos marrones, sin duda era el individuo de peor pinta de todo el cuerpo de prensa de la Casa Blanca.
Berrington se preguntó si Hank se plegaría a sus deseos.
Hank no tenía el menor conocimiento de creencias políticas. Berrington lo había conocido quince o veinte años atrás, cuando el periodista preparó un artículo sobre la Genético. Desde que obtuvo el empleo en Washington, había escrito una o dos veces acerca de las ideas de Berrington y en numerosas ocasiones respecto a las de Jim Proust. Daba a las mismas un enfoque más sensacionalista que intelectual, como inevitablemente acostumbran a hacer los reporteros, pero nunca moralizaba al modo santurrón que suelen emplear los periodistas progresistas.
Hank trataría la información conforme a su valor: si pensaba que era una buena historia, la escribiría. Pero ¿podía confiarse en que no iba a profundizar más de la cuenta? Berrington no estaba seguro.
Saludó a Jim y estrechó la mano de Dinkey. Charlaron unos minutos, mientras Berrington oteaba el panorama con la esperanza de descubrir alguna perspectiva más prometedora. Pero ante su vista no apareció nadie mejor y dio comienzo la conferencia de prensa.
Sentado, mientras los oradores pronunciaban sus parlamentos, Berrington contuvo su impaciencia. La verdad es que era muy poco el tiempo con que contaba. De tener unas cuantas fechas de margen es posible que encontrase alguien más apropiado que Hank, pero no sólo no contaba con unas fechas, sino que apenas disponía de unas pocas horas. Y un encuentro aparentemente fortuito como aquel era mucho menos sospechoso que concertar una cita e invitar a un periodista a almorzar.
Cuando concluyeron las disertaciones, Berrington seguía sin haber echado el ojo a alguien mejor que Hank. Cuando los periodistas se dispersaban, Berrington le abordó.
—Hank, me alegro de haber tropezado contigo. Puede que tenga una buena crónica para ti.
—¡Estupendo!
—Trata del uso indebido de cierta información médica sacada de bases de datos.
Hank hizo una mueca.
—No es precisamente la clase de asunto que trabajo, Berry, pero sigue.
Berrington gruñó para sus adentros: Hank no parecía estar de talante receptivo. Sacó a relucir todo su encanto y tiró adelante:
—Creo que si es un asunto de los que entran en tu terreno, porque eres capaz de ver el potencial que contiene, cosa que se le escaparía a un reportero corriente.
—Está bien, probemos.
—Primero, no estamos manteniendo esta conversación.
—Eso es un poco más prometedor.
—Segundo, puedes preguntarte por qué te estoy proporcionando la historia, pero no formularás ninguna pregunta de labios afuera.
—Cada vez mejor —dijo Hank, pero no hizo ninguna promesa.
Berrington decidió no seguir andándose por las ramas.
—En el departamento de psicología de la Universidad Jones Falls hay una joven investigadora llamada doctora Jean Ferrami. En la búsqueda de sujetos idóneos para su estudio, explora grandes bases de datos médicos sin permiso de las personas cuyos historiales figuran en los archivos.
Hank se pellizcó la colorada nariz.
—¿Es un asunto sobre ordenadores o sobre ética científica?
—No lo sé, el periodista eres tú.
El entusiasmo de Hank brillaba por su ausencia.
—No es lo que se dice una gran exclusiva sensacional.
«No empieces a hacerte el remolón, hijo de mala madre.» Berrington tocó el brazo de Hank en gesto amistoso.
—Hazme un favor, pregunta por ahí —dijo en tono persuasivo—. Ve a ver al presidente de la universidad, se llama Maurice Obell. Telefonea a la doctora Ferrami. Diles que se trata de un gran reportaje y veremos cómo responden. Creo que tendrás unas reacciones interesantes.
—No sé, no sé.
—Te prometo, Hank, que no perderás el tiempo.
«¡Di que sí, so cabrón, di que sí!»
—Está bien —accedió Hank, tras un breve titubeo.
Berrington trató de disimular su complacencia tras una expresión grave, pero no pudo evitar que en sus labios apareciera un leve sonrisita de triunfo.
Hank la captó y por su rostro cruzó un fruncimiento de recelo.
—No estarás utilizándome, ¿eh, Berry? ¿Estás tratando de valerte de mí para asustar a alguien, quizá?
Berrington sonrió jovialmente y pasó el brazo por los hombros del reportero.
—Confía en mí, Hank —dijo.