39
Había una pequeña manifestación frente al Hillside Hall, el edificio que albergaba las oficinas administrativas de la Universidad Jones Falls. Treinta o cuarenta estudiantes, femeninos en su mayoría, se agrupaban delante de la escalinata. Era una protesta pacífica y disciplinada. Al acercarse, Steve leyó una pancarta:
¡READMISIÓN A FERRAMI YA!
Parecía un buen presagio.
—Han venido a apoyarte —le dijo a Jeannie.
Jeannie se aproximó un poco más y la satisfacción puso en su rostro unas pinceladas de rubor.
—Pues si. Dios mío, alguien me aprecia, después de todo.
Otro cartel rezaba:
NO PUEDE HACER
ESTO A
JF
Se elevaron gritos de entusiasmo cuando vieron a Jeannie. La muchacha se encaminó hacia el grupo, sonriente. Steve la siguió, orgulloso de ella. Ningún otro profesor hubiera suscitado tan espontáneo apoyo entre los estudiantes. Jeannie estrechó la mano de los hombres y besó a las mujeres. Steve observó que una preciosa rubia le miraba fijamente.
Jeannie abrazó a una mujer mayor que formaba parte del grupo.
—¡Sophie! —exclamó—. ¿Que puedo decir?
—Buena suerte ahí dentro —deseó la mujer.
Jeannie se separó de los concentrados, radiante, y Steve y ella se dirigieron al edificio.
—Bueno —constató Steve—, esas personas creen que deberías conservar tu empleo.
—No tengo palabras para expresarte lo mucho que eso significa para mí —repuso Jeannie—. Esa mujer mayor es Sophie Chapple, profesora del departamento de Psicología. Suponía que me odiaba. No puedo creer que estuviera ahí, respaldándome.
—¿Quién era aquella preciosidad de la primera fila?
Jeannie le dirigió una mirada curiosa.
—¿No la has reconocido?
—Estoy casi seguro de que no la he visto en la vida, pero ella no me quitaba ojo. —Luego lo adivinó—. ¡Oh, Dios, debe de ser la víctima!
—Lisa Hoxton.
—No es extraño que me mirara así.
Steve no pudo evitar volver la cabeza. Lisa era una joven guapa y vivaracha, bajita y más bien regordeta. El doble de Steve la había atacado, la derribó sobre el suelo y la obligó a mantener con el una relación sexual. En el interior de Steve se retorció un pequeño nudo de repugnancia. Aquella chica no era más que una joven normal, y ahora un recuerdo de pesadilla la acosaría a lo largo de toda su vida.
El edificio administrativo era un enorme y arcaico caserón. Jeannie condujo a Steve a través del marmóreo vestíbulo, cruzaron el umbral de una puerta señalada con el rótulo de Antiguo Comedor y entraron en una sombría sala de estilo señorial: alto techo, estrechas ventanas góticas y sólidos muebles de roble, de gruesas patas. Frente a una chimenea de piedra labrada había una larga mesa.
Cuatro hombres y una mujer de edad mediana estaban sentados a aquella mesa. En el individuo calvo que ocupaba el centro reconoció Steve al rival de Jeannie en el partido de tenis, Jack Budgen. Supuso que aquella era la comisión: el grupo que tenía en sus manos el destino de Jeannie. Respiró hondo.
Se inclinó por encima de la mesa, estrechó la mano a Jack Budgen y dijo:
—Buenos días, doctor Budgen. Soy Steve Logan. Hablamos ayer.
Una extraña intuición se adueñó de su ánimo y se encontró rezumando una relajada confianza que era la antítesis de lo que sentía. Fue estrechando la mano a los miembros de la comisión, cada uno de los cuales le dijo su nombre.
Dos hombres más estaban sentados en el extremo de la mesa, por el lado más próximo a la puerta. El individuo menudo, de terno azul marino, era Berrington Jones, a quien Steve había conocido el lunes anterior. El caballero enjuto, de pelo rojizo y traje cruzado, negro y a rayas, tenía que ser Henry Quinn. Steve estrechó la mano a ambos.
Tras lanzarle una mirada desdeñosa, Quinn le preguntó:
—¿Que títulos jurídicos tiene usted, joven?
Steve le dedicó una sonrisa amistosa y le respondió en voz baja, tanto que no le pudo oír nadie más, aparte de Quinn.
—Vete a hacer puñetas, Henry.
Quinn dio un respingo como si acabara de recibir un golpe, y Steve pensó: «Eso te quitará las ganas, viejo cabrón, de volver a tratarme con arrogancia».
Acercó una silla a Jeannie y ambos tomaron asiento.
—Bien, tal vez debamos empezar —dijo Jack—. Esta sesión es informal. Creo que todos han recibido una copia de la rúbrica, de modo que conocemos las reglas. Presenta las acusaciones el profesor Berrington Jones, que propone el despido de la doctora Jeannie Ferrami sobre la base de que ha desprestigiado a la Universidad Jones Falls.
Mientras Jack hablaba, Steve estudió a los miembros de la comisión, buscando en sus rostros algún indicio de simpatía. No encontró el menor detalle tranquilizador. Sólo la mujer, Jane Edelsborough, parecía dispuesta a mirar a Jeannie; los demás no sostendrían su mirada. Para empezar, cuatro en contra, una a favor, pensó Steve. No se presentaba nada bien la cosa.
—El señor Quinn representará a Berrington —manifestó Jack.
Quinn se puso en pie y abrió su cartera de mano. Steve observó que la nicotina de los cigarrillos le había dejado amarillenta la punta de los dedos. El hombre sacó un puñado de fotocopias ampliadas del artículo del New York Times referente a Jeannie y fue entregando una de ellas a cada persona de la sala. Como resultado, la mesa quedó cubierta de hojas de papel que decían LA ÉTICA DE LA INVESTIGACIÓN GENÉTICA: DUDAS, TEMORES Y UN CONFLICTO. Era un eficaz recordatorio visual de las complicaciones que Jeannie había ocasionado. Steve lamentó que no se le hubiera ocurrido llevar también unos cuantos papeles que repartir, aunque sólo fuera para tapar con ellos los que había distribuido Quinn. Aquel sencillo y efectivo movimiento de apertura que había realizado Quinn intimidó a Steve. ¿Que posibilidades tenía de competir con un hombre que probablemente contaba con treinta años de experiencia jurídica en los tribunales? No puedo ganar este caso, pensó Steve, sumido en un repentino pánico.
Quinn empezó a hablar. Su voz era rigurosa y precisa, sin el más leve asomo de acento. Hablaba despacio y en tono pedante. Steve confiaba en que cometiese algún error que detectase automáticamente aquel jurado de intelectuales que no necesitaban que las cosas se les deletreasen en palabras monosilábicas. Quinn resumió la historia de la comisión de disciplina y explicó la posición de la misma en el gobierno de la universidad. Definió el verbo «desprestigiar» y sacó una copia del contrato de Jeannie. Steve empezó a sentirse mejor a medida que Quinn iba desgranando su perorata.
Por fin, dio por concluido el preámbulo y se dispuso a interrogar a Berrington. Empezó por preguntarle cuando tuvo noticias por primera vez de la existencia del programa informático de búsqueda creado por Jeannie.
—El pasado lunes por la tarde —contestó Berrington.
Refirió la conversación que él y Jeannie mantuvieron. Su relato coincidía con la versión que Jeannie había contado a Steve.
Luego, Berrington dijo: —En cuanto comprendí con claridad su técnica, le dije que, en mi opinión, lo que estaba haciendo era ilegal.
—¿Que? —estalló Jeannie.
Quinn hizo caso omiso y preguntó a Berrington:
—¿Cuál fue la reacción de la doctora Ferrami?
—Se puso muy furiosa…
—¡Maldito embustero! —gritó Jeannie.
Berrington enrojeció ante la acusación.
Intervino Jack Budgen: —Por favor, nada de interrupciones —dijo.
Steve clavó la vista en la comisión. Todos sus miembros miraban a Jeannie; apenas podían evitarlo. Apoyó una mano en el brazo de la muchacha, como si pretendiera contenerla.
—¡Está diciendo mentiras con todo el descaro del mundo! —protestó indignada Jeannie.
—¿Que esperabas? —dijo Steve en voz baja—. Su juego es la agresividad.
—Lo siento —murmuró Jeannie.
—No lo sientas —le aconsejó Steve al oído—. Sigue así. Verán que tu indignación es auténtica.
Berrington continuó:
—Se mostró irritable, justo como ahora. Me dijo que podía hacer lo que le diese la gana, que tenía un contrato.
Uno de los hombres de la comisión, Tenniel Biddenham, frunció el ceño siniestramente: saltaba a la vista que le fastidiaba que un miembro subalterno del profesorado restregase por la cara su contrato al profesor que estaba por encima de él. Steve comprendió que Berrington era listo. Sabía como darle la vuelta al asunto de modo que un punto en contra suya se tornara a su favor.
Quinn pregunto a Berrington:
—¿Que hizo usted?
—Bueno, comprendí que podía equivocarme. No soy abogado, así que decidí procurarme asesoramiento jurídico. Si mis temores se confirmaban, podría mostrar a la doctora Ferrami pruebas independientes. Pero si resultaba que lo que ella estaba haciendo no causaba perjuicio a nadie, yo podría abandonar el asunto sin que hubiese enfrentamiento de ninguna clase.
—¿Y recibió usted ese asesoramiento jurídico?
—Tal como se desarrolló todo, me vi rebasado por los acontecimientos. Antes de que tuviese tiempo de consultar a un abogado, el New York Times se enteró del caso.
—Mentiras —susurró Jeannie.
—¿Estás segura? —le preguntó Steve.
—Desde luego.
Steve tomó nota.
—Tenga la bondad de decirnos qué sucedió el miércoles —pidió Quinn a Berrington.
—Mis peores temores se hicieron reales. El presidente de la universidad, Maurice Obell, me llamó a su despacho y me pidió que le explicara por qué estaba recibiendo virulentas llamadas de la prensa relativas a la investigación que se estaba llevando a cabo en mi departamento. Redactamos un borrador de comunicado de prensa como base de discusión y convocamos a la doctora Ferrami.
—¡Santo cielo! —musitó Jeannie.
Berrington prosiguió:
—Ella se negó en redondo a hablar del comunicado de prensa. De nuevo abrió la caja de los truenos, insistió en que haría lo que le viniese en gana, y se marchó hecha un basilisco.
Steve lanzó una mirada interrogadora a Jeannie, que dijo en voz baja:
—Una mentira muy hábil. Me presentaron la nota de prensa como un hecho consumado.
Steve asintió con la cabeza, pero decidió no sacar a relucir aquel punto en el contrainterrogatorio. De todas formas, los miembros de la comisión probablemente opinarían que Jeannie no debió de salir del despacho de Obell hecha una fiera.
—La periodista nos dijo que la edición se cerraba al mediodía y esa era su hora límite —continuó Berrington en tono normal—. El doctor Obell comprendió que la universidad tenía que decir algo definitivo, y debo confesar que, por mi parte, estaba de acuerdo con él al ciento por ciento.
—¿Y el comunicado de prensa tuvo el efecto que esperaban?
—No. Fue un fracaso absoluto. Pero porque la doctora Ferrami lo saboteó por completo. Dijo a la reportera que pasaba de nosotros y que no podíamos hacer absolutamente nada al respecto.
—¿Alguien ajeno a la universidad hizo comentarios referentes a la historia?
—Ciertamente.
Algo relativo al modo en que Berrington respondió a la pregunta hizo sonar un timbre de alarma en la cabeza de Steve, que tomó unas notas.
—Recibí una llamada telefónica de Preston Barck, presidente de la Genético, firma que es una importante benefactora de la universidad y, particularmente, financia todo el programa de investigación de los gemelos —prosiguió Berrington—. Como es lógico, le preocupaba la forma en que se invertía su dinero. El artículo daba la impresión de que las autoridades universitarias se veían impotentes. Preston llegó a preguntarme: «De cualquier modo, ¿quién dirige ese maldito colegio?». Fue muy embarazoso.
—¿Era esa su principal preocupación? ¿La incomodidad de verse desobedecido por un miembro subalterno del profesorado?
—Claro que no. El problema principal lo constituía el perjuicio que el trabajo de la doctora Ferrami pudiera causar a la Jones Falls.
Un movimiento inteligente, pensó Steve. En el fondo de sus corazones a todos los miembros de la comisión les sentaría como un tiro que los desafiara un profesor auxiliar, y Berrington se había ganado su simpatía. Pero Quinn había actuado con rapidez para situar la queja en peso en un nivel mental más alto, de modo que pudieran decirse que al despedir a Jeannie, no sólo castigaban a un subordinado rebelde, sino que también protegían a la universidad.
—Una universidad —dijo Berrington— ha de ser sensible a las cuestiones de la intimidad personal. Los donantes nos dan dinero y los estudiantes compiten por las plazas que tenemos aquí, porque esta es una de las instituciones educativas más venerables de la nación. La simple insinuación de que somos negligentes en la defensa de los derechos civiles de las personas es muy perjudicial.
Era una formulación expuesta con elocuencia y sosiego y que todo el grupo aprobaría. Steve inclinó la cabeza para manifestar que también la suscribía, con la esperanza de que los miembros de la comisión se percatasen al final de que aquel no era el punto que se debatía.
Quinn preguntó a Berrington:
—En ese punto, ¿a cuántas opciones se enfrentaba?
—Exactamente a una. Teníamos que dejar bien claro que no convalidábamos la violación de la intimidad por parte de los investigadores universitarios. Y también necesitábamos demostrar que poseíamos la autoridad precisa para obligar a cumplir nuestras propias reglas. El modo de hacerlo era despedir a la doctora Ferrami. No existía otra alternativa.
—Gracias, profesor —dijo Quinn, y se sentó.
Steve se sentía pesimista. Quinn era todo lo hábil que podía esperarse de él e incluso algo más. Berrington se había manifestado convincente. Había presentado la imagen de un hombre razonable y preocupado que se esforzaba al máximo para tratar con una subordinada negligente e iracunda. Resultaba todavía más creíble al existir un enlace con la realidad: Jeannie tenía muy mal genio.
Pero esa no era la verdad. Eso era todo lo que tenía para él. Jeannie estaba en lo cierto. Era cuestión de demostrarlo.
—¿Tiene alguna pregunta, señor Logan? —dijo Jack Budgen.
—Desde luego —repuso Steve. Hizo una pausa para ordenar sus ideas.
Aquella era su fantasía. No estaba en una sala de tribunal, ni siquiera era abogado, pero estaba defendiendo a una persona desvalida frente a la injusticia de una institución poderosa. Lo tenía todo en contra, pero la verdad estaba de su parte. Era lo que había soñado.
Se puso en pie y miró a Berrington con dureza. Si la teoría de Jeannie era cierta, el hombre tenía que sentirse extraño en aquella situación. Debía de ser como el doctor Frankenstein interrogado por su propio monstruo. Steve deseaba jugar un poco con eso, sacudir la compostura de Berrington, antes de empezar a hacerle las preguntas materiales.
—Usted me conoce, ¿verdad, profesor? —dijo Steve.
Berrington pareció alarmarse un poco.
—Ah… creo que nos vimos el lunes, sí.
—Y lo sabe todo acerca de mí.
—No…, no acabo de entenderle.
—En el laboratorio me sometieron durante un día completo a toda clase de pruebas, así que posee usted una gran cantidad de información sobre mí.
—Ahora sé adónde quiere ir a parar, sí. El desconcierto había tomado carta de naturaleza en Berrington.
Steve se situó detrás de la silla de Jeannie, para que todos pudieran verla. Era mucho más difícil pensar mal de alguien que le devuelve a uno la mirada con expresión abierta y sin miedo.
—Profesor, permítame empezar con la primera declaración que ha hecho, según la cual acudió en busca de consejo jurídico tras su conversación el lunes con la doctora Ferrami.
—Sí.
—¿De veras no había visto a ningún abogado?
—No, los acontecimientos me rebasaron.
—¿No concertó ninguna cita con un abogado?
—No tuve tiempo…
—En los dos días que transcurrieron entre su conversación con la doctora Ferrami y el doctor Obell referente al New York Times, ¿ni siquiera indicó a su secretaria que concertase una cita con un abogado?
—No.
—¿Ni preguntó a nadie o habló con sus colegas, para que le sugiriesen el nombre de un jurisconsulto apropiado?
—No.
—En realidad, esta afirmación no está usted en condiciones de autentificarla.
Berrington sonrió pleno de confianza.
—Sin embargo, tengo fama de hombre honesto.
—La doctora Ferrami recuerda la conversación con toda claridad.
—Bueno.
—Dice que usted no hizo mención alguna a problemas legales ni a cuestiones de privacidad; lo único que a usted le preocupaba era el funcionamiento del programa de búsqueda.
—Quizá se le ha olvidado.
—O quizás es la memoria de usted la que se equivoca. —Steve se dio cuenta de que se había apuntado aquel tanto y cambio súbitamente de rumbo—. La reportera del New York Times, la señora Freelander, ¿dijo cómo llegó a su conocimiento el trabajo de la doctora Ferrami?
—Si lo hizo, el doctor Obell no me lo mencionó.
—De modo que usted no lo preguntó.
—No.
—¿No se le ocurrió preguntarse cómo pudo enterarse la periodista del asunto?
—Supongo que di por supuesto que los reporteros tienen sus fuentes.
—Puesto que la doctora Ferrami no ha publicado nada acerca de este proyecto, la fuente tiene que haber sido algún particular.
Berrington vaciló y lanzó una mirada a Quinn, en petición de ayuda. Quinn se puso en pie.
—Señor —se dirigió a Jack Budgen—, al testigo no se le puede pedir que haga especulaciones.
Budgen asintió.
—Pero esta es una audiencia no oficial… —dijo Steve—, no tenemos por qué ceñirnos estrictamente a los rígidos procedimientos de una sala de Justicia.
Jane Edelsborough habló por primera vez:
—A mí me parecen interesantes y pertinentes esas preguntas Jack.
Berrington la obsequió con una mirada siniestra y la mujer ejecutó un leve encogimiento de hombros en plan de excusa. Fue un intercambio íntimo y Steve se preguntó qué relación existiría entre ellos.
Budgen aguardó, tal vez con la esperanza de que algún otro miembro de la comisión manifestase un punto de vista contrario y le facilitara una toma de decisión como presidente; pero nadie pronunció palabra.
—Muy bien —articuló tras la pausa—. Continúe, señor Logan.
A duras penas podía creer Steve que estaba ganando su primera querella jurídica. A los profesores no les hacía ninguna gracia que un aspirante a abogado les dijese que sistema de interrogatorio era o no era legítimo. La tensión le había secado la garganta. Con mano temblorosa, se sirvió un vaso de agua de la jarra de cristal a su disposición.
Bebió un sorbo, se encaró de nuevo con Berrington y dijo: —La señora Freelander tenía un conocimiento algo más que general del trabajo de la doctora Ferrami, ¿no es cierto?
—Sí.
—Sabía exactamente cómo, mediante la exploración de bases de datos, localizaba la doctora Ferrami gemelos que se hubiesen criado por separado. Se trata de una técnica nueva, ideada y desarrollada por la doctora Ferrami y que sólo conoce usted y unos pocos colegas más del departamento de Psicología.
—Si usted lo dice…
—Por ello, todo parece indicar que la información procedió del departamento, ¿no?
—Es posible.
—¿Que motivo podría tener un colega suyo para crear publicidad negativa para la doctora Ferrami y su tarea?
—Realmente no podría decírselo.
—Pero parece que es obra de un rival innoble y tal vez envidioso ¿no cree?
—Quizás.
Steve asintió, satisfecho. Se daba cuenta de que estaba entrando a buen ritmo en el meollo del asunto. Empezó a tener la sensación de que podía ganar el caso, a pesar de todo.
No empieces a regalarte el ego, se aconsejó. Ganar algún punto que otro no es ganar el caso.
—Vayamos a la segunda aseveración que hizo usted. Cuando el señor Quinn le preguntó si personas ajenas a la universidad le hicieron comentarios sobre la historia publicada en el periódico, usted respondió: «Ciertamente» ¿Se mantiene usted en esa declaración?
—Sí.
—Exactamente, ¿cuántas llamadas telefónicas recibió usted de donantes, aparte de la de Preston Barck?
—Bien, hablé con Herb Abrahams…
Steve adivinó que no sabía por dónde iba. Trataba de disimular.
—Perdone que le interrumpa, profesor. —Berrington pareció sorprendido, pero dejó de hablar—. ¿Le llamó el señor Abrahams o viceversa?
—Ejem, creo que fui yo quien le llamó a él.
—Volveremos sobre eso dentro de un momento. Primero, díganos cuántos benefactores importantes le llamaron a usted para manifestarle su preocupación por las alegaciones del New York Times.
Fue evidente que Berrington empezaba a ponerse nervioso.
—No estoy seguro de que me llamara nadie para hablarme específicamente de eso.
—¿Cuántas llamadas recibió de estudiantes potenciales?
—Ninguna.
—¿Le llamó alguien para hablarle del artículo?
—Me parece que no.
—¿Recibió usted correspondencia tratando del tema?
—Aún no.
—No parece que se haya armado mucho escándalo, pues.
—No creo que pueda usted sacar esa conclusión.
Era una respuesta muy poco convincente y Steve hizo una pausa para que calase bien. Berrington parecía incómodo. La comisión se mantenía alerta, pendiente de cada detalle de aquella contienda dialéctica. Steve miró a Jeannie. La esperanza había iluminado el rostro de la muchacha.
Steve continuó:
—Hablemos de la única llamada telefónica que recibió usted, de Preston Barck, presidente de la Genético. La presentó usted como si se tratara de la llamada de un donante preocupado por el modo en que se empleaba su dinero, pero el señor Preston Barck es algo más que eso, ¿no es cierto? ¿Cuándo lo conoció usted?
—Durante mi estancia en Harvard, hace cuarenta años.
—Debe de ser uno de sus amigos más antiguos.
—Sí.
—Y es también su socio comercial.
—Sí.
—La compañía está en proceso de traspaso a la Landsmann, una corporación farmacéutica alemana que va a tomar posesión de ella.
—Sí.
—Sin duda, el señor Barck obtendrá un montón de dinero como resultado de esa venta.
—Sin duda.
—¿Cuánto?
—Creo que eso es confidencial.
Steve optó por no presionar más respecto a la suma. La resistencia a dar la cifra ya le resultaba bastante perjudicial a Berrington.
—Otro amigo suyo también va a hacer su agosto: el senador Proust. Según la noticia publicada hoy, va a utilizar su parte para financiarse una campaña presidencial en las próximas elecciones.
—No he visto las noticias de la mañana.
—Pero Jim Proust es amigo suyo, ¿verdad? Debe de estar enterado de que se presenta como candidato a la presidencia.
—Creo que todo el mundo sabía que estaba pensando en ello.
—¿Usted también va a obtener dinero de esa venta?
—Sí.
Steve se apartó de Jeannie y fue hacia Berrington, de forma que todos los ojos se clavasen en él.
—Así que es usted accionista, no sólo consejero.
—Es bastante corriente ser ambas cosas.
—Profesor, ¿cuánto sacará usted de esa operación?
—Opino que eso es privado.
Steve no estaba dispuesto a dejar que esa vez se saliera con la suya.
—Sea como fuere, la cantidad que se va a pagar por la compañía es de ciento ochenta millones de dólares, según el The Wall Street Journal.
—Sí.
—Ciento ochenta millones de dólares —repitió Steve la cifra. Dejó pasar unos segundos, el tiempo suficiente para que se creara un silencio preñado de sugerencias. Era una cantidad que los profesores jamás verían, y deseaba dar a los miembros de la comisión la idea de que Berrington no era uno de ellos, sino un ser de un género completamente distinto—. Usted es una de las tres personas que se repartirán ciento ochenta millones de dólares.
Berrington asintió con la cabeza.
—De forma que tenía usted un motivo inmenso para ponerse nervioso al enterarse de lo que decía el artículo del New York Times. Su amigo Preston vende la empresa, su amigo Jim se presenta para presidente y usted está a punto de hacer una fortuna. ¿Está seguro de que la reputación de la Jones Falls era lo que tenía en la cabeza cuando despidió a la doctora Ferrami? ¿O eran las otras preocupaciones? Sea franco, profesor… se dejó dominar por el pánico.
—Desde luego yo…
—Leyó un artículo periodístico hostil, imaginó que la operación de venta se desvanecía en el aire y reaccionó precipitadamente. Dejó que el New York Times le asustara y reaccionó precipitadamente.
—Hace falta algo más que el New York Times para asustarme a mí, joven. Actué rápida y decididamente, pero no precipitadamente.
—No hizo el menor intento de descubrir la fuente de información del periódico.
—No.
—¿Cuántos días dedicó usted a investigar la verdad o, por otra parte, las alegaciones del reportaje?
—No llevó mucho tiempo…
—¿Horas más que días?
—Sí…
—¿O realmente transcurrió menos de una hora antes de que tuviese aprobada la nota de prensa comunicando que se había cancelado el programa de la doctora Ferrami?
—Estoy completamente seguro de que se tardó más de una hora.
Steve se encogió de hombros enfáticamente.
—Seamos generosos y pongamos dos horas. ¿Ese espacio de tiempo era suficiente? —Se volvió y señaló a Jeannie con un ademán, a fin de que todos la miraran—. ¿Tras dos horas decidió usted arrojar por la borda el programa de investigación de una joven científica?
—El dolor era visible en el rostro de Jeannie.
Steve sintió un angustioso ramalazo de compasión por ella. Pero tenía que jugar con los sentimientos y las emociones de la muchacha, por el bien de Jeannie. Hurgó en la herida con el cuchillo—. ¿En dos horas averiguó usted lo suficiente para adoptar la decisión de destruir el trabajo de años? ¿Lo suficiente como para poner fin a una carrera prometedora? ¿Lo suficiente como para arruinar la vida de una mujer?
—Le pedí que se defendiera —dijo Berrington en tono indignado—. ¡Perdió los estribos y salió de la habitación!
Steve vaciló levemente, y luego optó por adoptar un riesgo teatral.
—¡Salió de la habitación! —remedó con burlón asombro—. ¡Salió de la habitación! Usted le enseñó un comunicado de prensa que anunciaba la cancelación del programa. Nada de investigar la fuente de donde procedía el reportaje periodístico ni de evaluar la validez de las alegaciones, no se dedicó ningún tiempo a debatir el asunto, el oportuno proceso brilló por su ausencia. Usted simplemente le manifestó a esta joven científica que acababa de arruinar su vida, ¿y todo lo que ella hizo fue salir de la habitación? —Berrington abrió la boca con ánimo de decir algo, pero Steve lo pasó por alto—. Cuando pienso en la injusticia, en la ilegalidad, en la pura insensatez de lo que hizo usted el miércoles por la mañana, profesor, no consigo imaginar cómo pudo la doctora Ferrami contenerse y autodisciplinarse para limitar su reacción a esa simple, aunque elocuente protesta. —Regresó en silencio a su asiento y luego dio media vuelta, se encaró con la comisión y remató—: No haré más preguntas.
Jeannie tenía baja la mirada, pero Steve le dio un apretón en el brazo. Se inclinó hacia ella para preguntarle:
—¿Cómo estás?
—Bien.
Steve le palmeó la mano. Le entraron ganas de decir: «Creo que hemos ganado», pero eso hubiera sido tentar al destino.
Quinn se levantó. Parecía impertérrito. Debería mostrarse un poco más preocupado, después de presenciar como Steve hacia picadillo a su cliente. Pero sin duda formaba parte de su competencia profesional mantenerse imperturbable por mal que marchara su caso.
Tomó la palabra:
—Profesor, si la universidad no hubiera suspendido el programa de investigación de la doctora Ferrami y no la hubiese despedido, ¿habría supuesto eso alguna diferencia en cuanto a la compra de la Genético por parte de la Landsmann?
—Absolutamente ninguna.
—Gracias. No hay más preguntas.
Una intervención bastante eficaz, pensó Steve acerbamente. Le había pegado un buen pinchazo a su contrainterrogatorio. Se esforzó en evitar que Jeannie viera la decepción en su rostro.
Era el turno de Jeannie y Steve se puso en pie y la condujo por los caminos de su testimonio. Describió con calma y tranquilidad su programa de investigación y explicó la importancia de encontrar gemelos que se hubieran criado separados y que fuesen delincuentes. Detalló las precauciones que tomaba para asegurarse de que ningún dato clínico se conociese antes de que ellos firmasen la correspondiente autorización.
Esperaba que Quinn la interrogaría con la intención de demostrar que existía alguna minúscula probabilidad de que, por accidente, pudiera revelarse información confidencial. Steve y Jeannie lo habían ensayado la noche anterior, con Steve interpretando el papel de abogado de la acusación. Pero, ante su sorpresa, Quinn no hizo ninguna pregunta. ¿Temía que Jeannie se defendiera con excesiva habilidad? ¿O confiaba en que el veredicto estaba ya decidido a su favor?
Quinn expuso primero su argumentación. Repitió buena parte del testimonio de Berrington y, de nuevo, fue más tedioso de lo que Steve juzgaba inteligente. La parte final, las conclusiones, resultó sin embargo bastante breve.
—Esta es una crisis que nunca debió producirse —dijo—. Las autoridades universitarias han procedido sensatamente en todo momento. Fue la impetuosa irreflexión y la intransigencia de la doctora Ferrami lo que ocasionó todo este drama. Naturalmente, tiene un contrato y ese contrato rige las relaciones entre ella y la institución que la emplea. Pero, después de todo, el profesorado decano está obligado a supervisar al profesorado más joven; y los miembros de éste, si tienen un mínimo de sentido común, atenderán los prudentes consejos de los mayores y más expertos que ellos. La terca rebeldía de la doctora Ferrami hizo que un problema degenerara en crisis, y la única solución para esa crisis consiste en que ella abandone la universidad.
Se sentó.
Le tocaba a Steve pronunciar su argumentación. Se había pasado la noche ensayándola. Se levantó.
—¿Que promueve la Universidad Jones Falls?
Hizo una pausa para darle alas al efecto dramático.
—La respuesta puede expresarse en una palabra: saber. Si deseáramos una definición sucinta del papel de la universidad en la sociedad estadounidense, podríamos decir que su función es buscar el saber y difundir el saber.
Miró uno por uno a todos los miembros de la comisión, invitándoles a mostrarse de acuerdo. Edelsborough asintió con la cabeza. Los demás permanecieron impávidos.
—De vez en cuando —continuó Steve—, esa función se ve atacada. Nunca faltan personas que desean ocultar la verdad, por una u otra razón: motivos políticos, prejuicios religiosos —miro a Berrington— o lucro comercial. Creo que todos ustedes están de acuerdo en que la independencia intelectual de la universidad es decisiva para su reputación. Esa independencia, evidentemente, tiene que mantener un equilibrio respecto a otras obligaciones, tales como la necesidad de respetar los derechos civiles de los individuos. Sin embargo, una defensa vigorosa del derecho de la universidad a buscar el saber acrecentaría su reputación entre todas las personas inteligentes.
Agitó una mano para indicar la universidad.
—Jones Falls es importante para cuantos están aquí. La reputación de un académico puede aumentar o disminuir junto con la de la institución en la que trabaje. Les pido que piensen en el efecto que tendrá su veredicto sobre la reputación de la Universidad Jones Falls como institución académica libre e independiente. ¿Va a dejarse amedrentar la universidad por el ataque frívolo de un diario? ¿Va a cancelarse un programa de investigación científica a cambio de que se remate sin problemas la operación de compraventa de una empresa? Espero que no. Confío en que la comisión impulsará el buen nombre de la Universidad Jones Falls demostrando que lo que importa aquí es un valor sencillo: la verdad.
Contempló a los miembros de la comisión y dejó que sus palabras calasen. Le fue imposible pronosticar, por la expresión de sus rostros, si el discurso les había impresionado o no. Al cabo de un momento, se sentó.
—Gracias —dijo Jack Budgen—. ¿Tendrían la bondad todos ustedes, salvo los miembros de la comisión, de retirarse de la sala mientras deliberamos?
Steve sostuvo la puerta a Jeannie, mientras salía, y la siguió al pasillo. Abandonaron el edificio y se detuvieron a la sombra de un árbol. Jeannie estaba pálida a causa de la tensión.
—¿Que opinas? —preguntó.
—Hay que ganar —dijo él—. Tenemos razón.
—¿Que voy a hacer si perdemos? —aventuró Jeannie—. ¿Mudarme a Nebraska? ¿Buscarme un trabajo de maestra de escuela? ¿Hacerme azafata aérea, como Penny Watermeadow?
—¿Quién es Penny Watermeadow?
Antes de que tuviera tiempo de contestar, Jeannie vio algo por encima del hombro de Steve que la hizo titubear. Steve volvió la cabeza. Henry Quinn estaba a su espalda, fumando un cigarrillo.
—Estuviste muy agudo e inteligente ahí dentro —dijo Quinn—. Espero que no pienses que soy arrogante si digo que he disfrutado una barbaridad intercambiando ingenio contigo.
Jeannie produjo un ruido de desagrado y se alejó.
Steve se mostró más objetivo. Se suponía que los abogados eran así, amistosos con sus oponentes, fuera de la sala del tribunal. Además, era posible que algún día llamase a la puerta de Quinn para solicitarle un empleo.
—Gracias —dijo cortésmente.
—Desde luego, presentaste el mejor de los argumentos —prosiguió Quinn, con una franqueza que sorprendió a Steve—. Por otra parte, en un caso como este, la gente vota en interés propio, y todos esos miembros de la comisión son profesores veteranos. Les resultará muy duro apoyar a una joven en contra de alguien de su propio grupo, al margen de los argumentos.
—Son todos intelectuales —alegó Steve—. Tienen un compromiso con la razón.
Quinn asintió.
—Puede que estés en lo cierto. —Dirigió a Steve una mirada especulativa y preguntó—: ¿Tienes idea de lo que realmente se debatía aquí?
—¿Que quiere decir? —preguntó Steve, cauto.
—Salta a la vista que hay algo que aterra a Berrington, y no es la publicidad negativa. Me preguntaba si la doctora Ferrami y tú sabríais de qué se trata.
—Creo que lo sabemos —repuso Steve—. Pero no podemos demostrarlo, aún.
—Sigue intentándolo —aconsejó Quinn. Dejó caer el cigarrillo y lo aplastó con la suela del zapato—. No permita Dios que Jim Proust sea presidente.
Se alejó.
Con que esas tenemos, pensó Steve; nos ha salido un progresista encubierto.
Apareció Jack Budgen en la entrada e hizo un gesto indicándoles que volvieran. Steve cogió a Jeannie del brazo y regresaron adentro.
Examinó los rostros de los miembros de la comisión. Jack Budgen sostuvo su mirada. Jane Edelsborough le dedicó una sonrisita.
Esa era una buena señal. Las esperanzas de Steve se remontaron hacia las alturas.
Todos se sentaron.
Jack Budgen revolvió sus papeles innecesariamente.
—Agradecemos a ambas partes las facilidades que han dado para que esta audiencia haya podido desarrollarse con dignidad. —Hizo una pausa solemne —Nuestra decisión es unánime. Recomendamos al consejo de esta universidad el despido de la doctora Jean Ferrami. Gracias.
Jeannie hundió la cabeza entre sus manos.