41

El padre de Jeannie estaba sentado en el sofá del desordenado salón de Patty, con una taza de café en el regazo, mientras veía Hospital General y daba buena cuenta de un trozo de pastel de zanahoria.

Al entrar allí y verle, a Jeannie se le subió la sangre a la cabeza.

—¿Cómo pudiste hacer una cosa así? —vociferó—. ¿Cómo pudiste robar a tu propia hija?

El hombre se puso en pie tan bruscamente que derramo el café y se le escapó de la mano el pastel.

Patty entró inmediatamente después de Jeannie.

—Por favor, no hagas una escena —rogó su hermana—. Zip está a punto de llegar a casa.

—Lo siento, Jeannie —habló el padre—, estoy avergonzado.

Patty se arrodilló y empezó a limpiar el café del suelo con un puñado de Kleenex. En la pantalla, un apuesto doctor con bata de cirujano besaba a una mujer preciosa.

—¡Sabes que estoy sin blanca! —insistió Jeannie en sus gritos—. Sabes que estoy intentando reunir el dinero suficiente para ingresar en una residencia decente a mamá… ¡tu esposa! ¡Y a pesar de todo, vas y me robas mi jodido televisor!

—¡No deberías emplear ese lenguaje!…

—¡Jesús, dame fuerzas!

—Lo siento.

—No lo entiendo. Sencillamente, no lo entiendo.

—Déjale en paz, Jeannie —terció Patty.

—Pero es que tengo que saberlo. ¿Cómo pudiste hacerme una cosa como esa?

—Está bien, te lo diré —replicó el padre, con un repentino acceso de energía que sorprendió a Jeannie—. Te diré por qué lo hice. Porque perdí las agallas. —Se le llenaron los ojos de lágrimas—. Robé a mi propia hija porque estoy demasiado asustado para robar a cualquier otra persona, ahora ya lo sabes.

Su aspecto era tan patético que la cólera de Jeannie se evaporó automáticamente.

—¡Oh, papá, lo siento! —dijo—. Siéntate, traeré la aspiradora.

Recogió la volcada taza de café y la llevó a la cocina. Volvió con la aspiradora y limpió las migas de pastel. Patty acabó de eliminar del suelo las manchas de café.

—No os merezco, chicas, lo sé —reconoció el padre, al tiempo que se sentaba de nuevo.

—Te traeré otra taza de café —ofreció Patty.

El cirujano del televisor decía: «Vayámonos, tu y yo solos, a algún lugar maravilloso», y la beldad respondía: «¿Y tu esposa?», lo que obligaba al médico a poner una cara muy larga. Jeannie apagó el aparato y se sentó junto a su padre.

—¿Que has querido dar a entender cuando dijiste que has perdido las agallas? —preguntó, curiosa—. ¿Que ha pasado?

El hombre suspiró.

—Cuando salí de la cárcel fui a echarle un vistazo, en plan reconocimiento del terreno, a un edificio de Georgetown. Se trataba de un pequeño negocio, una sociedad de arquitectos que acababa de reequipar completamente su estudio con algo así como quince o veinte ordenadores personales y otros aparatos por el estilo, impresoras y máquinas de fax. El tipo que suministró el equipo me dio el soplo y me propuso el asunto: iba a comprarme los aparatos y se los volvería a vender a la empresa cuando cobrara el dinero del seguro. El golpe me proporcionaría diez mil dólares.

—No quiero que mis chicos oigan esto —dijo Patty.

Se cercioró de que no estaban en el pasillo y cerró la puerta del salón.

—¿Que salió mal? —le preguntó Jeannie a su padre.

—Llevé la furgoneta, en marcha atrás, a la parte posterior del edificio, desconecté la alarma antirrobo y abrí la puerta del andén de carga. Entonces empecé a pensar en lo que ocurriría si apareciese por allí un poli. En los viejos tiempos eso siempre me había importado un rábano, pero calculo que han pasado diez años desde la última vez que hice un trabajo así. De todas formas, estaba tan arrugado que empecé a temblar. Entré en el edificio, desenchufé un ordenador, lo saqué, lo cargué en la furgoneta y me largué a toda pastilla. Al día siguiente fui a tu casa.

—Y me robaste.

—No tenía intención de hacerlo, cariño. Creí que me ayudarías; levantar cabeza y a encontrar alguna clase de trabajo legal. Luego cuando te fuiste, la vieja vocación se apoderó de mí. Estaba allí sentado, con la cadena estereofónica ante los ojos, y entonces pensé que podría sacar doscientos pavos por ella, y quizás otros cien por el televisor, así que arramblé con los aparatos. Te juro que después de venderlos me entraron ganas de suicidarme.

—Pero no te suicidaste.

—¡Jeannie! —se escandalizó Patty.

—Tomé unos tragos —siguió explicando el padre—, me lié en una partida de póquer y por la mañana estaba otra vez en la más negra miseria.

—Así que viniste a ver a Patty.

—No te haré eso a ti, Patty. No se lo haré a nadie nunca jamás. Voy a ir por el camino recto.

—¡Más te vale! —dijo Patty.

—He de hacerlo, no tengo más remedio.

—Pero todavía no —dijo Jeannie.

Los dos se la quedaron mirando. Patty preguntó nerviosamente:

—Jeannie, ¿de qué estás hablando?

—Tienes que hacer un trabajo más —dijo Jeannie a su padre—. Para mí. Un robo. Esta noche.