20

Jeannie compró un estuche de tres bragas blancas de algodón en un centro comercial de Walgren, en las afueras de Richmond. Se puso unas en los servicios de mujeres del Burger King contiguo. Se encontró entonces mucho mejor.

Era extraño lo indefensa que se había sentido sin aquella prenda íntima. Apenas podía pensar en otra cosa. Sin embargo, durante la época en que estuvo enamorada de Will Temple le encantaba ir de un lado para otro sin bragas. Le hacía sentirse eróticamente provocativa todo el día. Sentada en la biblioteca, trabajando en el laboratorio o simplemente mientras caminaba por la calle solía fantasear pensando en que Will iba a aparecer de pronto, de forma inopinada, enfebrecido por la pasión, y que le diría: «No disponemos de mucho tiempo, pero tengo que poseerte, ahora mismo, aquí mismo», y ella estaría dispuesta para él. Pero al no haber ningún hombre en su vida, necesitaba llevar ropa interior lo mismo que necesitaba llevar zapatos.

De nuevo convenientemente vestida, volvió al coche. Lisa condujo hasta el aeropuerto de Richmond-Williamsburg, donde devolvieron el automóvil de alquiler y cogieron el avión de regreso a Baltimore.

La clave del misterio debía de residir en el hospital donde nacieron Dennis y Steve, musitó Jeannie mientras despegaban. De una manera o de otra, dos gemelos idénticos habían acabado alumbrados por madres distintas. Era un argumento propio de cuento fantástico, pero algo así tenía que haber sucedido.

Repasó los papeles que llevaba en la cartera y comprobó los datos relativos al nacimiento de los dos sujetos. La fecha de nacimiento de Steve era el 25 de agosto. Con horror descubrió que la de Dennis era el 7 de septiembre, casi dos semanas después.

—Debe de haber un error —dijo—. No sé por qué no se me ocurrió cotejarlas antes. Mostró a Lisa los contradictorios documentos.

—Podemos hacer una doble verificación —repuso Lisa.

—¿Se pregunta en alguno de los formularios en que hospital nació el sujeto?

Lisa emitió una amarga risita.

—Creo que esa es una pregunta que no incluimos en los impresos.

—En estos casos, sin duda fue en un hospital militar. El coronel Logan está en el ejército y cabe imaginar que «el comandante» era soldado en la época en que Dennis vino al mundo.

—Lo comprobaremos.

Lisa no compartía la impaciencia de Jeannie. Para ella no se trataba más que de otro proyecto de investigación. Para Jeannie, sin embargo, lo era todo.

—Quisiera hacer una llamada ahora —exclamó impaciente—. ¿Lleva teléfono este avión?

Lisa enarcó las cejas.

—¿Estás pensando en llamar a la madre de Steve?

Jeannie percibió una nota de reproche en la voz de Lisa.

—Sí. ¿Por qué no debería hacerlo?

—¿Sabe ella que Steve está en la cárcel?

—Buen tanto. Lo ignoro. Maldita sea. No voy a ser yo quien le de la mala noticia.

—Es posible que Steve haya telefoneado ya a su casa.

—Tal vez me acerque a la cárcel a ver a Steve. Eso está permitido, ¿no?

—Supongo que sí. Pero tendrán un horario de visitas, como los hospitales.

—Me presentaré allí, a ver si hay suerte. De cualquier modo, siempre puedo llamar a los Pinker. —Hizo una seña a la azafata que se acercaba por el pasillo—. ¿Hay teléfono en el avión?

—No, lo siento.

—Mala suerte.

La azafata sonrió.

—¿No te acuerdas de mí, Jeannie?

Jeannie la miró a la cara por primera vez y la reconoció inmediatamente.

—¡Penny Watermeadow! —exclamó. Penny se había doctorado en lengua inglesa en Minnesota el mismo curso que Jeannie—. ¿Que tal te va?

—Formidable. ¿Y tú qué haces?

—Estoy en la Jones Falls, enzarzada en un programa de investigación con algunos problemas. Tenía entendido que buscabas un trabajo académico.

—Lo buscaba, pero no lo encontré.

Jeannie se sintió un poco incómoda por el hecho de haber conseguido algo que su amiga no logró.

—Mal asunto.

—Ahora me alegro. Disfruto con este trabajo y pagan mejor que en la mayoría de las universidades.

Jeannie no la creyó. Le impresionaba desagradablemente ver a toda una doctora en lengua inglesa trabajando de azafata.

—Siempre creí que serías una profesora estupenda.

—Estuve dando clases una temporada en un instituto de enseñanza media. Hasta que me pegó un navajazo un alumno que discrepaba conmigo respecto a Macbeth. Me pregunté por qué lo hacía, por qué arriesgaba la vida por meter a Shakespeare en la cabeza de unos chicos que no veían la hora de volver a las calles para seguir con sus atracos y sacar dinero con el que comprarse crack.

Jeannie recordó el nombre del marido de Penny.

—¿Cómo esta Danny?

—Se las arregla de maravilla, ahora es director de ventas. Lo que significa que tiene que viajar un montón, pero le compensa.

—Bien, que alegría volver a verte. ¿Tu base está en Baltimore?

—En Washington, D.C.

—Dame tu número de teléfono. Te llamaré.

Jeannie le paso un bolígrafo y Penny anotó su número de teléfono en una de las carpetas de Jeannie.

—Almorzaremos juntas —dijo Penny—. Será divertido.

—Apuesta a que sí.

Penny siguió adelante.

—Parece lista —comentó Lisa.

—Es muy inteligente. Estoy horrorizada. Ser azafata no tiene nada de malo, pero en el caso de Penny es como tirar por la ventana veinticinco años de estudios.

—¿La llamarás?

—Rayos, no. Sería negativo. Sólo serviría para recordarle las ilusiones y esperanzas que la animaban en aquellos tiempos. Resultaría muy penoso.

—Eso creo. Lo siento por ella.

—Yo también.

En cuanto tomaron tierra, Jeannie se encaminó a un teléfono público y llamó a los Pinker, a Richmond, pero comunicaban.

—Maldita sea —lamentó en tono quejumbroso. Esperó cinco minutos, lo intentó otra vez, pero continuaba sonando aquel enloquecedor zumbido de línea ocupada. Comentó—: Charlotte debe de estar llamando a su violenta familia para contarles todo lo referente a nuestra visita. Probaré más tarde.

El coche de Lisa estaba en el aparcamiento. Se dirigieron a la ciudad y Lisa dejó a Jeannie a la puerta de su casa. Antes de apearse, Jeannie preguntó:

—¿Puedo pedirte un gran favor?

—Claro. Aunque eso no significa que te lo vaya a conceder —sonrió Lisa.

—Empieza esta noche la extracción del ADN.

Lisa puso cara larga.

—Oh, Jeannie, hemos estado fuera todo el día. Tengo que comprar la cena…

—Ya lo sé. Y yo tengo que visitar la cárcel. Luego nos encontraremos en el laboratorio, digamos a… ¿te parece bien a las nueve?

—Vale —Lisa volvió a sonreír—. Siento curiosidad por saber que sale de los análisis.

—Si empezamos esta noche, podríamos tener los resultados pasado mañana.

Lisa pareció dubitativa.

—Si tomamos algunos atajos, si.

—¡Así me gusta!

Jeannie se apeó del coche y Lisa se alejó.

A Jeannie le hubiera gustado subir a su automóvil y dirigirse enseguida al cuartelillo de policía, pero decidió echar antes un vistazo a su padre, así que entró en la casa.

El hombre estaba viendo el programa La rueda de la fortuna.

—¡Hola, Jeannie, sí que vuelves tarde a casa! —saludó.

—He estado trabajando y aún no he terminado —dijo la muchacha—. ¿Que tal día pasaste?

—Un poco aburrido, aquí solo.

A Jeannie le inspiró cierta lástima. Parecía no tener amigos. Sin embargo, su aspecto había mejorado respecto a la noche anterior. Había descansado, iba limpio y se había afeitado. Para almorzar sacó una pizza del frigorífico y se la calentó: los platos sucios estaban aún en el mostrador de la cocina. A punto de preguntarle quién se creía que iba a ponerlos en el lavavajillas, Jeannie se mordió la lengua.

Dejó la cartera y empezó a limpiar. Su padre no apagó la tele.

—He estado en Richmond, Virginia —informó.

—Estupendo, cariño. ¿Que hay para cenar?

No, pensó Jeannie, esto no puede continuar. No voy a aguantar que me trate como trataba a mamá.

—¿Por qué no preparas algo?

Eso atrajo su atención. Apartó los ojos del televisor y miró a Jeannie.

—¡No se cocinar!

—Yo tampoco, papá.

El padre frunció el ceño, pero al instante sonrió.

—¡Entonces saldremos a cenar fuera!

La expresión de su rostro era inolvidablemente familiar. Jeannie retrocedió veinte años con la imaginación. Patty y ella llevaban pantalones vaqueros acampanados, ambas a juego. Vio a su padre, que entonces tenía el pelo oscuro y lucía patillas. Estaba diciendo: «¡Vamos al parque de atracciones! ¿Queréis algodón de azúcar? ¡Subid al coche!». Había sido el hombre más maravilloso del mundo. Los recuerdos de Jeannie dieron un salto de diez años. Ella vestía vaqueros de color negro y calzaba botas Doc Marten; el pelo de su padre era más corto y canoso. Decía: «Te llevaré a Boston con tus cosas, me agenciaré una furgoneta y aprovecharemos la ocasión para pasar un rato juntos; por el camino tomaremos unos de esos platos combinados de comida rápida, ¡será divertido! ¡Pasaré a buscarte a las diez en punto!». Le estuvo esperando todo el día, pero no apareció y, a la mañana siguiente, Jeannie tomó un autocar para Greyhound.

Ahora, al ver en los ojos de su padre el mismo brillo de «¡será divertido!», Jeannie deseó con toda el alma poder regresar a los nueve años y creer todo lo que decía su padre. Pero ahora era una persona adulta y sin ningún remordimiento le preguntó:

—¿Cuánto dinero tienes?

El hombre se entristeció.

—Ni cinco, ya te lo dije.

—Yo tampoco. Así que no podemos ir a comer fuera.

Abrió el frigorífico. Tenía allí un repollo, unas cuantas mazorcas de maíz, un limón, un paquete de chuletas de cordero, un tomate y una caja medio vacía de arroz Uncle Ben. Lo sacó todo y lo puso encima del mostrador.

—Te diré lo que vamos a hacer —declaró—. Como aperitivo, tomaremos un poco de maíz fresco mezclado con mantequilla; después, chuletas de cordero sazonadas con cáscara de limón para darles gusto y acompañadas de ensalada y arroz. De postre, helado.

—¡Muy bien, eso es fantástico!

—Puedes empezar a prepararlo mientras estoy fuera.

El hombre se puso en pie y contempló los alimentos que Jeannie había sacado del frigorífico. Jeannie cogió la cartera.

—Estaré de vuelta poco después de las diez.

—¡Yo no sé guisar esto! —El hombre cogió una mazorca.

Del estante de encima del frigorífico Jeannie cogió el ejemplar de Un Menú para cada día del año, del Reader's Digest. Se lo tendió a su padre.

—No tienes más que leerlo —dijo. Le dio un beso en la mejilla y se marchó.

Mientras subía al coche y ponía rumbo al centro urbano confió en no haber sido demasiado cruel. Su padre pertenecía a una generación anterior; en su época, las normas eran distintas. Sin embargo, ella no podía ser su ama de casa, incluso aunque quisiera, porque tenía que conservar su empleo. Al proporcionarle un lugar en el que cobijarse durante la noche había hecho por él más de lo que él hiciera por ella durante la mayor parte de su vida. A pesar de todo, deseaba haberse marchado dejándole con mejor sabor de boca. Era un negado, pero era el único padre que tenía.

Aparcó el coche en un garaje y marchó a pie por el barrio chino hacia la comisaría de policía. El ostentoso vestíbulo tenía bancos de mármol y un mural con escenas de la historia de Baltimore. Comunicó al recepcionista que estaba allí para ver a Steve Logan, que se encontraba bajo custodia. Temía verse obligada a entablar una discusión, pero al cabo de unos minutos de espera una joven de uniforme la hizo pasar y la acompañó en el ascensor.

Le mostraron un cuarto del tamaño de una alacena. Paredes mondas y lirondas, con una ventanilla en la del fondo y un panel auditivo debajo de la misma. La ventanilla parecía dar a otra cabina semejante. No había forma de pasar algo de una habitación a otra sin hacer un agujero en la pared.

Jeannie miró por la ventanilla. Transcurridos cinco minutos llevaron a Steve. Cuando el muchacho entró en la cabina, Jeannie observó que iba esposado y con las piernas encadenadas una a la otra como si fuera peligroso. Al reconocerla, sonrió de oreja a oreja.

—¡Ésta sí que es una sorpresa agradable! —exclamó—. La verdad es que es lo único bonito que me ha sucedido en todo el día.

A pesar de su talante alegre presentaba un aspecto terrible: tenso y cansino.

—¿Cómo estás? —preguntó Jeannie.

—Un poco fastidiado. Me han metido en una celda con un asesino que tiene resaca de crack. No me atrevo a dormir.

Toda su compasión se volcó sobre él. Tuvo que recordarse que se suponía que era el individuo que violó a Lisa. Pero Jeannie no podía creerlo.

—¿Cuánto tiempo crees que te retendrán aquí?

—Un juez examinará mañana la solicitud de libertad bajo fianza. Si eso falla, puede que permanezca encerrado hasta que se conozca el resultado de la prueba de ADN. Al parecer eso lleva tres días.

La mención del ADN recordó a Jeannie su objetivo.

—Hoy he visto a tu hermano gemelo.

—¿Y?…

—No hay duda. Es tu vivo retrato.

—Tal vez fue él quien violó a Lisa Hoxton.

Jeannie movió la cabeza negativamente.

—Si se hubiese fugado de la cárcel el fin de semana, probablemente. Pero todavía está allí.

—¿No crees que pueda haber escapado y vuelto? Para hacerse con una coartada.

—Demasiado fantástico. Si Dennis se hubiera visto fuera de la cárcel, nada le habría inducido a volver.

—Me parece que tienes razón —concedió Steve, sombrío.

—He de hacerte un par de preguntas.

—Dispara.

—Primero, necesito confirmar tu fecha de nacimiento.

—Veinticinco de agosto.

Esa era la que Jeannie había anotado. Quizá tenía equivocada la de Dennis.

—¿Sabes por casualidad dónde naciste?

—Sí. En aquellos días, papá estaba destinado en Fort Lee, Virginia, y yo nací en el hospital militar de allí.

—¿Estás seguro?

—Segurísimo. Mamá habló de ello en su libro Tener un Hijo. —Entornó los párpados para mirarla de una manera que a Jeannie le pareció familiar. Significaba que intentaba adivinarle el pensamiento—. ¿Dónde nació Dennis?

—Aún no lo sé.

—¿Pero nacimos a la vez?

—Por desgracia, la fecha de nacimiento que dio es el siete de septiembre. Pero puede que se trate de un error. Voy a confirmarlo. En cuanto vaya a mi despacho telefonearé a su madre. ¿Hablaste ya con tus padres?

—No.

—¿Prefieres que los llame yo?

—¡No! No quiero que sepan nada de esto hasta que el asunto se haya aclarado.

Jeannie arrugó el entrecejo.

—A juzgar por todas las noticias que tengo de ellos, parecen pertenecer a la clase de personas que te apoyarían.

—Claro que sí. Pero no quiero que pasen por toda esta angustia.

—Desde luego, sería bastante penoso para ellos. Pero tal vez prefiriesen estar enterados y así poder ayudarte.

—No, por favor, no les digas nada.

Jeannie se encogió de hombros. Allí había algo oculto que no le confesaba. Pero era una decisión de Steve.

—Jeannie… ¿cómo es?

—¿Dennis? A primera vista, igual que tú.

—¿Lleva el pelo largo o corto? ¿Tiene bigote, uñas mugrientas, acné, cojea?…

—Lleva el pelo corto como tú, es barbilampiño, tiene las manos limpias, su piel es clara. Podría haber sido tú.

—¡Vaya! —Steve pareció profundamente incómodo.

—La gran diferencia está en su comportamiento. Está incapacitado para relacionarse con el resto de la raza humana. No sabe.

—Es muy extraño.

—A mí no me lo parece. En realidad, confirma mi teoría. Ambos sois lo que yo llamo «pequeños salvajes». Tomé la expresión de una película francesa. La empleo para aplicarla a los chicos intrépidos, incontrolables, hiperactivos. Tales chicos son muy difíciles de integrar en la sociedad. Charlotte Pinker y su marido fracasaron con Dennis. Tus padres lo consiguieron contigo.

Eso no le tranquilizó.

—Pero interiormente, Dennis y yo somos iguales.

—Ambos habéis nacido salvajes.

—Pero yo tengo un tenue barniz de civilización.

Jeannie se dio cuenta de que estaba profundamente preocupado.

—¿Por qué te inquieta tanto?

—Quiero pensar que soy un ser humano, no un gorila domesticado.

La muchacha se echó a reír, pese a la expresión solemne de Steve. —Los gorilas también tienen que aprender a ser sociables. Así lo hacen todos los animales que viven en grupo. De ahí es de donde procede el crimen.

Steve parecía interesado.

—¿De la vida en grupo?

—Claro. El delito es la ruptura de una regla social importante. Los animales solitarios no tienen reglas. Un oso invadirá la cueva de otro oso, robará su alimento y matará a sus oseznos. Los lobos no hacen esas cosas; si las hicieran, no vivirían en manadas. Los lobos son monógamos, unos cuidan los cachorros de los otros y respetan el espacio particular ajeno. Si un individuo quebranta las reglas, lo castigan; si reincide, lo expulsan de la manada o lo condenan a muerte.

—¿Y si viola normas sociales poco importantes?

—¿Cómo soltar una ventosidad en un ascensor? Eso lo llamamos faltas de educación. El único castigo es el reproche de los demás. Es asombroso lo efectivo que resulta.

—¿Por qué te interesan tanto las personas que violan las reglas?

Jeannie pensó en su padre. Ignoraba si ella llevaba o no sus genes criminales. Quizás ayudara a Steve saber que también a ella le preocupaba su herencia genética. Pero llevaba tanto tiempo mintiendo acerca de su padre que no le resultó fácil hablar de él ahora.

—Es un gran problema —dijo evasivamente—. A todo el mundo le interesa el crimen.

A su espalda se abrió la puerta y la joven funcionaria de policía miró al interior del cuarto.

—Se ha acabado el tiempo, doctora Ferrami.

—Muy bien —repuso Jeannie por encima del hombro—. Steve, ¿sabías que Lisa Hoxton es la mejor amiga que tengo en Baltimore?

—No, no lo sabía.

—Trabajamos juntas; es una experta.

—¿Cómo es?

—No es la clase de persona que formularía una acusación al buen tuntún.

Steve asintió con la cabeza.

—Pese a todo, quiero que sepas que no creo que lo hicieras tú.

Durante unos segundos Jeannie pensó que iban a saltársele las lágrimas a Steve.

—Gracias —articuló el muchacho bruscamente—. No tengo palabras para decirte lo mucho que eso significa para mí.

—Llámame cuando salgas. —Le dio su número de teléfono—. ¿Te acordarás?

—No hay problema.

A Jeannie le costaba trabajo retirarse. Dedicó a Steve lo que confió fuese una sonrisa de ánimo.

—Buena suerte.

—Gracias, aquí dentro la necesito.

Jeannie dio media vuelta y abandono el minúsculo locutorio.

La mujer policía la acompañó hasta el vestíbulo. Caía la noche cuando Jeannie regresaba al garaje donde tenía el coche aparcado. Al desembocar en la autopista Jones Falls encendió los faros del viejo Mercedes. Aceleró rumbo al norte, deseosa de llegar cuanto antes a la universidad. Siempre conducía demasiado deprisa. Era hábil al volante, pero un tanto imprudente. Aunque se daba cuenta de ello, carecía de paciencia para ir sólo a noventa por hora.

El Honda Accord de Lisa ya estaba aparcado delante de la Loquería. Jeannie estacionó su vehículo junto a él y entró en el edificio. Lisa encendía en aquel momento las luces del laboratorio. El estuche frigorífico que contenía la muestra de sangre de Dennis Pinker estaba encima del banco.

El despacho de Jeannie se abría justo enfrente, al otro lado del pasillo. Abrió la puerta por el procedimiento de pasar su tarjeta por la ranura del lector de identificaciones y entró. Sentada ante el escritorio, llamó al domicilio de los Pinker, en Richmond.

—¡Por fin! —exclamó al oír la señal de tono al otro extremo de la línea.

Contestó Charlotte. —¿Cómo está mi hijo? —quiso saber.

—De salud, muy bien —repuso Jeannie. Pensó que a duras penas le hubiera parecido un psicópata, hasta que sacó el cuchillo y me robó las bragas. Hizo un esfuerzo para pensar algo positivo y dijo—: Se mostró dispuesto a colaborar.

—Siempre ha tenido unos modales exquisitos —repuso Charlotte con el deje sureño que usaba en sus manifestaciones mas ofensivas.

—Señora Pinker, ¿puede usted confirmarme la fecha de nacimiento de Dennis?

—Nació el día siete de septiembre —lo dijo como si debiera ser una fiesta nacional.

No era la respuesta que le hubiera gustado a Jeannie.

—¿En qué hospital?

—En aquella época estábamos en Fort Bragg, Carolina del Norte.

Jeannie contuvo una decepcionada maldición.

—El comandante estaba entrenando reclutas para Vietnam —declaró Charlotte orgullosamente—. La Comandancia Médica Militar tiene un hospital en Bragg. En el vino Dennis al mundo.

A Jeannie no se le ocurrió nada más que decir. El misterio seguía tan insondable como siempre.

—Señora Pinker, quiero repetirle mi agradecimiento por su amable colaboración.

—Ya sabe donde me tiene, para lo que guste.

Jeannie volvió al laboratorio.

—Aparentemente —dijo a Lisa—, Steve y Dennis nacieron con trece días de diferencia, en distintos estados. La verdad, no lo entiendo.

Lisa abrió una caja nueva de probetas.

—Bueno, hay una prueba incontrovertible. Si tienen el mismo ADN, son gemelos idénticos, digan lo que digan los demás respecto a su nacimiento.

Sacó dos tubitos de cristal de dentro de la caja. Tenían una longitud de poco más de cinco centímetros. Su fondo era cónico y una tapa cubría la boca de los tubos. Abrió un paquete de etiquetas, escribió «Dennis Pinker» en una y «Steve Logan» en otra, las pegó en los tubos y los colocó en un estante.

Rompió el sello del recipiente de la sangre de Dennis y vertió una gota en una de las probetas. Después cogió del refrigerador un frasquito de sangre de Steve e hizo lo propio. Mediante una graduada pipeta de precisión —un tubo con ampolleta en un extremo— añadió una ínfima cantidad de cloroformo a cada probeta. Después tomó una nueva pipeta y añadió una similar cantidad exacta de fenol.

Cerró las dos probetas y las puso en la batidora, donde se agitaron durante unos segundos. El cloroformo disolvería la grasa y el fenol facturaría las proteínas, pero las largas moléculas en doble hélice del ácido desoxirribonucleico se mantendrían intactas.

Lisa volvió a poner los tubos en el estante.

—Es todo lo que podemos hacer de momento, hasta dentro de unas horas —dijo.

El fenol disuelto en agua se disgregaría del cloroformo despacio. Se formaría un menisco dentro del tubo, en el límite. El ADN sería la parte acuosa, que se podría retirar de la pipeta para la siguiente fase de la prueba. Pero habría que esperar hasta la mañana.

Sonó un teléfono en alguna parte. Jeannie frunció el entrecejo; parecía repicar en su despacho. Cruzó el pasillo y descolgó el auricular.

—¿Sí?

—¿Doctora Ferrami?

Jeannie odiaba a las personas que lo primero que hacían al llamar por teléfono era enterarse de quién estaba al aparato, antes de presentarse. Era como llamar a la puerta de una casa y preguntar al que la abre: «¿Quién diablos es usted?». Hizo retroceder garganta abajo las ganas de soltar una respuesta sarcástica y dijo:

—Soy Jeannie Ferrami. ¿Quién llama, por favor?

—Naomi Freelander, del New York Times. —Sonaba como una fumadora empedernida, entrada ya en la cincuentena—. Tengo unas preguntas que formularle.

—¿A estas horas de la noche?

—Trabajo las veinticuatro horas del día. Y parece que usted también.

—¿Cuál es el motivo de su llamada?

—Investigo con vistas a un artículo sobre ética científica.

—¡Ah! —Jeannie pensó de inmediato en la circunstancia de que Steve ignorase que pudiera ser un hijo adoptivo. Era un problema ético, aunque no insoluble… pero seguramente el Times no sabría nada del asunto—. ¿Que es lo que le interesa?

—Tengo entendido que ha explorado usted bases de datos clínicas en busca de sujetos apropiados para su estudio.

—Oh, sí, vale —Jeannie se tranquilizó. Por aquel lado no tenía motivo alguno de preocupación—. Bueno, he ideado un mecanismo de búsqueda que explora los datos informáticos y localiza parejas cuyos miembros se corresponden. Mi propósito es encontrar gemelos idénticos. Mi programa informático puede utilizarse en cualquier clase de banco de datos.

—Pero usted ha tenido acceso a archivos médicos con el fin de utilizar ese programa.

—Es importante definir qué entiende usted por acceso. He puesto un cuidado especial en no invadir la intimidad de nadie. Jamás he llegado a ver los detalles médicos de ninguna persona. El programa no imprime los historiales.

—¿Que imprime?

—Los nombres de los dos individuos, su dirección y número de teléfono.

—Pero imprime los nombres por parejas.

—Naturalmente, ese es el quid.

—De modo que si usted usara, digamos, una base de datos de electroencefalogramas, ésta le informaría de que las ondas cerebrales de John Smith son las mismas que las de Jim Fitz.

—Las mismas o similares. Pero no me daría ningún otro dato relativo a la salud del hombre.

—Sin embargo, en el caso de que usted supiese previamente que John Smith era un esquizofrénico paranoide, llegaría a la conclusión de que Jim Fitz también lo era.

—Jamás sabríamos una cosa así.

—Puede que conozcan a John Smith.

—¿Cómo?

—Podría ser su conserje o algo por el estilo.

—¡Oh, venga ya!

—Cabe esa posibilidad.

—¿Por ahí van a ir los tiros de su reportaje?

—Quizás.

—Muy bien, eso es teóricamente posible, pero las probabilidades son tan ínfimas que cualquier persona razonable lo podría descartar.

—Eso es discutible.

Jeannie pensó que la periodista estaba firmemente decidida a ver un atropello, a pesar de los hechos; empezó a preocuparse. Ya tenía suficientes problemas sin que los malditos profesionales de la noticia se le echaran encima.

—¿Hasta qué punto es real todo esto? —dijo—. ¿Ha tropezado usted con alguien que considere que se ha violado su intimidad?

—Me interesa la potencialidad.

Una sospecha asaltó a Jeannie.

—De todas formas, ¿quién le ha indicado que me llame?

—¿Por qué lo pregunta?

—Tiene que haber alguna razón para que me formule esas preguntas. Me gustaría saber la verdad.

—No puedo decírselo.

—Eso es muy interesante —repuso Jeannie—. Le he hablado con cierta amplitud de mi investigación y de mis métodos. No tengo nada que ocultar. Pero usted no puede decir lo mismo. Parece sentirse, bueno, avergonzada, sospecho. ¿Se avergüenza del procedimiento que ha empleado para enterarse de lo referente a mi proyecto?

—No me avergüenzo de nada —replicó, brusca, la periodista.

Jeannie se dio cuenta de que empezaba a enojarse. ¿Quién se creía que era aquella mujer?

—Bueno, pues alguien está avergonzado. De no ser así, ¿por qué no quiere decirme quién es ese hombre? O esa mujer.

—Debo proteger mis fuentes.

—¿De qué? —Jeannie comprendía que lo mejor era dejarlo correr. Nada se ganaba enemistándose con la prensa. Pero la actitud de aquella mujer era insufrible—. Como ya le he dicho, mis métodos no tienen nada de incorrecto y no amenazan la intimidad de nadie. ¿Porqué, pues, ha de mantenerse en secreto la identidad de su informante?

—La gente tiene motivos…

—Da la impresión de que las intenciones de su informador eran perversas, ¿no le parece?

Al tiempo que lo decía, Jeannie estaba pensando: ¿por qué iba a querer alguien hacerme esta jugada?

—Sobre eso no puedo hacer ningún comentario.

—Nada de comentarios, ¿eh? —la voz de Jeannie rezumaba sarcasmo—. Recordaré esa frase.

—Doctora Ferrami, quisiera darle las gracias por su colaboración.

—De nada —replicó Jeannie, y colgó.

Permaneció un buen rato contemplando el teléfono.

—Y ahora, ¿a qué infiernos viene todo esto? —articuló.