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Berrington Jones condujo despacio rumbo a su casa. Se sentía decepcionado y aliviado al mismo tiempo. Como una persona a régimen que se pasa todo el camino hacia la heladería luchando a brazo partido con la tentación y luego se encuentra el local cerrado, Berrington tuvo la sensación de que acababa de librarse de algo que le constaba no debía hacer.

Sin embargo, no se encontraba más cerca que antes de resolver el problema del proyecto de Jeannie y seguía subsistiendo el peligro de que se descubriera el pastel. Quizá debió de dedicar más tiempo a interrogar a Jeannie y menos a pasárselo bien. Enmarcó las cejas, perplejo, mientras aparcaba el vehículo y entraba en la casa.

Dentro reinaba el silencio; sin duda Marianne, el ama de llaves, se había ido a dormir. Pasó al estudio y comprobó el contestador automático. Sólo había un mensaje.

«Profesor, aquí la sargento Delaware de la Unidad de Delitos Sexuales, que llama en la noche del lunes. Le agradezco su colaboración.»

Berrington se encogió de hombros. Apenas se había molestado en confirmar si Lisa trabajaba o no en la Loquería. La cinta prosiguió:

«Como quiera que usted es el patrono de la señora Hoxton y la violación tuvo lugar en el campus, me considero obligada a informarle de que esta tarde hemos arrestado a un hombre. La verdad es que se trataba de una persona a la que durante el día de hoy estuvieron sometiendo a diversas pruebas en sus laboratorios. Se llama Steve Logan.»

—¿Jesús! —estalló Berrington.

«La víctima lo señaló en la rueda de reconocimiento, de modo que estoy segura de que la prueba de ADN confirmará que se trata del violador. Le ruego transmita esta información a cuantos miembros de la universidad considere usted oportuno. Gracias.»

—¡No! —exclamo Berrington. Se dejó caer pesadamente en una silla. Repitió, en tono más bajo—: No.

Luego rompió a llorar.

Se levantó al cabo de un momento, todavía llorando, y cerró la puerta del estudio por temor a que la doncella apareciese por allí. Después regresó al escritorio y enterró la cabeza entre las manos.

Permaneció así un buen rato.

Cuando por fin suspendió el llanto, tomó el teléfono y marcó un número que se sabía de memoria.

—Que no responda el contestador automático, por favor, Dios mío —dijo en voz alta, mientras escuchaba la señal.

—¡Diga! —sonó la voz de un joven.

—Soy yo —dijo Berrington.

—¡Hombre! ¿Cómo estás?

—Desolado.

—¡Oh! —el tono era de culpabilidad.

Si Berrington albergaba alguna duda, aquella nota la barrió definitivamente.

—Cuéntame.

—No trates de quedarte conmigo, por favor. Hablo del domingo por la noche.

El joven suspiró.

—Vale.

—Maldito estúpido. Fuiste al campus, ¿verdad? Lo… —Se dio cuenta de que por teléfono no debía hablar más de la cuenta—. Volviste a las andadas.

—Lo siento…

—¡Lo sientes!

—¿Cómo lo supiste?

—Al principio no se me ocurrió sospechar de ti… pensé que habías abandonado la ciudad. Luego arrestaron a alguien que tiene la misma apariencia que tú.

—¡Vaya! Eso significa que estoy…

—Fuera del anzuelo.

—¡Anda! ¡Qué potra! Escucha…

—¿Que?

—No irás a decir nada, ¿eh? A la policía o a alguien.

—No, no diré una palabra —dijo Berrington, abatido—. Puedes confiar en mí.