31

Al volante de su coche, durante el trayecto hacia la UJF, Jeannie iba pensando en Steve Logan. Le había llamado chicarrón fuertote, pero en realidad era más maduro de lo que muchos hombres adultos llegarían a ser. Ella había llorado sobre su hombro, de modo que, sin duda, confiaba inconscientemente en él hasta un nivel bastante profundo. Le gustó como olía, algo así como a tabaco antes de encenderlo. A pesar de la desolación que la embargaba no pudo por menos notar su erección, aunque Steve se esforzó en impedir que ella se diese cuenta. Resultaba halagador que el chico se excitase de aquel modo con sólo abrazarla, y Jeannie sonrió al recordar la escena. Era una lástima que Steve no tuviese diez o quince años más.

Le recordaba a su primer amor, Bobby Springfield. Ella tenía trece años y él quince. Ella no sabía casi nada acerca del amor y el sexo, pero la ignorancia del chaval en ese aspecto era idéntica y se embarcaron juntos en un viaje de descubrimiento. Jeannie se sonrojó al rememorar las cosas que llegaban a hacer los sábados por la noche en la última fila de la filmoteca. Lo incitante de Bobby, lo mismo que de Steve, era la sensación de arrebato apasionado. Bobby la deseaba con tal ardor, le inflamaba de tal modo acariciarle a ella los pezones o tocarle las bragas, que Jeannie se sentía enormemente poderosa. Durante una temporada abusó de ese poder, caldeándole hasta ponerlo al rojo vivo e incomodándole sólo para demostrar que podía hacerlo. Pero no tardó en comprender, incluso a la edad de trece años, que ese era un juego más bien tonto. Sin embargo, nunca perdió el sentido del peligro, el deleite que representaba jugar con un gigante encadenado. Y sentía lo mismo con Steve.

El muchacho era lo único bueno en el horizonte. Ella se encontraba en un apuro serio. Ahora no podía renunciar a su puesto en la UJF. Después de que el New York Times la había lanzado a la celebridad por haber desafiado a sus jefes, le iba a ser muy difícil encontrar otro empleo de carácter científico. Si yo fuese profesora, no se me ocurriría contratar a alguien susceptible de provocar esta clase de conflictos, pensó.

Pero era demasiado tarde para adoptar una postura cautelosa. Su única esperanza residía en mantenerse obstinadamente firme, utilizar los datos del FBI y obtener unos resultados científicos tan convincentes que el personal volviera a considerar su metodología y a debatir seriamente la ética de la misma.

Eran las nueve cuando detuvo su automóvil en la plaza de aparcamiento que tenía asignada. Mientras cerraba el vehículo y entraba en la Loquería notó en el estómago una sensación agria: demasiada tensión y nada de comida.

En cuanto entró en su despacho supo que alguien había estado ahí.

No se trataba del personal de limpieza. Estaba familiarizada con los pequeños cambios que producían: las sillas movidas cosa de cuatro o cinco centímetros, los círculos de los vasos fregados, la papelera en el rincón que no le correspondía. Esto era diferente. Alguien se había sentado ante el ordenador. El teclado se encontraba en un ángulo impropio; el intruso o la intrusa lo había situado inconscientemente de la forma que tenía por costumbre. Había dejado el ratón en mitad de la alfombrilla, cuando ella siempre lo dejaba a un lado, junto al borde del teclado. Al mirar a su alrededor observó que la puerta de un armario estaba ligeramente abierta y que la esquina de una cuartilla asomaba por el borde de un archivador.

Habían registrado el despacho.

Al menos, se consoló, esto es obra de un aficionado. No daba la impresión de que fuese la CIA quien anduviera tras ella. A pesar de todo, se sintió profundamente inquieta, como si tuviera mariposas aleteando dentro del estómago, mientras se sentaba y encendía el ordenador. ¿Quién había estado allí? ¿Un miembro de la facultad? ,¿Un estudiante? ¿Un guarda de seguridad sobornado? ¿Algún intruso? ¿Y con qué fin?

Habían introducido un sobre por debajo de la puerta. Llevaba en su interior una autorización firmada por Lorraine Logan, que Steve remitió por fax a la Loquería. Jeannie sacó de un archivo la de Charlotte Pinker y guardó las dos en una cartera de mano. Se las llevaría consigo a la Clínica Aventina. Se sentó al escritorio y recuperó el correo electrónico. Sólo había un mensaje: el resultado de la exploración del FBI.

—Aleluya —musitó.

Transfirió la lista de nombres y direcciones con inmenso alivio. Estaba justificada; realmente, el rastreo encontró parejas. No veía el momento de empezar a revisarlas y comprobar si se daban más anomalías como la de Steve y Dennis.

Jeannie recordó que, con anterioridad, Ghita le había enviado por correo electrónico un mensaje en el que le anunciaba que iba a efectuar la exploración. ¿Que pasó con él? Se preguntó si lo habría puesto en pantalla el fisgón de la noche anterior. Eso podría explicar la empavorecida llamada telefónica nocturna al jefe de Ghita.

Se disponía a echar una mirada a los nombres de la lista cuando sonó el teléfono. Era el presidente de la universidad.

—Aquí, Maurice Obell. Creo que sería conveniente que hablásemos sobre ese reportaje del New York Times, ¿no le parece?

Se tensó el estómago de Jeannie. Ya estamos, pensó aprensivamente. Empieza el baile.

—Naturalmente —dijo—. ¿A qué hora le conviene que pase por su despacho?

—Confiaba en que pudiera venir ahora mismo.

—Me tendrá ahí dentro de cinco minutos.

Copió en un disquete los resultados del FBI y luego salió de Internet. Extrajo el disquete del ordenador y cogió un bolígrafo. Reflexionó unos segundos y luego escribió en la etiqueta COMPRAS.LST. Posiblemente sería una precaución innecesaria, pero la hizo sentirse mejor.

Dejó caer el disquete en la caja donde guardaba sus archivos de seguridad y salió del despacho.

El día empezaba a caldearse. Mientras cruzaba el campus se preguntó qué quería obtener de la entrevista con Obell. Su único objetivo era que le permitiesen continuar con la investigación. Necesitaba mostrarse dura y dejar bien claro que no iba a permitir que la avasallaran; pero lo ideal sería que se calmaran los ánimos, se apaciguara la irritación de las autoridades universitarias y el conflicto perdiera virulencia.

Se alegró de haberse puesto el traje negro, aunque por culpa de él estuviera sudando: le proporcionaba un aspecto más serio y maduro, además de infundirle autoridad. Sus altos tacones repicaron contra las losas al acercarse a Hillside Hall. La introdujeron directamente en el rebosante despacho del presidente.

Berrington Jones estaba sentado allí, con un ejemplar del New York Times en la mano. Jeannie le sonrió, complacida de contar con un aliado. Berrington le correspondió con una glacial inclinación de cabeza.

—Buenos días, Jeannie —dijo.

Maurice Obell ocupaba su sillón rodante, al otro lado de su enorme mesa. Con los modales bruscos de costumbre, declaró:

—Sencillamente, esta universidad no puede tolerar esto, doctora Ferrami.

No la invitó a sentarse, pero Jeannie no había ido allí a la defensiva, predispuesta a aguantar varapalo alguno, de modo que eligió una silla, se acercó a ella, tomó asiento y cruzó las piernas.

—Es una lástima que hayan comunicado a la prensa que habían cancelado mi proyecto, antes de comprobar si tenían derecho legal a hacerlo —dijo con toda la frialdad que le fue posible reunir—. Por mi parte, estoy de acuerdo con usted en que se ha puesto en ridículo a la universidad.

Obell se encrespó.

—No he sido yo quien ha puesto a la universidad en ridículo.

Aquello era bastante subido de tono, decidió Jeannie; era el momento de decirle que ambos estaban en el mismo bando. Descruzó las piernas lentamente.

—Claro que no —convino—. Lo cierto es que ambos nos precipitamos un poco y la prensa se aprovechó de ello.

Intervino Berrington:

—El daño ya está hecho, ahora… ya no sirve de nada poner paños calientes.

—No estaba poniendo paños calientes —replicó Jeannie. Volvió la cara hacia Obell y le dedicó una sonrisa—. Sin embargo, creo que deberíamos dejar de pelearnos.

De nuevo fue Berrington quien le contestó: —Es demasiado tarde para eso.

—Estoy segura de que no —dijo Jeannie. Se extrañó de que Berrington hubiera dicho aquello. Tenía que desear la reconciliación; no era lógico que le interesase inflamar los ánimos. Mantuvo los ojos y la sonrisa sobre el presidente—. Somos personas razonables. Debemos ser capaces de encontrar una fórmula de compromiso que me permita a mí seguir con mi trabajo y a la universidad salvaguardar su dignidad.

Saltaba a la vista, claramente, que a Obell le seducía la idea, aunque enarcó las cejas y expuso:

—No acabo de ver como…

—Estamos perdiendo el tiempo lastimosamente —tercio Berrington con impaciencia.

Era la tercera vez que intervenía para echar leña al fuego. Jeannie se tragó la irritada réplica que estuvo a punto de emitir. ¿Por qué se comportaba Berrington de aquel modo? ¿Acaso quería que ella suspendiera su investigación, que tuviese dificultades con la universidad y que la desacreditaran? Empezaba a dar esa impresión. ¿Fue Berrington quien se coló subrepticiamente en su despacho, transfirió al ordenador el correo electrónico y avisó luego al FBI? ¿Pudiera ser incluso la persona que, en primer lugar, informo al New York Times y provocó todo aquel jaleo? Se quedo atónita ante la lógica perversa de tal idea y guardó silencio.

—Ya hemos decidido la línea de acción de la universidad —dijo Berrington.

Jeannie comprendió que se había equivocado respecto a la estructura de poder imperante en aquella estancia. El jefe era Berrington, no Obell. Berrington era el conducto por el que llegaban los millones para la investigación procedentes de la Genético, dinero que Obell necesitaba. A Berrington, Obell no le inspiraba miedo alguno; más bien era a la inversa. Ella se había dedicado a mirar al mono, cuando a quien tenía que observar era a la persona que accionaba la manivela del organillo.

Berrington ya había abandonado el simulacro de que era el presidente de la universidad quien empuñaba las riendas del asunto.

—No te hemos convocado aquí para pedirte opinión —dijo.

—¿Para qué, entonces? —preguntó Jeannie.

—Para despedirte —replicó Berrington.

Jeannie se quedó de piedra. Esperaba una amenaza de despido, pero no el propio despido. A duras penas podía asumirlo.

—¿Que quieres decir? —pregunto estúpidamente.

—Quiero decir que estás despachada —dijo Berrington.

Se alisó las cejas con la yema del dedo índice de la mano derecha, señal que indicaba lo satisfecho de sí mismo que se sentía.

Fue como si le asestaran un puñetazo. No pueden despedirme, pensó. Sólo llevo aquí unas cuantas semanas. Me las estaba arreglando a la perfección, trabajaba duro y a conciencia. Le caía bien a todo el mundo, salvo a Sophie Chapple, ¿cómo ha ocurrido esto tan deprisa?

Trató de recapitular sus pensamientos. —No podéis despedirme —aseveró.

—Acabamos de hacerlo.

—No. —Recobrada del sobresalto inicial, empezó a sentirse furiosa y a mostrarse desafiante—. Aquí no sois caciques de tribu. Hay unos trámites que cumplir.

Normalmente, las universidades no podían despedir a miembros del profesorado sin una especie de audiencia previa. Figuraba en su contrato, pero Jeannie no se había preocupado de comprobar los detalles. De súbito, adquirían una importancia vital para ella.

Maurice Obell suministró la información.

—Se celebrará una audiencia ante la comisión de disciplina del consejo de la universidad, naturalmente —dijo—. En circunstancias normales, es preciso avisar con cuatro semanas de anticipación; pero en vista de la publicidad nefasta que envuelve a este caso yo, en mi calidad de presidente, he recurrido al procedimiento de urgencia y la audiencia se celebrará mañana por la mañana.

A Jeannie le maravilló la rapidez con que habían actuado. ¿La comisión de disciplina? ¿El procedimiento de urgencia? ¿Mañana por la mañana? Aquello no iba a ser un debate. Se trataba más bien de un arresto. Medio esperó que Obell le leyera sus derechos.

El presidente hizo algo parecido. Empujó una carpeta a través de la mesa escritorio.

—Aquí tiene las normas relativas al procedimiento de la comisión. Puede representarla un abogado u otro jurista, siempre y cuando se lo notifique por adelantado al presidente de la comisión.

Jeannie se las arregló por fin para formular una pregunta razonable:

—¿Quién es el presidente?

—Jack Budgen —contestó Obell.

Berrington alzó la cabeza con brusca vivacidad.

—¿Eso ya está establecido así?

—Al presidente se le nombra por períodos anuales —explicó Obell—. Jack tomó posesión del cargo al principio del semestre.

—No lo sabía.

Berrington parecía molesto, y Jeannie no ignoraba el motivo, Jack Budgen era el compañero de tenis de Jeannie.

Era un detalle alentador: Jack sería justo con ella. No estaba todo perdido. Jeannie tendría la oportunidad de defenderse y defender sus métodos de investigación ante un grupo de académicos. Eso sería un debate serio y no la palabrería insustancial del New York Times.

Además, contaba con el resultado del barrido del FBI. Empezó a preparar su defensa. Mostraría a la comisión los datos del FBI. Con un poco de suerte, dispondría de una o dos parejas que ignorasen que eran gemelos. Lo cual resultaría impresionante. A continuación explicaría las precauciones que tomaba para proteger la intimidad de los individuos…

—Creo que eso es todo —manifestó Maurice Obell.

Lo que equivalía a decirle que podía retirarse. Jeannie se puso en pie.

—Es una pena que lleguemos a esto —dijo.

—Tú lo has provocado —se apresuró a especificar Berrington.

Era como un niño de los que siempre andan buscando tres pies al gato. Por su parte, Jeannie carecía de paciencia para enzarzarse en controversias inútiles. Le lanzó una mirada despectiva y abandonó el despacho.

Mientras cruzaba el campus reflexionó tristemente que había fracasado por completo en el intento de conseguir sus objetivos. Deseaba alcanzar un acuerdo negociado y lo que logró fue armar una trapatiesta de catástrofe. Pero Berrington y Obell ya tenían adoptada su decisión antes de que ella entrara en el cuarto. La reunión sólo fue un mero formulismo.

Regresó a la Loquería. Al acercarse a su despacho observó con indignación que los de la limpieza habían dejado en el pasillo, junto a la puerta, una bolsa negra de basura. Les leería la cartilla inmediatamente. Pero cuando intentó abrir la puerta ésta parecía atascada. Introdujo la tarjeta varias veces en la ranura del lector, pero la puerta siguió sin abrirse. Estaba a punto de encaminarse a recepción y llamar a mantenimiento cuando una sospecha terrible surgió en su mente.

Miró dentro de la bolsa negra de plástico. No estaba llena de papeles ni de tazas de polietileno para café. Lo primero que vio fue su cartera de lona Land's End. También estaba allí la caja de Kleenex que guardaba en el cajón de la mesa, así como un ejemplar en rústica de A Thousand Acres, de Jane Smiley, dos fotografías enmarcadas y su cepillo del pelo. Habían recogido todas sus cosas de la mesa y clausurado el despacho.

Estaba hundida. Aquel golpe resultaba todavía peor que lo sucedido en la oficina de Maurice Obell. Aquello sólo fueron palabras. Esto era verse desconectada de pronto de una gran parte de su vida. Este es mi despacho, pensó; ¿cómo pueden expulsarme así de él?

—¿Jodidos cabrones! —calificó en voz alta.

Debieron de hacerlo los de seguridad, mientras ella estaba en el despacho de Obell. Naturalmente, no se lo advirtieron; eso hubiera sido darle la oportunidad de que cogiera de allí lo que juzgase necesario de veras. Una vez más se había dejado sorprender por su crueldad implacable.

Era como una amputación. Le habían arrebatado su ciencia, su trabajo. Ahora no sabía qué hacer con su propia persona, no sabía adónde ir. Durante once años había sido una científica: como estudiante de bachillerato, de licenciatura, de doctorado, como alumna posdoctoral y como profesora adjunta. Ahora, de pronto, no era nada.

Mientras su moral descendía desde el abatimiento hasta la negra desesperación, se acordó del disquete con los datos del FBI. Registró el contenido de la bolsa de plástico, pero allí no había disquetes. Sus resultados, la espina dorsal de su defensa, estaban encerrados dentro del despacho.

Golpeó infructuosamente la puerta con los puños. Un estudiante que pasaba por allí, y al que tenía en la clase de estadística, la miró sorprendido y preguntó:

—¿Puedo ayudarle en algo, profesora?

Jeannie recordaba su nombre.

—Hola, Ben. Podrías echar abajo a patadas esta maldita puerta.

El muchacho examinó la puerta, con expresión dubitativa.

—No quería decir eso —se excusó Jeannie—. Me encuentro bien, gracias.

El estudiante se encogió de hombros y reanudó su camino.

No servía de nada seguir allí de pie con los ojos clavados en la puerta cerrada. Cogió la bolsa de plástico y entró en el laboratorio. Sentada ante su mesa, Lisa introducía datos en una computadora.

—Me han despedido —anunció Jeannie.

Lisa se la quedó mirando.

—¿Que?

—Han cerrado a cal y canto mi despacho, dejándome fuera, después de meter mis cosas en esta jodida bolsa de basura.

—¡No me lo creo!

Jeannie sacó su cartera de la bolsa y extrajo el New York Times.

—Es debido a esto.

Lisa leyó el primer párrafo y comentó:

—¡Pero esto es una sarta de chorradas!

Jeannie se sentó.

—Ya lo sé. Por eso me pregunto por qué Berrington finge tomárselo en serio.

—¿Crees que lo finge?

—Estoy segura. Es demasiado inteligente para dejarse embaucar por esta clase de basura. Tiene otro propósito. —Jeannie tamborileó en el suelo con los pies, hundida en el desvalimiento producto de la frustración—. Está dispuesto a hacer cualquier cosa, lo que sea; realmente debe encontrarse en una situación peligrosa… sin duda hay en juego algo importante para él.

Quizá debería buscar la respuesta en los archivos médicos de la Clínica Aventina de Filadelfia. Consultó su reloj. Tenía que estar allí a las dos; era cuestión de ponerse en marcha cuanto antes.

Lisa aún no lograba asimilar la noticia.

—No pueden despedirte así, sin más —dijo, indignada.

—Mañana por la mañana habrá una audiencia disciplinaria.

—Dios mío, van en serio.

—No te quepa la menor duda.

—¿Hay algo que yo pueda hacer?

Lo había, pero Jeannie no se atrevía a pedírselo. Miró a Lisa como evaluándola. La ayudante de laboratorio llevaba una blusa de cuello alto, con un jersey holgado encima, a pesar del calor: se cubría todo el cuerpo, sin duda reaccionaba así a la violación. Su aire continuaba siendo solemne, como alguien recientemente ultrajado.

¿Resultaría su amistad tan frágil como la de Ghita? La respuesta aterraba a Jeannie. Si Lisa la dejaba en la estacada, ¿a quién podría recurrir? Pero tenía que ponerla a prueba, incluso aunque aquel fuera el peor momento posible.

—Podrías intentar colarte en mi despacho —dijo, vacilante—. Los resultados del FBI están allí.

Lisa no respondió enseguida.

—¿Cambiaron la cerradura o algo por el estilo?

—Es más sencillo que eso. Alteran el código electrónicamente, de forma que la tarjeta de una queda inservible. Apuesto a que en adelante también me va a ser imposible entrar en el edificio después de las horas laborables.

—Es duro aceptarlo; ha sucedido tan rápido…

A Jeannie no le hacía ninguna gracia apremiar a Lisa, coaccionarla para que se arriesgase. Se estrujó las neuronas en busca de alguna otra solución.

—Tal vez pueda colarme yo misma. Alguien del personal de limpieza podría facilitarme la entrada, pero sospecho que la cerradura tampoco responderá a sus tarjetas. Si no utilizo la habitación, no hay necesidad de limpiarla. Pero los de seguridad si que podrán entrar.

—Esos no te ayudarán. Sabrán ya que se te ha prohibido el paso.

—Eso es verdad —concedió Jeannie—. Aunque no creo que tengan inconveniente en dejarte pasar a ti. Podrías decir que necesitas algo de mi despacho.

Lisa parecía estar sopesando pros y contras.

—Odio tener que pedírtelo —se disculpó Jeannie.

La expresión de Lisa cambió.

—¡Sí, que diablos! —exclamó por fin—. Claro que lo intentaré.

A Jeannie se le formó un nudo en la garganta.

—Gracias —dijo. Se mordió el labio—. Eres una amiga.

Alargó el brazo por encima de la mesa y apretó la mano de Lisa.

Ésta se sintió algo violenta por la emoción de Jeannie.

—¿En qué parte de tu despacho está la lista del FBI? —preguntó, yendo a lo práctico.

—La información está en un disquete con la etiqueta de COMPRAS.LIST. Lo puse en una caja de disquetes que guardo en el cajón de mi mesa.

—Entendido. —Lisa frunció el entrecejo—. No consigo entender por qué están contra ti.

—Todo empezó con Steve Logan —explicó Jeannie—. Cuando Berrington lo vio aquí llegaron los problemas. Pero creo que estoy en el buen camino hacia la explicación del motivo.

Se puso en pie.

—¿Que vas a hacer ahora?

—Voy a ir a Filadelfia.