28
Había sido un día infame, pero al final había acabado bien, pensó Berrington al salir de la ducha.
Se contempló en el espejo. Estaba en una forma magnífica para sus cincuenta y nueve años; enjuto, derecho como una vela, con la piel ligeramente atezada y el estómago casi completamente liso. Tenía el vello púbico oscuro, pero ello era debido a que se lo teñía para evitar el embarazoso tono gris impuesto por los años. Para Berrington resultaba muy importante estar en condiciones de desnudarse delante de una mujer sin tener que apagar la luz.
Inició la jornada convencido de que le había puesto el pie en el cuello a Jeannie Ferrami, pero la muchacha demostró ser más dura de lo que él esperaba. No volveré a subestimarla, se dijo.
Por el camino de vuelta de Washington se había dejado caer por casa de Preston Barck para informarle de los últimos acontecimientos. Como siempre, Preston se mostró más preocupado y pesimista de lo que la situación requería. El talante de Preston afectó a Berrington hasta tal punto que regresó a su domicilio envuelto en negros nubarrones. Pero cuando entró en la casa el teléfono estaba sonando y Jim, expresándose en una clave improvisada, le confirmó que David Creane cortaría en seco la colaboración que el FBI pudiera prestar a Jeannie. Había prometido efectuar aquella misma noche las llamadas telefónicas precisas.
Berrington se secó con una toalla y se puso un pijama azul de algodón y un albornoz de rayas azules y blancas. Marianne, el ama de llaves, tenía la noche libre, pero en el frigorífico había una cazuela: pollo a la provenzal, de acuerdo con la nota que la mujer dejara escrita con su meticulosa e infantil caligrafía. Puso el recipiente en el horno y se sirvió un vasito de whisky Springbank. En el momento en que tomaba el primer sorbo, sonó de nuevo el teléfono.
Era su ex esposa, Vivvie.
—El The Wall Street Journal dice que vas a ser rico —dijo.
Berrington se la imaginó: una rubia esbelta, de sesenta años, sentada en la terraza de su casa de California, admirando la puesta del sol que se ocultaba bajo el horizonte del Océano Pacífico.
—Supongo que quieres volver conmigo.
—Se me ocurrió, Berry. Lo pensé muy seriamente durante lo menos diez segundos. Después me di cuenta de que ciento ochenta millones de dólares no eran suficientes.
El comentario provocó la risa de Berrington.
—De verdad, Berry. Me alegro por ti.
El sabía que era sincera. Vivvie poseía ahora una espléndida fortuna propia. Al dejarle se dedicó a los negocios inmobiliarios en Santa Bárbara y le fue de maravilla.
—Gracias.
—¿Que vas a hacer con el dinero? ¿Dejárselo al chico?
El hijo de ambos estudiaba con vistas a obtener el título de contable colegiado.
—No le hará falta, ganará una fortuna ejerciendo la profesión de tenedor de libros. Puede que le ceda un poco a Jim Proust. Va a presentarse candidato a la presidencia.
—¿Que conseguirás a cambio? ¿Quieres ser embajador de Estados Unidos en Paris?
—No, pero consideraría el cargo de jefe de la sanidad militar.
—¡Eh, Berry, vas en serio! Pero supongo que no deberías hablar demasiado por teléfono.
—Cierto.
—Tengo que dejarte, mi noviete acaba de llamar al timbre. Hasta pronto, Moctezuma.
Era una vieja broma familiar.
Berrington le respondió:
—Hasta dentro de un plis plas, carrasclas.
Colgó el teléfono.
Le pareció un si es no es deprimente que Vivvie saliera de noche con alguien —no tenía idea de quién pudiera ser— mientras el se quedaba sentadito en casa a solas con un whisky. Aparte la que le produjo la muerte de su padre, la mayor tristeza que Berrington experimentó en su vida fue la que le causó el que Vivvie le dejara. No le reprochaba el que le abandonase; él le fue meticulosamente infiel. Pero la quería, y aún la echaba de menos, trece años después del divorcio. El hecho de que la culpa fuera exclusivamente de él aumentaba su tristeza. Bromear con Vivvie por teléfono le recordó cuanto se divertían juntos en los buenos tiempos.
Encendió el televisor y, mientras se calentaba la cena, se entretuvo viendo Prime Time Live. La fragancia de las hierbas que Marianne empleaba en sus guisos saturaba la estancia. Era una cocinera magnífica. Acaso porque la Martinica era posesión francesa.
Cuando retiraba del horno la cazuela, volvió a sonar el teléfono. En esa ocasión era Preston Barck. Parecía agitado.
—Acabo de hablar con Dick Minsky, de Filadelfia —anunció—. Jeannie Ferrami ha concertado una cita para mañana en la Clínica Aventina.
Berrington se dejó caer pesadamente en la silla.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Cómo diablos ha llegado a dar con la clínica?
—No lo sé. Dick no estaba allí, la llamada la tomó el jefe del servicio nocturno. Pero, al parecer, Jeannie Ferrami dijo que algunos de los sujetos de su estudio recibieron tratamiento allí años atrás y que deseaba examinar sus historiales médicos. Remitió por fax las autorizaciones y dijo que se presentaría en la clínica a las dos de la tarde. A Dios gracias, Dick telefoneó casualmente para otro asunto y el jefe del servicio de noche se lo comentó.
Dick Minsky había sido uno de los primeros empleados que contrató la Genético, allá por los años setenta. Empezó encargándose de la sección de correos; ahora era director general de las clínicas. Nunca fue miembro del círculo interior —sólo Jim, Preston y Berrington pudieron pertenecer a ese club—, pero conocía los secretos mejor guardados de la empresa. La discreción era algo innato en el.
—¿Que le dijiste a Dick que hiciera?
—Que cancelara la cita, naturalmente. Y que, si de todas formas la doctora apareciese, que se la quitase de encima sin más. Que le dijera que no podía ver los archivos.
Berrington sacudió la cabeza.
—No es suficiente.
—¿Por qué?
Berrington suspiró. Preston podía alcanzar el vacío absoluto en cuanto a imaginación.
—Bueno, si yo fuera Jeannie Ferrami, llamaría a la Landsmann, pediría que se pusiera al teléfono la secretaria de Michael Madigan y le aconsejaría que examinara los archivos de la Clínica Aventina, de los últimos veintitrés años, antes de cerrar el trato conducente a la toma de posesión. Eso induciría a Madigan a hacer preguntas, ¿no te parece?
—Bien, ¿Que propones? —preguntó Preston, picajoso.
—Creo que vamos a tener que desembarazarnos de todas las tarjetas de registro, desde los setenta.
Hubo unos instantes de silencio.
—Berry, esos archivos son únicos. Científicamente, su valor es incalculable.
—¿Crees que no lo sé? —replicó Berrington, abrupto.
—Tiene que haber otro medio.
Berrington suspiró. Aquello le hacía sentirse tan mal como a Preston. Había acariciado la ilusión de que algún día, dentro de muchos años, en el futuro, alguien escribiría la crónica de unos experimentos que abrieron nuevos caminos y se revelaría al mundo la audacia y la brillantez científica de los pioneros que los llevaron a cabo. Le destrozaba el corazón ver desaparecer aquella evidencia histórica bajo el peso de la culpa y el secreto. Pero eso era ahora inevitable.
—Mientras esos archivos existan, serán una amenaza para nosotros. Hay que destruirlos. Y lo mejor sería hacerlo ahora mismo.
—¿Que vamos a decir al personal?
—Mierda, no lo sé, Preston, pero imagina algo por una vez en tu vida, santo Dios. Nueva estrategia de la gerencia en cuanto a documentación. No me importa lo que les digas, con tal de que empiecen a hacerlos trizas a primera hora de la mañana.
—Supongo que tienes razón. Conforme, entraré en contacto con Dick ahora mismo. ¿Quieres llamar a Jim y ponerle al corriente?
—Claro.
—Adiós.
Berrington marcó el número del domicilio de Jim Proust. Su esposa, una mujer delgadísima y con aire de persona siempre avasallada, descolgó el aparato y le pasó a Jim.
—Estoy en la cama, Berry, ¿Que infiernos pasa ahora?
Los tres empezaban a tratarse unos a otros con malos modos.
Berrington le informó de lo que le había comunicado Preston y de lo que habían decidido hacer.
—Una resolución acertada —encomió Jim—. Pero no bastará. Esa Ferrami puede llegar a nosotros por otros caminos.
Berrington sintió un espasmo de irritación. Nada era suficiente para Jim. Le propusieran lo que le propusiesen, Jim siempre deseaba una acción más enérgica, medidas más extremas. Luego superó el acceso de fastidio. Esa vez, Jim hablaba con sentido común, reflexionó. Jeannie había demostrado ser un auténtico sabueso, que cuando olfateaba una pista no se desviaba lo más mínimo en su seguimiento. Un simple revés no la impulsaría a darse por vencida.
—Estoy de acuerdo contigo —le dijo a Jim—. Y Steve Logan se encuentra fuera de la cárcel, me enteré hace un rato, así que no está completamente sola. A largo plazo, tendremos que enfrentarnos a ella.
—Hay que darle un susto de muerte.
—Por el amor de Dios, Jim…
—Ya sé que esto hace que aflore la debilidad que llevas dentro, Berry, pero debe hacerse.
—Olvídalo.
—Mira…
—Tengo una idea mejor, Jim, haz el favor de escucharme durante un minuto.
—Está bien, te escucho.
—Voy a hacer que la despidan.
Jim meditó unos instantes.
—No sé… ¿Con eso lo solucionaremos?
—Seguro. Veras, la Ferrami imagina que ha tropezado con una anomalía biológica. Es la clase de descubrimiento con el que un científico joven puede hacer carrera. La muchacha no tiene idea de lo que subyace debajo de todo esto; cree que la universidad sólo teme la mala publicidad. Si Jeannie Ferrami pierde su empleo, no dispondrá de instalaciones ni de medios para continuar con su investigación, ni motivo alguno para aferrarse a ella. Además, estará demasiado ocupada buscando otro trabajo. Da la casualidad de que sé que necesita dinero.
—Tal vez tengas razón.
Berrington empezó a recelar. Jim mostraba una sospechosamente excesiva facilidad en estar de acuerdo con él.
—No estarás planeando hacer algo por tu cuenta y riesgo, ¿verdad? —preguntó.
Jim eludió la respuesta.
—¿Puedes hacer eso, puedes conseguir que la despidan?
—Desde luego.
—Pero tú me dijiste el martes que eso es una universidad, no el jodido ejército.
—Cierto, uno no puede gritar al personal para que hagan lo que se les ordena. Pero me he pasado en el mundo académico la mayor parte de los últimos cuarenta años. Sé cómo funciona la maquinaria. Cuando es realmente imprescindible, puedo desembarazarme de un profesor adjunto sin casi mover un dedo.
—Vale.
Berrington frunció el entrecejo.
—Estamos juntos en esto, ¿no, Jim?
—Exacto.
—De acuerdo. Que duermas bien.
—Buenas noches.
Berrington colgó el teléfono. Su pollo a la provenzal estaba frío. Lo arrojó al cubo de la basura y se metió en la cama.
Permaneció despierto largo tiempo, pensando en Jeannie Ferrami. A las dos de la madrugada se levantó y tomó un Dalmane. El somnífero hizo efecto y, por fin, se quedó dormido.