6
Steve estacionó el coche en la extensa zona de aparcamiento destinada a estudiantes, sita en la esquina sur de las cuarenta hectáreas del campus de la Jones Falls. Faltaban apenas unos minutos para las diez de la mañana y el campus era un hormiguero de alumnos vestidos con veraniegas prendas ligeras, camino de la primera clase del día. Mientras cruzaba los terrenos de la universidad, Steve buscó con la mirada a la jugadora de tenis. Las probabilidades de localizarla eran mínimas, lo sabía, pero no pudo por menos de ir escudriñando a toda chica alta y morena que se ponía al alcance de su vista, para comprobar si llevaba un aro en la nariz.
El Pabellón de Psicología Ruth W. Acorn era un moderno edificio de cuatro plantas construido del mismo ladrillo rojo que las otras facultades de la universidad, más antiguas y tradicionales. Steve dio su nombre en el vestíbulo, donde le remitieron al laboratorio.
Durante las tres horas siguientes le sometieron a muchas más pruebas de las que pudo imaginar que fuera posible. Le pesaron, lo midieron y le tomaron las huellas dactilares. Científicos, médicos, estudiantes le fotografiaron las orejas, comprobaron la fuerza que desarrollaba su mano al cerrar los puños y evaluaron sus reflejos ante el sobresalto que pudiera producirle la presentación inesperada de imágenes de víctimas calcinadas y cuerpos mutilados. Contestó a preguntas referentes a sus aficiones durante el tiempo libre, creencias religiosas, novias y aspiraciones profesionales. Tuvo que declarar si podía reparar el timbre de una puerta, si se consideraba atildado, si pegaría a sus hijos y si determinada música le sugería cuadros o dibujos de colores cambiantes. Pero nadie le informó del motivo por el que le habían seleccionado para aquel estudio.
No era el único sujeto. En el laboratorio se encontraban dos niñas y un hombre de mediana edad que llevaba botas de vaquero pantalones tejanos azules y camisa del Oeste. Al mediodía los reunieron a todos en un salón con sofás y televisor, donde almorzaron a base de pizza y Coca-Cola. Steve se dio cuenta entonces de que en realidad eran dos los hombres de edad mediana calzados con botas de vaquero: un par de gemelos que vestían exactamente igual.
Se presentó y pudo enterarse de que los vaqueros eran Benny y Arnold y las niñas Sue y Elizabeth.
—¿Ustedes dos siempre se visten igual? —preguntó Steve a los hombres, mientras comían.
Los mellizos intercambiaron una mirada y luego Benny dijo:
—No lo sé. Acabamos de conocernos.
—¿Son ustedes gemelos y acaban de conocerse?
—Nos adoptaron de recién nacidos… familias distintas.
—¿Y eso de que vistan del mismo modo es una casualidad?
—Así parece, ¿no?
—Y los dos somos carpinteros —añadió Arnold—, fumamos Camel Light y tenemos dos hijos, chico y chica.
—Las dos niñas se llaman Caroline, pero mi hijo es John y el suyo Richard —explicó Benny.
—Yo quería que se llamase John —dijo, pero mi esposa se empeñó en que le pusiéramos Richard.
—¡Fantástico! —exclamó Steve—. Pero no pueden haber heredado la preferencia por el Camel Light.
—Quién sabe.
Una de las chicas, Elizabeth, preguntó a Steve:
—¿Dónde está tu hermano gemelo?
—No tengo —respondió Steve—. ¿Eso es lo que estudian aquí, gemelos?
—Sí. —La niña añadió en tono de orgullo—: Sue y yo somos bivitelinas.
Steve enarcó las cejas. La niña aparentaba unos once años.
—Me temo que no conozco esa palabra. ¿Que significa?
—Que no somos idénticas. Somos mellizas fraternas, bivitelinas.
—Señaló a Benny y Arnold—. Ellos son monocigóticos. Tienen el mismo ADN. Por eso son tan iguales.
—Pareces saber un montón del asunto —comentó Steve—. Me dejas de piedra.
—Ya hemos estado aquí otras veces —dijo la niña.
Se abrió la puerta a espaldas de Steve. Elizabeth alzó la mirada y saludó:
—¡Hola, doctora Ferrami!
Al volver la cabeza, Steve vio a la jugadora de tenis.
Ocultaba su cuerpo musculoso bajo una bata blanca de laboratorio que le llegaba a las rodillas, pero entró en la habitación caminando como una atleta. Aún conservaba el aire de intensa concentración que tanto le había impresionado en la pista de tenis. Steve se la quedó mirando, sin apenas dar crédito a su buena suerte.
La mujer correspondió al saludo de las niñas y se presentó a los demás. Cuando estrechó la mano de Steve repitió el apretón.
—¡Así que eres Steve Logan! —articuló.
—Jugaste un partido esplendido —alabó él.
—Pero perdí.
La doctora Ferrami se sentó. Su espesa cabellera oscura le caía suelta sobre los hombros y Steve observó, a la implacable luz del laboratorio, que tenía un par de hebras grises. En vez del aro de plata, ahora llevaba en la nariz una lisa bolita de oro. Se había maquillado y los afeites se encargaban de que sus ojos oscuros resultasen todavía más fascinantes.
Agradeció a todos el que pusieran su tiempo al servicio de la investigación científica y les preguntó si las pizzas eran sabrosas. Al cabo de unos minutos de intercambiar lugares comunes envió a las niñas y a los vaqueros a los departamentos donde se iniciarían las pruebas de la tarde.
Tomó asiento cerca de Steve, el cual tuvo la impresión, sin saber por qué, de que la doctora se sentía un poco violenta. Era casi como si se dispusiera a darle una mala noticia.
—A estas alturas, te estarás preguntando a que viene todo esto —dijo la mujer.
—Supongo que me seleccionaron porque en el colegio me las arreglé bastante bien.
—No —respondió ella—. Es cierto que en el instituto alcanzaste puntuaciones altas en todas las pruebas de inteligencia. En realidad tus resultados en la escuela están por debajo de tus aptitudes. Tu cociente intelectual es desproporcionado. Lo más probable es que figurases entre los primeros de la clase sin tener que esforzarte en lo más mínimo, ¿me equivoco?
—No. ¿Y no estoy aquí por eso?
—No. El proyecto que desarrollamos consiste en averiguar hasta qué punto la herencia genética predetermina la formación del carácter de una persona. —Su incomodidad anterior se desvaneció al animarse con su tema—. ¿Es el ADN lo que decide si somos inteligentes, agresivos, románticos o atléticos? ¿O es nuestra educación? Si ambos ejercen su particular ascendiente, ¿en qué modo se influyen el uno al otro?
—Una polémica antigua —dijo Steve. En la facultad había seguido un curso de filosofía y aquel debate le hechizaba—. ¿Soy como soy porque nací como nací? ¿O soy producto de la educación recibida y el medio ambiente en que me crié? —Recordó el lema que resumía la controversia—: ¿Naturaleza o educación?
La doctora asintió con la cabeza y su larga cabellera onduló gravemente como el oleaje de un océano.
—Pero nosotros tratamos de resolver la cuestión de un modo estrictamente científico —dijo—. Verás, los gemelos univitelinos tienen los mismos genes… exactamente los mismos. Los gemelos fraternos no, pero normalmente se han criado en el mismo medio. Estudiamos ambas clases y los comparamos con los gemelos que se han educado por separado, estimando sus similitudes.
Steve se preguntaba en que podía afectarle aquello. También se preguntaba cuantos años tendría Jeannie. El día anterior, al verla en la pista de tenis con el pelo recogido y oculto bajo la gorra, dio por supuesto que sería de su misma edad; ahora le calculaba una edad próxima a la treintena. Eso no cambiaba sus sentimientos hacia ella, pero era la primera vez que se sentía atraído por alguien tan mayor.
—Si el entorno era lo más importante, los gemelos que se criaran juntos serían más parecidos, y los que se educaran separados serían completamente distintos, al margen de si se trataba de gemelos monovitelinos o fraternos. La verdad es que nos hemos encontrado con lo contrario. Los gemelos idénticos se parecen, los haya criado quien los haya criado. Realmente, los gemelos idénticos educados por separado son más semejantes que los fraternos que se criaron juntos.
—¿Benny y Arnold representan el primer caso?
—Exacto. Ya has visto lo igualitos que son, a pesar de que se criaron en hogares distintos. Eso es típico. Este departamento ha estudiado más de un centenar de parejas de gemelos univitelinos que se educaron por separado. De esas doscientas personas, dos eran poetas con obra publicada, una pareja de gemelos. Otras dos se dedicaban profesionalmente a tareas relacionadas con animales domésticos (una era adiestradora y la otra criadora de perros), igualmente una pareja de gemelos. Hemos tenido dos músicos (un profesor de piano y un guitarrista), también pareja de gemelos. Pero estos son los ejemplos más gráficos. Como has visto esta mañana, efectuamos mediciones científicas de personalidad, cocientes intelectuales y diversas dimensiones físicas, las cuales muestran a menudo las mismas pautas: los gemelos idénticos son extraordinariamente similares, al margen de su crianza.
—Mientras que Sue y Elizabeth parecen muy distintas.
—Exacto. Sin embargo, tienen los mismos padres, el mismo hogar, van al mismo colegio, han tenido la misma dieta alimenticia toda la vida, y así sucesivamente. Supongo que Sue ha guardado silencio durante todo el almuerzo, en tanto Elizabeth te ha contado la historia de su vida.
—En realidad, lo que ha hecho ha sido explicarme la palabra «monocigótico».
La doctora Ferrami se echó a reír, con lo que mostró una dentadura perfectamente blanca y el centelleo rosado de la punta de la lengua. Steve se sintió exageradamente complacido por haber provocado su alegría.
—Pero todavía no me has aclarado que pinto yo en esto —dijo.
La mujer volvió a dar la impresión de sentirse violenta.
—Es un poco difícil —confesó—. Esto no había sucedido antes.
Steve lo comprendió de pronto. Saltaba a la vista, pero era tan sorprendente que hasta entonces no se le había ocurrido.
—¿Creen que tengo un gemelo cuya existencia ignoro? —preguntó, incrédulo.
—No se me ha ocurrido ningún modo de explicártelo de forma gradual —reconoció Jeannie, evidentemente mortificada—. Sí, eso creemos.
—Formidable.
Steve se sentía aturdido: era duro de asumir.
—Lo lamento de verdad.
—No tienes por qué disculparte, supongo.
—Pero ahí está. Normalmente, las personas saben que son gemelos antes de venir a vernos. Sin embargo, he iniciado una nueva forma de reclutar sujetos para este estudio y tú eres el primero. A decir verdad, el hecho de que no sepas que tienes un hermano gemelo constituye una tremenda reivindicación de mi sistema. Pero no había previsto el detalle de lo difícil que es dar a alguien una noticia tan sorprendente.
—Siempre deseé tener un hermano —dijo Steve. Era hijo único, nacido cuando sus padres tenían treinta y ocho o treinta y nueve años—. ¿Es un hermano varón?
—Sí. Sois idénticos.
—Un hermano gemelo idéntico —articuló Steve—. ¿Pero cómo ha podido suceder sin que yo lo supiera?
Jeannie parecía desazonada.
—Un momento, a ver si lo adivino —murmuró Steve—. Puede que me adoptaran.
La doctora asintió.
En el cerebro de Steve surgió una idea aún más inesperada: tal vez papá y mamá no fueran sus padres.
—O puede que el adoptado fuese mi hermano gemelo.
—Sí.
—O que lo fuésemos los dos, como Benny y Arnold.
—O los dos —repitió la mujer en tono solemne. Tenía fija en Steve la intensa mirada de sus ojos oscuros.
Pese a la confusión que reinaba en su cabeza, Steve no podía por menos que recrearse en la idea de lo adorable que era la muchacha. Deseaba que le estuviese mirando así toda la vida.
—Según mi experiencia —dijo Jeannie—, incluso aunque un sujeto ignore que es miembro de una pareja de gemelos, lo normal es que sepa que lo adoptaron. Con todo, yo debería suponer que podíais ser diferentes.
—Me cuesta trabajo creerlo —silabeó Steve en tono dolorido—. No puedo creer que mis padres me hayan ocultado la adopción, que la hayan mantenido en secreto para mí. No es su estilo.
—Háblame de tus padres.
Steve se daba cuenta de que le inducía a hablar para ayudarle a superar el choque, pero eso estaba bien. Hizo acopio de sus pensamientos. —Mamá es una persona excepcional. Seguro que la conoces, aunque sólo sea de oídas, se llama Lorraine Logan.
—¿La del consultorio sentimental?
—La misma. Cuatrocientos periódicos publican su columna y es autora de seis best-sellers sobre salud femenina. Es rica y famosa, y se lo merece.
—¿Por qué lo dices?
—Realmente se preocupa por las personas que le escriben. Contesta a miles de cartas. Ya sabes, las personas que escriben desean básicamente que mi madre agite su varita mágica… que consiga que se disipen los embarazos no deseados, que los hijos abandonen la droga, que los hombres insultantes y brutales se transformen en maridos amables y bondadosos. Ella siempre les proporciona la información que necesitan y les aconseja sobre la decisión que deben adoptar, confiar en sus sentimientos y no permitir que nadie abuse de ellas. Es una buena filosofía.
—¿Y tu padre?
—Papá es más bien corriente y moliente, supongo. Está en el ejército, trabaja en el Pentágono, es coronel. Relaciones públicas, redacta discursos para generales, esa clase de cosas.
—¿Fanático de la disciplina?
Steve sonrió.
—Tiene un sentido del deber altamente desarrollado. Pero no es un hombre violento. Presenció algo de acción en Asia, antes de que yo viniera al mundo, pero nunca la puso en práctica en casa.
—¿Tú necesitas disciplina?
Steve soltó la carcajada.
—He sido el alumno más rebelde de la clase, de todo el colegio. Constantemente metido en follones.
—¿Por qué?
—Por quebrantar las normas. Irrumpir al galope en el vestíbulo.
Llevar calcetines rojos. Mascar chicle en clase. Besar a Wendy Prasker detrás del anaquel de biología en la biblioteca del colegio cuando yo tenía trece años.
—¿Por qué?
—Porque era una autentica preciosidad.
Jeannie volvió a echarse a reír.
—Quiero decir que por qué rompías todas las reglas.
Steve meneó la cabeza.
—Ser obediente me resultaba imposible. Mi norma era hacer lo que me daba la gana. Las reglas me parecían memeces y eso me aburría. Me hubieran expulsado del colegio, pero mis notas eran de lo mejorcito y generalmente era el capitán de uno u otro equipo deportivo: fútbol, baloncesto, béisbol, atletismo. No me entiendo. ¿Acaso soy un bicho raro?
—Todo el mundo es raro en un sentido o en otro.
—Supongo que sí. ¿Por que llevas ese adorno en la nariz?
Jeannie enarcó sus cejas morenas como si dijera: «Aquí soy yo quien hace las preguntas», pero a pesar de todo, respondió.
—Cuando tenía catorce años o así pasé por la fase punk: pelo verde, medias rotas, todo eso. La perforación de la nariz fue parte de ello.
—Si lo hubieses dejado, el agujero se habría cerrado y curado sólo.
—Ya lo sé. Sospecho que lo mantuve abierto ahí porque considero que la respetabilidad absoluta es mortalmente aburrida.
Steve sonrió. Pensó: «Dios mío, me gusta esta mujer, aunque sea demasiado mayor para mi». Su mente regresó luego a lo que la doctora le había contado poco antes.
—¿Que te hace estar tan segura de que tengo un hermano gemelo?
—He desarrollado un programa informático que investiga archivos médicos y bases de datos en busca de parejas de mellizos. Los gemelos univitelinos tienen ondas cerebrales, electrocardiogramas, dibujos de la dermis de los dedos y dentaduras similares. Exploré el banco de datos de radiografías dentales de una compañía de seguros médicos y encontré alguien cuyas medidas de las piezas dentales y formas de arco son iguales que las tuyas.
—Lo cual no parece concluyente.
—Tal vez no, aunque esa persona hasta tiene las cavidades en los mismos lugares que tú.
—¿Quién es, pues?
—Se llama Dennis Pinker.
—¿Dónde está ahora?
—En Richmond, Virginia.
—Te has entrevistado con él.
—Voy a Richmond mañana por la mañana. Le someteré a muchas de estas mismas pruebas y le tomaré una muestra de sangre para poder comparar su ADN con el tuyo. Entonces estaremos seguros.
Steve frunció el ceño.
—¿Estás interesada en una zona particular, dentro del terreno de la genética?
—Sí. Estoy especializada en criminalidad y en si es o no hereditaria.
Steve asintió con la cabeza.
—Comprendo. ¿Que hizo ese muchacho?
—¿Perdón?
—¿Que hizo Dennis Pinker?
—No sé qué quieres decir.
—Vas a ir a verle, en vez de convocarlo aquí, de modo que es evidente que está en la cárcel.
Jeannie se ruborizó ligeramente, como si la acabasen de coger en un engaño. Con las mejillas coloradas parecía más provocativa que nunca.
—Sí, tienes razón —concedió.
—¿Por qué está en la cárcel?
Jeannie titubeó.
—Asesinato.
—¡Jesús! —Steve volvió la cabeza, mientras trataba de asimilarlo—. ¡No sólo tengo un hermano gemelo idéntico, sino que encima es un asesino! ¡Cielo santo!
—Lo siento —se disculpó la doctora—. He llevado todo esto lo que se dice fatal. Eres el primer sujeto de estas condiciones que he estudiado.
—¡Vaya! Vine con la esperanza de aprender algo acerca de mí, pero me he enterado de mucho más de lo que deseaba saber.
Jeannie ignoraba, y nunca se enteraría, de que él estuvo a punto de matar a un chico llamado Tip Hendricks.
—Eres muy importante para mí.
—¿Ah, sí?
—La cuestión es si la criminalidad se hereda o no. Publiqué un artículo en el que señalaba que cierto tipo de personalidad es hereditaria, una combinación de impulsividad, temeridad, agresividad e hiperactividad, pero aventuraba que el hecho de que tales personas se conviertan en criminales dependía de la forma en que sus padres las hubiesen tratado. Para demostrar mi teoría he de encontrar parejas de gemelos idénticos, uno de los cuales sea un delincuente y el otro un ciudadano decente, cumplidor de la ley. Dennis y tu sois mi primera pareja, y sois perfectos: el está en la cárcel y tu, perdóname, eres el joven estadounidense ideal en todos los aspectos. Si he de serte sincera, estoy tan nerviosa que apenas puedo permanecer quieta aquí sentada.
La idea de que aquella mujer estuviera demasiado nerviosa para permanecer quieta allí sentada hizo que Steve también se sintiera nervioso. Miró para otro lado, temeroso de que le aflorase al rostro la lujuria. Pero lo que le había dicho era dolorosamente alarmante. Tenía el mismo ADN que un asesino. ¿En qué podía convertirle?
Se abrió la puerta a espaldas de Steve y la doctora levantó la vista.
—Hola, Berry —saludó—. Steve, me gustaría que conocieses al profesor Berrington Jones, director del proyecto de estudio de gemelos de la Universidad Jones Falls.
El profesor era un hombre de corta estatura, cerca de la cincuentena, apuesto y de lisa cabellera plateada. Vestía un a todas luces caro y elegante traje de tweed irlandés moteado de gris y corbata de lazo roja con pintas blancas. Su aspecto era tan pulcro como si acabara de salir de una sombrerera. Steve le había visto en televisión varias veces, siempre hablando de la forma en que Estados Unidos se estaba yendo al infierno. A Steve no le gustaban los puntos de vista de aquel hombre, pero la educación que le impartieron le obligaba a la cortesía, de modo que se levantó y estrechó la mano del profesor Berrington Jones.
Este dio un respingo hacia atrás como si viera a un fantasma.
—¡Santo Dios! —exclamó, y se puso pálido.
—¡Berry! ¿Que ocurre? —preguntó la doctora Ferrami.
—¿Hice algo malo? —dijo Steve.
El profesor guardó silencio durante unos segundos. Luego pareció recuperarse.
—Lo siento, no es nada —balbuceó, pero aún parecía estremecido hasta lo más profundo—. Es que, de súbito, me ha venido a la cabeza algo… algo que tenía olvidado, un error de lo más espantoso. Os ruego me disculpéis… —Se dirigió a la puerta, sin dejar de pedir disculpas en tono de murmullo—. Perdonadme, excusadme.
Salió.
Jeannie se encogió de hombros y extendió las manos en gesto de impotencia.
—Me ha dejado de una pieza —comentó.