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OBJETIVOS cumplidos tras la práctica: uno de tres.

He descubierto que vive en Skogahammar.

En mi defensa diré que es difícil ligar con la cabeza metida en un casco de moto. Me chafa las mejillas y voy por ahí como el del chiste: «Mi mamá dice que parezco una albóndiga, pero no pasa nada, porque me gustan las albóndigas». Espero que desde fuera no se vea, pero la sensación de ir con las mejillas aplastadas no me hace sentir muy seductora. Por no mencionar que parezco el muñeco de Michelin, con tanta ropa de protección y el chaleco amarillo fosforito en el que pone «Aprendiz».

No es que mi intención fuera ligar con mi instructor. No, de verdad. Los dioses saben que ese hombre ya tiene bastante de qué preocuparse.

Pero, cuando se acerca caminando desde la autoescuela, no puedo dejar de analizarlo, quiero descubrir si su sonrisa es tan maravillosa como Nesrin había dicho. Lamentablemente, parece incomodarse un poco cuando me lo quedo mirando fijamente con aire pensativo.

—¿Qué tal? —pregunta mientras baja la moto del caballete, se sube a ella y baja los reposapiés del acompañante.

Influida por Pia y Nesrin no puedo dejar de mirarle los hombros bajo la chaqueta de motorista, darme cuenta de repente de que tiene las manos bonitas y, a grandes rasgos, comportarme como una idiota.

Me siento con torpeza detrás de él, y después me quedo de piedra.

—Todo bien —le digo, pero me sale un poco forzado, pues acabo de darme cuenta de que voy a tener que poner las manos en sus caderas. Me quedo tiesa, lo más alejada que puedo de él, lo cual sigue siendo demasiado cerca, con las manos titubeando en el aire a un par de centímetros de su cuerpo.

«Tú sólo hazlo, Anette. Es por motivos meramente prácticos. No quieres caerte en marcha, y no vas a meterle mano, por muy grande que sea la tentación. Santo cielo, ¿por qué estoy pensando en tentaciones? Yo no estoy tentada.»

Él enciende el motor, mete primera, se vuelve un poco y me mira por encima del hombro. Yo hago de tripas corazón y pongo las manos en sus caderas.

Me sujeto a él.

En esta clase, me lleva a una recta con muy poco tráfico que va paralela a la autovía que pasa por las afueras de la ciudad; y cuando por fin llegamos tengo la suerte de haber dejado de pensar tanto en su cuerpo como en los comentarios de Pia. Hasta que se sienta detrás de mí y sus piernas aprietan ligeramente las mías.

Vamos a practicar subir y bajar en marcha.

A pesar de llevar varias capas de ropa de protección, siento su cuerpo detrás del mío. Por suerte, enseguida me concentro en la conducción.

Es la primera vez que tengo instinto por algo. Sólo tengo que conducir recto hacia delante, y nunca tan despacio como para correr el riesgo de que se me cale. Paso suavemente de segunda a tercera y de nuevo a segunda, y, cuando él me dice que me detenga en una parada de autobús, giro y suelto el freno despacio para que nos paremos sin ese tirón característico de mi técnica de frenado.

Sonrío. Enderezo la espalda. Soy completa y totalmente invencible. Me dan ganas de gritarlo para que me pueda oír todo el mundo, pero me contento con volverme y sonreírle por encima del hombro.

—Bueno, pues… —dice, y mira a su alrededor.

Su «bueno, pues» nunca es buena señal.

—Ahora estamos en un carril bici.

Yo también miro a mi alrededor. En efecto, lo estamos. Por alguna malvada razón, la compañía de autobuses ha situado el cartel a un metro de la parada de autobús, en un carril peatonal y para bicicletas.

—Pero justo a la altura del cartel —intento consolarme.

—Sí —reconoce él—. Pero ¿podemos circular por aquí?

Por un momento pienso en hacerme la tonta y hacer ver que creía estar conduciendo un ciclomotor, con lo cual puedo circular por el carril bici. Pero cambio de opinión por dos motivos:

Es muy muy probable que él me creyera de verdad y que me mirara como si de pronto todo hubiese adquirido una explicación lógica.

Es igual de probable que, empujado por la desesperación, hiciera ver que me creía y a la primera oportunidad me cambiara a clases para el carnet A1, y después me pasaría el resto del otoño embutida en un traje de cuero pero encima de un ciclomotor.

Así que no respondo nada.

—Sal otra vez —dice él.

 

 

 

En esta ocasión me detengo en la parada del autobús y no en el carril bici. Ya es un gran paso.

—Bueno —dice Lukas—. ¿A qué velocidad has ido hoy?

—Un poco menos de cincuenta kilómetros por hora —respondo segura de mí misma—. Cuarenta y ocho, diría yo. Excepto en el tramo con límite de treinta, claro. Ahí he ido casi siempre por debajo de treinta, menos cuando he bajado hasta unos veinte kilómetros por hora.

—Sí, es correcto —dice—. Y el cambio de marcha ha ido bien. Haces más o menos lo que hay que hacer.

—¿Y tú dónde vives? —le suelto.

—Mmm, en Skogahammar —responde.

Recuerda: que no te denuncien por vejaciones ni por acoso.

No vuelco la moto en toda la clase. Estoy todo el rato mentalizada de no hacerlo.

Sólo porque esté lo bastante protegida como para rebotar en el suelo no significa que se pueda exponer la pobre moto a cualquier cosa. En esta práctica lo conseguiré.

Cuando Lukas me ordena apearme en la parada de autobús, para cambiarnos de sitio y que él pueda conducir el último tramo hasta la autoescuela, yo sonrío triunfal para mí misma.

«¡Toma ya!», pienso.

Él se baja. Yo me quedo un rato sentada y me estremezco con la sensación de que es bastante sencillo. Él me sonríe.

Me bajo de la moto. Me quedo mirando el suelo.

—¿Qué naric…? —murmuro entre dientes mientras contemplo, deprimida, la moto, que se ha caído y ahora está en el suelo, delante de nosotros.

Recuerda: comprueba que la pata de cabra esté bajada.

—La volvemos a levantar —dice Lukas. Me da una palmadita de consuelo en el hombro y añade—: Por lo menos esta vez no ibas montada en ella.

 

 

 

Después de la clase práctica estamos en el vestuario repasando la lección cuando las notas de Wouldn’t it be nice de repente empiezan a sonar. Tardo unos segundos en darme cuenta de que la música viene de mi bolso. Maldigo a Pia mientras hurgo en busca del móvil. Seguro que ha sido ella la que la ha puesto de tono de llamada. Los Beach Boys no dejan de cantar lo bonito que sería todo si fuéramos mayores.

—¿Cuándo tienes la próxima práctica? —me pregunta Pia.

Tapo el teléfono con la mano, me disculpo con una sonrisa y me voy lo más lejos que puedo de Lukas.

—Ahora mismo no estoy en el trabajo —digo.

—Estás allí ahora, ¿verdad? —Puedo oír cómo Pia se estira. También puedo oír el chasquido de un mechero al encenderse y un camión dando marcha atrás, así que debe de estar en Extra-Alimentación a punto de descargar algo.

—¿Ya te lo has ligado? ¿Qué llevas puesto?

—Puedo mirar las cifras mañana —digo.

—¡Lo tienes ahí! ¿Es tan guapo como dijiste?

—Nunca dije q… Quiero decir, tendremos que mirarlo más de cerca en la reunión de mañana.

—Por lo menos dime que te has acordado de ponerte rímel. Y falda. Tienes que llevar falda. Tienes las piernas bonitas, sólo tienes que enseñarlas.

—Quedamos así. Que lo pases bien. Adiós.

Cuelgo.

—Disculpa —le digo a Lukas. Busco alguna prueba que me confirme que ha escuchado la parte de Pia. Si es así, tendré que hacerme el harakiri con un mechero y un bolígrafo, las únicas armas que llevo encima—. Una llamada de trabajo.

—¿En qué trabajas?

—Estoy en Extra-Alimentación. Era sobre… el pedido de pan crujiente de centeno. Ése tan rico en fibras.