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NO pienso hablarle de mi amor eterno.

Aún no he perdido del todo el sentido de la realidad.

Pero él sigue sin dar señales de vida, y, sea lo que sea lo que vaya a pasar entre nosotros, por lo menos quiero saber cómo será. Lo que más me gustaría es que todo fuera como antes del Día de Skogahammar. Quiero que sus ojos brillen cuando me mire, quiero oírlo reír, a ser posible conmigo. Quiero tocarlo, así sin más, sólo porque puedo y porque mi cuerpo sabe lo que quiere. El calor del suyo mientras duermo.

Me planto allí media hora antes de que empiece el cursillo de Riesgos. Me permito un último cigarro en la calle mientras intento recuperar el control de mis latidos.

«Hola, Lukas —le diré. Y luego—: ¿Podría hablar contigo unos minutos?» Con toda naturalidad. ¿Por qué no iba a hablar con él? Pero hay algo en mi pecho que parece tener vida propia, y, cuando al fin he logrado reunir el valor suficiente como para abrir la puerta de la autoescuela, estoy bastante segura de que ya me he ruborizado.

Por la tarde la autoescuela es incluso más acogedora. El olor a café y el sonido de unas risas me dan la bienvenida. Reconozco la risa de Lukas al instante, mezclada con la de una mujer.

Hay otra recepcionista en el turno de tarde. Es joven y mona, y ahora está hablando con Lukas. Retengo el aire cuando lo veo, no puedo evitarlo. La atracción, el nerviosismo y la adrenalina compiten por apoderarse de mi cuerpo mientras yo hago un intento desesperado por parecer tranquila y relajada.

—Hola, ¿vas al cursillo de Riesgos Uno? —me pregunta la recepcionista cuando se percata de mi presencia. Sigo en el umbral de la puerta.

—Hola, Anette —dice Lukas, como si hasta ahora no se hubiese dado cuenta de que estoy allí.

—¿Anette Grankvist? —dice la recepcionista, y marca mi nombre en la lista—. A lo mejor podrías ayudarnos con un asunto.

Asiento en silencio. No me fío de mi voz.

—Acabo de cortarme el flequillo. Lukas asegura que está genial y que me realza los ojos, pero él siempre es demasiado amable, así que no me fío de él. ¿Tú qué opinas?

Es un poco corto y algo desigual.

—Está genial —miento.

Ella me dedica una sonrisa radiante.

—Eres mi nueva mejor amiga —dice. Y estoy a punto de responder «¿En serio?», pero al final decido cambiarlo por un «Gracias» un poco más normal.

—Lukas —digo—. ¿Podría hablar contigo? ¿Fuera, quizá?

La recepcionista nos mira varias veces, con los ojos como platos, como si acabara de encajar las piezas.

—¡Dios mío, eres tú! —dice—. Ahora me encantas aún más.

—Lukas…

Por un momento parece que me vaya a decir que no, pero luego se encoge de hombros y me acompaña afuera. La recepcionista se inclina por encima del mostrador para poder seguirnos con la mirada.

Lukas se limita a estar callado y a esperar a que yo empiece a hablar.

—No has contestado a mis mensajes —digo—. Ni me has devuelto las llamadas.

—No sabía si Emma aún estaba aquí. Supongo que ya se ha vuelto, ¿no?

—Ido. Se ha vuelto. Quiero decir, sí, así es.

—Debería haberlo deducido en cuanto me escribiste.

Me cruzo de brazos. Un hombre cuarentón pasa por nuestro lado y entra en la autoescuela, probablemente de camino al cursillo de Riesgos. No digo nada hasta que ha cerrado la puerta tras de sí, entonces continúo:

—Espero que no te hayas creído lo del artículo del Novedades Skogahammar. Ingemar Grahn me la tiene jurada desde que creé un blog de gatitos con su nombre.

—¿Crees que estoy enfadado por eso?

—¿No lo estás?

—No.

—Entonces, ¿qué pasa?

—Ni siquiera sabía que pasara algo.

Pero ahora estamos de brazos cruzados, mirándonos enfadados, así que no necesito el coaching de Nesrin para saber que, definitivamente, algo pasa.

—¿Cuándo habrías hecho público lo nuestro si Emma no se hubiera presentado de repente? —me pregunta—. Tampoco parecía que tus amigas supieran nada.

—No lo sé —digo con sinceridad—. Llevamos, ¿qué?, ¿un par de semanas acostándonos? No es que me hubiera planteado poner un anuncio en el periódico local. Aunque ahora ya no hace falta. —No es una broma que me haya salido del todo bien.

—No —dice él—. Sólo pasa que… me gusta la lealtad, Anette.

—¡Yo soy leal! —protesto. Y luego—: ¿Verdad que lo soy?

No soy ni guapa ni inteligente ni emocionante, y desde luego no soy valiente, pero si a sus ojos ni siquiera soy leal, ya…

—Claro que lo eres —dice—. Lo sé. Y lo respeto. Jamás te exigiría que me dieras prioridad a mí antes que a tu hija. ¿Quién lo haría?

—La mayoría —digo con franqueza.

—Supongo que soy idiota —dice él echando una mirada fugaz a la puerta de la autoescuela—. Pero el sábado, cuando vi que tus amigas no sabían nada de mí, y yo… sólo quería que fueras leal conmigo. No que dejaras de lado a tus amigas, sólo… que me hicieras caso a mí también.

No sé qué decir.

No era consciente de no haberlo sido. No era consciente de que él quería eso. Me siento peculiarmente animada, porque ser leal. Después de haber tenido que pelear por ello, he aprendido a saber quiénes estarán allí para reírse conmigo de todas las penurias.

Como Pia.

Me quedo en blanco. Me gustaría mucho pensar que soy una persona leal, pero no tengo la menor idea de cómo se puede ser fiel bajo presión, y me cuesta pensar que Lukas esté dispuesto a esperar diez años a que eso ocurra. ¿Acaso no trata la lealtad de elegir y priorizar? ¿Qué sentido tiene ser leal si no escoges una cosa antes que otra, si no priorizas algunas personas frente a otras?

Y ambos sabemos que yo elegiría a Pia y a Emma antes que a él. Ni siquiera sé cómo se hace para darle a una relación amorosa tanto valor como para que automáticamente se convierta en lo más importante en la vida.

—Tú no le has hablado de nuestra relación a Sofia, ¿verdad?

—¿Quieres que lo haga?

—¡No! Lo que pasa es que…, ¿qué estamos haciendo, Lukas?

Por la cara que pone parece que él estaba a punto de hacerme la misma pregunta.

—No pensaba que tuviéramos que decidirlo —responde.

—Necesito algo a lo que acogerme. ¿Vas a dejarme hoy mismo por Sofia, o vamos a estar juntos dos años hasta que te des cuenta de que quieres un hijo y medio de promedio y una relación totalmente convencional?

Me arrepiento en cuanto termino la frase.

—Dos años me parece muy improbable tratándose de ti —dice Lukas—. Es más probable que en cuestión de un mes tú te des cuenta de que sólo querías entretenerte porque Emma se ha ido de casa.

Estoy consternada, así que respiro hondo mientras intento entender por qué me siento tan herida. Ni siquiera puedo decirle que está equivocado.

—Quién sabe… —digo, y me encojo de hombros—. Supongo que la gente, simplemente, no cambia —continúo—. Quizá sea mejor aceptarlo y punto. No apuntar a las estrellas, no estrellarte contra un abeto. Seguir como has hecho siempre y contentarte con eso.

Las palabras no suenan mejor cuando las digo yo que cuando las dijo Pia, pero por primera vez desearía podérmelas creer. A lo mejor eso es la viva prueba de lo que ella pretendía decir: quizá habría sido más fácil simplemente aceptándolo desde un buen comienzo.

—Será mejor que vayas entrando —dice Lukas, cansado—. Riesgos Uno está a punto de empezar.

Hago lo que dice. Entro y me siento en una de las sillas libres de la última fila, y luego miro al vacío y me pregunto qué coño ha pasado.

 

 

 

—Lo necesito para conducir legalmente.

El chico del fondo lo dice tranquilo y como una mera constatación.

—Me he cruzado toda Europa sin carnet de conducir, pero he pensado que ahora ya va siendo hora de hacerlo de manera legal.

Riesgos Uno es la primera formación teórica sobre conductas de riesgo. Alcohol, cansancio, drogas y otras cosas que en la medida de lo posible no deberían combinarse con llevar una moto. Debemos de ser unos quince, una alegre mezcla de gente en el aula que queda a la izquierda de la recepción.

Hay un adolescente larguirucho que no aparenta ni dieciocho años, el hombre que nos ha pasado por al lado a Lukas y a mí, unos cuantos que tienen pinta de obreros, un chico de unos veinticinco, Robin, el de la conducción al ralentí, y luego el hombre de detrás del todo, quizá es el mayor. Es difícil de decir. Tiene los pómulos marcados, pelo oscuro y tez amarillenta. Y luego algunos más. Todos hombres.

—Muchas gracias —dice Mats, el jefe de la autoescuela.

Mats tiene la mayoría de los permisos que se te pueden ocurrir y, seguramente, algunos más, y él mismo nos explica con sentido del humor que en realidad está coleccionando combinaciones de letras. Pero tiene una pasión infantil por los ciclomotores, lo reconoce enseguida. Como mínimo es igual de divertido que llevar una moto. Hay algo encantador en ese tipo de seguridad que te permite decir cosas así, pero a lo mejor no es tan difícil cuando también tienes permiso para llevar camiones pesados.

Hablan de diferentes tipos de motos, pero yo apenas presto atención. Lo que hago es repetirme mentalmente la conversación con Lukas, una y otra vez. «Dos años me parece muy improbable. Es cuestión de un mes. Sólo querías entretenerte.» Soy amiga de Pia desde hace por lo menos siete años, y ella nunca me había hecho daño hasta ayer. Lukas lo ha conseguido en dos semanas.

Mi cuerpo aún puede recordar ese leve horror paralizante de cuando oía a Pia cargarse mis posibilidades con Lukas, pero no dudo de que en algún momento ella y yo haremos las paces, nos reiremos de ello, volveremos a ser buenas amigas.

Pero con Lukas…, ni siquiera sé cuándo voy a volver a hablar con él. ¿Cómo se puede ser…, bueno…, amigos una semana, y de repente no tener ningún contacto en absoluto?

Una pastilla de freno desgastada circula por el aula. Yo la toco antes de pasársela al chico que tengo al lado, y luego me pregunto qué voy a hacer ahora. ¿Rendirme? ¿Seguir adelante? ¿Aceptar que una semana la vida te puede brindar pizzas a domicilio y a la siguiente sólo una fría distancia?

«Ésa es la razón por la que hay que apostar por las amigas y no por las relaciones», pienso tajante, aunque no me apetece nada reconocerle a Pia que tenía razón. La próxima vez que quiera un poco de emoción en la vida me compraré un rasca y gana.

También hablamos de drogas y alcohol. El chico de atrás lleva un rato callado; sin embargo, cuando discutimos sobre las drogas dice:

—Pero si eres drogodependiente, a veces es más peligroso conducir cuando te está dando el bajón.

—Mmm —dice Mats.

—Yo he conducido borracho y también he conducido drogado, y lo hice mucho mejor cuando estaba drogado. Se lo dije al juez: te digo que estoy seguro al ciento por ciento de que me la habría pegado si no hubiese ido colocado.

—¿Te aceptó el argumento?

—No.

Mats nos habla de un conductor ebrio que se saltó un semáforo en rojo, un viernes sobre las tres de la tarde, justo cuando los niños habían terminado la escuela y estaban yendo a casa, y lo usa para ilustrar que es una estupidez ir borracho al volante y también para decirnos que como motociclista (y también si eres un niño que acaba de salir de la escuela) no puedes confiar del todo en que la gente se vaya a detener en un semáforo en rojo.

El chico de atrás vuelve a participar.

—Yo me he saltado semáforos en rojo —dice. A estas alturas ya nadie se sorprende—. Me perseguía la poli, así que le di gas a tope.

—¿Y te caíste?

—No sufrí ningún daño, la verdad.

—Qué bien.

—Pero me cayó otra cosa.

—Ah, ¿sí?

—Cinco años.

Cuando el curso termina, los demás se quedan a tomar café y bollos secos. Yo busco con la mirada a Lukas, pero supongo que se ha ido a casa. Vuelvo a encender el teléfono. No me ha escrito.

Supongo que esto ya se ha acabado, seguro que sí, pero no quiero aceptarlo. Quiero dar marcha atrás al reloj o sólo entender cómo he terminado aquí, cómo hemos pasado de ser amigos a ser desconocidos, o mejor de desconocidos a íntimos. A posteriori, los dos cambios se me antojan demasiado rápidos.

Mientras los demás hablan de motos y de si van a comprar un manos libres para el casco o no —«¿Acaso una de las ventajas de llevar a la parienta de paquete es que así no tienes que escucharla?»—, yo cojo mi chaqueta y salgo a la calle incluso antes de ponérmela. Estoy luchando con una voz nueva y preocupante en mi cabeza.

¿Y si Lukas tuviera razón?