40
PIA no trabajó ni el jueves ni el viernes, así que aún no he tenido que decirle que tenía razón. Es mi único consuelo.
El sábado voy a ver a mi madre, empujada por una especie de necesidad de hablar con ella: sobre su amante, sobre la decisión de dejarlo con él, sobre cómo se sintió al hacerlo.
Toda mi vida he usado a mi madre como una especie de GPS invertido. Si ella decía gira a la izquierda, yo giraba a la derecha. Ella reaccionaba más o menos igual que un GPS de verdad y repetía la misma orden veinte veces. Y ahora estoy aquí, para pedirle consejo, consuelo o sólo para reconocerme en ella. Todas las alternativas son igual de rebuscadas.
No importa. Mi madre está tan confundida que me invita a café, aunque le sale demasiado flojo. Eso me preocupa mucho más de lo que me gusta reconocer. La radio local suena de fondo y la voz entusiasta del presentador Nisse Karlsson lo tiñe todo de una normalidad retorcida, a pesar de que mi madre esté tomando café con color de té sin quejarse. Como siempre, y aun así totalmente distinto.
En mi cabeza repaso otra vez la misma acta de acusación con la que me he estado machacando desde la conversación con Lukas. Si hubiese sido una acusación real, habría sido algo así:
«Auto de procesamiento contra Anette Grankvist. El fiscal hace responsable a Anette Grankvist por estupidez emocional, según el artículo 3, capítulo 5 del Código Penal. Prueba número uno: Emma se marchó de casa y de pronto Anette necesitaba una vida. Unas semanas más tarde había empezado unas prácticas de moto, y sin que el instructor hubiese dicho más que hola, qué tal y ve más despacio, ella había decidido ligar con él. Aquí recibió el apoyo de Pia y Nesrin, las cuales, no obstante, no están acusadas de haber participado en ningún acto criminal. Prueba número dos: se interesó por él mucho antes de conocerlo. Prueba número tres: sus amigas están convencidas de que lo único que busca es acostarse con él. Si hay alguien que conoce a la acusada, son ellas. Anette Grankvist afirma en el interrogatorio que no estaba de acuerdo con ellas, y aun así se pensaba que tenían algo más que una mera atracción física y sexo maravilloso, cosa que las amigas no podían saber puesto que no habían estado presentes cuando ellos se habían visto, ni habían escuchado las conversaciones que habían tenido. En caso contrario, según Anette, las amigas habrían pensado de manera distinta. Ante esta defensa, el fiscal quiere presentar la prueba número cuatro: incluso Lukas piensa que ella se ha inventado todos estos sentimientos pasajeros sólo para poder sentir algo. El fiscal apunta que si hay alguien que debería saberlo, es Lukas. Él ha estado presente en todas las ocasiones que se han visto y no cabe duda de que está mucho más cualificado que la acusada en lo que a sentimientos y relaciones se refiere».
Me levanto de la mesa y me acerco a la ventana, como si intentara distanciarme físicamente de mis propios pensamientos. En los árboles de fuera hay color, y vida, y movimiento. Mi madre no se da cuenta de nada.
No sé por qué las acusaciones me molestan tanto. Aunque sea verdad, tampoco es el fin del mundo. He podido sentir algo. Ha sido bonito mientras ha durado. Ahora puedo concentrarme en Emma otra vez, como debe ser. Y en mi madre y en el trabajo.
Pero me da pena. ¿De verdad soy tan…, tan qué? ¿Fría? ¿Egoísta? ¿Tan centrada en lo que yo necesito que no puedo concentrarme en nadie más, ni siquiera cuando creo estar enamorada de él? Por lo menos no lo suficiente como para engañar a ninguna de mis amigas ni al hombre con el que he estado saliendo. Lo cierto es que la única persona a la que parece que he podido engañar es a mí misma, una idea que no me anima en absoluto. Todo el mundo sabe que el desconocimiento no es ninguna defensa.
Me vuelvo hacia mi madre.
—¿Tú me querías? —le pregunto.
—¿A ti?
—Anette. Tu hija.
—Tengo una hija que se llama Anette —dice mi madre.
—No me digas —murmuro.
—Era tan buena y bonita cuando era pequeña…
Supongo que es una respuesta.
Nesrin me llama justo cuando llego a casa. Sólo me ha dado tiempo de quitarme los zapatos y la chaqueta, y de poner la cafetera en marcha cuando el móvil empieza a sonar. En cuanto compruebo que no es Lukas me planteo no cogerlo. Pero al final respondo, evidentemente.
—¿Has hablado con Pia últimamente?
—No desde el miércoles. —Ninguna de las dos dice nada sobre la pelea de aquella tarde.
—No ha venido a trabajar —dice Nesrin.
—Pensaba que libraba porque trabaja el fin de semana.
—Hoy no ha ido. Le he preguntado al Pequeño Roger. Pia ha cogido unos días de vacaciones. Vuelve el lunes.
Es un poco raro, pero sin llegar a ser algo imposible. Supongo que necesitaba descansar un poco. Supongo que tenía algo que hacer, probablemente con los chavales. Si hubiera sucedido antes del miércoles, a lo mejor me habría sorprendido de que no me lo hubiese contado, pero a menudo Pia reacciona así a las emociones, poniendo distancia. Casi siempre se le pasa al cabo de unos días. No es un mal principio, a decir verdad. Esperar a que pase, igual que un resfriado.
—Bueno —digo cuando Nesrin no muestra ninguna intención de colgar.
—La he llamado —dice—. Le he dejado varios mensajes, pero no me ha dicho nada.
Me sorprende más que Nesrin haya llamado a Pia que el hecho de que Pia no le haya devuelto las llamadas.
—¿Por qué la has llamado? —pregunto. Sujeto el teléfono entre la mejilla y el hombro y me estiro para coger la taza de café. Tengo que quitarme el recuerdo del café aguado de mi madre.
—Pensaba quedar con ella para tomar una cerveza y cotillear sobre ti.
Me quedo de piedra, con la taza de café aún en la mano.
—¿Le has dicho eso en el buzón de voz?
—¡Sí! ¿Entiendes ahora por qué estoy preocupada?
Claro que lo entiendo. Por mucho que Pia se hubiera pedido días libres para ayudar a los chavales en algo, no cabe ninguna duda de que no habría rechazado la tentación de tomar unas cervezas y cotillear. Más aún tratándose de mí. Definitivamente, tratándose de mí y de Lukas, teniendo en cuenta la intensidad con la que parece vivir este tema. No perdería ninguna oportunidad de poder soltar más discursitos cínicos de los suyos. Pero, por otra parte, también parecía tan cansada de este tema de conversación que a lo mejor incluso podría ignorar la tentación de tomar una cerveza y rajar un rato.
—¿Sabes si está en casa? —pregunto—. A lo mejor se ha ido de viaje y no le ha dado tiempo de escuchar los mensajes.
Es una forma diplomática de decir: si se ha ido fuera, de todos modos no habría podido quedar para echar un trago y a lo mejor no se habría molestado siquiera en contestar.
«Pero ¿por qué se iba a ir fuera sin decirme nada?», pienso. Incluso después de lo del miércoles. Y, aun así, ya lo hubiera sabido antes de ese día y me habría dicho algo.
—No lo sé —dice Nesrin.
—Pues sólo podemos hacer una cosa —digo, y remuevo el café—. Tendremos que ir a su casa. Quedamos delante de su portal dentro de un cuarto de hora.
Nesrin ha llegado antes que yo. Está dando saltitos para mantener el calor bajo el gélido viento, a pesar de ir envuelta en una bufanda gigante a juego con unos guantes de punto.
—Hay luz en la cocina —dice—. Y me parece haberla visto moverse ahí dentro, pero no abre. He llamado a la puerta. Y al timbre.
Con paso firme me acerco a la puerta y la golpeo un par de veces más, por si acaso.
—¡Abre, maldita sea! —grito, como la amiga considerada que soy—. Estamos preocupadas por ti. ¡Pienso quedarme aquí hasta que abras!
Nesrin me mira asustada y luego mira a nuestro alrededor. Yo estoy bastante segura de haber visto un movimiento detrás de la cortina de la cocina. También estoy bastante segura de haber visto un movimiento detrás de la cortina del vecino.
—O hasta que los vecinos llamen a la policía —añado—. Lo que venga primero.
La policía. Eso me da una nueva idea. Espero cinco minutos más, hasta que estoy segura de que no piensa abrir.
—Espera aquí —le digo a Nesrin, y luego voy a la parte de atrás de la casa.
Tanteo la puerta trasera. Cerrada.
No me desanima. Sé que la ventana del dormitorio está en la otra fachada y que siempre duerme con ella abierta. Verano, otoño, tormenta de nieve…, siempre está abierta.
En efecto. El viento incluso la ha abierto de par en par. No tendré ningún problema para meterme.
Más allá de que la ventana está a un metro y medio por encima del suelo y que no tengo fuerza. Pero no dejo que un pormenor así me detenga. Me caigo dos veces, pero la caída es relativamente suave sobre el matorral que hay justo debajo, hasta que al final logro pasar una pierna por el marco y meterme del todo.
—¡Pia! —grito, y caigo derrumbada en el suelo. Tiro también la jarra de agua de la mesita de noche, pero como es de plástico tengo la suerte de que no se rompe.
Lo único que ocurre es que estoy a cuatro patas en medio de un charco de agua cuando Pia abre la puerta del dormitorio.
—¡Ja! —digo—. Sabía que estabas en casa.
—Mira que eres testaruda —dice. Pero percibo una leve arruga en las comisuras de su boca. Me levanto y luego la miro con detenimiento.
Tiene una pinta espantosa. Su cara está pálida y demacrada, tiene bolsas grandes y oscuras debajo de los ojos y se le ve una raíz de dos centímetros de pelo oscuro antes de que empiece el rubio decolorado.
—Estás mojada —me dice.
—No deberías poner una jarra de agua ahí —digo—. Alguien podría volcarla.
—Nadie se había molestado nunca en asaltar mi casa por la ventana del dormitorio.
—Eso es porque la puerta casi siempre está abierta. ¿Me invitas a café y me prestas unos pantalones secos?
Pia se ríe. Una risa auténtica y afónica. Parece sorprendida por el sonido.
—Creo que necesitamos alcohol —propone.
—Será mejor que dejemos entrar a Nesrin —digo—. Hace viento.
Pia espera hasta que estemos las tres sentadas a la mesa de la cocina. Entonces dice:
—Tengo cáncer.
En ese momento estamos fumando. Yo me quedo mirando mi cigarrillo.
—No te preocupes, es el pecho.
Nesrin pone los ojos como platos y me mira aterrada.
No sé qué decir. Así que remuevo el vino en la copa.
—¿Cuánto hace que lo sabes? —pregunto al final.
—Un par de semanas.
—¿Por qué no has dicho nada?
Sin duda, pregunta errónea. Pia se queda de piedra otra vez.
—Es asunto mío —dice—. Además, tú sólo me habrías dicho que fumara menos.
La injusticia de todo esto me hace decir, más acalorada que comprensiva:
—¡Jamás te habría dicho eso! ¡Te habría dicho que te emborracharas!
Ella se ríe.
—Bueno, con ese consejo me las he apañado solita. —Luego añade—: Simplemente, no quería hablar de ello. No sé… Se lo conté a una vecina y fue un error porque de repente es de lo único de lo que me habla. ¿Cómo va el tratamiento? ¿Cómo te encuentras? ¿Qué ha dicho el médico? Y cuando no preguntaba, seguía pensando en ello. Podía verlo en sus ojos. Cada vez que me miraba, lo único que le pasaba por la cabeza era: cáncer, cáncer, cáncer.
—Fuck cancer —dice Nesrin. Pia sonríe levemente.
—Debería haberte llevado a la peluquería —me lamento medio en broma—. Tienes un aspecto horrible. —Pia parece preferir la humillación antes que la compasión, así que apuesto por ello.
—Cuánta razón tienes —dice.
Parece aliviada, ahora que ya lo ha contado, y nos sirve más vino. Hago un esfuerzo para no preguntarle por el tratamiento, ni cómo se encuentra, ni qué le ha dicho el médico.
—Quieres preguntarme cómo estoy, ¿verdad?
—En absoluto —miento—. Sólo intento dejar de mirarte los pechos.
Nesrin se atraganta con el vino.
—Por lo menos siguen en su sitio. De momento —añade Pia en un tono sombrío.
—Quiero saber qué han dicho los médicos —dice Nesrin, y cuando la fulmino con la mirada ella extiende los brazos—. ¿Qué pasa? ¿Sólo porque tenga cáncer tiene derecho a comportarse de cualquier manera? ¿Eso es lo que quieres decir? Porque yo me voy a preocupar si no sé la gravedad del caso. Sólo porque ella quiera comportarse como una prima donna.
Miro de reojo a Pia, pero ésta se limita a soltar una risotada y a negar con la cabeza.
—No lo saben, pero el pronóstico es bueno. Lo han descubierto muy temprano.
Asiento con la cabeza.
—Dios, cáncer de mama —dice Pia, y se centra automáticamente en lo relevante—. Si tengo que compartir en Facebook mensajes de estado tan patéticos como el color de mi ropa interior, me pegaré un tiro antes de que empiece el tratamiento. Nunca me parecieron especialmente divertidos, pero tampoco tenía nada en contra. Hasta que vi uno ayer y me entraron ganas de tirar algo.
—¿Qué lanzaste? —pregunto.
—Nada. Conseguí controlarme.
—Dios mío —dice Nesrin.
—Estás enferma —digo yo, y Pia me da un golpe en el hombro.
—¿A quién más se lo has contado? —digo, aprovechando que está de mejor humor.
—¿Más? —exclama Pia—. ¿Después del chasco con la vecina? ¿De qué serviría?
—Menos a los chicos, claro.
Ella aparta la mirada.
—Pia —digo—. Se lo has contado, ¿no?