19

COMPARADO con mi urgente autocompasión, un tobillo torcido es el menor de mis problemas.

Al día siguiente estoy de vuelta en el trabajo. Aún no puedo apoyar el pie en el suelo, pero me plantan en la caja y listos, y allí estoy, maldiciendo a Fredrik, Karlskrona, Kalmar y a cada uno de los millones de años de evolución que han contribuido a que los hijos se hagan mayores.

De alguna manera, algunos de los clientes saben que me he torcido el pie.

—Yo siempre he dicho que las motos son peligrosas —dice una bruja con la mejor intención—. A los motoristas los suelo llamar donantes de órganos.

—Es un tobillo torcido —digo—. No me quitarán los pulmones de fumadora por eso.

La clienta parece herida. Sólo porque alguien te llame donante de órganos no hay motivo para cortarse con el tono. Frunce los labios, niega con la cabeza y me deja sola con mi amargura.

Tendré que dejar las prácticas por un tiempo, pero eso no es lo peor. Lo peor es que ni siquiera sé si tengo alguna objeción. Pienso en el circuito de maniobras, y en lo tensa que me puse, y cómo fallé en cada punto sin ni siquiera disfrutar de ello, y después pienso que quizá es mejor así.

Suelto un sonoro suspiro y recibo una mirada de sorpresa de la clienta que acaba de aparecer. Así que me obligo a sonreír y a decir: «¿Está bien así?» y «buen fin de semana», y después vuelvo a relajar los músculos de la cara en cuanto la mujer ha recogido sus cosas.

¿Y si sólo me he inventado que es divertido ir en moto? A lo mejor he confundido nervios con chute de adrenalina, y cobardía con felicidad.

Pero no, me digo. Tengo el recuerdo de ir en moto por carreteras por las que he ido en autobús, con bloques de pisos a mi alrededor, personas atrapadas en coches y el final del verano tan próximo que podía sentirlo en el cuerpo mientras conducíamos.

«Dios mío, ¿y si soy una de esas personas que prefieren que las lleven

Hoy trabajo hasta las ocho, y ahora ya son más de las seis. Salgo por la puerta principal y me enciendo un cigarro. En realidad, aquí no nos dejan fumar. Causa mal efecto tener a los empleados justo en la entrada. Pero no pienso brincar hasta el muelle de carga.

Así que me apoyo en una oferta de costilla de cerdo y doy una calada.

¿Y si me saco el carnet, me compro la moto y después nunca la quiero llevar? ¿Voy posponiendo el sacarla del garaje hasta que es agosto y «ya no merece la pena» porque dentro de nada es otoño?

Más o menos como con la limpieza del balcón.

—Hola.

Lukas ha aparecido a mi lado. Me enderezo demasiado rápido y sin querer apoyo el pie en el suelo.

—¿Qué tal estás? —pregunta al mismo tiempo que yo suelto un «Auuu» y me agarro a su brazo.

—Todo bien —jadeo mientras se me empañan los ojos.

Es la primera vez que veo a Lukas en ropa de calle. Lleva vaqueros, camiseta negra y cazadora tejana. Se le ve guapo y relajado, pero echo de menos la chaqueta de moto. Yo llevo el uniforme de Extra-Alimentación.

«Echaré de menos ir a la autoescuela», pienso, y hasta ahora no me doy cuenta de cuánto ha significado tener un ambiente que esté tan desconectado de mi día a día. Hasta que Lukas se vio obligado a acompañarme a la residencia de mi madre, claro.

—Gracias por lo de ayer —digo ruborizada—. Por llevarme, y por la merienda, y todo.

—¿Cómo está tu madre? —pregunta Lukas.

—Bien, bien. Hoy no se ha fugado. Que yo sepa —añado para ser más objetiva.

—Es muy simpática —dice.

—Es la demencia senil.

Lukas sonríe, inseguro. Cosas que sabe de mí: no sé llevar una moto, trabajo en Extra-Alimentación y tengo una madre senil y propensa a fugarse.

—¿Puedes entender que una hija prefiera pasar un fin de semana con un tontaina antes que con la mujer que la ha parido?

Lo digo antes de que me dé tiempo de evitarlo. Por lo visto, mi autocompasión ha erradicado toda forma de autocontrol.

—¿Hipotéticamente hablando? —dice Lukas.

—Fredrik —digo mordaz—. ¡Tontaina!

—¿Cuántos años tiene tu hija?

—Diecinueve. Suficientes para hacer las cosas mejor.

Él sonríe.

—A esa edad, suena bastante normal preferir un tontaina antes que a una madre.

—Exacto. Y yo no he educado a mi hija para ser normal. Eso no lo ha sacado de mí, te lo puedo asegurar.

Él dice algo muy bajito. Puede haber sido: «Te creo».

Ahora mira desesperado a un lado y a otro.

—No estoy loca —me siento empujada a decir—. O no más que cualquiera, vaya.

Nunca es buena señal tener que asegurarle a la gente que no estás loca.

—Qué… bien —dice Lukas al final.

—Sólo estoy un poco lastimosa. Después del circuito de maniobras y todo eso.

Él me mira con atención.

—¿El circuito de maniobras? ¿Porque te hiciste daño?

—No, no. Por Dios. No es más que una torcedura. Ahora me toca ir por ahí dando saltitos de lo más ridículos, pero en el trabajo me ponen en la caja y luego me dejan ahí sentada.

—Entonces, ¿qué es lo que te atosiga del circuito de maniobras?

«¿Y si no me gustan las motos?»

—¡Fallé en todos los ejercicios! ¡No sé ir al ralentí! Sí, vale, eso lo habría aceptado de todos modos, pero no puedo ni hacer una pista de conos ni un aeródromo si no es lo bastante grande como para que pueda hacer un cambio de sentido.

Él vuelve a sonreír, ahora más relajado, e incluso se apoya en la pared a mi lado.

—Eso irá mejorando poco a poco —dice.

Me enciendo otro cigarro. En verdad mi pausa ha terminado, pero no consigo volver. Y por la mañana no he hecho ningún descanso. Una vez sentada en mi puesto de la caja ya no valía la pena moverse.

—¿Sabes qué? —le digo—. Leí en el libro de teórica que la mayor parte de los trayectos en coche se hacen a menos de cinco kilómetros por hora. ¿No te parece raro?

—¿Malo para el medio ambiente, quieres decir? ¿Que la gente coge el coche para hacer la compra al lado de casa?

—¿Eh? No. Pero ¿por qué a sólo cinco kilómetros por hora? Si tienes carnet y coche o moto, ¿por qué ir a la tienda más cercana? ¿Por qué no compras la leche, o lo que sea, en Västerås?

—¿La leche de allí es más buena?

Me río.

—Vale, que le den a la leche. Pero ¿por qué no te vas por ahí, simplemente?

—¿Dónde te gustaría ir?

—Eso es lo de menos. Basta con salir en alguna dirección y ver dónde acabas.

Parece estar a punto de decir algo cuando de pronto una chica se planta a su lado. Ella le pone la mano en el hombro en señal de propiedad. Por lo que veo, Lukas ha estado hablando conmigo para matar la espera. Miro la hora de reojo y decido que ya va siendo hora de brincar de vuelta a mi puesto.

—Mmm, ésta es Anette. Es una alumna de la autoescuela. Y ella es Sofia, una buena amiga.

—¿Vamos a comprar? —pregunta la «buena amiga» después de saludarme con un leve movimiento de cabeza.

Lukas parece estar dudando.

—¿Tú también entras? —pregunta al final.

Justo lo que estaba deseando. Tener que caminar a saltitos al lado de Lukas y de una chica con vaqueros ajustados mientras yo llevo los pantalones anchos de Extra-Alimentación y la camiseta amarilla del uniforme.

Pero, a estas alturas, no tengo más remedio que volver a la caja, así que me trago el orgullo y trato de brincar con toda la dignidad que puedo.

Él me sujeta la puerta y parece querer decir algo más, pero la chica se muestra claramente impaciente, y yo también he tenido suficiente por hoy.

—Nos vemos —digo con decisión.

—Avisa si necesitas ayuda con algo —dice él—. Con la compra, o así.

—Lukas, ella trabaja en Extra-Alimentación —dice la buena amiga, y me mira de arriba abajo.

—Me refiero para cargar las bolsas o llevarte en coche o algo.

Pienso en mi nevera deprimentemente llena.

—Créeme —digo—. Justo para la compra no necesito ayuda.

A pesar de todo, cuando estoy de vuelta a la caja no puedo dejar de espiarlo, y cuando al fin llegan a mi cola observo lo que compran.

Salmón, patatas y nata. Eso significa que por lo menos no viven juntos. En tal caso habrían comprado artículos del hogar e ingredientes que dieran para más de una cena. Pero no dudo ni por un segundo de que son más que buenos amigos.

La chica pone las cosas en la bolsa mientras Lukas paga, y después lo espera en la salida mientras él se demora.

—Entonces, ¿no tienes planes para el fin de semana? —me pregunta.

—No —respondo. Ya he empezado a pasar los productos del siguiente cliente por el escáner.

—¿Qué te parece hacer una excursión?

Eso por lo menos me hace levantar la mirada de la cinta.

—¿Una excursión? ¿Adónde?

—Nada, sólo comer en algún sitio. ¿Mañana? Te puedo recoger sobre las diez.

—Me parece fantástico —le digo con total sinceridad.

En cuanto está lo bastante lejos como para no poder oírme pulso el botón de la megafonía:

—Pia a caja dos. Pia a caja dos, gracias.

Las dos personas que hay en la cola miran confundidas hacia atrás, como si esperaran encontrarse una horda de clientes que hubiera aparecido de repente.

—Enseguida habrá otra caja —digo con una sonrisa, y empiezo a marcar la compra del primero. Un Red Bull y una bolsa de ganchitos.

El otro cliente ha comprado hamburguesas y pan para hamburguesas. Eso es todo.

—¿Tienes todo lo que necesitas? —pregunto—. ¿Salsa? ¿Chicles? ¿Un mechero?

—Está bien así, gracias —dice el cliente. Así que, lamentablemente, no me queda otra que cobrarle.

Por alguna razón, el Pequeño Roger ha escuchado la petición de una segunda caja y se encuentra delante de una cola inexistente. Pia le sigue dos pasos por detrás.

—No hace falta ninguna caja extra —dice el Pequeño Roger suspicaz.

—Han… cambiado de idea —digo—. Eran varios. Con los carros llenos. Me ha parecido que sería mejor avisar, por si acaso. La gente se vuelve tan llorona cuando les toca esperar un viernes por la tarde…

Pia busca a los clientes fantasma.

—¿Dónde? —pregunta.

Sinceramente. Cabía esperar que diez años de amistad le hubieran enseñado alguna que otra cosa.

—¡Espera! —digo—. No te vayas. Necesito algo de la sala de personal. —Al Pequeño Roger le digo—: El pie. No puedo ir cojeando yo sola hasta allí.

—¿Qué necesitas? —me pregunta.

—Mi… botella de agua.

—La tienes ahí.

Está medio llena. Pero no vacilo. Desenrosco el tapón y me la acabo de un solo trago. Tardo casi un minuto, y luego tengo que secarme el agua que me ha caído por la barbilla.

—Tengo sed —digo, y por fin el Pequeño Roger se rinde, supongo que por miedo a que le pida a él que me la llene.

—¿Qué estás haciendo? —pregunta Pia.

—¡Tengo que hablar contigo!

—Sí, y has sido de lo más discreta.

—¡Lukas me ha invitado a comer!

—¿Lukas?

—¡Mi instructor!

—¿Por qué?

Muy buena pregunta.

—Creo que a lo mejor le doy lástima —reconozco.

—Lo que está claro es que no está ligando contigo —dice Pia—. O eso espero, vaya.

—¿Por?

—Si está ligando contigo es muy mala señal que te haya propuesto ir a comer juntos. Es un indicio de que piensa que no hace falta ni alcohol para acostarse contigo.

—Sí… que haría falta —digo vagamente—. Pero ¿y si quiere acostarse conmigo? ¿Y qué me voy a poner?

—Bueno, por lo menos es una ocasión estupenda para que practiques un poco cómo ligar. Pero córtate mucho de hablar del sistema de tráfico.