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ES imposible estar sentada en un coche en una postura favorecedora. No te das cuenta de ello hasta que ya estás un poco reclinada y tratas de esconder la barriga tras un cinturón que pasa justo por debajo de las lorzas.

Obviamente, esto no les pasa a los que están conduciendo. Ellos quedan guapos y molones mientras tienen una mano en el volante y la otra relajada sobre la palanca de cambios, al mismo tiempo que salen de una estrecha plaza de aparcamiento como si no hubieran hecho nada más en la vida.

Se me hace raro estar en un coche con Lukas. Incluso después de la fuga de mi madre me cuesta imaginármelo fuera de la autoescuela. Intento situarlo mentalmente en situaciones cotidianas. Llegar cansado a casa después del trabajo. Quejarse de un lunes penoso. Ver una peli en lugar de fregar los platos. Pensar en qué hacer para cenar.

Preguntarle a Sofia qué quiere comer.

Por milésima vez me pregunto qué está haciendo él aquí, por qué sacrifica su sábado libre para alegrarme la vida a mí.

Son poco más de las diez, así que en la calle sobre todo hay gente madrugadora y dinámica. Una pareja de jubilados con bastón pasea por el camino peatonal que está a nuestro lado. En el siguiente paso de peatones nos detenemos para que pase una madre con un cochecito y dos niños, embutidos en sus abrigos de otoño y con bufandas, y mucho más enérgicos que la madre. Los aparcamientos de la plaza Stora Torget están vacíos, nadie se ha puesto aún en marcha.

Menos yo, que sí lo estoy.

Paramos en un semáforo justo delante de Persianas y Toldos Skogahammar. Su rótulo tiene letras de neón de color verde y en los escaparates se detallan los servicios que ofrecen: toldos, persianas, plisados, cortinas de lamas, cortinas enrollables y una oferta de ¡visita a domicilio gratuita! El local está a oscuras, ni siquiera abren unas horas el sábado. Si quieres cortinas nuevas tienes que esperar hasta el lunes.

Aunque tampoco parece que nadie vaya allí a comprar entonces. Pia y yo llevamos tiempo pensando que el sitio es una tapadera para blanquear dinero de algún tipo de crimen organizado. Nunca entra ni sale nadie de esa tienda, y me cuesta creer que la ciudad tenga tanta necesidad de cortinas plisadas y de lamas como para mantener activa una tienda entera.

—¿Tú crees que Persianas y Toldos es en verdad una tapadera para blanquear dinero? —digo sólo para romper el silencio. Ni siquiera el motor nos distrae: el coche es nuevo y silencioso.

Vamos a pasar varias horas juntos y hasta este momento todas nuestras conversaciones han ido más o menos así: gira a la izquierda. Izquierda. Eso es la derecha. O: ve más despacio. Enciende el motor otra vez.

Excepto ayer, que la cháchara se me fue de las manos.

—¿De la mafia de Skogahammar? —dice Lukas.

Lo más parecido a la mafia que tenemos en Skogahammar son un padre y un hijo que venden destilado casero en una especie de empresa familiar.

—Si no pagas, te armaremos un buen lío en las cortinas —digo—. No volverás a correrlas.

Salimos de Skogahammar y seguimos las indicaciones en dirección a la E-18. Es la única pista que me da de hacia dónde nos dirigimos. Cuando pasamos por delante del pequeño centro comercial, los aparcamientos de ÖB, Netto y Pekås están prácticamente desiertos.

¿Y por qué no? ¿Por qué alguien con coche elegiría detenerse cuando puede continuar hasta donde le apetezca?

—Debe de ser duro lo de tu madre —dice Lukas.

—Me las apaño. —Emma, que al final no viene a casa, es una catástrofe. Mi madre, que se fuga, es más bien poco práctico.

—¿Estabais muy unidas antes de…?

—¿Antes de que se volviera majara? —Me corrijo—: Más majara.

Lukas me mira sorprendido, visiblemente a la espera de que yo continúe. Pero no quiero hablar de mi madre. Quiero hablar de cuántos cientos de kilómetros de carretera puede haber en todo el país y cuánto tiempo se tardaría en dar la vuelta a Suecia. Al otro lado de la ventanilla los flacos abedules están amarillos, los brotes de los abetos siguen verdes y las parcelas deforestadas brillan con la penetrante luz de la mañana.

—Nunca hemos estado especialmente unidas —digo al final—. Le gusto mucho más los días que apenas me reconoce. ¿Y tú? ¿Tú aguantas a tus padres?

—No del todo —responde—. Pero es más bien que ellos no me aguantan a mí. Mi padre nunca ha aceptado del todo nada de lo que he hecho. Y mi madre casi sólo…, bueno, ha estado con mi padre.

—Qué adorable —digo.

Lo miro de reojo. Lleva vaqueros, jersey gris marengo con cuello de pico y en el asiento de atrás tiene una cazadora de cuero para cuando tenga que bajarse del coche. Tiene un buen trabajo, es buen profesor y parece…, bueno, simpático.

—Pero a lo mejor hiciste cosas terribles de pequeño —le digo—. ¿Empezaste con las drogas a los diez? ¿Te negabas a limpiar tu cuarto?

—No. Nada de drogas, a decir verdad. Y soy de lo más pulcro. Limpio una vez al año, haga falta o no.

—¿Nunca pensaste en hacer algo realmente malo sólo para decepcionar de verdad a tu padre?

Él sonríe.

—Se me pasó por la cabeza. ¿Tú lo hiciste?

—Uy, yo nunca tuve que esforzarme por hacerlo.

Me acomodo en el asiento y miro el asfalto, que desaparece por debajo de nosotros. A pesar de ser sábado por la mañana hay un montón de coches, quizá para ir de compras o de excursión o a visitar a la familia.

La carretera se ondula suavemente, bordeada de campos de cultivo y algunos bosquejos; de vez en cuando interrumpida por desvíos y señales en dirección a pequeños núcleos. Lugares que vamos dejando atrás sin que hagamos ningún cambio en la velocidad: un cartel, una salida, y luego desaparecen. Historias, y familias, y deberes que quedan atrás en cuestión de segundos.

«Yo podría haber vivido en cualquiera de esos lugares», pienso. Todos esos agujeros que dejamos atrás sin prestarles ninguna atención. Y si alguien hubiese pasado por Skogahammar, habría pensado lo mismo de nosotros. Quizá habría visto el cartel, si estuviera buscando una señal, una gasolinera o un área de descanso. Pero habría sido igual de probable que sólo hubiesen pasado de largo sin tan siquiera darse cuenta de nuestra existencia. A lo mejor pensarían: «Faltan tres horas y ya estoy cansado», o estirarían el brazo para cambiar de emisora durante una pausa de publicidad, y antes de haber sintonizado la siguiente ya habrían dejado atrás a mi piso, y a mi madre, y a Extra-Alimentación: todas las pequeñas cosas insignificantes que a mí me han retenido en el mismo sitio a pesar de que pueda ver la carretera desde el balcón.

—¿Adónde vamos? —pregunto.

—Ya lo verás.

Sonrío.

—Una respuesta perfecta.

 

 

 

Dejamos atrás la E-18 poco antes de Örebro, y enseguida llegamos a un camino de gravilla que crepita bajo los neumáticos.

Aparcamos delante de una casita roja de madera. Estoy bastante segura de que es una cafetería para moteros. Ya he descubierto que a los moteros les encanta la gravilla. Sobra decir que a mí me resulta imposible entender por qué alguien prefiere eso antes que el asfalto regular y suave.

Rodeando toda la casa hay un gran porche de madera al que se puede acceder desde la cafetería. Hay macetas llenas de flores grandes y al lado de la puerta hay petunias en macetas caseras de hormigón. Les falta un poco de agua. La pintura descascarillada del porche y la mala hierba que asoma entre la gravilla le da un aire un poco decadente, pero a lo mejor sólo se debe a que la temporada de moteros se está acabando.

En la puerta hay un cartel plastificado que informa de que los moteros tienen un diez por ciento de descuento. Lo señalo encantada.

Lukas sonríe.

—¿Qué te parece?

—Genial —digo con total sinceridad, y él sonríe aún más.

Nos acercamos a la barra y esperamos pacientemente hasta que un hombre sale de un cuartito que hay detrás. Seguro que mide casi dos metros. Tengo que subir la cabeza para mirarlo a los ojos. Los brazos están un poco separados del resto del cuerpo debido a los músculos. Son más anchos que mis piernas.

Doy un paso atrás para poder hablar con él sin coger tortícolis. Tiene tatuajes en los brazos y en el cuello, y lleva un chaleco de cuero raído. Pelo largo, perilla y bigote.

Y ojos muy dulces, así que la impresión general acaba siendo la de un osito de peluche tatuado.

Por lo visto se llama Roffe, y mientras él y Lukas charlan un poco yo echo un vistazo. En las mesas hay manteles de cuadros rojos y blancos, pero un poco torcidos, como si los hubieran puesto al tuntún. Hay flores en todas las mesas, pero de plástico. La vitrina de cristal está medio vacía: fuentes con bolas de chocolate, bizcochitos de mazapán y bollos de canela secos, no mucho más. Detrás de la barra, la cafetera exprés está intacta. Y me da la sensación de que lleva así un tiempo. Hay una cafetera americana que puede llenar dos tazas al mismo tiempo, pero no hay café hecho.

No es que me importe. En la pared de una esquina de la sala hay un cartel: CRAZY GAZETTES 1 % MC-KLUBB. El sitio es perfecto.

—¡Un club de moteros! —digo con entusiasmo.

—Roffe es socio —dice Lukas con una sonrisa.

—¿Estáis en la Asociación Sueca de Motociclistas? —pregunto, y me siento bastante satisfecha de estar tan integrada.

—Más bien… no.

Y no sé mucho más, pero como ya es demasiado tarde para hacerme la interesante y la competente delante de Lukas, aprovecho la oportunidad para hacer todas las preguntas que se me ocurren.

—¿Se puede entrar en un club de moteros? ¿Qué actividades hacéis? Lo he buscado en Google pero no he encontrado demasiada información.

—¿Qué moto llevas? —Puede que me lo esté imaginando, pero me parece percibir un tono de desesperación en la voz de Roffe.

—Ninguna, por el momento —digo.

Lukas ha girado la cara para toser, pero ahora dice:

—Anette es alumna de la autoescuela.

—¿Estás… haciendo prácticas de moto? —dice Roffe.

—¡Sip! Bueno, no ahora, me hice daño en el pie, pero si no, sí.

A estas alturas Roffe parece luchar para no ponerse a reír, y Lukas ha sufrido otro ataque de tos.

Está bastante claro que ambos se están riendo de mí, lo cual no puede dejar de parecerme un poco grosero por su parte. Vale, puede que no sepa nada de motos, pero ¿acaso no debería una asociación ser el sitio adecuado para aprender? En especial ahora que, por el momento, no puedo hacer ninguna clase.

—Lukas —dice Roffe en voz baja—, ¿me has traído a una infiltrada?

Yo parpadeo.

—¿Infiltrada? —digo.

—Bueno, lo cierto es que necesitaríamos una cajera nueva —dice Roffe—. El que teníamos está en Brasil. Sus vacaciones se han alargado un poco más de lo previsto.

—¿Cuánto? —pregunto.

—Pues veinticinco años, la verdad.

Estoy bastante segura de que está bromeando.

 

 

 

«¿Cómo iba a saber que está metido en alguna banda de moteros?», pienso en cuanto nos sentamos a una de las mesas. Hemos pedido la comida, lasaña para los dos, puesto que es lo más comestible que tiene después de los bollos de canela. También hemos pedido un café, pero Roffe tiene que ir a buscarlo al almacén. No importa, no tenemos prisa.

Lukas pone bien el mantel y aparta la flor de plástico para que ya no la tengamos justo en medio. En el alféizar más cercano hay dos geranios secos.

—Bueno, dicen que son un club de un uno por ciento —empieza él.

—¿Uno por ciento de moto y noventa y nueve de scooter? ¿Uno por ciento de osito de peluche y noventa y nueve de matón?

—¿Osito de peluche? —dice Lukas, y pierde el hilo. Pero yo le quito importancia. Supongo que es un insulto a su intrépido y, probablemente, criminal amigo amante de la lasaña.

—¿Qué es un club de un uno por ciento? —pregunto.

—Viene de Estados Unidos. En los años cincuenta, cuando había problemas con las peleas entre distintos moteros. La Asociación Americana de Motociclismo dijo que el noventa y nueve por ciento de los motociclistas eran ciudadanos que respetaban la ley, y sólo un uno por ciento armaba bronca. Así que ahora se definen como uno por ciento. Los Ángeles del Infierno y Bandidos y Outlaws. Pero no todos son criminales. Más bien es para agruparse, para situarse al margen de la sociedad.

—Y para llevar un chaleco molón.

—Eso también.

—¿Cómo demonios se les ocurrió el nombre de Crazy Gazettes? Ángeles del Infierno, Bandidos, Outlaws. Sólo con el nombre ya se sabe que no es para mujeres de mediana edad. Pero ¿Crazy Gazettes? Suena a nombre de equipo fracasado de atletismo de una película de Disney.

Lukas se ríe.

—La primera facción de Ángeles del Infierno en Copenhague se llamaba Galloping Goose MC. Estaban también en Estados Unidos y en algún momento de los años cuarenta fueron bastante importantes. Así que hay nombres peores, supongo.

—Mmm —digo escéptica, pero sonrío al decirlo. Luego me reclino en la silla y me alegro de estar lejos de mi piso, de estar en una vieja cafetería de moteros y hablar de bandas criminales.

Lukas también sonríe, una sonrisa sincera y relajada que hace que le brillen los ojos. Por lo visto, hacer un intento de entrar en una banda de moteros era lo que necesitábamos para romper el hielo. Por primera vez entiendo lo que Nesrin dijo de la sonrisa de Lukas. Es cálida y personal y devastadora.

Tanto que casi me siento agradecida cuando oigo la campanilla del microondas de detrás de la barra y Roffe aparece con nuestras lasañas.

Roffe se queda un rato junto a la mesa. Le doy un bocado a la comida y descubro que está tibia. A juzgar por la cara de Lukas, la suya no está mucho más caliente, pero ninguno de los dos dice nada, a pesar de que Roffe sigue de pie a nuestro lado.

—¿Qué tal con Sandra? —pregunta Lukas.

Roffe me mira de reojo, como si dudara de decir algo delante de mí. Al final decide que soy legal y dice:

—Me ha dejado.

El silencio se hace eterno mientras los tres intentamos pensar en algo que decir.

—Vaya —digo yo. Suena estúpido incluso para mis oídos.

—¿Qué ha pasado? —pregunta Lukas.

Me pregunto si no debería disculparme e ir cojeando hasta el baño o ir a fumar un cigarro, pero no quiero que Lukas ni Roffe se piensen que tengo nada en contra de la conversación. Porque no lo tengo. Lo que pasa es que no sé qué decir sobre las relaciones, dadas las limitaciones de mi propia experiencia.

—Era ella la que quería comprar este sitio —dice—. Y luego un día, de repente, dice que lo odia.

Lukas asiente a modo de consuelo.

—Hemos estado juntos diez años —continúa Roffe—. Solíamos ir al Custom Bike Show juntos, y queríamos comprarnos este sitio y todo. Era ella la que quería montar una cafetería ecológica, y encontrarse a sí misma, y todo eso. Y luego, un lunes por la mañana como cualquier otro, cuando estamos preparando para abrir, tira la fregona al suelo, así sin más, y dice…

—¿Sí? —le anima Lukas.

—Dijo que odiaba este sitio. Que no aguantaba ni un segundo más.

—Vaya —digo yo, porque se me hace muy raro no decir nada. Roffe me mira como si hubiera olvidado que estaba ahí y se queda callado de golpe.

—¿Y tú qué dijiste? —le pregunta Lukas.

—¿Qué podía decirle? Dijo que no quería vender ni una bola de coco más. Y que había conocido a otro. Le pregunté si él llevaba moto. Ella dijo que no. Por lo visto tiene un Volvo. Familiar.

Roffe niega con la cabeza.

—La verdad es que no se entiende —digo yo.

—Después dijo que no aguantaba ver ni un solo mono de cuero más.

Toso de manera exagerada sobre la comida. Roffe nos mira perplejo.

—Yo pensaba que le gustaba mi mono de cuero.

Ni siquiera Lukas parece tener nada sensato que decir al respecto.

—No sé qué voy a hacer —continúa Roffe—. Supongo que tendré que llevar el negocio yo solo. A lo mejor lo acabo vendiendo, pero ahora mismo no puedo hacerlo —añade. Noto un punto de desesperación en su voz—: Desearía no tener tanto tiempo.

Me enderezo.

—¿Tiempo? —digo.

—Todas las tardes y los fines de semana. Intento mantenerme ocupado aquí dentro, pero no hay mucho que hacer, ahora que se ha acabado la temporada, y a veces me parece imposible soportar un fin de semana más.

—¡Lo sé! —digo casi gritando. Lukas me mira desconcertado—. Todas las horas interminables que se extienden ante tus ojos. Cuando pones una peli sólo para tener ruido de fondo sin que, en realidad, tengas ganas de concentrarte. El fin de semana pasado me vi las tres de Jungla de cristal sólo para tener algo que hacer.

—¡Es exactamente así! —dice Roffe. Incluso se sienta en la silla que hay libre.

—Y, aunque haya cosas que hacer, no es divertido hacerlas solo —prosigo yo.

—La mitad de las cosas del bar ni siquiera sé cómo se hacen —dice Roffe—. ¿Qué narices sé yo de flores? Era ella quien quería tenerlas por todas partes. Si no las riego, se mueren, y luego las riego, pero no es que se pongan mucho más contentas, las muy jodidas.

—Yo nunca he creído en las flores —digo.

Roffe asiente con la cabeza.

—¿A ti también te han dejado? —pregunta.

Estoy a punto de responderle, pero él se vuelve hacia Lukas antes de que me dé tiempo de decir nada.

—¿Qué tal con Sofia?

«La buena amiga», pienso. En boca de Roffe suena mucho más como una novia con la que lleve varios años. Dos parejas que se han juntado. Roffe y Sandra. Lukas y Sofia.

—Bien —dice Lukas. Y yo me vuelvo a quedar callada.

Cuando Roffe nos deja solos para ver si consigue hacer un poco de café nos quedamos en silencio, todo lo contrario de las bromas desenfadadas de hace un rato.

Me pregunto si estará pensando en Sofia. A lo mejor está pensando en un plan para cenar con ella, o en explicarle lo de Roffe y Sandra, o hablarle de su alumna de mediana edad que intentó meterse en una banda de moteros. La idea me molesta hasta niveles inimaginables.

Quizá sólo sea porque las relaciones me resultan tan incomprensibles. Me hacen sentir que estoy en una posición inferior. Trato de entender por qué una persona tan agradable como Lukas se juntaría con una persona tan desagradable como Sofia, y no logro entenderlo. Pero la lista de todo lo que no entiendo de las relaciones sería más larga que el libro ese de la broma de Facebook sobre cosas que los hombres no saben de las mujeres.

Lo cual vuelve un poco irónico que tenga una conversación de este tipo con Roffe, pero de lo que sí sé un rato es de tener demasiado tiempo libre. Cuando nos despedimos, tras tomar una taza de café demasiado suave, le doy mi número de móvil y le digo que me llame cuando quiera. También le sugiero esconder el teléfono en la despensa. Él asiente con la cabeza, y Lukas pone cara de no entender nada.

—Para evitar la tentación —digo escuetamente.

Y Roffe vuelve a decir:

—¡Es exactamente así!

 

 

 

Lukas me sujeta la puerta mientras bajo cojeando, pero lo hace sin darse cuenta. Va directo al coche, rápidamente, mientras yo voy brincando unos metros más atrás.

Una vez que estoy sentada en el coche me resulta evidente que la magia del día se ha esfumado, pero no sé por qué.

Es ridículo molestarme porque se haya mencionado a Sofia. Ya sabía que existía en alguna parte de Skogahammar y que compraba la cena con él. Yo no tengo nada que ver con el día a día de Lukas, no nos conocemos, hoy sólo es… una excepción.

Así se puede decir. Hoy no he podido predecir todo lo que iba a pasar ni cómo iban a ir exactamente las conversaciones, y he hablado con una persona de la que no lo sé ya todo, y ni siquiera he pensado en los comentarios que haría Pia ni en lo que Emma haría en este momento.

Ha servido para librarme de mí misma durante un tiempo, y pensar que para él no haya significado nada me molesta, como si mi vivencia no existiera si él no la comparte.

Lukas mete la llave de contacto, pero antes de arrancar se le escapa:

—Dios mío.

—¿Qué? —digo yo.

Se cubre los ojos con las manos.

—¿Estabas hablando del padre de Emma? —me pregunta.

—¿Eh?

—¿La propia experiencia de que te dejen? Dios mío, mi intención era animarte y de pronto te encuentras en medio de una especie de sesión de terapia con una persona a la que ni siquiera conoces.

—Estoy animada —digo con total sinceridad. Siempre y cuando Lukas no se ponga a pensar en Sofia.

Al ver que no arranca el coche digo:

—El padre de Emma no llegó a salir nunca en la foto —digo ruborizada—. Eso de hacer pasar el tiempo y esconder el teléfono… bueno, es ahora, desde que Emma se ha marchado de casa.

Lo miro de reojo para ver si piensa reírse de mi falta de vida amorosa y de corazones rotos, pero no lo hace.

—¿Tienes un momento para tomar un café de camino a casa? Yo invito —digo relajada, como si no significara nada y sólo fuera una vago pensamiento.

Ahora sí que sonríe.

—Definitivamente, te has ganado una buena taza de café —dice Lukas.

Nos incorporamos a la soleada E-18 y salimos en la primera gasolinera Statoil. Tengo que esforzarme para mantener mi sonrisa.

Lukas le pide dos cafés grandes a un chico con el pelo negro, de punta, una dilatación en la oreja y tres tatuajes en los brazos. Tengo la sensación de que tiene más debajo de la camisa clara de cuadros y de los pantalones grises. Lukas se niega a que pague yo.

Las máquinas de café están en un rincón, con una mesa alta y larga pegada a la ventana y con taburetes altos delante. Desde donde estamos nosotros podemos ver los surtidores de gasolina y las plazas de aparcamiento, y más lejos asoma un quiosco Sibylla de comida rápida y una especie de outlet de ropa para actividades al aire libre.

Le doy un trago al café, que está caliente, fuerte y bueno. Mantengo la mirada al frente, descansando sobre un tractor EPA en el surtidor número tres, y contemplo todo el proceso de repostaje como si fuera extremadamente interesante. Y entonces digo:

—¿Qué le parece a Sofia que pases el sábado paseándome de un lado a otro?

Lukas titubea.

—Ya, bueno, rompimos hace unas semanas.

Lo miro confusa, pero él también está observando el tractor EPA, así que no puedo verle bien el rostro.

—No quería sacar el tema, ya que a Roffe lo acaban de dejar —dice.

Asiento en silencio. Doy otro trago de café sólo para tener algo que hacer con las manos. Él se mueve justo en el mismo momento e intercambiamos una fugaz mirada antes de que ambos devolvamos la vista a los surtidores.

A ninguno de los dos se nos ocurre nada que decir, como si ambos estuviéramos incómodos después de haber hablado de relaciones. Como si hubiéramos cruzado una especie de límite, quizá, de lo que nuestro desenfadado sábado juntos pudiera soportar.

¿Por qué seguís cenando juntos si lo dejasteis hace unas semanas? ¿Has conocido a alguien? Quiero preguntarle, pero respeto la frontera invisible que parecemos haber marcado.

—Cuéntame qué hiciste para decepcionar a tu padre —digo por hablar de algo.

Casi ha terminado el día, lo presiento, pero me gustaría tener tiempo de sacar al menos otro buen tema de conversación. Será la última vez en varias semanas que hable con él, puede que incluso la última que hablemos de algo más personal que las normas de tráfico.

Por un momento creo que no piensa responder, pero al final dice:

—De joven quería ser mecánico de coches. No era para nada lo que mi padre tenía pensado para mí.

—¿Le gustaba más instructor de conducción?

—No del todo. ¿Tus padres tenían algún sueño pensado para ti?

—Mi madre opinaba que yo no debería soñar nada —digo.

—Tiene que haber sido duro.

Al otro lado de la ventana se ha detenido una Harley-Davidson para repostar. Sigo todo el proceso con detenimiento.

—¿Eh? Qué va. De todos modos, yo no le hacía caso. Pero con el tiempo he entendido que es un consejo bastante inteligente para una hija. Sin expectativas no hay decepciones. Vale, mi madre se decepcionaba igualmente. No sé cómo se lo montaba.

—¿Le diste a Emma el mismo consejo?

Me río.

—En absoluto.

—¿Qué consejos le diste?

—No te quedes embarazada. No te quedes embarazada. No te quedes embarazada. No bebas alcohol de garrafón. No te metas en un coche si lo conduce alguien que ha bebido.

—Buenos consejos —dice. Estoy segura de que lo han impresionado—. ¿Y tú los seguiste?

—Pues claro que no lo hice. Por eso sé que son importantes.

—Y si Emma te hubiera preguntado con qué debería soñar ella, ¿qué le habrías dicho?

Sonrío a regañadientes.

—Lo cierto es que me lo preguntó cuando tenía que elegir instituto.

—¿Qué le dijiste?

—Que se comiera el mundo, obviamente. Todas las chicas deberían soñar con eso.

Alargo el café todo lo que puedo, hasta me llevo el vaso a la boca pero sin beber nada. Lukas está relajado y sonriendo en el taburete y no parece que tenga ninguna prisa por volver.

Pero sé que sólo es cuestión de tiempo, y ni siquiera logro sacar ningún tema nuevo de conversación.

Me imagino a Emma en una cabaña del bosque en las afueras de Kalmar, y el Día de Skogahammar, y mi inminente vida sin motos, y entonces me termino el café sin darme cuenta.

Lukas se levanta como si ésa fuera la señal que estaba esperando, y recoge nuestros vasos vacíos. Le sigo afuera mientras otro coche entra para repostar.

En el camino de vuelta la carretera es totalmente distinta. Me imagino que el resto de los coches que vamos adelantando también están volviendo a casa, llenos de personas que, probablemente, estén cansadas y satisfechas con la excursión que han hecho, a pesar de que en verdad podrían haber continuado por el mundo. Me pregunto cómo sería simplemente largarte a alguna parte, en cualquier momento, tan pronto te entrara el gusanillo.

Mis propias obligaciones me agobian cada vez más a medida que nos acercamos a Skogahammar.

Pero no importa. He conocido una cafetería de moteros, y he ido en coche, y he tomado café en una gasolinera Statoil. He sido libre un día entero. Es más de lo que he estado libre en varios años.

Eso tiene que significar algo.

Cuando aparcamos delante del portal descubro que mi bloque también parece distinto después de pasar un día entero lejos de él. Miro hacia arriba y descubro que la luz de la cocina está encendida. Me habré olvidado de apagarla al salir, pero es como si el piso viviera su vida sin mí. El motor del coche sigue en marcha y nos quedamos en silencio, como si de nuevo no supiéramos qué decirnos.

—Supongo que ese pie te mantendrá alejada de las motos unos días —dice Lukas.

—No quiero ni pensarlo —digo con voz grave.

A ninguno de los dos se nos ocurre nada más que decir.

—Pues, bueno —dice al final Lukas—. Ya nos veremos algún día. —Mientras trato de bajarme del coche añade—: Cuídate el pie.