23

EN mi opinión, la oscuridad es algo que va cayendo mientras estás en la Cocina Etílica, no algo que esperar que suceda para ir allí.

Se me hace raro y, de alguna forma, me molesta abandonar un piso cálido y tener que mojarme con la llovizna de la calle. En cuanto noto la humedad, y el resplandor de las farolas y del negro asfalto, el sofá se me antoja como el único sitio donde quiero estar. Desearía haber cogido una chaqueta más gruesa. Desearía tener una manta, y calcetines de lana, y una película insignificante donde las cosas explotan.

Oficialmente, me dirijo a la Cocina Etílica a las nueve de la noche de un sábado para ver si me encuentro a Charlie y le convenzo para que me ayude con el Día de Skogahammar. No lo he llamado. He pensado que él a lo mejor está por allí.

Es horrible cuando ni siquiera eres capaz de engañarte a ti misma. Años de efectiva autotraición, y aun así ahora sé perfectamente por qué estoy pasando por delante de un edificio municipal de camino a la Cocina Etílica.

Porque espero que Lukas esté ahí.

No le he contado a Pia que voy al bar, porque probablemente ella podría ver a través de mis excusas y saber que salgo un sábado por la noche sólo porque la Cocina Etílica es el único sitio que se me ocurre donde puede que me cruce con él.

Por pura casualidad.

A estas horas, la ciudad está a oscuras y prácticamente desierta. Los sitios de comida rápida y los restaurantes que aún tienen abierto están vacíos. Me siento como si hubiera pasado por alto alguna especie de alarma apocalíptica, y yo y el pobre chico de detrás del mostrador de El Kebab fuéramos los únicos que no hemos salido corriendo hacia los refugios antiaéreos. Nos saludamos con la cabeza a través del cristal, por encima de las mesas vacías en un local demasiado grande.

Skogahammar fue construida en una época en la que todo exigía la presencia de un coche, y nada ha cambiado desde entonces. Puede que haya algún que otro atajo nuevo, pero si sumas todas las plazas de aparcamiento de la ciudad seguro que salen más que el número total de habitantes.

Ha habido algunos intentos de hacer más acogedora la plaza mayor de Stora Torget —colocar adoquines siguiendo algún dibujo, bancos con detalles de hierro, un sitio donde poner el árbol de Navidad cada año—, pero la mitad de la plaza sigue siendo un aparcamiento vacío. Obviamente, también hay una plaza más pequeña llamada Lilla Torget, pero literalmente no es más que un aparcamiento detrás de Kupan.

Cuando llego me detengo y procuro armarme de valor para entrar.

«Es la Cocina Etílica de siempre», pienso, pero lo primero que oigo en cuanto abro la puerta es:

—¡Me cago en…!

—¿Qué coño haces?

No llevo ni medio minuto saliendo de noche y ya estoy en mitad de una pelea de borrachos.

Pero no. Los chicos se ríen y se golpean en la espalda. Sólo es sábado por la noche. Beben cerveza y chupitos, y compensan una barbita rala con demasiada loción para después del afeitado. Uno lleva una chaqueta militar, aunque dudo de que haya hecho la mili.

Paseo la mirada por el local: Lukas no está aquí.

Obviamente, no existe ningún motivo por el que él tendría que estar aquí. Hay un montón de sitios donde pasar el sábado. Aun así me desanimo.

No he llamado a Charlie porque no esperaba que me hiciera falta una excusa: que Lukas estaría aquí y que de alguna manera yo sería lo bastante valiente como para ir directa hacia él, sin cortarme, como si cada día viniera sola a este sitio.

Preferiblemente, sin dar la impresión de que realmente lo hago, por supuesto.

Pero por lo menos Charlie sí que está. Lo veo sentado a una mesa muy al fondo del local junto con dos roqueros. Incluso a esta distancia a Charlie se le ve con una actitud chulesca. Justo la que me gustaría tener a mí, pero yo ya estoy sudando e incómoda en mi falda gris a juego con la americana.

No me atrevo a acercarme a él, así que me planto en la barra, sola y mal situada al lado de dos hombres, y me pido una cerveza.

La Cocina Etílica no está ni medio llena, escasos clientes, poco más que un jueves por la tarde, y aun así todo me resulta peculiarmente desconocido. Ha aumentado el ruido sin que lo haya hecho la música, así que las voces de todos suenan más estridentes y forzadas, como si la gente intentara convencerse a sí misma y a los demás de que se lo están pasando bien, es fin de semana, todo es genial.

Charlie todavía no me ha visto, así que pienso en lo que le voy a decir.

A lo mejor podría pasar junto a su mesa como quien no quiere la cosa, y decirle algo como «¡Anda, mira quién está aquí!» (mirada fugaz a otra parte del local como si en realidad estuviera yendo hacia otro grupo y tuviera amigos). ¿Sentarme? Bueno…, un ratito sí puedo. Lo cierto es que quería hablarte de un asunto.

Cuando al fin me atrevo a acercarme, la cosa acaba siendo así:

—¡Anette! —No puedo decir si su tono refleja decepción, sorpresa o alegría.

—Ah, hola —digo yo. La mano sujetando el bolso. Me quedo de pie junto a la mesa, más o menos como Roffe en la cafetería de moteros.

Charlie aparta una silla y le da unas palmadas.

—Siéntate aquí, a mi lado.

Tomo asiento y ni siquiera me molesto en hacerme la simpática.

Los amigos se llaman Niklas y Johan. Llevan la misma camiseta negra con motivos atemporales: calavera, un par de cuchillos y una serpiente, el nombre de una banda que no me suena.

Aparte del nombre del grupo, los chicos tienen la misma pinta que tenía yo hace veinte años, uno incluso lo borda con un pelo fino y encrespado, que es demasiado largo para aguantarse en el peinado que ha pretendido hacerse.

—Muy chulas las camisetas —digo, y a los dos se les ilumina la cara. Sus ojos bonachones no pegan con las serpientes y las calaveras—. Yo también solía llevar de ésas.

Las sonrisas se borran. Me doy cuenta demasiado tarde de lo desacertado del comentario.

Mi ropa tampoco es que esté a la última. Llevo la única falda que tengo, y sobra decir que me la he puesto motivada por la pequeñísima posibilidad de que Lukas fuera a aparecer y quisiera mirarme las piernas. Pero es gris y de algodón, y me hace parecer una asistente de economista.

La americana gris tampoco debe de haber sido buena idea.

Estoy sentada de tal manera que puedo ver la puerta. Cada vez que se abre, de manera automática mi mirada se va hacia la puerta, y luego tengo que intentar apartarla de la forma más natural que puedo, como si no me importara en absoluto quiénes son los que entran.

—¿A quién estás buscando? —pregunta Charlie irritado.

Los remordimientos me hacen dar un respingo.

—¡Nadie! —digo—. Pero… ¿dónde está todo el mundo?

—Es muy temprano —dice Johan, y Niklas asiente en silencio.

Johan es alto y flaco, Niklas sólo flaco. También está de camino de quedarse calvo —¡qué destino más trágico para un heavy metal!—, así que se ha rapado y ha apostado por dejarse una buena barba.

—Son las nueve y media —protesto. He tenido que echarme una siesta para poder estar despierta a esa hora. Quizá sea mejor no mencionar ese detalle.

—Muy temprano —repite Charlie—. Se empieza con una preparty.

—Y después hay entreparty en casa de alguien —dice Niklas.

—Y después se viene aquí —dice Johan.

—Y después hay afterparty —dice Charlie.

—Suena agotador —digo yo—. Entonces…, ¿cuándo viene la gente?

Charlie se encoge de hombros.

—Sobre las once, supongo.

Así que en caso de que a Lukas se le antoje venir, tendría que aguantar despierta por lo menos una hora y media más. Eso también implica que debería poder relajar mi vigilancia intensiva de la puerta, pero no lo hago.

—Esto me recuerda un poco a un estudio zoológico —digo—. Y vosotros sois mis guías en la jungla.

—¿Cuánto hace que no sales? —pregunta Johan.

—Quince años —respondo, antes de podérmelo repensar.

Parpadean.

—¿Quin… quince años? —dice Niklas.

—Anette tiene críos.

—Pero, entonces…, entonces deberías salir —dice Johan. Dios bendiga su ingenua alma, como si la mitad de las madres no le dieran a escondidas a la botella para sobrellevar su existencia.

—Emma tiene diecinueve años. Ahora está viviendo en Karlskrona.

—Hola, Anette.

Oigo la voz de Lukas detrás de mí. De alguna forma ha logrado entrar y pasar junto a nuestra mesa sin que me dé cuenta.

Doy un respingo y enseguida tengo que coger la cerveza para que no se derrame. Luego me vuelvo, apoyándome en el respaldo de la silla, y trato de ordenar a los músculos de mi cara que esbocen una sonrisa relajada y de sorpresa.

Se me borra en cuanto nuestras miradas se cruzan. Su cálida sonrisa hace que le brillen los ojos y provoca cosas raras en mi respiración.

Trago saliva, consciente de golpe de todo lo que nos rodea: las cejas ligeramente arqueadas de Charlie, la desconcertante incompetencia social de Niklas y Johan, la mujer desconocida que está detrás de Lukas como una sombra inofensiva y que cuanto más miro a Lukas más incomprensiva me resulta.

Espero que él no haya pasado de Sofia a ésa. Tiene el pelo liso, rubio y planchado, lleva una camiseta clara, un jersey beige, y es tan inofensiva que apenas me acuerdo de qué cara tiene en cuanto vuelvo a dirigir la mirada a Lukas.

Él todavía me mira.

—¿Qué tal te va? —pregunta—. Y gracias por el otro día, por cierto.

Las cejas de Charlie vuelven a su altura, y la Sombra, aún detrás de Lukas, va mirando nerviosa el resto del local. Pero yo no puedo apartar la mirada. Ni formular una frase sensata.

Casi agradezco que Lukas se vuelva hacia Charlie, lo salude como a un viejo conocido y se presente ante Niklas y Johan.

—Sentaos —dice Charlie.

—Sofia viene luego —le recuerda la Sombra a Lukas. Hasta el momento es su única aportación a la conversación.

Si hubiesen estado juntos, supongo que ella no se habría mostrado tan decidida a esperar a la ex del otro.

—Seguro que hay sitio para ella también —dice Lukas, y se sienta en la silla que está a mi lado. La Sombra elige el sitio de enfrente. En cuanto se ha sentado saca el móvil.

No puedo dejar de sonreírle otra vez a Lukas. Lleva tan sólo unos vaqueros y una camisa de algodón de cuadros, pero consigue tener el mismo aire de chulería que si llevara puesto un mono de moto.

—¿De qué os conocéis? —pregunta Charlie.

—Nos…, bueno… —empiezo.

—Anette está haciendo prácticas de moto —dice Lukas.

Estoy bastante satisfecha con la cara de sorpresa de Charlie, pero no me gusta que me recuerden que la única relación que tenemos es de instructor-alumna. Me choca que oficialmente no seamos amigos. Él es mi profesor de conducción. Yo soy su peor alumna. Es lo único que tenemos en común.

A lo mejor debería recordármelo un poco más. He pasado una semana buscando a Lukas por la ciudad, y seguramente él no ha pensado en mí en todo este tiempo.

—Y vosotros, ¿de qué os conocéis? —nos pregunta Lukas a mí y a Charlie.

—Anette y yo hemos empaquetado quinientos condones juntos —dice Charlie—. Los dos tenemos una vida sexual muy activa.

—¿Ella? —dice la Sombra.

—Doy por hecho que detrás de eso hay una historia divertida —dice Lukas.

—¿Historia? —pregunto yo.

—Anette me acompañó a una reunión de RFSL en Örebro —comenta Charlie—. Yo era una bollera joven y nerviosa, y no quería ir sola, así que le pedí que viniera conmigo a la única persona que sabía que estaba lo bastante loca como para acompañarme. Intenté convencerla de que hiciéramos ver que estábamos juntas, pero allí me puso un límite.

La Sombra parece consternada ante el pasado bollero de Charlie. Él le guiña un ojo exageradamente.

—Lo hice porque pensaba que minaría tus posibilidades de ligar —digo yo.

—Tan vieja y aun así tan ingenua —dice Charlie—. Es imposible tener ninguna credibilidad como bollera si no tienes una ex. —Continúa—: Iban a arrancar una campaña escolar, así que todos los presentes dedicaron las horas a meter condones en cajetillas de RFSL.

Lukas se ríe. Yo sonrío y me relajo. Miro por la ventana, nuestro reflejo en el cristal: un grupo desigual e improvisado que se lo pasa bien. Y ahí estoy yo, en el medio, como si estuviera bajo el foco y todos los demás fueran figurantes en mi noche del sábado. Son más jóvenes y más guapos que los que vienen a la Cocina Etílica entre semana. Al menos más jóvenes de cabeza, acostumbrados a risas más fuertes y música más moderna. Los vaqueros son más ajustados, los tops más brillantes, la piel de las chicas perfectamente maquillada hasta que las facciones de la cara se funden y parecen todas iguales.

Estoy contenta de haber apostado por el rímel y la sombra de ojos.

En las mesas han desaparecido todos los intentos de hacer que el sitio parezca un restaurante. Donde a veces hay flores de plástico, manteles y cubiertos, ahora hay copas de colores, bandejitas con chupitos y la cerveza de la semana.

En nuestra mesa sólo hay cervezas: la Sombra espera a que venga Sofia para pedir.

Y cuando Sofia por fin aparece, su entrada tiene mucho más efecto que mi trágico intento.

Entra en el local con pasos decididos y se detiene para pasear la mirada y asimilar todo lo que está viendo, aunque lo más probable es que quiera darle una oportunidad a todo el mundo de que la vean. También queda claro que conoce a unos cuantos más que yo y no necesita que la salve un excompañero de trabajo. No, ella saluda a alguien en casi todas las mesas: dos frases por aquí, una mano en un hombro por allá, risas, todo sin dejar de lado su objetivo: llegar a donde estamos nosotros, o mejor dicho, donde está Lukas. Va acompañada de otra chica, Sombra número 2, que la sigue y siempre queda un paso por detrás; cuando ésta empieza a saludar a alguien, Sofia ya ha avanzado al siguiente, y cuando empieza a caminar, Sofia se para de pronto.

Ambas saludan con alegría a Sombra número 1 y con aún más entusiasmo a Lukas. Tienen mucha más experiencia que yo, así que, sin que yo me dé cuenta, ya han reorganizado la mesa, han acercado algunas sillas, les han pedido a Johan y a Niklas que se echen un poco para allá sin mirarlos del todo a la cara, y al final Charlie, Niklas, Johan y yo estamos apretujados en una esquina de la mesa. Lukas sigue a mi lado, pero ahora tiene a Sofia delante, rodeada de las Sombras.

—¿Entreparty? —digo yo, y Niklas, Johan y Charlie asienten con la cabeza.

Sofia les lanza una mirada fugaz y, al fin y al cabo, desaprobatoria. Esto al mismo tiempo que habla con Lukas y las Sombras, como si lo único que necesitara fueran dos segundos para decidir que en nuestra esquina de la mesa no hay nada digno de atención. Estoy bastante convencida de que a mí ya me había descartado incluso antes.

Estoy sentada mirando hacia ellos, quizá porque de manera inconsciente mi cuerpo tiende a apuntar a Lukas, pero también porque conforman una especie de centro irresistible. Ellas saben que están en medio, así que los demás nos comportamos como si fueran el foco de atención.

Se inclinan hacia delante y empiezan a cotillear exageradamente sobre el chico de la mesa de al lado, quien puede que sí o puede que no acabó «como una cuba» el fin de semana anterior, y puede que sí o puede que no se liara con Jenny, quien acaba de dejar a Stefan, etcétera, pasando por toda una serie de personajes que nadie de mi lado de la mesa conoce.

Sofia es la líder tácita del grupo. Cuando ella se ríe, ellas se ríen, y a veces cuando la Sombra número 1 y la número 2 dicen algo la miran de reojo para ver cómo reacciona. Si Sofia sonríe, se las ve aliviadas. Si en ese momento Sofia está mirando el móvil, pierden el hilo.

—¿Por qué le pediste a Anette que te acompañara a RFSL? —le pregunta Lukas a Charlie. Tiene que inclinarse sobre la mesa y apartar dos vasos de cerveza para poder vernos bien.

Todo nuestro extremo de la mesa da un brinco, como si de pronto cayéramos en la cuenta de que nosotros también estamos allí.

Pero Charlie parece contento de volver a estar en el punto de mira.

—Yo sólo tenía diecisiete años y no quería por nada del mundo salir del armario delante de toda la clase. Anette era la única a la que le podía preguntar. Por aquel entonces trabajaba los fines de semana en Extra-Alimentación, y yo ya sabía que estaba loca.

—¿Cómo lo sabías? —pregunta Lukas. Me sonríe, pero aun así me siento empujada a protestar.

—¡Yo no estoy loca!

Mi comentario coincide con un breve momento de silencio.

Sofia parece irritada de que la atención de repente haya recaído en Charlie. Saca el móvil a modo de queja; pero, cuando empiezan a hablar de mi locura, lo baja y suelta una risotada.

—La casita de jengibre fue la prueba definitiva —dice Charlie—. Pompeya.

Niklas y Johan se me quedan mirando.

—¿Fuiste tú? —dicen.

Yo los miro sin entender nada. Son mayores que Emma, así que ni ellos ni Charlie debían de ir ni siquiera a bachillerato cuando Emma iba a sexto.

—Era el mercadillo de Navidad de la escuela —continúa Charlie—. Celebrábamos uno cada año en el gimnasio, y todos los niños, y primos, y familiares estaban obligados a ir.

—Lo sé —dice Lukas—. Todos mis amigos con hermanos pequeños iban cada año.

—Sí, a mí me obligaron a ir varios años incluso después de haber terminado —dice Niklas—. Y cada vez tenía que tragarme aquella muestra de galletas de jengibre y hacer ver que me encantaban.

—Cuando yo iba no había galletas, pero me pregunto si no habré visto aquellas casitas de jengibre en Novedades Skogahammar —dice Lukas.

—Es probable. Eran temáticas —dice Charlie—. Aunque casi siempre trataban sobre edificios históricos y acababan pareciendo todas iguales.

—Era una competición salvaje para los padres —digo yo—. Era una cuestión de prestigio.

Johan, Niklas y Charlie asienten en silencio. Supongo que los críos también estaban al caso.

—¿Y había mucha competencia? —pregunta Lukas.

—Ni te imaginas —respondo.

—Cada año había por lo menos diez castillos —dice Charlie.

—Y pirámides —dice Niklas.

—Pero sólo hubo una Pompeya —dicen los tres a coro—. Dos por dos metros, con ceniza gris y todo.

—¿Cómo lo sabéis? —les pregunto—. No tenéis la edad de mi hija.

—Mítico —dice Charlie—. Una leyenda.

—Mi hermano sí que fue —dice Niklas, y Johan asiente.

—En cuanto lo oí supe que Anette era una de los good guys.

La historia real de Pompeya: había pensado construir un pueblo idílico. Emma nunca había tenido una de esas casitas de jengibre grandes e impresionantes, pero aquel año me había decidido. Había hecho placas de galleta de jengibre durante una semana hasta que sólo con ver la masa de jengibre ya me daban náuseas, había preparado el diseño, medido, impreso y probado, hasta que lo único que quedaba era montar todas las piezas y arreglar las últimas decoraciones.

La noche que tenía que juntar las últimas partes se me cayó la base sobre la que había levantado el pueblo y todo acabó en el suelo.

Eran las tres de la madrugada, y Emma estaba tan entusiasmada con el proyecto que me vi obligada a hacer algo que no fuera acurrucarme en posición fetal en el suelo de la cocina, que era lo único que me apetecía.

Ante mis ojos, el pueblo que había montado con tanto esmero estaba en ruinas y, tras haberme desmoronado y haber llorado en voz baja, pensé en Pompeya.

Las ruinas ya las tenía, así que dediqué media hora a revisar todo lo que había en la despensa que pudiera servir para hacer de cenizas. Resulta dificilísimo encontrar cosas comestibles que sean de color gris. Mezclé todos los colorantes alimentarios que tenía, pero al final sólo conseguí un potingue marrón. Lo máximo que me acerqué al gris fue gracias al algodón teñido con las acuarelas de Emma (el algodón se puede poner en las casitas de jengibre) y desmenuzando galletas que tenían una crema blanca en el centro. La combinación de blanco y migas de galleta casi negras le daba al algodón un aspecto asombrosamente realista.

Cuando no sabes hacer nada como es debido, tienes que aprender a improvisar.

—No entiendo cómo no saliste ganadora —dice Niklas.

Sofia sonríe:

—Aquel año lo ganamos nosotras. O sea, mi hermana pequeña y… —explica al mismo tiempo que Johan dice:

—Todos mis amigos estaban indignados. Al final ganó una mierda de castillo de princesas.

Acto seguido se la ve ofendida.

—Mi madre le hizo el castillo a mi hermana pequeña —dice Sofia enfadada—. Por lo menos era un edificio de verdad, no unas simples ruinas. Pero ¿a quién le importan las casitas de jengibre?

—No, está claro —digo yo para pasar página, pero no la veo mucho más contenta por ello. Empieza a hablar de otra cosa, y Lukas se vuelve hacia ella de nuevo.

Lucho contra el impulso de poner la oreja en la conversación. No cabe duda de que ahora somos nosotros los figurantes. Llevar una conversación propia se me antoja casi descarado, pero me vuelvo hacia Charlie y le digo en voz baja, como si tuviera miedo de molestar a Lukas y a Sofia y a las otras:

—Estoy intentando reconducir el Día de Skogahammar. El cartel para el escenario es mi gran desafío. Necesitamos un escenario y necesitamos un cartel. Había pensado que como tú has participado en el Festival del Orgullo Gay a lo mejor me podrías ayudar.

—Sólo hice de ayudante. Uno de todos aquellos que iban con un jersey verde feísimo. O naranja, el año pasado. Fue un milagro conseguir echar un casquete.

—No creo que puedas echar nada el Día de Skogahammar —reconozco, y a mi lado Lukas empieza a toser.

Hace apenas una semana estaba a solas con Lukas. Podía hablar con él sobre cualquier cosa, mirarlo cuanto quisiera. Ahora tengo que racionar las miradas. Cada vez que lo miro de reojo tengo a Sofia ahí observándome.

—Madre mía, pero ¿quién va al Día de Skogahammar? —dice ahora.

—Ése es un poco el tema —digo. Me dirijo a Charlie—: Me imagino que el festival también es más o menos una locura, y aun así cada año se monta un fiestón, con un cartel de lo más raro, un proyecto imposible pero exitoso. Como el Día de Skogahammar. Aunque sin la fiesta, el cartel ni el éxito. Pero es un proyecto imposible. Necesito refuerzos.

—Supongo que podría ser divertido —dice Charlie—. ¿Qué es lo que quieres, exactamente?

—Una banda, creo. Que pase algo.

Niklas se yergue.

—¡Nosotros tenemos una banda! —exclama, y Johan asiente fervoroso con la cabeza—. Nos llamamos Eldur Dauða. Fuego y muerte, creo que eso lo dice todo. Tenemos camisetas y una página web y todo.

—Yo…, dejemos los detalles para más adelante —digo.

—Tocamos black metal. Puede quedar superbién. Gorgoroth tenía cabezas de oveja empaladas en el escenario y usaban más de ochenta litros de sangre de oveja. Anda que no molaría hacer eso en Skogahammar.

—Fue en Polonia —añade Niklas.

—Nada de animales muertos —digo al ver que Charlie no protesta—. Ni vivos —lo aclaro por si acaso.

—¿Podemos usar sangre de cerdo?

Lukas se ríe y se inclina hacia nosotros para poder decirles a Niklas y a Johan, con una rápida sonrisa dirigida a mí:

—O de murciélagos. Como cuando Ozzy Osbourne de un mordisco le arrancó la cabeza a uno y tuvo que ir al hospital para que lo vacunaran contra la rabia.

—Yo miro su reality show a veces —interrumpe Sofia—. Ozzy no parece ser muy listo, precisamente.

—No siempre está del todo sobrio —dice Lukas—. Y quizá se pensaba que era un murciélago de plástico.

Lukas, Johan y Niklas continúan hablando de heavy metal, a pesar de las repetidas interferencias de Sofia, así que al final ésta se rinde, se vuelve hacia mí y me dice:

—Me han contado lo de vuestro paseíto del fin de semana pasado.

¿El qué? ¿Qué le han dicho?

Por un segundo tengo la sensación de que ella puede atravesarme con la mirada y que sabe exactamente qué estoy haciendo aquí, que he venido sólo motivada por la microscópica posibilidad de toparme con Lukas.

—Lukas siempre ha tendido a sentir lástima por la gente —di-ce con una sonrisa arrogante mientras lo mira. Él deja de hablar de metal y se gira hacia nosotras, parece que lo ha incomodado.

Tenso las comisuras de la boca para moverlas hacia arriba en un intento de sonrisa.

—No cabe duda de que estaba de bajón —digo sin importunarme.

—Era bastante comprensible —dice Lukas. Me sonríe, lo cual a Sofia no le gusta en absoluto.

—Pero una gasolinera te animó, ¿eh? —Arquea sus perfectas cejas. Es muy hábil en eso. Estoy casi segura de que me acaban de humillar, aunque no sé decir cómo.

—Siempre es agradable —digo—. No hay nada como un café de Statoil para ponerte de buen humor.

Lo trágico es que, por lo visto, estaba en lo cierto.

—¿Un café de Statoil? —dice Sofia, y suelta una carcajada.

Su risa también es una especie de arte: burbujeante y hermosa con un discreto tono humillante de fondo. Incluso Charlie se ríe con ella, pero sé que estaría de mi lado si llegáramos a las manos.

—Mirad, ha llegado Stefan —les dice Sofia a las Sombras, y luego vuelven a hablar de sus chismes.

Son más de las once. Acabo de terminarme la tercera cerveza y no creo que pueda aguantar una más escuchando a Sofia hablar de personas que no conozco, películas que no he visto, música que no he escuchado. Su perfume dulzón y con notas de vainilla ya me está dando dolor de cabeza.

Aun así, soy de lo más reacia a marcharme. «Quién sabe cuándo volveré a ver a Lukas», pienso como la idiota que soy. Como si mereciera la pena estar escuchando a unas tías desconocidas chismorreando por los codos sólo para intercambiar cuatro palabras con él.

Lo peor es que pienso que a lo mejor sí vale la pena. Lo cual me hace reaccionar.

Una cosa es que te suban los ánimos unas prácticas de moto, pero que lo haga un café en una gasolinera y unas cuantas palabras una noche entre cervezas es ridículo.

Me levanto de golpe y digo:

—Hora de volver a casa. —Y todos pierden el hilo de sus conversaciones y me miran sorprendidos.

Es una retirada claramente indigna. Casi vuelco la silla al intentar coger la americana y el abrigo que había colgado en el respaldo, y luego tengo que estirarme por encima de la silla y la mesa para coger mis cosas. Móvil, cartera, tabaco, mechero. Me despido de una manera un poco torpe, con las dos manos llenas de cosas, y luego huyo, no me da vergüenza reconocerlo.

Recibo el aire fresco de la noche como una liberación, a pesar de que se haya puesto a llover en serio. El agua hace que todos los fumadores estén apretujados contra la pared, debajo de un pequeño balcón, pero no es suficiente para resguardar a nadie.

Yo, en cambio, doy dos zancadas al frente antes de prenderle fuego a un cigarro más que merecido, y luego me quedo ahí como si la lluvia a mí no me afectara. Pia tiene la teoría de que te sientes menos mojado si te plantas con chulería bajo la lluvia. Me lo recuerdo a mí misma cuando noto el agua metiéndoseme por el cuello, y yergo la espalda.

Detrás todavía oigo la música de la Cocina Etílica, ahora más alta, y el bullicio de los fumadores, que están demasiado borrachos como para quejarse del tiempo.

También oigo a alguien gritar «Anette» y me vuelvo despacio.

Lukas está justo en el umbral de la puerta, mirando al cielo, como si intentara valorar cuánto está lloviendo. No lleva chaqueta, pero al final la muchedumbre de fumadores que se agolpan a su alrededor lo empujan a salir. Una vez que está a la intemperie casi se le ve más impasible que a mí. Pia habría quedado impresionada.

—¿Va todo bien? —pregunta.

Echo un vistazo por encima de su hombro para ver si Sofia lo ha seguido.

—Claro —digo—. Por supuesto.

—Te has ido de repente.

—Mañana trabajo —miento.

Es como si Lukas no supiera muy bien qué decir, pero aun así aguanta en el sitio. Doy una calada al cigarro.

—Bueno —digo—. Me alegro de haberte visto otra vez, ahora voy…

Él dice casi al mismo tiempo:

—¿Qué haces el próximo fin de semana?

Me quedo de piedra.

—¿Por? —digo como una tonta.

—¿Te apetece quedar?

—Sí. —La respuesta me sale tan rápido que me entran ganas de regañarme a mí misma. «Muy bien, Anette —pienso—. Haciéndote la dura, para variar.»

Él sonríe.

—¿El sábado?

—Genial.

—¿Aquí? ¿A las siete?

Asiento con la cabeza. Él ya está a punto de entrar otra vez cuando le digo:

—¡Lukas, espera! ¿Por qué quieres quedar el sábado?

Como si estuviera esperando que me diga abiertamente que es por pura compasión. Pero queda claro que mis sospechas no han sido suficientes para rechazar su propuesta. Pia no estaría contenta.

Él se detiene y me mira confundido.

—Lo único que sabes de mí es que tengo una madre tarada y que no sé conducir al ralentí.

Él sonríe.

—No es lo único. También has empaquetado quinientos condones por un amigo y le has hecho una Pompeya de galletas de jengibre a tu hija.

—Tenía que ser un pueblo —digo con sinceridad. Él parece más bien desconcertado. A lo mejor no le interesan los detalles de mis obras de galleta.

—Y alguien tiene que enseñarte un poco de historia del metal.

Con esas palabras se retira y me deja a solas con mi sonrisa de boba.