18
ES jueves por la tarde, ya he vuelto a casa después del trabajo, y estoy intentando no pensar en las semanas sin prácticas de moto que tengo por delante. Emma viene a pasar el fin de semana, por lo menos eso me mantiene animada.
Por la tarde vuelvo cojeando al trabajo y obligo a Pia a que me ayude a hacer la compra.
Es una experiencia totalmente nueva para mí, esto de querer mimar a una hija que se ha marchado de casa. Mi deseo de colmarla de comida y de regalos perdió un poco de impulso cuando Emma entró en la adolescencia y volví a trabajar a jornada completa en Extra-Alimentación. Por primera vez tuvimos dinero suficiente para que eso de los platos favoritos no tuviera que ser una batalla constante. Ya no tenía que planificar el menú de media semana para poder darle un plato favorito el viernes.
Antes de eso, el problema era que yo estaba en desventaja ya desde el principio. Cuando no le puedes dar un padre a tu hija, como sería de suponer, creo que siempre queda algo en el hipotálamo, un interrogante desesperado en el subconsciente: «¿Le he negado algo a mi hija sólo porque yo no aguantaba a ese tío?». Cuando tu hija, además, es maravillosa y no se queja nunca, ni le importa que no tengamos coche, o que nunca le caigan tantos regalos ni tan caros como a los demás, y que no parece sufrir ningún daño relevante por tenerme sólo a mí, entonces no quieres que se le niegue ninguna otra cosa.
Supongo que los niños no echan de menos aquello que no han tenido nunca, pero yo, yo lo sabía, y bastaba con eso. Cosas que Emma nunca ha tenido: ropa nueva y exclusivamente suya, excepto prendas puntuales que no compré en el servicio de segunda mano de la Asociación Escolar y del Hogar. Un jardín. Una madre que la pueda llevar en coche a los entrenos (aunque sólo estuviera a diez minutos en bici desde casa). Un congelador siempre lleno de comida basura, una nevera con cuatro variedades distintas de mermelada y una despensa donde siempre hubiera pan tierno. Cosas que les gusta comer a los adolescentes. Hoy en día son cosas que la mayoría agradecería no tener que ver, pero en aquel momento era todo un lujo tener dinero para mimarla con precocinados caros y diferentes tipos de sabores para las tostadas.
Titubeo ante las cestas de la entrada, decido coger un carro, y luego me quedo quieta otra vez, indecisa. Pia espera pacientemente a mi lado y coge el control del carro. Yo me sigo sujetando a él con una mano, para mantener el equilibrio, y voy avanzando a brincos.
Ahora no sé cuál es su comida favorita. Solía ser pizza a domicilio, o tacos, o algo que requería de muchos ingredientes que costaban mucho y que nunca daban para más de una comida, pero ahora no lo sé. A lo mejor ha encontrado algo nuevo.
Le mando un mensaje y le pregunto qué quiere para cenar, pero no me responde. Para asegurarme, compro pollo, carne picada e ingredientes para tacos, además de foie-gras, queso, jamón, ensalada de patata, queso Philadelphia, salami y mermelada de la cara.
Para el desayuno, quiero decir. Compro pan de molde Rasker, puesto que era su preferido cuando era pequeña, pero cuando ella ya esté en casa me escaparé un momento a Extra-Alimentación y le compraré panecillos recién hechos, antes de que se despierte.
Patatas fritas, chuches, Coca-Cola. Me detengo delante del pudín de chocolate. Puede que ya sea pasarse.
Los demás padres de la tienda me sonríen cansados, como si todos fuéramos miembros del mismo círculo secreto de padres a favor de las salchichas y la Coca-Cola, el constante equilibrio entre saludable y económico, ecología y envase grande, comida buena y comida de adolescente.
Pero yo estoy más allá de las elecciones. Pienso comprarlo todo y sorprenderla con tantas guarradas, y grasas, y comida preparada que sentirá que vale la pena gastar el tiempo en venir cada fin de semana sólo para poder llenar el estómago.
Pia lleva el carro.
—¿De verdad necesitas todo esto? —dice mientras yo voy dando saltitos por la tienda.
—No sé si le apetece algo en concreto.
Es un argumento que convence a Pia a la primera. Pero a mí me entran remordimientos cuando la veo cargar con cuatro bolsas de papel hasta mi casa. Al menos la bolsa con los vinos que hemos comprado en Systembolaget puedo llevarla yo misma. Con dificultad. Me golpea la pierna mientras subo a saltos la escalera, con la ayuda de la barandilla.
Pia deja las bolsas en la cocina.
—¿Te las arreglarás sola? —pregunta, y cuando le aseguro que sí me deja sola con la compra.
Guardo todas las cosas, despacio y cojeando entre la nevera, el congelador y la despensa, pero no tengo ninguna intención de cocinar nada esta tarde. Ahora no quiero tener que ponerme a los fogones.
Y hay algo más ahí, de fondo. Varias veces me descubro abriendo la nevera y el congelador y la despensa para quedarme contemplando toda la comida que hay dentro.
Sonrío.
Me imagino a Emma aquí gritando: «¡Mamá, tengo hambre! ¿Hay algo para comer?».
Y no quiero tocar la comida hasta que ella haya llegado. Me siento mal. Sería como abrir los regalos de Navidad el día 23.
Esa misma tarde me llama Emma, por voluntad propia, a pesar de que va a venir al día siguiente.
—¡Hola, mamá! —dice alegre—. ¿Te acuerdas de Fredrik? Conoce a alguien que tiene una caseta en el bosque en las afueras de Kalmar, y ahora piensa juntar a unos cuantos de la clase para ir allí.
—Qué bien —digo yo.
—¡A que sí! —dice Emma.
Brinco hasta la silla de la cocina y tomo asiento. Sostengo el teléfono entre la oreja y el hombro y me apoyo en el respaldo de la silla y la mesa.
—¿Qué quieres cenar mañana? No me has contestado al mensaje, así que he improvisado un poco. He comprado pollo y tacos y…
—Mamá, lo de la cabaña es mañana.
—Seguro que se lo pasan superbién. También he pensado que podríamos pedir una pizza si nos apetece más.
—Mamá, quiero apuntarme.
—¿Apuntarte a qué?
—¡A la cabaña! En Kalmar.
—Pero si era este fin de semana.
—Pues eso… —dice, como si yo lo tuviera que haber entendido.
—Pero, Emma, nosotras hemos quedado el fin de semana.
—Podemos vernos otro día, ¿no? Le dije a Fredrik que estaba segura de que lo entenderías.
—Pues no lo entiendo.
—Lo empiezo a intuir.
Me encantaría ser una madre moderna y comprensiva, pero hay límites para lo que ella se puede esperar de mí.
—Esto es demasiado repentino —protesto—. No puedes soltarlo así de buenas a primeras. Tienes que envolverlo un poco. Sembrar la idea. Darme tiempo a que me acostumbre. Llamar un día y hablarme de Fredrik, luego quizá mencionar la cabaña al día siguiente, y después a Fredrik otra vez. Así, gradualmente.
—Es que ha salido de forma espontánea. No fue seguro hasta ayer.
Me quedo pensando.
—Vale, empezaremos de nuevo.
—¿El qué?
—La conversación. Empieza de nuevo. Ahora ya estoy avisada.
—Mamá —dice cansada—. Sólo quería…
—No te oigo. La, la, la, la.
—Vale. Vale. —Coge aire, supongo que para meterse en el papel—. ¡Mamá! ¿Sabes qué?
—¿Qué? —pregunto suspicaz.
—Fredrik tiene una cabaña…
—No, no. Ya te estás adelantando otra vez.
Más aire, más hondo que la primera vez, incluso.
Paso la mirada por la cocina y me entristezco. Aquí es donde íbamos a desayunar dentro de sólo un día y medio. O a tomar un brunch, como solíamos llamarlo. Cuando ella se despertaba y le apetecía desayunar yo ya almorzaba. Así pues, era un brunch.
—¿Te acuerdas de Fredrik?
—¿El Tontaina? —Es su nuevo mote.
—¿Qué?
—Fredrik el Tontaina. Así es como pienso en él.
—¡Mamá!
—Ya, ya, Fredrik, vaya.
—Sí, conoce a un chico que tiene una cabaña cerca de Kalmar.
—¡Pobre!
—¿Qué?
—Kalmar. ¿Qué hay en Kalmar? Nunca he soportado esa ciudad. ¿Y una cabaña? Qué cosa más incómoda. Espero que no vaya a menudo por allí.
—¿Recuerdas a Fredrik? —continúa Emma, refrenándose.
—El Tontaina, sí.
—Va a ir con más gente. El fin de semana. Pienso ir con ellos en lugar de subir a casa.
—Bueno, vale, está bien —digo yo—. Supongo. Pero la verdad es que no entiendo por qué.
—¿Qué tal las prácticas de moto?
—No muy bien. Me he torcido el tobillo.
—Vaya.
—¿A lo mejor tienes que venir y cuidarme? —digo esperanzada.
—Sólo te lo has torcido.
—Nunca se sabe. A lo mejor me lo he partido. A lo mejor tengo una conmoción cerebral.
—¿Has caído con el pie y la cabeza?
—Nunca he dicho que se me diera bien llevar la moto.
—Mamá, voy a colgar. Te llamo más tarde.
—¡Pero me he torcido el tobillo! ¿De verdad eliges al Tontaina antes que a tu propia madre?
—Oh, yes —dice Emma.
—Jamás pensé que criaría una hija tan desagradecida.
—Suenas como la abuela —dice Emma, y después aprovecha el chocante silencio para colgar.
«¡Tontaina!», pienso. Me levanto de la silla y salgo cojeando al pasillo.
Los suelos brillan.
Todos los zapatos están bien colocaditos en el zapatero.
¿Y si soy mi madre? Agarro el paraguas que está apoyado en la pared y empujo uno de los zapatos hasta que cae al suelo. Así. Ahora ya no están tan bien puestos.
La puerta del cuarto de Emma está abierta y desde el pasillo se puede ver una cama bien hecha, un vaso limpio de agua, una cortina enrollada. Uso el paraguas a modo de bastón, brinco hasta allí y la cierro de golpe. Durante un rato pienso seriamente en poner música muy alta allí dentro sólo para poder ponerme de mala leche, como en los viejos buenos tiempos, y decirme a mí misma que ella está aquí y que me está destrozando el tímpano. Pero ahí me pongo un límite.
Así que vuelvo a la cocina dando saltitos, me enciendo un cigarro dentro de casa y tengo pensamientos asesinos contra un joven desconocido y eventualmente inocente a quien ni siquiera he visto nunca.
¡Inocente! ¡Ja! ¡Dejad que lo ponga en duda!
Cuando abro la nevera para servirme un vaso de vino veo toda la comida mirándome. Verduras frescas que se pondrán pachuchas antes de que me dé tiempo a comerlas, carne picada y pollo que tendré que congelar, montones de tarros de cristal y paquetes de especias de Santa Maria que se quedarán allí haciéndome sentir mal durante semanas. Una botella fría de Coca-Cola, y dos más en la despensa.
Después abro el congelador y me doy cuenta de que no me queda ningún plato precocinado.