37

EMPEZAMOS a montar a las nueve. Las entidades y los comercios que han reservado un puesto para el Día de Skogahammar pueden pasar a buscar carpa, mesa plegable y una silla delante de las puertas del ayuntamiento. Quien necesite más mesas y sillas deberá pagar un extra. La mayoría se han conformado con un solo juego. El rincón móvil de juegos infantiles que viene cada año se las apaña solo, y la empresa a la que le alquilamos el escenario se ocupa de esa parte.

Lo único por lo que tenemos que preocuparnos es de la combinación de carpas y viento: cuando sopla, la calle Centrumgatan se convierte en un túnel de viento. Gunnar ha sido nombrado jefe de montaje, y ahora está contemplando el clima con disgusto.

—No sopla ni una pizca —comenta con amargura.

Está rodeado de contrapesos improvisados, cordones y cuerdas, y está decepcionado de no poder usar nada de todo ello. Pero se pone mucho más contento después de haber atado un par de mesas, «sólo por si acaso».

—Todo parece ir bien —dice Ann-Britt sin aliento cuando aparece a mi lado. Todas las actividades están repartidas por media ciudad, así que tenemos la sensación de estar empleando más tiempo en correr de un lado para otro que trabajando—. Ya ha empezado a llegar gente a la plaza Mayor y a la avenida Centrumvägen —añade, y luego volvemos en esa dirección—. ¡Y es tan divertido con todas las entidades!

Ann-Britt es fantástica con las entidades. Habla, bromea, los conoce a todos por su nombre y tiene controlada la actividad de cada una de ellas. Incluso ha logrado tener contentas a todas las entidades culturales, y de alguna manera las ha convencido para que montaran sus actividades a horas distintas.

Anna Maria está satisfecha cuando me ve más tarde.

—Te lo has montado bien —dice complacida.

Estamos una al lado de la otra en una punta de la plaza Mayor, desde donde tenemos una vista general de gran parte del Día de Skogahammar.

Al fondo, junto a la estación de autobuses y el ayuntamiento, está el rincón de los juegos infantiles. Mientras trasladábamos algunas mesas plegables y un par de carpas han montado dos tiovivos y tres puestos de lotería, modelos altos y grandes. El rincón está desierto, a excepción de un niño y su madre, incluso a esta distancia puedo ver que el niño llora cada vez que pasa de largo junto a su madre.

Una de las loterías ha elegido como decoración a mujeres semidesnudas en una playa, muy adecuado para el público infantil. Y unas mujeres en biquini quedan aún más fuera de lugar en pleno mes de octubre: todos los visitantes llevan chaqueta gruesa, bufanda y guantes, excepto los niños mayores, que pueden mantenerse calientes a base de correr y les basta con guantecitos delgados y jersey de capucha.

En la plaza Mayor, que tenemos delante, los exploradores y los futbolistas compiten entre sí. Llevan aquí desde las siete montando actividades, y hace cosa de media hora los entrenadores de fútbol han desafiado a los monitores de los exploradores, así que ahora compiten en las actividades de unos y otros. Es muy popular entre niños y adolescentes.

A la izquierda continúan las actividades a lo largo de la avenida Centrumvägen: las tiendas están abiertas y han sacado mesas a la calle, y la Cruz Roja también ha puesto su mercadillo.

Anna Maria me abandona para saludar a algunos ciudadanos, y yo me compro un café en vaso de cartón en Dulces Sueños y hago como que estoy en Las chicas Gilmore: perfecta con una bufanda de colores en un hermoso día de otoño.

Es una sensación extraña, la de haber participado y planeado algo y ahora ver a gente disfrutándolo. Supongo que es un poco como trabajar entre bastidores en un teatro: los visitantes sólo ven que de repente hay carpas, que la plaza de pronto está llena de actividades y que hay un escenario, ahora vacío, en un extremo. Pero yo veo sillas que han sido cargadas, carpas que han sido montadas y actividades que han sido planificadas.

También hay un aura liberadora de provisionalidad en todo esto. Hemos montado algo con el único objetivo de que esté aquí un día, y mañana se recoge todo. Las carpas, el equipo del escenario, los tiovivos y los puestos aparecerán en otro lugar. Se montarán, se disfrutarán, se desmontarán y seguirán su camino.

De pronto Lukas está detrás de mí. Me salva del café casi vacío, me rodea con los brazos y me acerca a su cuerpo.

Aspiro su aroma y me relajo entre sus brazos.

Me quedo de piedra y miro a mi alrededor llena de remordimientos. Estamos en público, rodeados más o menos por todos los habitantes de Skogahammar.

Mi primer impulso es apartarme de un empujón y hacer como si apenas nos conociéramos, pero me controlo. Miro rápidamente a un lado y al otro y, cuando estoy segura de que nadie nos ve, me lo llevo a la calle paralela, a la avenida Centrumvägen, donde no hay nadie. Hasta que llegamos allí no me relajo otra vez y le sonrío.

—¿Qué te parece? —digo—. Todo va viento en popa.

Él pasea la mirada por las oficinas vacías que tenemos al lado.

—El mejor Día de Skogahammar al que he ido. —Y me vuelve a acercar para darme un beso.

A pesar de que estamos en una calle desierta no puedo dejar de mirar a mi alrededor.

—¿A cuántos Días de Skogahammar has ido? —le pregunto.

—Vengo cada año.

—¿Patriota local?

—Por supuesto. —Ni siquiera creo que esté bromeando.

Apoyo una mano en su pecho, justo por debajo de las clavículas, me río, niego con la cabeza para mí misma y me pongo de puntillas para besarlo, abiertamente y por voluntad propia.

Hace un día estupendo: frío y claro, con sol penetrante y aire cargado de brío y expectación.

—Hola, mamá.

Doy un respingo y por acto reflejo me separo un paso de Lukas. Intento poner toda la distancia que me resulta posible, pero no ayuda nada que él se niegue a soltarme la cintura.

—Mira a quién me he encontrado —me dice Pia.

—Mira a quién ha encontrado mamá —dice Emma.

—¡Emma! —exclamo con sorpresa y quizá un poco de culpa.

Emma salta con la mirada entre Lukas y yo. Nesrin está justo detrás de ella y se la ve igual de sorprendida.

Cierro los ojos presa de la desesperación, pero me da tiempo de ver a Lukas sonriéndole a mi hija como si fuera lo más normal del mundo estar aquí plantado cogiéndome por la cintura.

Al final me suelta para alargar la mano y saludar a Emma.

—Lukas —dice, lo cual hace arquear las cejas de Emma hasta rozar el cielo.

Emma me lanza una de sus miradas de qué-demonios-estás-haciendo. Caigo en la cuenta de que le conté que había salido con un hombre con el mismo nombre, y no protesté demasiado cuando ella había insinuado que debía de tener más de cuarenta y barriga cervecera.

Ahora escudriña a Lukas, me vuelve a lanzar una mirada cargada de sentido y luego le estrecha rápidamente la mano.

Después, el brazo de Lukas vuelve a mi cintura.

—¿Barriga cervecera, chaleco de cuero y bigote? —dice ella.

Oh, no. Está poniendo esa voz regañona que sólo pueden poner los adolescentes: el que te dice que puede que seas su madre, pero que justo por eso deberías espabilar y dejar de comportarte de forma tan infantil.

Nadie puede juzgar tanto como una adolescente.

Sobre todo una adolescente que tiene razón.

—Te lo puedo explicar —le digo yo.

Así que ahora Lukas también arquea las cejas, y luego se quedan allí los dos mirándome a la espera de algo. Lukas por lo menos me suelta, gracias a Dios.

—No te lo puedo explicar —digo.

Nesrin murmura «santo cielo» entre dientes como por tercera vez en esta misma conversación. Ninguno de los otros la escuchamos.

Miro a Emma.

—Espera un segundo —digo—. Estás en casa. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Sí, claro, porque eso es justo lo que todo el mundo se está preguntando en este momento.

—¿Por qué no has llamado?

—Ya veo que debería haberte avisado con un poco más de antelación. Me da la impresión de que estoy interrumpiendo algo.

—No seas ridícula. —Después me doy cuenta de que Lukas sigue a nuestro lado—. Perdona —le digo—. ¿Te puedo llamar un poco más tarde?

«Cuando Emma no esté aquí pegada escuchando con interés todo lo que decimos», pienso.

Él se encoge de hombros. Luego se inclina para darme un beso y yo apenas tengo tiempo de volver la cara para que sus labios me toquen la mejilla en lugar de la boca.

—No estás ayudando mucho que digamos… —le bufo.

—¿Por qué no me has llamado? —pregunto mientras Lukas se aleja y yo vuelvo a centrarme en Emma.

—No quiero ser así, mamá —dice—. A lo mejor deberías hablar un poco con tu joven amante. Parecía bastante mosqueado.

—No estaba mosqueado —digo quitándole hierro al asunto.

Las cuatro nos volvemos para observar a Lukas alejándose a grandes zancadas, decididas y, la verdad, bastante cabreadas.

—Mosqueado —dice Pia.

—Sin duda alguna, mosqueado —corrobora Nesrin.

«Madre del amor hermoso», pienso.

—Espera aquí —le digo a Emma—. No te vayas.

—Dale recuerdos —dice Pia.

 

 

 

Lo alcanzo a unas pocas calles de la plaza Mayor. Está quieto, tenso e inexpresivo al mismo tiempo, pero por lo menos se ha parado cuando lo he llamado.

—¿Así que ésa era Emma? ¿Querías hablar de algo en concreto? Pensaba que a estas alturas estarías ocupada interrogándola.

—¿Algo en concreto? —digo, ignorando el comentario del interrogatorio.

Está claro que jamás se me ocurriría interrogarla. Pero una madre tiene derecho a hacer ciertas preguntas una y otra vez hasta obtener una respuesta. ¿Qué tal la uni? ¿Qué pasa con Fredrik? ¿Comes bien? ¿Por qué has venido a casa de repente? Cosas así.

—Como has venido corriendo a buscarme…

Hace que suene como si lo estuviera persiguiendo. Como he tenido que aligerar el paso para alcanzarlo y cuando lo he agarrado del brazo estaba sin aliento, queda muy cerca de ser cierto.

—Sólo quería ver que está todo bien —digo.

—¿Por qué no iba a estarlo?

—No sabía que Emma iba a venir hoy.

—Ha quedado claro —dice secamente. Yo lo miro desconcertada—. Si no, supongo que me habrías avisado y me habrías pedido que me mantuviera alejado.

—¡Exacto! —digo, agradecida de que lo entienda, hasta que niega con la cabeza y me doy cuenta de que a lo mejor lo decía con ironía.

—No sabía que estuviéramos en la fase de conocer a la familia —digo.

—Tú conociste a mis hermanas.

«Por narices», pienso, y a juzgar por la fugaz sonrisa que aparece en sus ojos entiendo que me sabe leer el pensamiento bastante bien.

—Tengo que volver con ella —digo, pero él me pone una mano en el brazo antes de que me dé la vuelta.

—Anette —titubea.

—¿Sí?

Parece que se esté debatiendo entre algo antes de continuar.

—Es adulta. ¿Estás segura de que tienes que dejarlo todo en cuanto ella aparece?

Me sacudo irritada su mano.

—Es mi hija.

—Sí, pero…

—Para mí no será adulta hasta que sus nietos se confirmen. Y llevaba semanas sin venir.

—Lo sé, y no pretendía…

—Puedo quedar contigo cuando quiera, pero a ella sólo la veo cuando viene.

Lukas se mete las manos en los bolsillos y se encoge de hombros.

—Claro —dice.

—Te llamo cuando Emma haya vuelto a Karlskrona.

 

 

 

No me están esperando donde las he dejado, pero no han ido lejos. Están en la terraza de la Cocina Etílica, rodeadas de personas, pero aun así es imposible no verlas.

Emma sonríe y saluda a amigos y conocidos que pasan por allí. Un chico con el que fue a la escuela se sienta en la silla que tiene al lado. Ella deja caer la cabeza hacia atrás y se ríe con algo que él dice, antes de que éste se levante y entre en el bar. Emma tiene el pelo de un color castaño cálido y muy rizado, y aún no logro hacerme a la idea de que esté aquí.

Así, sin más. De repente entre nosotros otra vez.

Casi está atardeciendo: el final de un día de otoño perfecto y el comienzo de lo que seguro que será una tarde de otoño perfecta, uno de esos días que delicada y casi imperceptiblemente cambian de día a noche. La gente pasa por mi lado, los niños corren descontrolados y reina una curiosa paz sobre todas las cosas. A Emma se la ve relajada, tranquila, contenta y cálida.

La Cocina Etílica ha apostado por la terraza. Todas las mesas están puestas de cara a la plaza, por una vez las estufas exteriores están encendidas y también han sacado los cojines descoloridos de color menta.

Por un momento pienso en quedarme aquí mirando a Emma. Una hora, dos horas, quizá para siempre. Pero ya me han visto. Nesrin me saluda alegre mientras Emma señala una cerveza llena.

«Qué rápido se hacen mayores —pienso—. Apenas han aprendido a caminar y ya están pidiendo una cerveza para su madre.»

Me abro paso hasta ellas y me siento en la silla que el excompañero de clase de Emma acaba de dejar libre. Doy un trago a la cerveza, brindo con su vaso.

—Bienvenida a casa —digo, y ella no se queja de que me refiera a Skogahammar como su casa.

Una buena tarde.

—Perdona que no te llamara —dice Emma—. Fue una decisión de última hora. De repente pensé: el Día de Skogahammar. Como cuando era pequeña. Me acuerdo de cómo solía correr por estas calles.

—Tendrías que haber venido ayer. Ahora casi no tendremos tiempo para estar juntas.

—¿No te lo he dicho? Pensaba quedarme algunos días. Hasta el lunes, quizá. O el martes, ya veremos.

—Pero… ¿no tienes clase?

—Mamá, tengo diecinueve años. Voy a la uni. Me puedo saltar un par de días de clase si me apetece.

—Claro que puedes, pero…

«¿Por qué te apetece?», tengo ganas de preguntarle.

—Bueno, Pia —dice Emma—. ¿Cuánto lleva mi madre acostándose con ese tal Lukas? Lo único que sé es que tuvo una no-cita con él.

—A mí no me preguntes —dice ella—. No me ha contado nada.

—¡Has estado ocupada! —exclamo.

—Un amante más joven —continúa Pia—. ¿No es un poco ciencia ficción?

—¡A mí me molan las señoras que ligan con hombres más jóvenes! —dice Nesrin.

—Mientras no tenga que llamarlo papá… —dice Emma.

Supongo que no es tan raro que se estén divirtiendo a mi costa, pero al mismo tiempo por algún motivo no puedo dejarme llevar por las risas y las bromas.

—¿Qué tal va con Fredrik? —pregunto.

—Lo hemos dejado.

Me quedo de piedra. Lo último que sabía era que estaban a punto de salir un día, y que todo era perfecto. Pero de eso hace un tiempo: últimamente ni siquiera he tenido que racionar las llamadas ni esconder el móvil en el armario, porque… no he pensado demasiado en ello. Hemos hablado, pero de manera breve y escueta, y por lo que veo soy una muy mala madre.

—¿Qué ha pasado? —pregunto en voz baja, por si no quiere hablar de ello delante de Pia y Nesrin.

—Nada —dice en un tono normal de conversación.

—¿Por qué no me has dicho nada?

—Parece ser que has estado distraída con otras cosas. Es broma, mamá —añade rápidamente en cuanto ve mi cara de abrumada—. Hará como dos semanas, ningún drama, pero luego resultó que el chico es un poco idiota.

—Siempre es arriesgado conocer a gente —se lamenta Pia—. Lo acaban siendo tan a menudo…

—Pero… —digo yo. Seguro que sabe que siempre puede hablar conmigo. No puedo haber estado tan centrada en Lukas, no es posible, es…

—Déjalo, mamá —dice Emma, y yo cambio de tema a la fuerza, pero mis remordimientos siguen ahí.

Emma se vuelve hacia Pia y dice:

—¿Qué tiene la gente emparejada que siempre quiere que los demás también se emparejen?

—Un misterio —afirma Pia—. Si hay alguien que debería saberlo mejor son ellos, precisamente. Pero supongo que a lo mejor hay que engañarse a sí mismo para vivir con alguien y que entonces quieres que todos los demás sufran la misma autotraición. Es una auténtica locura, por supuesto. Nacemos solos, morimos solos, y si tenemos mala suerte, entre medio estamos solos en una relación.

Pia y Emma me miran con expectación, y hasta ese momento no me doy cuenta de que estaban hablando de mí.

—¡No somos pareja! —protesto.

—Apuesto lo que quieras a que todavía estáis en esa ilusoria primera fase en la que ambos se esfuerzan y que aún no se conocen del todo. Cenas en restaurantes acogedores, conversaciones cordiales. Hasta que todo decae en las riñas cotidianas y los chándales a juego.

—Sólo hemos ido juntos a la Cocina Etílica —digo—. Y somos tú y yo las que tenemos chándales a juego.

—Oferta dos por uno —le aclara Pia a Emma, y Nesrin nos mira desubicada.

Estoy a punto de decir algo cuando veo a Lukas acercarse a la terraza.

Aunque no haga ni una hora que le he dicho que lo llamaría cuando Emma se hubiese ido, me molesta verlo aquí con otros. Sofia le sigue a dos pasos y no me dedica ni una mirada.

Me vuelvo de forma automática hacia ellos, pero de pronto me acuerdo de que Pia y Emma están sentadas a mi lado. No han visto a Lukas, porque entonces no habrían seguido hablando de pros y contras de los chándales, sino que se habrían tomado unos minutos para chincharme.

Lukas nos lanza una mirada fugaz, tan fugaz que me la habría perdido si no fuera porque estoy totalmente concentrada en él. No vendrá aquí, no si Sofia va con él, y mucho menos después de que le haya dicho que voy a estar con Emma, es estúpido querer que lo haga. Pero si Pia y Emma se lo pasan tan bien por que yo sea parte de una pareja no deja de ser incomprensible que yo esté sentada aquí sola mientras él se pasea con Sofia. Si estoy haciendo una montaña de un grano de arena quizá ya esté bien que se rían de mí.

Todos estos pensamientos me pasan por la cabeza en menos de lo que Lukas tarda en llegar a la Cocina Etílica. Una vez aquí titubea, se detiene a la altura de la terraza y me vuelve a mirar, casi sin querer, y sin transmitir ningún tipo de sentimiento. Su mirada es totalmente inexpresiva, muy diferente de como ha sido las últimas semanas, en las que sus ojos han comunicado tantas cosas. No había visto una mirada tan vacía en esos ojos desde la primera vez que me vio subida a una moto.

Sonrío insegura, pero como mínimo asoma algún tipo de emoción en su cara. Casi parece que piense acercarse a nosotras, y no sé si siento vergüenza o exaltación, pero entonces Emma dice algo y yo tengo que volver la sonrisa hacia ella.

Lo hago con una fuerte sensación de decepción, a pesar de que es Emma, y cuando al fin puedo volver a mirar hacia el otro lado no me sorprende que Lukas ya haya entrado en el bar.

La camarera pasa por nuestra mesa y se inclina hacia mí. Es la misma camarera que la del sábado de la no-cita, y por lo que puedo comprobar todavía se acuerda de mí.

—¿Quieres que te traiga la cerveza o prefieres pedirla en la barra? —pregunta. Hoy lleva la misma cantidad de maquillaje, pero se la ve más despierta y alegre, como si la multitud le hubiera dado energía.

—¿Por qué iba a querer pedir en la barra? —pregunta Pia, y luego sigue la mirada de la camarera y ve que Lukas está allí—. Quiere que le traigas la cerveza aquí —dice tajante—. Anette, compórtate. No puedes quedarte mirándolo loca de amor cuando yo estoy presente. La gente puede pensar que no te he educado como es debido.

—No lo estoy mir… —empiezo, pero me rindo.

—¿Cómo van los planes para tu futuro? —le pregunta Emma a Nesrin, y continúan hablando piadosamente de oficios y formaciones.

—O sea que aún no has elegido qué quieres ser —pregunta Emma.

—Peluquera no, al menos eso lo tengo claro —dice Nesrin.

Yo las escucho y trato de no mirar por encima del hombro de forma demasiado evidente, pero aun así soy plenamente consciente de cada uno de los movimientos de Lukas. Es como si pudiera ver toda la escena delante de mí, a pesar de estar de espaldas. Cómo Lukas sonríe con algo que Sofia ha dicho, se ríe, quizá incluso niega con la cabeza, como suele hacer conmigo. Cada vez que pienso en ello, yo también sonrío y me río, como si quisiera mostrarles que me lo estoy pasando de lo mejorcito sin que nada me conmueva.

En este punto nos interrumpe Charlie, que viene con Jesper y Gunnar y, santo cielo, Ann-Britt.

—Todas las sillas y las mesas están recogidas, las carpas desmontadas y todo controlado —dice Gunnar—. Incluso me ha dado tiempo de mirar cómo montaban el escenario.

—Deberíais haber avisado —protesto yo.

—Ha sido muy fácil —dice Ann-Britt—. No queríamos molestar, no ahora que Emma ha vuelto. —Me sonríe afable y pasea la mirada por los alrededores con evidente felicidad de estar allí, un sábado por la tarde, rodeada de gente joven.

Un sentimiento con el que me puedo identificar.

Me levanto de un brinco, le ofrezco mi silla a Ann-Britt y luego Charlie y yo juntamos la mesa de al lado con la nuestra para así convertirnos en el grupo más grande de la Cocina Etílica. Gunnar nos cuenta batallitas de montajes que ha escuchado a los chicos del escenario cuando hablaban con Jesper, Charlie divierte a Nesrin con anécdotas de la fiesta del Orgullo Gay y se ríe con el informe que ella le hace de la jornada de Belleza sobre ruedas. Ann-Britt toma vino tinto y se la ve feliz, tiene las mejillas un poco enrojecidas por el frío del día y ahora por el alcohol de la noche.

Y yo, yo estoy sentada entre Emma y Pia, quienes se ríen y bromean y están aquí, y luego me esfuerzo para no pasear la mirada de manera demasiado obvia otra vez.

«El año que viene también ayudaré en el Día de Skogahammar —pienso de forma impulsiva—. Si Ann-Britt también participa, claro. Si hemos podido montar todo esto en unas pocas semanas, ¿qué no podemos hacer en un año entero?» Me siento cansada pero vigorosa, curiosamente conmovida por nuestra revancha de los empollones, feliz por Emma, y si de vez en cuando resulta que miro hacia atrás es del todo sin querer. Quiero estar justo aquí, en esta mesa, con estas personas, y sonrío y me río para mostrarles a todos y a mí misma lo a gusto que estoy y lo despreocupada que me siento.

Después me giro discretamente para espiar a Lukas.

—¿Cuándo pensabas contármelo? —me pregunta Pia en voz baja y con sorprendente seriedad.

—En cuanto supiera qué contarte —respondo, pero mis palabras quedan ahogadas en un ¡bam! que llega del escenario cuando Niklas y Johan se ponen a tocar.

Fuego y muerte han llegado a Skogahammar.

 

 

 

No puedo decir qué están cantando ni qué notas tocan, pero estoy bastante segura de que la mayoría de los habitantes de Skogahammar nunca han experimentado nada parecido. Si es que se puede decir que es una canción. Más bien es un griterío afónico demasiado agudo como para poder distinguir ninguna palabra. El tempo es tan rápido y acelerado que casi toda la terraza se queda paralizada.

Pero por lo menos los adolescentes de pelo negro y ropa negra que están pegados al escenario están dándolo todo. Desde donde yo estoy no puedo distinguir los detalles, sino que toda la banda es más bien una masa negra borrosa. De vez en cuando el sol de la tarde titila en alguna pulsera de púas y algo que puede ser, madre de Dios, no era broma, es una guadaña.

La primera canción viene seguida de un silencio expectante por parte de la banda. El público de primera fila grita animado. Los demás estamos boquiabiertos.

—Mola —dice Nesrin, y ni siquiera a Pia se le ocurre ningún comentario cínico.

Miro de reojo hacia el bar. La camarera sonríe e incluso los jubilados han soltado los crucigramas, pero seguramente más por shock que por entusiasmo. Sofia pone mala cara, pero cuando mi mirada cae sobre Lukas, éste sonríe y niega con la cabeza y alza el vaso de cerveza en un brindis improvisado. Mi corazón da un salto y le correspondo el brindis sin luego mirar a Pia.

Y entonces empieza la siguiente canción, y poco a poco las conversaciones se van retomando a nuestro alrededor, a pesar de que ahora haya que gritar para oírse.

—Los he contratado yo —dice Charlie, y le guiña un ojo a Nesrin.

Sigo sin entender la letra, pero estoy casi convencida de que oigo la palabra «anticristo». Veo que Hans y Anna Maria están juntos en una punta de la plaza Mayor, así que ninguno de los dos se está dirigiendo detrás del escenario para desenchufar la toma de corriente. Tampoco parece que me estén buscando para exigirme que le ponga fin al asunto.

La banda de Niklas y Johan toca cuatro temas propios, y luego cambian a una música más adaptada al público, más bailable, tal como habíamos quedado. Si cuando han empezado a tocar la reacción ha sido un shock absoluto, no es nada comparado con cómo reacciona la gente cuando las primeras notas de nuestra canción ganadora de Eurovisión de 1991 inundan la ciudad.

Charlie se pone de pie y le dice a Ann-Britt, con una reverencia exagerada:

—¿Me concedes este baile?

Ann-Britt se ruboriza encantada.

Yo me río.

—¿Bailoteo? —le digo al resto de la mesa, y nos ponemos a ello: Emma, Pia, Jesper y yo. Cuando todos nos hemos levantado, Gunnar nos sigue pero sin tenerlo del todo claro.

Mientras bailamos se nos van sumando otras personas, y cuando empieza a sonar Euphoria la mitad de la plaza ya está llena de jubilados y niños bailando y habituales de la Cocina Etílica un poco desubicados.

Algunos de ellos parecen llevar décadas sin bailar, el estilo es improvisado y anticuado. Una pareja pasa por nuestro lado bailando foxtrot, y tardo unos segundos en darme cuenta de que se trata de Hans y Anna Maria.

El Día de Skogahammar es todo un éxito.

Y Lukas sigue dentro de la Cocina Etílica hablando con Sofia.