21
LOS árboles no se mueven.
Extra-Alimentación sigue en el mismo lugar de siempre.
Las señales de tráfico nunca cambian.
Yo estoy quieta.
«¿Qué hago aquí? —pienso. Y luego—: Un solo día de charla cordial y unos cuantos kilómetros en coche y ya estás consentida e insatisfecha con tu día a día.»
Pero es lunes y hace un día gris, como si ya fuera noviembre. Los árboles de delante de mi ventana no se han movido en todo el fin de semana. Simplemente, están ahí plantados. Los mismos de siempre.
Yo soy la misma persona de siempre, y, sí, entiendo que sea estúpido creer que pasar un sábado tan agradable haya podido cambiar nada. Pero sólo desearía que este lunes no se hubiera parecido tanto al resto de los días.
Pia y yo estamos desempacando frutas y hortalizas. Cajas de cebollas amarillas, tomates y tres variedades suecas de manzanas.
—¿Sabías que mi cuerpo ha empezado a crujir? —dice Pia, y yo niego con la cabeza mientras intento hacer un hueco para colocar algunos tomates en rama más.
—Cada vez que me agacho emite unos crujidos extraños. Sudor&Salud me está matando.
Genial. Ha empezado a hacer ejercicio otra vez.
—¿Por qué no pruebas con algo diferente, algo que no sea Sudor&Salud? —pregunto.
—¿Qué quieres que haga? La última vez probé con aquagym, pero fue peor. Eso es peligrosísimo. Estuve a punto de ahogarme a los cinco minutos y siempre había un loco en el borde de la piscina agitando los brazos al ritmo de Living la vida loca.
—Mala canción para morir —reconozco.
—¿Cómo fue la comida? —pregunta Pia, y se me escapa una sonrisa en cuanto pienso en la excursión.
—¡Fue genial! —digo—. Me llevó a una cafetería de moteros. Todos los que llegan en moto tienen un diez por ciento de descuento.
—Pues qué pena que fuerais en coche.
Me digo a mí misma que la sonrisa se debe al recuerdo de los cambios de carril, y las señales de aviso, y los abedules delgaduchos, pero delante de mis ojos pasan también molestas imágenes de los ojos de Lukas, de su cuerpo mientras conducía, del hoyo entre sus clavículas, de su repentino ataque de tos cuando intenté entrar en una banda de moteros…
—Fuimos en coche, comimos en la cafetería y tomamos café en una gasolinera Statoil. Una excursión agradable.
Agradable. Me parece una palabra segura.
—Dios, a partir de ahora me exigirás también a mí que te vaya paseando por las gasolineras, ¿verdad?
—Sí… —digo titubeante. Dudo mucho de que hubiera sido lo mismo si hubiese ido con Pia.
Emma me llamó ayer por la noche, bien por remordimiento por no haber venido a casa o bien para hablar del fin de semana tan divertido que ha pasado. A grandes rasgos, consistió en discutir sobre urbanismo. Por lo visto, Fredrik tenía mucho que decir al respecto, y Emma no mencionó nada de lo que eventualmente siente por él. Se reunieron varios chicos de la clase y fue divertido, dijo, juntarse fuera del horario de clase, y hablar más abiertamente sobre los grandes temas de urbanismo sostenible y la futura urbanización.
—¿Y tú qué has hecho? —preguntó al final.
«Intentar entrar en una banda de moteros y sentirme atraída por mi instructor de moto», pensé.
—Oh, lo de siempre —dije—. Cuéntame más sobre la importancia de tener un núcleo urbano cohesionado. —Y así lo hizo.
Después del trabajo voy cojeando hasta la residencia de mi madre para gestionar el asuntillo de su fuga. El camino hasta allí pasa por la autoescuela. Busco por instinto a Lukas, pero ni él ni las motos están allí.
La mujer maternal (esta vez logro leer el cartelito con su nombre: Berit) me lleva hasta su despacho, detrás de la recepción.
Es una sala estrecha y muy formal. Queda patente que han priorizado darle un aire acogedor a los espacios comunes. Hay un escritorio, una silla de oficina negra y dos sillas para visitantes con almohadones hechos con una tela azul que pincha. Entre estas dos hay una mesita con revistas especializadas sobre la demencia y el cuidado de los ancianos.
Berit procura no sentarse detrás del escritorio, sino tomar asiento en una de las otras dos sillas y me hace una señal para que me siente en la otra, a su lado. Cruza las piernas y se inclina hacia mí. Yo me reclino sin pensarlo. Preferiría que se hubiera sentado al escritorio.
Está muy seria. Ya me ha asegurado tres veces que no volverá a pasar, así que no entiendo muy bien por qué está tan alterada. Lo dice una vez más por si acaso:
—A partir de ahora la vigilaremos más. Tal como te dije por teléfono, aquello fue de lo más desafortunado. Pero no ha sufrido ningún daño.
Asiento en silencio.
Berit titubea. Es como si estuviera dando vueltas a cómo exponerlo.
—Los cambios de personalidad… no son extraños en los casos de demencia senil. Y tu madre al menos es feliz. Tiene suerte. Hay muchos que se enfadan, o se quedan desconcertados. Pero…, bueno.
Más titubeo. Al final se inclina hacia delante como si cogiera carrerilla para soltar algo que la incomoda.
—No hay una forma sencilla de decir esto.
Sus ojos son grandes y están llenos de condescendencia, la voz es cálida y tierna.
—¡Tu madre ha tenido un novio!
Parpadeo.
—¿Disculpa? —digo.
—Mmm… bueno, un amante.
—¿Ahora? ¿Aquí?
—Ese tipo de cosas no suelen ocurrir aquí —dice ella, como si esta residencia de ancianos fuera el último guardián de la moral. Cosa que agradezco. No sé si habría soportado que mi madre tuviera más vida social que yo, o si hubiera estado ligando en la residencia mientras yo apenas lograba que me invitaran a un café en una gasolinera—. No —continúa Berit—. Antes.
—Ah —digo yo, sin saber muy bien qué más decir.
—Será mejor que vayamos a saludarla —dice Berit y se levanta. Con una expresión seria, me acompaña hasta el cuarto de mi madre.
Mi madre está sentada al pequeño escritorio que hay junto a la ventana. Tiene una expresión de ensueño en la cara, y su mirada es más afable y cálida de lo que yo he visto jamás. Tiene las mejillas sonrojadas, un tenue y fresco rubor, y sus ojos están claros y envelados al mismo tiempo.
Es hermosa. Siento una punzada en algún punto por debajo del esternón, y me cuesta respirar al notar una presión en las costillas.
Se vuelve hacia nosotras cuando entramos, pero creo que no me ve en absoluto. Una arruga débil y desconcertada aparece entre sus ojos, luego se disipa y ella esboza una sonrisa cegadora al mirarme.
—¿Lars? —dice.
Berit se muestra compasiva, pero también un poquito arrogante, como si estuviera contenta de tener razón. «¿Lo ves?», dice su mirada. Se inclina hacia mí y me susurra al oído:
—No te preocupes, cuando ve a alguien del personal se piensa que es su marido.
Luego se vuelve hacia la puerta abierta y dice en voz alta:
—¡Lars!
No hay nadie cerca, pero aun así ella me mira y asiente.
—Vaya —digo yo. Es lo único que se me ocurre.
Mi padre no se llamaba Lars, lo cual es evidente que Berit sabe. Mi padre se llamaba John, pero todo el mundo excepto mi madre lo llamaba Johnny. Ella odiaba ese diminutivo. Decía que ese nombre era para los criminales.
Y mi padre no era ni de lejos un malo malísimo. Era alto y cumplidor y silencioso. Hizo su trabajo, compró un piso, pagó la deuda, se jubiló y murió poco después. Todo sin mentar palabra, a decir verdad.
Cuando yo fui lo bastante adulta para enterarme de las cosas él ya se había retirado dentro de sí mismo. Por las noches se movía como una sombra silenciosa por el piso, que para él nunca era lo bastante grande para esconderse.
Mi madre hablaba con él, e incluso le echaba broncas, y le decía que no hacía más que sentarse en silencio delante de la tele o que cenaba sin decir nunca nada. La única reacción de mi padre era levantarse e irse a otra habitación.
No puedo recordar ni una sola vez que haya visto a mi madre mirar a mi padre como está mirando ahora a Lars, o bueno, en este caso, a las cuidadoras, y a mí, y a todo aquel que entre en su habitación.
Mi madre sigue hablando, ahora de su feliz estancia juntos en Falu. ¿Fue allí donde se conocieron? ¿Cuándo se conocieron? Intento imaginarme a mi madre feliz y recién enamorada, pero no puedo.
Mi madre nunca ha sido especialmente feliz. Me percaté de ello más o menos a los veinticinco, hasta entonces sólo me parecía que era una mujer irritante. Se arrastraba hasta el trabajo cada día hasta que cumplió cincuenta años y se prejubiló, y entonces se arrastraba fuera de la cama.
Por alguna razón, se ahogó a sí misma —o quizá fue la vida quien lo hizo por ella— en una insatisfacción pegajosa y gris. Irradiaba una decepción constante. En mi casa todo parecía siempre más oscuro que en casa de mis amigas, y no se debía sólo al empapelado marrón de los años setenta.
A veces me pregunto si era porque no tenía ningún estímulo. Definitivamente fue así los últimos años antes de la prejubilación y la demencia senil. Se habla de la depresión de los animales y de los niños, pero ¿quién se preocupa de una mujer de sesenta años que se pasa los días sola metida en su casa?
Mi madre era una de esas personas que se anima pensando en catástrofes. Cada vez que veía un coche patrulla o una ambulancia con la sirena puesta me llamaba para horrorizarse gustosamente con lo que podría haber pasado. Cuando moría el marido de alguien, cuando enfermaba el hijo de alguien, o cuando una ola de vandalismo juvenil quemaba las papeleras delante de su bloque de cuatro plantas, cada viernes y cada sábado por la noche.
Eran las únicas veces que mi madre se exaltaba un poco.
En Skogahammar abundan las enemistades inexplicables. De pequeña nunca pude comprender de dónde venían, pero ahí estaban, igual de inamovibles que los impuestos y la Iglesia y más o menos con el mismo efecto arrollador en nuestras vidas. Es decir, no pensábamos en ellas en el día a día, pero jamás se nos ocurriría renunciar a ellas. Las hostilidades existían, más o menos como el himno sueco para dar la bienvenida al verano. Había que ser amable con los adultos y saludar como es debido, pero no a Gunvor Persson, el hombre de la casa de la esquina que siempre olía a sudor, ni a la vieja de las pantorrillas gordas.
Pero había una enemistad que era inexplicable.
Eva Hansson vivía en la misma escalera que nosotros, en el piso de enfrente, y durante mucho tiempo no fue más que una ama de casa normal. Se intuía que no era feliz, un aroma persistente de decepción y amargura. Pero con mi madre pasaba lo mismo, así que de pequeña nunca le presté demasiada atención. Era inmune a ese aroma, pues no recordaba un tiempo en el que no hubiese estado rodeada por él.
Y luego, de repente, un día Eva Hansson estaba en la cocina de mi madre. Así es como lo recuerdo: un día al volver de la escuela me la encontré allí sentada, y luego se quedó.
—¿Ya ha vuelto a venir la vecina? —solía preguntarme mi padre, pero siempre era mi madre la que contestaba.
Eva Hansson se divorció y se compró la floristería, pero seguía siendo parte de nuestra cocina. Siempre totalmente leal a mi madre. Creo que se ve a sí misma como la hija que mi madre debería haber tenido y a mí como la niña intercambiada. Es probable que mi madre lo viera del mismo modo. Por cada pequeño error que yo cometía, cada vez que decepcionaba a mi madre, Eva se mosqueaba un poco más conmigo.
Después de mi visita a la residencia me paso por la floristería de Eva.
«Si alguien puede saber quién es el tal Lars, ésa es Eva», pienso mientras llego a la puerta de la entrada, justo a la altura del deprimente escaparate.
En un momento de inspiración Eva dibujó una cenefa floral alrededor de los cristales, pero ni el color ni el motivo han sobrevivido al paso de los años: con el tiempo el color lila con el que estaban pintadas las flores se ha ennegrecido, y las hojas verdes se han vuelto oscuras y desgastadas y han quedado levemente desfiguradas a medida que la pintura se iba desconchando.
Todo ello parece algo que Hitchcock habría elegido si se hubiese hecho florista en lugar de director de cine.
Concentrada en mis pensamientos, doy un paso adelante y oigo la campanilla de la tienda. Así que enderezo la espalda, camino directa hacia la caja y de repente escucho un «Hola, Anette».
Gunnar, el de las tragaperras, está en una esquina desempaquetando macetas nuevas.
Creo que nunca he oído a Gunnar decir nada más. Al menos no desde que es adulto. Cuando se le ve por la ciudad siempre camina con la capucha puesta y, por si acaso, también lleva gorra y auriculares, para protegerse realmente de toda forma de contacto humano.
«Chico listo», me digo.
En cambio, ahora se quita la capucha y me sonríe.
O, más bien, le da una especie de espasmo en la comisura izquierda de la boca. De todos modos, yo me emociono y me quedo asombrada.
—Hola, Gunnar —digo y asiento, como si hubiéramos logrado algo juntos.
Después me vuelvo hacia la caja, donde Eva está podando unas rosas.
—Mi madre ha sido infiel —digo. Supongo que tendría que haberlo adornado un poco más—. Se llama Lars. Ella está reviviendo los momentos felices que pasaron juntos en Falun. ¿Quién habría podido pensar que ella era tan lanzada como para buscarse un amante?
Eva empieza a podar con más ímpetu. Un tallo de rosa sale disparado y le da a un pobre amarilis. Ella ni siquiera se da cuenta.
—¿Por qué no iba a ser lo bastante lanzada como para…, quiero decir, cómo sabes que fue una infidelidad? Puede haberlo conocido antes que a John, o después…
—Cierto —reconozco—. ¿Fue después?
Por su forma de comportarse, parece que Eva no sabe si sentirse halagada de que yo piense que ella lo sabe o si irritarse porque se lo estoy preguntando.
—Creo que no es asunto nuestro —dice al final.
—Su demencia ha empeorado.
—Inger es igual de normal que tú y que yo… —Pierde el hilo de lo que iba a decir.
—Exacto —respondo—. Ella solía ser mucho más normal que yo.
—¡Todavía lo es!
Pero es evidente que Eva ya sabe que mi madre ha empeorado. Seguro que la visita con más frecuencia que yo. No sé decir si ella también conocía a Lars.
—Eva —digo—. ¿Sabes quién es Lars?
Chas. Chas. Chas. No quedará ninguna rosa si continúa blandiendo las tijeras de podar a ese ritmo. Quizá ella misma se ha dado cuenta, porque para de repente y mira las flores que tiene delante como si no lograra recordar qué estaba haciendo.
—Recibe muy buena ayuda en la residencia —digo. No menciono nada de la fuga.
—Me necesita a mí.
—Y una fuerte medicación —murmuro entre dientes. Pero eso tampoco es ninguna novedad.
Hasta ahora Eva no se cruza con mi mirada.
—Me enteré de tu intento de reunir más gente para organizar el Día de Skogahammar —dice. No hace falta que remarque la palabra «intento» para mostrar que ella también sabe que no lo he conseguido—. Hans me pidió especialmente que participara porque tú dijiste que deberíamos ser más gente. Personalmente, estoy convencida de que habrían podido arreglárselas perfectamente sin mí —traducido: sin ti—, pero como Hans me lo pidió no pude decirle que no. Supongo que nos veremos el jueves, ¿verdad?
—Sí —digo conteniéndome.
Soy yo la que va a necesitar una buena medicación después de eso.