Capítulo 3

El jefe del puerto, un viejo amigo, se tragó la historia sin dudar. O, al menos, fingió tragársela. El saquito lleno de monedas de oro que Viola había conseguido en un bergantín español dos meses antes y que le había metido con disimulo en un bolsillo seguro que tenía mucho que ver con su buena disposición.

Viola acompañó a la tripulación de la Cavalier mientras desembarcaba y se encargó de trasladarlos a todos a la cárcel del puerto, tras lo cual se lavó las manos.

—Señorita Violet, ha hecho usted lo correcto —Loco caminaba junto a ella por el muelle en dirección a la calle, atestada de marineros, estibadores, comerciantes y las prostitutas que los complacían a todos. A través de las puertas de las tabernas, se escuchaban risotadas y voces. La niebla nocturna todavía flotaba en el aire—. He hablado con unos cuantos tripulantes de la Cavalier. No son mala gente.

—Salvo el capitán.

—Ya sabe cómo son los rumores. La gente cambia.

Viola miró de reojo a su segundo de a bordo mientras se quitaba la gruesa corbata para rascarse el cuello. Las piernas no acababan de acostumbrarse a tierra firme. La travesía de diez semanas no la había agotado. Y aunque le encantaría darse un baño caliente y que le lavaran la ropa con agua limpia, estaba deseando volver a embarcar y poner rumbo al sur.

Volver con Aidan.

Tenía casi veinticinco años y había decidido confesarle que estaba dispuesta a vivir en tierra al menos seis meses al año. En esa ocasión, Aidan se casaría con ella. Desde luego que sí.

—¿Crees que tu mujer te aceptará esta vez, Loco?

El aludido se pasó una mano por el mentón, cubierto por una áspera barba blanca.

—Cuando me fui, me dijo que lo haría, pero no es muy constante, la verdad.

—Pues que tengas suerte. Te recogeremos a la vuelta, en agosto.

—¿Pondrá rumbo a Puerto España entonces?

Viola se pasó una mano por la frente, apartándose el pelo húmedo. Todo estaba húmedo, desde su gabán hasta… sus expectativas.

—Ajá —clavó la vista en las antorchas que iluminaban los portales de la calle. Sin embargo, en ellas no encontraría respuesta. Para hacerlo, tendría que ir al soleado Caribe.

—No ha tenido noticias del señor Castle últimamente, ¿verdad?

—No desde diciembre.

Loco carraspeó y replicó:

—Los plantadores suelen estar muy ocupados. Además, todavía está aprendiendo el oficio. No es habitual que un hombre de mar se establezca en tierra y se ocupe de una granja.

Loco, no es una granja —con el dinero que había ahorrado a lo largo de seis años mientras trabajaba como segundo de a bordo en el barco del padre de Viola, Aidan había comprado una plantación de caña de azúcar de más de veinte hectáreas.

Su segundo frunció el ceño.

—Será mejor que vaya a verlo y vea lo que está pasando.

—¿Te importaría echarle un vistazo a mi casa de camino a la tuya? Los inquilinos son buenas personas, pero me gustaría saber si necesitan algo.

—No zarpará hasta dentro de quince días. ¿Por qué no lo comprueba usted misma?

—Habrá mucho trabajo que hacer aquí, entre descargar y cargar de nuevo. No tendré tiempo —ni ganas.

—No le guarda mucho cariño a esa casa, ¿verdad?

—¿Conoces la cárcel a la que hemos enviado a esos muchachos? —hizo un gesto.

Loco asintió en silencio.

Viola enarcó una ceja y su segundo de a bordo rió entre dientes.

—¿No le gustaba que la dejaran allí, señorita Violet?

—No, señor.

Sin embargo, cuando comenzó la guerra en 1812 y consiguió la patente de corso de las autoridades de Massachusetts, su padre la dejaba en esa casa durante meses y meses, con su tía y sus primos mientras él se hacía a la mar. A ella nunca le había gustado cocinar, ni lavar, ni coser. Sólo le gustaba leer periódicos y novelas de aventuras, cuando podía conseguirlas.

En primavera, cuando su padre la llevaba con él a bordo, afirmaba que estaba hecha para navegar, que no podía dejarla en tierra.

Serena siempre había dicho que se adaptaría perfectamente a la vida en el mar. Serena… su preciosa y dulce hermana mayor que hacía tanto tiempo que la dio por muerta, como su madre. Serena, que tal vez ya nunca pensara en ella. Y que seguro que se escandalizaría si viera en qué se había convertido su hermana pequeña: su piel bronceada, sus modales toscos y el vulgar grupo de marineros que lideraba, siempre a disposición del gobierno americano.

Después de que su padre la secuestrara delante de su hermana y se la llevara de la propiedad del que hasta entonces había creído que era su verdadero progenitor, Viola había pasado años esperando volver a Inglaterra. Había escrito cartas y más cartas que enviaba cuando su padre estaba en la mar, para que no se enterara y así no sufriera. Fionn Daly, un marinero curtido, tenía un corazón de gelatina en lo referente a las mujeres que amaba: su hermana viuda, Viola y la madre de esta, a quien jamás había dejado de querer aunque estuviera casada con otro hombre. La siguió queriendo hasta el día que murió a causa de su extravagante devoción.

Serena jamás respondió a sus cartas. Ni una sola a lo largo de seis años. De modo que a los dieciséis, Viola dejó de escribir. Sin embargo, a veces aún se preguntaba qué sería de ella y deseaba poder tener un catalejo capaz de alcanzar las costas de Devonshire. A esas alturas, seguro que Serena estaba casada y tenía unos cuantos hijos.

Sin embargo, jamás lo sabría con certeza. Iba a casarse con Aidan. Puesto que él se negaba a volver a Inglaterra hasta no haber hecho fortuna, ella tampoco iría. Su vida estaba en ese lugar. En América. Con Aidan.

—Buena suerte con la parienta, Loco. Espero que esta vez te acepte.

—Gracias, señorita —rió entre dientes—. No me vendría mal que rezara por mí si tiene tiempo.

—¡Ah! —Viola soltó una carcajada—. Dios ya no escucha mis plegarias sobre ese tipo de cosas. Hace años que no lo hace.

Se despidió agitando la mano y siguió hacia el hostal. El edificio se emplazaba en una calle estrecha, alejado del bullicio de los muelles, y garantizaba la paz y la tranquilidad de las que jamás podía disfrutar a bordo de su barco. Sin embargo, Viola era incapaz de soportarlas durante más de quince días seguidos.

Una anciana encorvada le abrió la puerta.

—Señora Digby, he vuelto otra vez en busca de su tarta crujiente de manzana.

—Señorita Violet —replicó la mujer, con una sonrisa que le arrugó aún más el rabillo de los ojos—, bienvenida a casa.

No podía decirse que fuera su casa, pero las sábanas estaban siempre secas y no tenían chinches ni pulgas.

—Para los gastos —Viola dejó un puñado de monedas en la temblorosa mano de la mujer y subió a su habitación. Aunque la señora Digby no podía permitirse lujos, era un lugar razonablemente cómodo.

Una vez en ella, se quitó las prendas de lana y lino, empapadas por la lluvia, la sal y el sudor. La criada llegó para encender el fuego y Viola le dio un penique. Después, se lavó de pie en una tina, para lo cual usó un jarro de agua caliente. Se secó el pelo delante del fuego, desenredándoselo con los dedos y se metió en la cama. Dormiría hasta el domingo si no tuviera que madrugar al día siguiente para supervisar la carga de la Tormenta de Abril.

Antes de que se le cerraran los ojos, reparó en la figurilla que descansaba en la mesita de noche. Su posesión más preciada después del barco.

Su padre había cambiado una vajilla de plata que había robado de un buque mercante holandés por ese tesoro. Se lo regaló el día que cumplió trece años. Del mismo tamaño que su dedo índice, estaba tallada con gran delicadeza y pintada con detalle. Tenía tonos dorados, rojos, azules, verdes y amarillos. Era la estatuilla de un rey egipcio.

De un faraón.

Años después, cuando escuchó por primera vez que había un pirata con dicho apodo, un hombre de mar tan afortunado que hasta los corsarios españoles temían cruzarse con él, quiso conocerlo. Quiso ver con sus propios ojos quién era ese hombre tan afamado. Esa leyenda viva. Últimamente, al escuchar en las tabernas de los puertos que El Faraón se dedicaba en exclusiva a hundir barcos piratas, sus deseos de conocerlo aumentaron.

Por fin lo había conocido.

Y por su culpa, por culpa de una mujer, el poderoso Faraón estaba durmiendo en una celda. Y también por su culpa, al llegar la mañana sería libre. Siempre y cuando mantuviera esa preciosa boca cerrada.

Viola se durmió con una sonrisa en los labios.

Jin se despertó temblando.

Contuvo la reacción de su cuerpo. No temblaba de frío. Temblaba por culpa de los barrotes de hierro que tenía delante de los ojos.

Se enderezó contra la pared, respiró hondo un par de veces y desterró el sudor frío que amenazaba con cubrir su cuerpo y el pánico latente que le debilitaba las extremidades. La luz del amanecer se filtraba por el ventanuco de la celda, situado por encima de la cabeza de un hombre. A su alrededor y también en la celda contigua, se encontraba su tripulación. Sus hombres dormían o descansaban tirados en el mohoso suelo. Todos eran capaces de descansar en cualquier sitio. Igual que él. Normalmente.

Llevaba doce años sin estar detrás de unos barrotes, desde que tenía diecisiete años. En aquella ocasión, dos hombres pagaron por su libertad. Él se encargó de que pagaran. Con sus vidas.

Ocho años antes de dicho momento, lo arrastraron encadenado y pataleando a una subasta de esclavos bajo el ardiente sol de Barbados. En aquella ocasión, fue un muchacho quien pagó por su libertad. Con oro. Un muchacho de doce años a quien le debía la vida. Desde entonces, cada día que pasaba en libertad le parecía un tesoro robado.

Volvió la cabeza al escuchar un golpe. En un rincón de la celda, frente a él, Pequeño Billy lanzaba un ajado dado de madera contra la pared. Al verlo despierto, el muchacho estiró el cuello y esbozó una sonrisa.

—Buenos días, capitán —a sus dieciséis años, Billy seguía haciendo honor a su mote. Era bajito, delgado y desgarbado. Sonreía como si fuera un niño—. ¿Está listo para el juez?

—No habrá juez, Bill —Jin paseó su mirada por los muros y los barrotes de la celda en busca de algún punto débil en su estructura.

Lo hizo por costumbre, ya que no era necesario. Los liberarían al cabo de unas horas. Ya lo había escuchado la noche anterior de labios del jefe del puerto, antes de que les hiciera llegar los harapos que en esos momentos llevaban tanto él como su tripulación, en vez de su propia ropa. La capitana de la Tormenta de Abril le había mentido al jefe del puerto sobre él y sobre su barco.

Esa mujer estaba loca. Tendría que llevar a una loca a Inglaterra, para devolverla al seno de una familia respetable.

Mattie, que se encontraba a su lado, soltó un sonoro bostezo. Después, se llevó unas manos tan grandes como dos jamones a la cara, que procedió a frotarse antes de sacudir la cabeza y mirar a Jin con el ceño fruncido, como era habitual.

—¿Cuál es el plan, capitán?

—Estoy en ello.

—Capitán, ¿por qué no les paga a estos tipos por ella? —Pequeño Billy gateó hasta ellos y señaló el techo, indicando al parecer a los gobernadores del litoral—. Para que se libren de ella.

—No estás pensando con la cabeza —Mattie empujó uno de los huesudos hombros del muchacho—. Esa muchacha no es propiedad de nadie.

—Pues eso no importó con la que trabó amistad en La Coruña —replicó Billy, con la pálida frente arrugada ya que había fruncido el ceño.

—¿Qué sabrás tú? —dijo Matouba con su vozarrón. Se encontraba al otro lado de la celda y sus ojos eran dos esferas blancas en su rostro negro—. Eras un bebé por aquel entonces.

—No trabó amistad con aquella muchacha —gruñó Mattie—. Además, esa no era libre. El señor Jin se la compró al que la estaba azotando —volvió la cabeza hacia Jin—. ¿Qué ha sido de esa chiquilla española?

Jin se encogió de hombros, pero se acordaba perfectamente. Recordaba a todas las personas a las que había liberado. Recordaba sus caras y sus nombres. A esa muchacha le había buscado un trabajo como criada en la casa de una solterona. Una anciana respetable. Era lo mejor que pudo encontrar en una ciudad desconocida. En los puertos que conocía mejor, dicha empresa siempre le resultaba más fácil.

Lo mismo daba. Cada vez que compraba la libertad de alguien, conseguía desprenderse de un trocito de la rabia y de la desesperación con las que cargaba. Sin embargo, eran trocitos muy pequeños y la losa aún era bien grande. Tendría que liberar unos cuantos miles antes de que desapareciera por completo.

—Yo digo que se compre cuatro barcos, o quizá cinco o seis, y los llene de hombres —dijo Matouba—. Así podrá rodear a la Tormenta de Abril mar adentro y llevarla de vuelta a Inglaterra.

—No —Jin meneó la cabeza—. Debe ir de forma voluntaria —una mujer como Violet la Vil lo acompañaría sólo si quería hacerlo. Si no, tendría que atarla y mantenerla encerrada en la bodega durante el mes de travesía. Pero él no trataba a ningún ser humano de esa forma. Ya no—. No —repitió—. Tengo otro plan.

Cuando comenzó a buscar a Viola Carlyle, albergaba la esperanza de encontrarla en una casita de la costa, ansiosa por regresar a Inglaterra, pero sin los recursos o el valor necesarios para hacerlo. Sin embargo, tras varios meses de búsqueda, cuando las pistas descubiertas lo llevaron a la corsaria apodada Violet la Vil, se vio obligado a revaluar la situación. Su verdadero padre, Fionn Daly, fue un contrabandista mediocre antes de convertirse en un corsario más mediocre si cabía. Posiblemente, sólo le permitiera embarcar por motivos prácticos, para que se encargara de las tareas domésticas y ahorrarse de esa manera la paga de un marinero. De modo que supuso que estaría encantada de volver a Inglaterra y de reintegrarse en la sociedad.

Supuso mal. La capitana de la Tormenta de Abril, una mujer segura, temeraria y en absoluto parecida a una dama, no se marcharía voluntariamente. No obstante, él debía convencerla. Había pasado toda una vida mintiendo y abriéndose paso con uñas y dientes para conseguir una victoria tras otra. Al final, la señorita Viola Carlyle zarparía rumbo a Inglaterra con él por decisión propia y retomaría la vida para la que nació. No le cabía la menor duda.

Estaba obligado a conseguirlo.

Veinte años antes, Alex Savege había comprado su libertad y le había salvado la vida. Una década después, cuando sólo era un ladrón enfurecido que pagaba su rabia con el mundo en general, Alex le ofreció otra alternativa. Lo subió a bordo de la Cavalier y le mostró lo que significaba ser un hombre. La flamante esposa de Alex creía que su hermanastra seguía viva. Alex, que a esas alturas era un aristócrata inglés, no necesitaba el dinero de Jin ni la ayuda que le prestaba con su barco. Sólo le interesaba la felicidad de su esposa.

De modo que partió sin decirles nada a lord y lady Savege, en busca de Viola Carlyle. Para saldar su deuda. La devolvería sana y salva al seno de su familia o moriría en el intento.

El jefe del puerto torció el gesto mientras miraba a Jin de arriba abajo por tercera vez y le exigía oro.

Jin sacó un pagaré. El oficial del puerto sonrió. Cerró su despacho con llave y fue al banco en persona. Jin esperó con tranquilidad. La cuenta que el señor Julius Smythe, comerciante, tenía en el Banco de Massachusetts era muy abultada.

Al cabo de poco tiempo, el jefe del puerto volvió con una sonrisa de oreja a oreja.

—Felicidades, señor Smythe —le dijo al tiempo que le hacía una reverencia, como si Jin fuera el caballero que fingía ser cuando iba a hacer negocios al banco—. Es libre para marcharse con tres de sus hombres.

De vuelta en los muelles, con el sol primaveral del mediodía colándose entre los mástiles y reflejándose en las desgastadas pasarelas, Jin les dijo a Matouba, a Mattie y a Billy que se marcharan hasta que los mandara llamar. El muchacho y Matouba lo hicieron discutiendo, como de costumbre. Mattie lo miró con gran seriedad antes de seguirlos.

Jin caminó por el muelle observando la bulliciosa escena, el tráfico de carretas, marineros y comerciantes, hasta dar con lo que buscaba: un flamante y reluciente barco cuyas barandillas no estaban aún colocadas. Desde la cubierta le llegaban los martillazos contra la madera. Un par de muchachos estaban lijando la cubierta principal, cuya madera todavía no había sido barnizada ni alquitranada.

No era la Cavalier. Ninguna embarcación se asemejaría ja más a ella. Pero lo que tenía delante era una belleza, pequeña y rápida, tal como le habían asegurado que sería seis meses antes en Boston, cuando vio los planos. Era perfecta para lo que necesitaba.

Sin embargo, un hombre no podía aparecer para comprar una embarcación como si acabara de pasar la noche en la cárcel. De modo que se volvió y se dirigió al banco.

Dos horas más tarde, recién afeitado y arreglado, Jin doblaba la carta que había estado esperándolo cuatro meses en el banco antes de guardársela en el chaleco. Estuvo a punto de sonreír. El Almirantazgo conseguía enviarle alguna que otra carta a través de los capitanes de la Armada. Esa, sin embargo, no le había llegado mediante ese cauce.

El vizconde Colin Gray seguía buscándolo.

Jin había pasado años trabajando para otra institución al servicio de la Corona, que no tenía nada que ver con el Almirantazgo. Se trataba de una organización secreta enraizada en el Ministerio del Interior, cuya existencia sólo conocían aquellos que precisaban su ayuda. El Club Falcon.

El club se desmanteló el año anterior. Al menos nominalmente. Lo conformaban cinco miembros, pero cuatro seguían en activo. El compañero de Jin y único contacto con el misterioso director del club, Colin Gray, se negaba a abandonar la misión de la organización: la búsqueda de las almas perdidas que necesitaban volver a casa. Pero no se trataba de cualquier alma. Las personas a las que buscaba el Club Falcon eran aquellas cuya desaparición, o a veces su simple existencia, ponía en peligro la paz de la élite del reino y aquellas cuya ausencia y devolución debía mantenerse en secreto. Por la seguridad de Inglaterra.

Jin no había abandonado, en teoría. Pero de momento no tenía tiempo ni ganas de complacer a Gray ni al Almirantazgo. Por fin había encontrado a la persona que se había propuesto localizar dos años antes. Otra alma perdida. Una mujer que llevaba tanto tiempo fuera que ya no sabía que estaba perdida.

Avanzó por el muelle y pasó junto al barco que lo había llevado al puerto. La Tormenta de Abril, que debía de tener unos veinte años, descansaba en el atracadero, cual caballo de tiro entre los varales de un carruaje. Era un bergantín de tamaño medio, con las velas cuadradas para lograr la mayor velocidad, pero con un casco demasiado pesado que le restaba maniobrabilidad.

Se le retorcieron las entrañas. Que lo hubiera capturado semejante embarcación después de haber sobrepasado a todas las que cruzaban el Atlántico era casi ridículo.

Su mirada se posó sobre una muchacha que trabajaba enrollando unas cuerdas en el muelle, junto al barco, y su expresión se relajó. Estaba inclinada y de espaldas a él, lo que dejaba a la vista un trasero perfectamente abarcable por las manos de un hombre. Las calzas ajustadas se amoldaban a sus muslos y dejaban a la vista unas pantorrillas torneadas. Llevaba una camisa blanca de trabajo, que se ajustaba a sus hombros y revelaba unos huesos delicados y unos brazos delgados.

El taconeo de las botas de Jin sobre el suelo la hizo mirar por encima del hombro, deteniéndose al verlo. Se enderezó, se quitó el sombrero y se pasó el dorso de la mano por la sudorosa frente.

Jin se excitó mientras contemplaba la preciosa imagen de la mujer, una imagen demasiado infrecuente desde que se empeñó en completar su misión. Tenía una frente ancha y despejada, unos enormes ojos azules oscuros rodeados por largas pestañas, una nariz respingona y unos labios carnosos y rosados que invitaban al placer. Algunos mechones de pelo castaño se le rizaban sobre la frente, pero el resto lo llevaba recogido con una tira de cuero. Su cara le pareció conocida. Y muy hermosa. Demasiado para estar trabajando en los muelles.

—¿Está la capitana del barco por aquí? —le preguntó, señalando hacia la Tormenta de Abril.

Ella asintió con la cabeza. En sus ojos apareció un brillo peculiar, resaltado por el sol de primavera. Jin esbozó una sonrisa. Hacía un siglo que no tenía debajo a una mujer, y la mirada directa de esa resultaba muy prometedora.

—En ese caso, ve a buscarla —su sonrisa se ensanchó—. Y no tardes.

—No tardaré en absoluto, marinero. La tienes delante de tus ojos.

Su voz era tan sedosa como su pelo satinado. La vio poner los brazos en jarras y en ese momento Jin se percató del lunar que tenía bajo el labio inferior.

Su sonrisa se desvaneció.

No obstante, en los eróticos labios de Viola Carlyle apareció una dulce sonrisa.

—Te han liberado, ¿no? Qué tontos son —se echó a reír y regresó al trabajo—. Veo que has encontrado ropa.

—Pues sí —la ropa que ella llevaba se amoldaba a ese cuerpo tan femenino de la misma forma que lo hacía antes, cuando ignoraba que estaba loca y que era una dama—. He comprado mi libertad —junto con la de Mattie, la de Billy y la de Matouba.

El resto de la tripulación tendría que esperar. Sería contraproducente que lo vieran gastar oro a manos llenas. Sin embargo, sus hombres estaban acostumbrados a vivir en lugares estrechos y el jefe del puerto los liberaría tarde o temprano.

Ella meneó la cabeza.

—Los jefes de puerto hacen cualquier cosa por una bolsa de oro.

—Y también ayuda la palabra de una corsaria de confianza. Gracias por tu ayuda.

Ella se enderezó de nuevo y sus ojos lo recorrieron despacio de los pies a la cabeza. Aunque no se movió, su porte delataba una actitud temeraria. Colocó la mano sobre la empuñadura del largo puñal como si esa fuera su posición desde el día que nació.

Pero no era así. Esa mano no había nacido para eso, sino para llevar guantes de piel de cabritilla. Para llevar la cinta de un carnet de baile en la muñeca. Para descansar en el brazo de un hombre.

—No me gusta ver hombres de mar atrapados en tierra —adujo ella—. Aunque sean piratas.

Unas palabras sinceras. Jin admiró su honestidad.

—Llevo años sin ejercer la piratería y jamás he abordado barcos americanos —el primer capitán de la Cavalier, Alex Savege, sólo abordaba embarcaciones de acaudalados nobles ingleses—. Pero ya lo sabías, ¿verdad?

—Es posible —su boca esbozó una sonrisa torcida.

—De todas formas, estás en deuda conmigo —Jin enfrentó su mirada sin pestañear—. Has hundido mi barco.

—¿Crees que te debo algo, marinero? ¿Quieres que te dé mi barco? —ella soltó una carcajada ronca que derrochaba alegría—. Que te lo has creído.

Era evidente que le gustaba reír y el aterciopelado sonido se deslizó por el pecho de Jin de camino a la bragueta de sus pantalones.

—Tu barco no es compensación suficiente —replicó con una voz desabrida que a él mismo le sorprendió—. Me debes la oportunidad de recuperar parte de lo que he perdido y ahora carezco de una embarcación con la que conseguirlo.

Viola enarcó las cejas.

—No me digas que esperas enrolarte en mi barco.

—Pues sí. Con tres de mis hombres.

—He dicho que no me lo digas. No me lo creo. ¿El Faraón quiere unirse a la tripulación de una corsaria que trabaja para el estado de Massachusetts? A otro perro con ese hueso, marinero.

Jin no encontró una réplica adecuada. Su voz seductora bastaba para distraer a un hombre.

—Tenías dinero suficiente para comprar tu libertad y para comprar ropa —añadió ella.

—He gastado todos los fondos de los que disponía —en realidad, ni siquiera había gastado una cuarta parte—. Ya había entregado el pago inicial para la embarcación que está en aquel astillero.

Ella silbó por lo bajo y meneó la cabeza. Saltaba a la vista que no quedaba ni rastro de la educación que había recibido durante sus diez primeros años en la casa de un aristócrata.

—Es una preciosidad —comentó al tiempo que miraba en dirección al astillero—. Y debe de ser muy rápida. Seguro que más rápida que la Cavalier.

—Tendré que entregar el resto del pago cuando esté terminada. He oído que zarparás hacia el sur dentro de quince días.

—Pues sí, pero no voy a buscar beneficios de camino, a menos que me cruce con alguna presa que no pueda dejar escapar. En este viaje llevaré un cargamento.

—Tengo cierto capital en Tobago que debo recoger para poder comprar el barco. Me vendría bien la travesía hacia el sur y tú podrías beneficiarte de mi presencia a bordo.

Viola pareció reflexionar al respecto y sus ojos adquirieron una expresión recelosa. Al cabo de un instante, se volvió para retomar el trabajo y dijo:

—Lo pensaré.

Jin sintió un ramalazo de furia que le tensó los hombros. Se movió hacia delante y se detuvo al borde de la sombra de Viola.

—Lo vas a pensar ahora.

Ella alzó la vista para mirarlo con los ojos entrecerrados. El pulso latía enloquecido en su delicada garganta.

—Marinero, como te acerques más te vas a tragar la hoja de mi puñal.

—Como me niegues lo que me corresponde, haré que te arrepientas durante más tiempo del que necesitaría esta vieja barca para convertirse en una nave decente.

Su comentario hizo que ella se sonrojara.

—Esta vieja barca hundió tu embarcación. ¿Es que tus padres no te enseñaron modales, Seton?

Lo que le enseñó su madre le fue de poca utilidad después de que lo vendieran como esclavo. En cuanto a su padre, era un inglés cuyo nombre ni siquiera conocía. En fin, ese era otro motivo para ir a Tobago.

—Supongo que no —contestó con voz serena—. ¿Nos contratarás a mis hombres y a mí?

—Apártate de mi espalda y te contestaré.

La obedeció apartándose unos pasos y disimuló la satisfacción que sentía. La muchacha empezaba a claudicar. El asunto se resolvería antes de lo que esperaba.

La vio calarse de nuevo el sombrero mientras se enderezaba.

—Mi segundo de a bordo está de permiso —dijo a la postre—. Y mi cocinero se enroló esta mañana en una fragata de la Armada. ¿Alguno de tus hombres es ducho con las sartenes?

Si no lo eran, lo serían. Asintió con la cabeza.

—La verdad, me vendría bien un segundo de a bordo —reconoció Viola con los ojos entrecerrados, la misma expresión que tenía la primera vez que la vio, bajo el azote de la lluvia—. ¿Cómo llevarías ese puesto después de haber sido capitán de una nave?

—No te daré problema alguno.

Ella frunció el ceño.

—Lo dudo mucho.

Jin se permitió una sonrisa. Esa mujer no se había ganado el mando cometiendo errores.

—Seton, esto no es un barco pirata. Mis hombres me son leales. Si lo que tramas es arrebatarme el control de mi nave, no vas a lograrlo.

—No quiero la Tormenta de Abril —lo que quería era tener en junio a la señorita Viola Carlyle en su barco, rumbo a Inglaterra—. ¿Me contratas o no?

Ella observó su rostro con una mirada penetrante.

—Sospecho que acabaré arrepintiéndome de esto —sin embargo, se acercó a él con una mano extendida.

Él la aceptó. Su palma era áspera; sus dedos, delgados; su apretón, firme. Era una dama y una mujer de mar. Y de cerca seguía siendo preciosa. El sol primaveral se reflejaba sobre unos rasgos delicados. Según los registros oficiales tenía casi veinticinco años, pero pese al tono bronceado de su piel, aún parecía una jovencita. Tal vez fuera por el brillo de sus ojos. Una expresión que dejaba bien claro la confianza que sentía pese a la constante incertidumbre de la vida de un marino. Dicha confianza era fruto de los diez primeros años de su vida, durante los cuales no tuvo la menor preocupación.

—No te arrepentirás.

¿Por qué iba a arrepentirse? El lugar de una dama estaba en el hogar de un caballero. Y él se aseguraría de que Viola Carlyle ocupara su lugar.