Capítulo 16

Mientras el sol se ponía tras el horizonte, en la bocana de la bahía, la esposa del jefe del puerto le envió a Viola una invitación por escrito. Estaba sacando de la caja el vestido nuevo, cuya tela parecía firme y gruesa gracias al planchado, cuando recibió la nota junto con otra. La leyó a la luz de una lámpara con las manos sudorosas. Junto a ellos cenarían otros seis invitados entre los que se incluían dos oficiales navales y sus respectivas esposas.

El otro mensaje era de Aidan. Lo desdobló para leerlo.

Alguien llamó a la puerta del camarote. Al abrir, se sintió como una idiota. ¿Cómo era posible que se le aflojaran las rodillas sólo con mirar a Jin Seton?

Llevaba una chaqueta sencilla y elegante, que se amoldaba a sus hombros y a su esbelto torso como si la hubieran confeccionado a medida. La camisa, la corbata y el chaleco eran blancos, y se había afeitado.

Sus ojos azules le echaron un rápido vistazo.

—¿Todavía no te has arreglado para la cena?

—No voy a ir —le soltó al tiempo que unía las manos a la espalda, arrugando las cartas—. Es que…

Él enarcó las cejas.

—Tengo otro compromiso esta noche —siguió—. Con…

Jin levantó una mano para silenciarla. La mano herida que ella había insistido en curarle sólo para poder tocarlo de nuevo. Esa mañana, dolida e indignada después de que él le dejara claras sus intenciones, no se había percatado del motivo de su insistencia. Pero en ese momento lo entendía perfectamente. Y sabía que no podía acompañar a ese hombre a una cena con desconocidos y comportarse como era debido. No recordaba cómo se hacía. De hecho, jamás había aprendido a hacerlo. Sin embargo, sólo con mirar el porte seguro y elegante de ese antiguo pirata sabía que él no tendría problemas. Él sí sería capaz de comportarse de igual a igual con el jefe del puerto y sus invitados, aunque no pudiera superarlos en el vestir ni en los modales.

—No es necesario que me lo expliques —le dijo—. Es asunto tuyo. Les trasladaré tus disculpas a los anfitriones.

—Gracias —Viola se mordió el labio—. Creo.

Lo vio esbozar una sonrisilla y el corazón le dio un vuelco, chocando de algún modo con el estómago, de modo que acabó sintiendo náuseas.

—No sé lo que significa «trasladar tus disculpas» —admitió.

—Me inventaré un cuento creíble para evitar que los anfitriones se ofendan por el anuncio de tu ausencia a última hora. Sospecho que deseas continuar en buenos términos con el jefe del puerto.

—Lo siento. Tenía un compromiso previo para cenar con… con el señor Castle, en el hotel. No he tenido oportunidad de decírtelo antes.

Él asintió con la cabeza.

—En ese caso, que pases una buena noche.

—Ha reservado habitaciones para todos nosotros en el hotel —señaló las cartas arrugadas—. Para los Hat y para mí. Y para ti. Dice que espera que aceptes su invitación a ocupar un alojamiento cómodo puesto que no puede ofrecerte la hospitalidad de su casa tal y como esperábamos. Como yo esperaba.

Jin ladeó la cabeza.

—¿Debo entender que si me niego y sigo alojándome en el barco lo considerarás motivo de rebelión sobre la apuesta?

Viola no pudo contener una sonrisa.

—Desde luego.

—En ese caso, puedes estar tranquila porque pasaré la noche en el hotel —se volvió para marcharse, pero se detuvo—. Sin embargo, no lo haré en calidad de invitado del señor Castle. Pagaré mi propia habitación.

Viola sintió que se le aceleraba el pulso.

—Además de la arrogancia, sufres de un orgullo desmesurado, ¿no?

Él la miró en silencio.

—El orgullo tiene poco que ver. Buenas noches, Viola.

Siguió durante todo un minuto en el vano de la puerta de su camarote, escuchando los crujidos de su barco y el silencio reinante dada la ausencia de la mayor parte de la tripulación. Después, preparó una pequeña bolsa de viaje. No había planes para cenar con Aidan esa noche. En la nota, se limitaba a suplicarle que aceptara su oferta para descansar cómodamente en el hotel esa noche mientras él intentaba limpiar la casa lo suficiente para su regreso. Sospechaba que los Hat también estarían alojados en el hotel y que posiblemente también cenarían allí. Sin embargo, dudaba de que Aidan los visitara después de las promesas de esa misma tarde. Le había parecido sinceramente arrepentido de su error y dispuesto a comenzar de cero con ella.

Así que se trasladaría al hotel, se daría un baño y se lavaría el pelo con jabón. Después, dormiría entre sábanas limpias en un colchón seco y por la mañana se levantaría descansada. Porque con la mañana llegaría el fin de la apuesta y debía estar preparada para discutir otra vez con Seton cuando le exigiera que regresase a Inglaterra.

En esa ocasión, pensaba ganar.

En la tienda también había comprado una camisola nueva que se ajustaba a la cintura con un cordón y se abrochaba en el pecho mediante unas cintas. Una vez que estuvo en la modesta y limpia habitación del hotel, se bañó y se puso la prenda nueva. A continuación, se peinó, y su pelo insistió en rizarse ya que la humedad de la noche tropical impedía que se secara por completo. Los rizos se le pegaban a la frente y a la nuca.

Se acercó a la ventana y la abrió. La brisa le agitó el pelo y la camisola, que se le pegó al cuerpo. Sintió su roce en los pezones. De repente, recordó las caricias de los labios de Jin y la invadió el deseo, debilitándole las extremidades y provocándole un gran ardor entre los muslos. Aún seguía un poco dolorida, sin bien se sintió palpitar. Un simple recuerdo y su cuerpo estaba ansioso por acogerlo de nuevo.

Era inquietante. Y… maravilloso.

Se aferró al alféizar de la ventana mientras contemplaba las resplandecientes y oscuras aguas de la bahía. Los mástiles de la Tormenta de Abril eran los más altos de todos. Ninguna otra embarcación atracada en el puerto le hacía sombra en cuanto al tamaño, aunque algunas eran más nuevas.

Contempló el bergantín de su padre a la luz de la luna y sintió la conocida punzada del dolor por su ausencia que esos momentos era como una sombra en su interior. Debería cambiar de barco, sí, pero carecía de fondos para comprar una nueva embarcación. Sin la Tormenta de Abril, se quedaría sin trabajo, a menos que se enrolara en el barco de otro capitán. Una opción que ni siquiera contemplaba, por supuesto. Las mujeres en los barcos sólo podían ocupar una posición: la de putas.

Tendría que conseguir cuatro o cinco presas valiosas para empezar siquiera a plantearse la idea de comprar otro barco del mismo tamaño. Sin embargo, las presas escaseaban, ya que las guerras se libraban demasiado al norte. Si seguía en las islas, tal vez apresara a un par de piratas mexicanos o cubanos. No obstante, frente a ese tipo de enemigo corría el riesgo de acabar muerta, o algo peor, sobre todo en aguas que le resultaban desconocidas.

Necesitaba el barco que descansaba en el muelle de Boston. El barco nuevo de Jin Seton. Necesitaba que perdiera la apuesta.

Esa mañana, se había irritado con ella porque la deseaba. Saltaba a la vista y ella no era tan tonta como para pasarlo por alto. Sin embargo, no quería desearla. ¿Tal vez porque el deseo era demasiado intenso? ¿Más del que le gustaría? ¿Hasta el punto de enamorarse de ella y perder la apuesta?

Parecía un tanto descabellado. Tal vez sólo estuviera irritado por el cansancio, como ella. O tal vez no. Tal vez aún podía proclamarse ganadora. Tal vez si se entregaba de nuevo a él, Jin Seton acabara enamorándose.

Al menos, podía intentarlo.

Siguió aferrada al alféizar, pero le temblaban los dedos. Sacó el viejo reloj de su padre, sin cadena de oro a esas alturas, ya que la tuvo que vender hacía mucho a fin de adquirir alguna cosa necesaria para el barco que ya ni recordaba. Eran las diez. A esa hora él debía de haber llegado al hotel. Aunque no sabía qué habitación ocupaba.

Se le aceleró el pulso. No podía aparecer en su habitación y seducirlo sin más. ¿O sí?

Sí que podía. Si supiera en qué habitación se alojaba. Pero no podía preguntar en recepción.

Se metió en la cama y se acurrucó, con los nervios a flor de piel y el cuerpo tenso. Ya se le ocurriría algo. Cerró los ojos para pensar, pero acabó recordando su boca, sus manos, su mentón y sus ojos. Después, recordó cómo la había mirado y tocado, como si no pudiera saciarse de ella. Y cómo ella había deseado que no la dejara jamás. Cómo había deseado que el momento no acabara. Nunca.

Despertó sobresaltada al escuchar unas voces en el pasillo. La lámpara de su mesita de noche seguía encendida, pero la vela que descansaba en la repisa de la chimenea estaba consumida. Sacudió la cabeza para espabilarse y aguzó el oído.

Sintió que se le derretían las entrañas. Era él. ¿Con el señor Hat?

Salió de la cama sin hacer ruido y pegó una oreja a la puerta. Estuvo a punto de soltar una risilla, pero logró contenerla. ¡Por Dios! La noche anterior se habían abalanzado el uno sobre el otro encima de una vela caída en una escalera. ¿Qué sentido tenía que anduviera de puntillas a esas alturas?

No obstante, esa noche era diferente. Esa noche, si iba a buscarlo y él la aceptaba, ninguno podría achacarlo a un repentino arrebato de pasión.

No escuchó voces femeninas, sólo las de los dos hombres. Pero antes debía asegurarse de quiénes eran los dos caballeros del pasillo, porque parecía que se estaban deseando las buenas noches. Le quitó el pestillo a la puerta y, con dedos temblorosos, giró el pomo para abrir y asomarse al pasillo.

Jin Seton se encontraba a unos tres metros de distancia. Sus ojos se clavaron en ella, tras lo cual volvió a mirar al señor Hat, que en ese momento le decía:

—Buenas noches, Seton. Un placer conocerlo.

—Les deseo un buen viaje a usted y a su familia, señor —se volvió y enfiló el pasillo hasta detenerse en la última puerta. Una vez allí, sacó una llave, abrió y entró.

El señor Hat desapareció escaleras arriba. Viola cerró la puerta, volvió a la cama y se sentó en el borde. Le temblaban las manos. Le temblaba todo el cuerpo.

No era en absoluto como la noche anterior. No podía hacerlo.

Pero si lo hacía, ganaría la apuesta.

Le temblaban incluso los labios y tenía la impresión de que los pulmones no le funcionaban a plena capacidad. Colocó los pies en el suelo, empezando por los dedos y acabando por los talones. Se enderezó y caminó hasta la puerta.

A la tenue luz del pasillo, procedente de un candelabro situado en la escalera inferior, su habitación parecía estar a kilómetros de distancia. Sin embargo, ella era Violet la Vil. Ella misma se había puesto ese apodo, por supuesto, pero el nombre se había extendido después de conseguir varias presas importantes al año. Y antes de eso, también había ayudado a su padre a capturar varios barcos enemigos. ¡Había hundido la infame Cavalier, por el amor de Dios! No tendría problemas para conquistar a su capitán.

Caminó hasta su puerta. El pomo giró bajo su mano. Entró sin llamar.

Lo vio sentado a una pequeña mesa. Sus penetrantes ojos la miraban fijamente. Tenía un libro en la mano herida y la otra empuñaba un cuchillo escondido en parte en la caña de una de sus botas.

—¡No lo lances! —exclamó—. Aunque supongo que te gustaría hacerlo.

Él acabó de sacar el arma y la dejó sobre la mesa.

—No ahora mismo, aunque sí en otros momentos —soltó el libro y se puso en pie.

Se había quitado la chaqueta y el chaleco. Un par de tirantes colgaban de la pretina de sus pantalones. Ya no llevaba corbata y se había desabrochado el cuello de la camisa. La luz dorada de la vela resaltaba su poderoso y varonil cuerpo. Viola descubrió que le costaba trabajo respirar.

—¿Por qué no has echado el pestillo?

—No me he dado cuenta de que había uno.

—¿Ah, no?

—Estoy cansado y distraído, reflexionando sobre los acontecimientos de esta noche. De este día.

A Viola le pareció sincero. Como siempre. Salvo esa mañana, cuando actuó de forma extraña como si estuviera asustado, algo inusual en él.

—¿No ha sido porque esperabas que viniera a verte?

Sus ojos la miraron con cierto recelo.

—¿Qué haces despierta? Tienes toda la pinta de haber estado durmiendo.

—¿Ah, sí?

Él la señaló con una mano.

—El pelo.

Viola se llevó una mano a la cabeza. Tenía todo el pelo rizado y alborotado, ya que se le había secado en parte mientras dormía. ¡Por Dios! No sabía cómo seducir a un hombre en esas circunstancias. No había contado con una madre que la instruyera, con una hermana mayor ni con nadie.

Sin embargo, contaba con su instinto y con la experiencia de los años pasados junto a los marineros. De modo que sabía lo que más les gustaba a los hombres de las mujeres. Se llevó la mano al pecho y se desató la cinta de la camisola, tras lo cual la prenda se separó.

—Pues no lo mires —replicó con voz trémula.

Se bajó la camisola por los hombros y dejó que le cayera por los brazos. Estaba semidesnuda ante él, con el corazón desbocado, pero ya no temblaba. Se había decidido.

Él no se movió. Ni siquiera le miró los pechos. Sin embargo, en esos ojos fríos como el hielo e iluminados por la luz de la vela, reconoció el brillo de la pasión.

—Viola —le dijo en voz baja—, no.

Ella tragó saliva.

—¿No?

—Así no lograrás lo que quieres.

De modo que sabía que aún esperaba ganar la apuesta y por eso la rechazaba. No obstante, el deseo siguió iluminando sus ojos, y la tensión que se evidenciaba en su mentón, en los músculos de su cuello y en los de sus brazos sugería que no era inmune a la tentación.

Viola tomó una bocanada de aire para infundirse valor. Y otra. Después, levantó una mano y deslizó un solitario dedo entre sus pechos. Aidan le había pedido en una ocasión que se tocara para él. En aquel entonces, fue incapaz de hacerlo, ya que estaba demasiado avergonzada por la petición y por su incapacidad para complacerlo con su simple desnudez. En ese momento, sin embargo, y bajo la mirada de Jin, le pareció lo más natural del mundo acariciar la curva de un pecho y pasar los dedos sobre la areola. Debía complacerlo. Quería complacerlo. Le parecía sorprendentemente satisfactorio. Se estaba comportando de forma descarada, pero era honesta.

Él se acercó.

Se detuvo frente a ella, le apartó la mano y con voz ronca le dijo:

—Permíteme.

Y, en ese instante, empezó a temblar otra vez, pero con suavidad, debido a la emoción y al deseo más delirante. Sin apenas tocarla, Jin le sacó un brazo de la camisola y después el otro. El calor de su cuerpo le acariciaba la piel, pero tenía los pezones tan duros como si estuviera helada. Jin siguió con el cordón de la cintura. Con mucho cuidado, le desató el lazo y aflojó la prenda. Acto seguido, inclinó la cabeza y pareció tomar una honda bocanada de aire, ya que su torso subió y bajó muy despacio. Viola entornó los párpados. Ansiaba que la acariciara. Sentía un hormigueo en los pechos, cuyos pezones estaban tan cerca de la pechera de su camisa.

A la postre y con gran delicadeza, le bajó la camisola por las caderas y la prenda cayó al suelo. No llevaba más ropa. Al fin y al cabo, se había preparado para acostarse.

Viola extendió los brazos para sacarle la camisa del pantalón y se la pasó por la cabeza. Verlo desnudo le produjo una repentina embriaguez y le aflojó de nuevo las rodillas. La noche anterior no consiguió ver mucho en la oscuridad. En ese momento la luz dorada que bañaba su piel y que hacía brillar sus anchos hombros le provocó un ramalazo de deseo. Alargó la mano para acariciar el bulto de la parte delantera de sus pantalones. Él se lo impidió.

—¿Otra vez no?

—Todavía no —especificó él—. Más despacio.

Sin embargo, Viola quería tocarlo. La necesidad de hacerlo era dolorosa.

—¿Ya no soy yo quien decide cómo y cuándo?

—Eso fue anoche. Esta noche has venido a buscarme. Te has puesto en mis manos de forma voluntaria. Esta noche decido yo —le pasó el dorso de los dedos por una mejilla y después le acarició el lunar del labio inferior—. ¿Sabes lo hermosa que eres? Con la ropa puesta —su voz tenía un deje risueño, pero recobró la seriedad al instante—. No hace falta que te la quites para gustar.

—Los hombres me miran con deseo —y creían estar enamorados, porque no sabían distinguir una cosa de la otra. Precisamente a ese hecho se aferraba en el caso de Jin. Ladeó la cabeza para recibir sus caricias y cerró los ojos—. Pero los hombres son criaturas lujuriosas en general.

—Desde luego que lo somos —esos dedos descendieron por su cuello, provocándole una miríada de escalofríos.

Viola susurró:

—Pero tú me miras de otra forma.

—¿Ah, sí? —le acarició la curva de un pecho con los nudillos.

—Sí —contestó, alargando la palabra con un gemido.

Jin inclinó la cabeza mientras seguía acariciándole el pecho con las yemas de los dedos, rodeándole la areola hasta cubrirla con la palma de la mano. Sin embargo, no llegó a acariciar el endurecido pezón.

—¿Y cómo te miro?

—No lo sé —Viola respiraba con dificultad—. No… —arqueó el torso para recibir sus caricias—. Oh, Jin… —en ese momento él le pasó la yema del pulgar sobre el pezón, una única vez—. ¡Oooooh! —Viola sintió que su cuerpo se estremecía por entero. Se aferró a sus brazos para mantenerse erguida y le suplicó—: Otra vez.

—Si lo hago —replicó él con sorna—, ¿serás capaz de seguir de pie?

—Si lo haces —contestó ella—, lo intentaré.

Y lo hizo una vez y otra más. El roce de ese dedo calloso sobre el delicado pezón era sublime, un acto tan simple pero tan placentero. No necesitó más para derretirla. Para que el deseo la invadiera por completo.

—No sé si podré seguir de pie mucho más —confesó, hablando con rapidez.

Jin la levantó en brazos como si fuera una niña y la llevó a la cama. No hubo bromas, ni risas, ni se burló de ella por no poder caminar el escaso metro y medio que la separaba de la cama. No había nada que demostrar. Jin se quitó las botas, devorándola con la mirada mientras lo hacía. A él también le costaba trabajo respirar. Viola lo abrazó cuando se acostó, y él la rodeó con sus brazos mientras la besaba.

Fue como la vez anterior. La misma unión, la misma plenitud, como su primer beso. Jin le colocó las manos a ambos lados de la cabeza y ella le aferró los hombros mientras separaba los labios para permitirle la entrada. No la torturó; se entregó al beso, la acarició con la lengua y le mordisqueó los labios. Entre tanto, sus dedos le acariciaban el mentón, exploraban su cara como si de esa forma pudiera aumentar las sensaciones. El calor de esa mano descendió hasta su cuello y de allí hasta un hombro. Su boca no tardó en trazar el mismo recorrido. Viola se aferraba a sus brazos, temblando con cada caricia y anhelando el momento de que se colocara sobre ella y la penetrara. Separó las rodillas con la esperanza de evitar confesarle que no podía esperar más, de evitar suplicarle. En ese momento sintió la húmeda caricia de su lengua en un pezón y las súplicas le parecieron una opción la mar de razonable.

Gimió bajo el asalto de esa lengua y olvidó todas las dudas, todas las preocupaciones sobre lo que debía hacer o no. Le enterró los dedos en el pelo, concentrándose en el momento, que era lo más importante. A partir de ese instante, nada existía salvo esa exquisita boca con sus seductoras caricias, salvo su enfebrecido cuerpo y salvo el deseo. Un deseo de hacer el amor que superaba con creces cualquier otra emoción que jamás hubiera experimentado.

Deslizó los dedos sobre el bulto de la parte delantera de sus pantalones. Él le agarró la mano y se la llevó a los labios. La mirada de esos ojos azules la abrasó.

—No —susurró contra su mano.

—¿No? Pero…

Capturó sus labios con un beso y ella se dio un festín, disfrutando de su sabor, de su calor y de la dureza de su cuerpo. Jin la aferró por los hombros y la instó a incorporarse sobre las rodillas para seguir besándola una y otra vez. Deslizó las manos por sus brazos y las trasladó a su cintura, dejando un rastro ardiente a su paso. Y, después, la tocó entre los muslos. La tocó y el mundo llegó a su fin y comenzó de nuevo.

Porque la noche anterior no la había tocado en ese lugar. Las dos ocasiones habían sido tan rápidas como una tormenta de verano y no había habido tiempo para nada más. En ese momento, la tocaba de forma tan íntima que se sentía cambiada.

Viola nunca le había dado demasiada importancia a las partes más femeninas de su anatomía. Simplemente servían para lo que servían, como todo lo demás, y también servían para obtener placer con un hombre, claro estaba. Pero jamás había imaginado que podían ser adoradas de esa forma.

Las caricias de Jin fueron delicadas al principio. Ella se estremeció y los besos cesaron, si bien siguieron con los labios unidos. Él también respiraba de forma superficial, como ella. En un momento dado, Viola arqueó el cuerpo, cerró los ojos y las caricias adquirieron otro cariz. El placer le arrancó un gemido, y cada magistral roce de sus dedos avivó el deseo. Con cada caricia, Jin le decía que la controlaba de esa manera, que la dominaba y que sabía que en ese instante haría cualquier cosa que él le pidiera. Viola se dejó llevar, arrastrada por la pasión y sin importarle la derrota.

—Viola, abre los ojos —le dijo él, susurrando contra su frente—. Mírame.

Ella lo obedeció despacio, ya que le pesaban los párpados por el insoportable anhelo.

—Sí —claudicó con un suspiro, alzando las caderas hacia la mano que la acariciaba. Jadeó porque cada roce de sus dedos avivaba el deseo de tenerlo dentro—. ¿Por qué? —en ese instante la penetró con los dedos—. ¡Oh, Dios!

Mientras movía los dedos y la poseía de una forma sublime, Jin le contestó:

—Quiero que veas que soy yo quien te está dando placer.

Viola gimió y empezó a mover las caderas, instándolo a penetrarla aún más, ansiando sentirlo bien dentro. Le enterró las manos en el pelo y replicó:

—Ya sé que eres tú —lo besó, pero el deseo era demasiado intenso, casi doloroso. Levantó las caderas, frenética a causa de la agonía—. Jin, ahora, por favor. No puedo soportarlo más.

—Sí que puedes.

—¡No!

—No sólo vas a soportarlo —insistió él con voz ronca mientras volvía a dejarla tendida sobre el colchón—. Vas a pedirme más —aumentó la cadencia de sus dedos, le separó las rodillas y se inclinó para acariciarla con la boca.

Viola no le pidió más.

Se lo suplicó.

Se lo rogó.

Entre gemidos desesperados. Porque jamás había experimentado nada semejante. Jamás había imaginado que un hombre pudiera complacerla de una forma tan exquisita. Sin embargo, cada vez que llegaba al borde del éxtasis, cada vez que estaba a punto de conseguir lo que más ansiaba, él se lo negaba. Las caricias ardientes y delicadas de su lengua la enloquecieron mientras la penetraba con los dedos hasta que el placer se convirtió en una tortura tan insoportable que sus labios sólo fueron capaces de expresar un deseo:

—Por favor —suplicó, aferrada a las sábanas—. Déjame complacerte también.

Eso pareció decidirlo.

Viola extendió los brazos para recibirlo y él la penetró al instante, rodeándola con su cuerpo y hundiéndose hasta el fondo en ella. El placer fue tan intenso que tuvo que contener un grito de alegría mientras lo abrazaba. Por fin estaban unidos por completo. Sus cuerpos estaban inmóviles, salvo por sus respiraciones, que hacían que sus torsos se rozaran.

Jin le pasó los dedos por el pelo, le besó la frente, una mejilla y el cuello. Entretanto, la otra mano le acariciaba la cintura y ascendió hasta un pecho para rodear un endurecido pezón. El roce hizo que ella murmurara su nombre y se moviera para sentirlo más adentro, para deleitarse con su presencia.

Hasta que comenzó a moverse muy despacio, aceptando el placer que ella le entregaba. Que era inconmensurable, según parecía. Porque, aunque deberían haberlo previsto (si alguno de los dos hubiera podido pararse a reflexionar al respecto), les fue imposible continuar con esa languidez. Ella lo instó a ir más rápido y él se dejó llevar, y entre ambos demostraron que no hacía falta que se incendiara una plantación de caña de azúcar, ni una cabalgada frenética, ni un enfrentamiento a cañonazos, ni una escalera para instarlos a copular con una urgencia animal y experimentar un éxtasis divino. La cama crujía como si fuera a romperse y de la garganta de Viola escapaban sonidos que nunca antes había emitido. En comparación, las dos veces anteriores parecían controladas; y cuando todo acabó, se sentía maravillosamente saciada y como si le hubieran dado una paliza. Jin, además, tenía cuatro profundos arañazos en cada hombro.

—Te he hecho daño —exclamó ella mientras intentaba recuperar el aliento.

—Pues sí. Bruja —Jin no parecía satisfecho con los besos que habían compartido, de modo que se inclinó para besarla de nuevo en los labios.

Sin embargo, la caricia de esa boca tan perfecta fue demasiado, ya que los rescoldos del éxtasis la habían dejado en exceso sensible. Tal vez él la hubiera sobreestimulado con esos preliminares tan sensuales. En ese momento, volvió a estremecerse, muy consciente del cuerpo que tenía sobre ella. Estaba un tanto asustada.

—Te sangra la mano de nuevo —señaló al tiempo que le acariciaba un musculoso brazo—. Al final, tendrás que ponerte un garfio.

—Habrá merecido la pena —Jin se apartó de ella y se acostó de espaldas, cogiéndole una mano. De repente, se quedó inmóvil. Le soltó la mano, se incorporó y la cubrió con una sábana. Sin mediar palabra, volvió a tumbarse de espaldas.

Ella se colocó de costado para mirarlo, doblando las piernas y los brazos.

—No tengo frío.

—Estás tiritando.

—Estoy agotada.

—Pues duérmete.

A la tenue luz de la lámpara, estaba guapísimo. El pelo le caía sobre la frente y tenía los párpados entornados. Sus oscuras pestañas contrastaban con el azul gélido de sus ojos, que también podía ser abrasador.

Viola se percató de que tenía una mancha roja en el único trozo de tela que llevaba encima.

—Antes me gustaría limpiarte las heridas.

—Ya lo harás después —replicó con voz serena y ronca, como si estuviera a punto de dormirse.

—¿No quieres que me vaya?

Él no la miró ni abrió los ojos para contestar:

—No.

Viola se incorporó y la sábana quedó arrugada en su regazo.

—Tengo que vendarte de nuevo la herida de la mano.

Con un movimiento lánguido muy poco característico de él, colocó el brazo a su lado, con la palma de la mano hacia arriba.

—Como desees, bruja.

Verlo así le provocó un cálido hormigueo en las entrañas. Jin parecía… feliz. Simplemente feliz.

Ese era el efecto que provocaban los placeres carnales en los hombres. Lo sabía como lo sabría cualquier mujer que hubiera vivido entre hombres toda su vida de adulta. Los hombres eran criaturas simples, o al menos la mayoría de ellos, y cuando estaban físicamente satisfechos (ya fuera por una buena comida o por un buen revolcón), eran felices. Sin embargo y aunque conocía muy poco a Jin Seton, sabía que no era un hombre simple. Y si no estaba equivocada, la felicidad no era algo típico en él.

Viola salió de la cama y se acercó hacia el equipaje de Jin, donde encontró lo que buscaba: vendas limpias y ungüento. Aunque antes se había ofrecido a curarle la herida como excusa para tocarlo, sabía que un capitán de barco no era negligente con esas cosas. Mucho menos ese hombre. Volvió a la cama y le quitó la venda manchada.

Él siguió haciéndose el dormido mientras ella lo atendía, si bien la herida debía de dolerle. Era un corte profundo, aunque limpio. Sanaría bien. Lo vendó de nuevo y le dejó la mano sobre el cobertor. Acto seguido, cogió un poco de ungüento con las yemas de los dedos, se inclinó y lo extendió sobre los arañazos. Su piel era firme y tersa, al igual que sus músculos. Ansió demorarse todo lo posible para disfrutar de su olor, para poder acariciarlo. Sin embargo, repitió el proceso en el otro hombro y se alejó.

La caricia de las vendas y de su mano caliente en la espalda desnuda la desarmó.

Tragó para librarse del nudo que sentía en la garganta.

—No debes usar esa mano.

—Bésame.

—No me des órden…

—Le suplico que me bese, señorita Carlyle —Viola cedió e hizo lo que le pedía mientras él la acariciaba entre los muslos brevemente antes de deslizar la mano por su muslo. Cuando ella se apartó, vio que tenía los ojos cerrados y que sus labios esbozaban una sonrisilla.

—Gracias —lo oyó murmurar.

—¿Por haberte curado o por el beso? —la sonrisa se ensanchó.

Viola tiró del cobertor para arroparse y cerró los ojos para dormirse, arrullada por las estrellitas.