Capítulo 2

Jin Seton clavó la vista en su único amor y se le heló la sangre en las venas. El viento y la lluvia lo azotaban mientras observaba cómo la personificación de la belleza se hundía en el fondo del océano Atlántico, envuelta en llamas y humo negro.

La goleta más elegante que jamás había surcado los mares. Desaparecida.

Su pecho exhaló un gemido silencioso cuando los últimos restos de madera ardiente, de velamen y de quilla desaparecieron bajo la burbujeante superficie verdosa. Unos pedazos salieron a flote, trozos de tablones y de mástiles, barriles vacíos y jirones de velas. Su precioso caparazón permaneció en el fondo.

La cubierta del bergantín norteamericano se mecía bajo sus pies separados y la lluvia arreciaba, ocultando los restos de su navío naufragado, a unos cincuenta metros de distancia. Cerró los ojos con fuerza para contener el dolor.

—Ha sido muy buena, Jin —dijo el hombretón que tenía al lado, meneando apenado su cabeza morena—. No ha sido culpa tuya que se fuera al fondo.

Jin frunció el ceño. No era culpa suya. ¡Dichosos corsarios norteamericanos que le disparaban a todo lo que navegaba!

—Se han comportado como piratas —replicó entre dientes con voz ronca—. Han arriado un bote. Han disparado sin previo aviso.

—Se nos han echado encima sin darnos cuenta —la enorme cabeza asintió.

Jin resopló y apretó los dientes al tiempo que sus brazos se tensaban contra las sogas que lo ataban al mástil del bergantín. Alguien iba a pagar por eso. De la forma más dolorosa que se le ocurriera.

—La trataste como a una reina, ya lo creo —masculló Mattie, cuya voz se impuso al creciente rugir de la rabia que inundaba los oídos de Jin.

Una rabia que amortiguaba los gritos y los gemidos de los heridos a su alrededor. Volvió la cabeza para echar un vistazo más allá de su enorme timonel, buscando, contando. Matouba estaba atado a una barandilla; Juan, a una jarcia. Pequeño Billy se debatía contra un marinero que lo doblaba en tamaño. Gran Mattie le tapaba el resto de la cubierta, pero había treinta…

—Los otros consiguieron subir a los botes cuando empezó a arder —gruñó Mattie—. Los chicos están bastante bien, porque como estos no son piratas… No hay que preocuparse de nada.

—No hay que preocuparse de nada —Jin soltó una carcajada amarga—. Estoy más atado que un pavo en el horno y la Cavalier está en el fondo del mar. No, no tengo de qué preocuparme.

—No me vengas con esas. Sé que te preocupas más por nuestros chicos que por tu dama, y mira que la mimabas.

—Te equivocas como siempre, Matt.

Levantó la cabeza y vio la bandera del estado de Massachusetts que colgaba lacia por la lluvia que le golpeaba la cara. Había perdido el sombrero. Sin duda alguna lo perdió en algún momento durante la escaramuza que lo llevó del bote a la cubierta enemiga, cuando se dio cuenta de repente que les había ordenado a sus hombres abordar un navío corsario norteamericano, no un barco pirata. La lluvia chorreaba desde su nariz hasta su boca. Escupió y echó un vistazo a su alrededor.

La cubierta del bergantín, velada por una capa grisácea, estaba llena de hombres y de madera. Hombres de ambas tripulaciones yacían tumbados mientras otros intentaban curar las heridas con urgencia. Las velas colgaban de los mástiles, algunas desgarradas. Una de las vergas estaba rota y las barandillas habían acabado destrozadas por los cañonazos. Además, había restos de pólvora por todas partes. Aunque la habían pillado desprevenida, la Cavalier se había defendido bien. Sin embargo, el barco yanqui seguía a flote. Mientras que el navío de Jin, la Cavalier, estaba en el fondo del mar.

Volvió a cerrar los ojos. Sus hombres estaban vivos y él podía permitirse otro barco. Podía permitirse doce barcos más. Por supuesto, le había prometido al anterior dueño de la Cavalier que la cuidaría. Pero se había prometido a sí mismo mucho más. Ese golpe no lo detendría.

—Hemos estado en peores —Mattie enarcó sus pobladas cejas.

Jin le lanzó una mirada hosca.

—Vamos, tú has estado en peores —se corrigió el timonel.

En situaciones muchísimo peores. Pero ninguna tan humillante ni tan dolorosa. Nadie le ganaba la mano. Nadie.

—¿Quién ha hecho esto? —gruñó, entrecerrando los ojos para protegerlos de la lluvia—. ¿Quién narices ha podido acercarse tan rápido sin ser detectado?

—Pues ha sido su alteza, señor —la voz cantarina le llegó desde la cintura. El chiquillo, delgaducho, pecoso y pelirrojo, le sonrió enseñándole las mellas, se llevó una mano a la cintura y le hizo una reverencia—. Bienvenido a bordo de la Tormenta de Abril, capitán Faraón.

Jin se tensó de la cabeza a los pies.

«La Tormenta de abril» pensó.

—¿Quién es el capitán de este barco, muchacho?

El niño se estremeció al escuchar su tono desabrido. Acto seguido, examinó las cuerdas que los ataban a ambos al palo mayor por la cintura, el pecho y las manos, y los delgaduchos hombros se relajaron.

—Violet la Vil, señor —replicó.

—Deja de removerte, niño, y dile a tu patrona que venga —rugió Mattie.

El niño puso los ojos como platos y se marchó a toda prisa.

—¿Violet la Vil? —masculló Mattie antes de apretar sus gruesos labios—. Mmmm.

Jin inspiró hondo para calmarse, pero el corazón le latía demasiado deprisa.

—¿Los muchachos están listos?

—Lo están desde hace meses. Claro que ahora da igual, porque están todos atados.

—Hablo yo.

Mattie frunció su enorme nariz.

—Mattie, como no cierres la boca, te la cierro yo aunque esté atado.

—Sí, capitán. Como quieras.

—Maldita sea, Mattie, como después de todo este tiempo se te ocurra siquiera abr…

—Vaya, vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí, chicos? —la voz les llegó antes de ver a la mujer, una voz melódica, armoniosa y dulce, como la caricia de la seda contra la piel. Muy distinta a la de cualquier otra mujer hecha a la mar que Jin había conocido.

Sin embargo, cuando apareció ante sus ojos tras rodear a su timonel, Jin comprobó que su aspecto era muy común. A través de la intensa lluvia vio por primera vez a la corsaria de Massachusetts más afamada y con más éxito: Violet la Vil.

La mujer a quien llevaba buscando casi dos años.

Los marineros la rodearon de forma protectora, mirándola con adoración y lanzando miradas asesinas a Jin y a su timonel. La mujer era más baja que los hombres que la protegían. A él le llegaría por la barbilla. Vestía pantalones anchos y un largo gabán de loneta desgastada; además, llevaba un enorme pañuelo negro al cuello, un tahalí con al menos tres pistolas distintas y un sombrero de ala ancha que le ocultaba la cara. No se parecía mucho a su hermana. Sin embargo, Jin había pasado incontables noches en puertos desde Boston a Veracruz, emborrachando a marineros y a mercaderes, sobornándolos con cualquier cosa que tuviera a mano para recabar información sobre la niña que desapareció quince años atrás. El hecho de que la mujer que había encontrado no se pareciera en absoluto a una elegante dama inglesa daba igual.

Violet la Vil; era Viola Carlyle, la niña a quien había salido a buscar desde Devonshire veintidós meses antes. La niña que, con diez años, fue raptada por un contrabandista norteamericano del hogar de un caballero. La niña a quien todo el mundo, salvo su hermana, daba por muerta.

El ala del sombrero se elevó despacio entre la lluvia. Ante sus ojos, apareció una barbilla alargada, seguida de una boca fruncida, una nariz delgada y bronceada y un par de ojos entrecerrados, con arruguitas en los rabillos. Unos ojos que lo observaron de los pies a la cabeza. La mujer enarcó una ceja y sus labios esbozaron una sonrisa irónica.

—Así que este es el famoso Jin Seton del que tanto he oído hablar… «El Faraón» —su voz se deslizaba como una vela sobre un mástil bien engrasado. Las espesas pestañas se agitaron mientras lo repasaba de nuevo, aunque más rápido en esa ocasión. Meneó la cabeza e hizo un puchero—. Menuda decepción.

Mattie casi se atragantó.

Jin entrecerró los ojos.

—¿Cómo sabes quién soy?

—Tus hombres. Presumían de ti aunque estabais perdiendo el combate —rió y puso los brazos en jarras antes de volverse hacia los hombres que la rodeaban—. ¡Mirad, chicos! La Armada británica ha enviado a su peor pirata para aprehenderme.

Los marineros vitorearon, y los aplausos y silbidos se extendieron por toda la cubierta. Los hombres se acercaron con enormes sonrisas, dejando al descubierto sus dentaduras maltrechas, y riéndose a carcajadas, blandiendo mosquetes y espadas. Ella levantó la mano y se hizo el silencio, sólo se escuchaba el golpeteo de las olas contra la quilla del bergantín y el de la lluvia contra las velas y la madera. La mujer clavó la mirada, tan afilada como un cuchillo, en Jin.

—Supongo que debería sentirme halagada… —su voz era como el terciopelo.

Por un instante, un momento totalmente inusitado, Jin sintió un nudo en la garganta. Ninguna mujer debería hablar con esa voz. Salvo cuando estaba en la cama.

—¿Por qué has hundido mi barco? —adoptó el deje acerado que solía usar cuando era más joven sin esfuerzo alguno—. Era la embarcación más rápida del Atlántico. ¿Qué clase de corsario eres que hundes semejante botín? Podrías habértela quedado o haberla vendido. Habrías ganado bastante dinero.

La mujer enarcó las cejas.

—Cierto, podría habérmela quedado, capitán inglés. O haberla vendido. Pero me daba la impresión de que el capitán de la Cavalier no iba a permitir que pasara a otras manos. ¿Me he equivocado? —sonrió—. Claro que no. En cuanto recuperase la libertad, dicho capitán me perseguiría para recuperarla, de modo que tendría que hundir otro de sus barcos hasta que se alejara de mi costa. No, gracias —sus ojos relucieron.

—Nuestros países ya no están en guerra. Deberías habernos dejado tranquilos en cuanto te diste cuenta de quiénes éramos.

—No me disteis alternativa, os dispusisteis a abordar mi barco sin invitación.

Jin meneó la cabeza, asombrado.

—Ibais a abordarnos. ¿Qué hacéis acechando como piratas al abrigo de la lluvia?

—Buscamos tontos ansiosos de fama —respondió ella con tranquilidad—. ¿Qué clase de imbécil ataca un barco pirata?

La clase de imbécil que había presenciado cómo clavaban los pies de un hombre a una tabla entre otras torturas inimaginables. La clase de imbécil que en otro tiempo fue igual de desalmado que dichos piratas y que en ese momento intentaba expiar esos pecados. Jamás permitiría que un barco pirata surcara los mares libremente.

—Da igual —continuó ella al tiempo que se encogía de hombros—, ver cómo se hundía la todo-poderosa Cavalier ha sido tan entretenido que no he podido resistirme.

Jin lo vio todo rojo. Parpadeó para intentar librarse de la ira. Le dolía el estómago. Por todos los infiernos, se moría por tener un cuchillo y una pistola. O quizá se moría por una botella de ron.

La mujer esbozó una sonrisa desdeñosa.

«Dos botellas», se corrigió. Se rumoreaba que era muy buena marinera para ser mujer, pero nadie le había dicho que estaba loca.

—¿Qué vas a hacer con mi tripulación? —le temblaba la voz. ¡Por todos los infiernos!

La mujer volvió a enarcar una ceja.

—¿Qué crees que voy a hacer con ellos? ¿Venderlos?

Jin se tensó.

—No lo harías. No podrías vender ni a la mitad —sólo a la mitad de piel oscura.

—Por supuesto que no voy a hacerlo, majadero —pese a las palabras, su voz siguió siendo aterciopelada.

—Entonces, ¿qué?

Una ráfaga de aire hizo que la lluvia cayera de lado. El bergantín se inclinó y la mujer separó aún más las piernas. La vio apretar los labios.

—Os desembarcaré esta noche cuanto atraquemos en el puerto. Os llevarán a la cárcel y el jefe del puerto decidirá qué hacer con vosotros.

—¿El jefe del puerto? —masculló Mattie.

—¿Qué pasa, hombretón? ¿Quieres quedarte a bordo? —lo miró con una sonrisa torcida—. Me vendría bien un gigante como tú. Eres bienvenido si quieres quedarte y dejar que lord Faraón se pudra en la cárcel con los demás.

Mattie se puso muy rojo. A Jin le dolían los puños por las ganas de estampárselos en la mandíbula a su timonel. Mattie se volvía tonto con las mujeres.

Sin embargo, inspiró hondo para tranquilizarse. Con ese discursito le había revelado todo lo que necesitaba. La mujer había delatado sus orígenes.

A lo largo de sus veintinueve años, Jin había navegado desde Madagascar hasta Barbados. Se había emborrachado con hombres desde Cantón hasta Ciudad de México, y había escuchado muchos idiomas. Nada le había resultado más dulce que la curiosa dicción de Violet la Vil, delatora de su origen. Si esa mujer no había nacido y crecido en Devonshire, él no era marino. Daba igual que hubiera perdido la Cavalier. Había encontrado su objetivo.

Su tripulación la creía un corsario más al que capturar para conseguir la recompensa, un objetivo fijado por su trabajo para el gobierno. No lo era, era una misión particular. Con el regreso de Viola Carlyle a Inglaterra, por fin saldaría la deuda que tenía con el hombre que le había salvado la vida.

—Gracias, señorita —Mattie intentó hacer una reverencia pese a las ataduras—. Me quedaré con mis compañeros.

—Tú mismo —miró a Jin—. Supongo que esperas que te desate, pirata.

—Así es. Y deprisa.

—Ya no es pirata, señorita —masculló Mattie—. No desde hace dos años.

Los ojos de la mujer relampaguearon.

—Me complace llamarlo así —dijo, enarcando una ceja—. Es evidente que no le gusta. Es tan arrogante como dicen.

La mujer se acercó a él, deteniéndose a escasos centímetros. Echó la cabeza hacia atrás, de modo que el ala del sombrero quedó justo por encima de la nariz de Jin mientras lo observaba a través de los párpados entornados. Un color inusual. De un azul tan oscuro que podría decirse que eran violetas. De ahí su apodo, sin duda alguna.

De cerca su piel irradiaba el calor del sol y estaba bronceada, todo lo contrario de la delicada blancura de una dama inglesa. Tenía los labios más carnosos de lo que había supuesto en un principio, en forma de corazón y con un pequeño lunar junto al labio inferior. Una lluvia de pecas salpicaba su nariz chata.

Aunque no era chata. Delicada. Casi como la de una dama.

Le devolvió la mirada insolente.

La vio fruncir ese apéndice que era casi como el del una dama.

—Arrogante —soltó un sonoro suspiro—. Y me sigue decepcionando. Admito que esperaba mucho más de la leyenda.

—Puedo darte más si lo deseas —y lo haría. En cuanto se librara de la soga que lo inmovilizara, le daría a Viola Carlyle justo lo que debería haber tenido quince años atrás.

Le daría a su familia.

Viola soltó una carcajada.

—¿De verdad?

—Puedo hacerte daño incluso con las manos atadas a la espalda —su voz era grave; y sus gélidos ojos azules, intensos.

En todas las historias que Viola había escuchado del infame pirata reconvertido en corsario británico, no se mencionaban esos ojos. Sin embargo, los marineros eran un hatajo de necios que no se percataban de esos detalles. Todos los miembros de su tripulación podían decirle la dirección exacta en la que soplaba el viento en el cabo de Nantucket en pleno diciembre o la diferencia entre el nudo llano y el de vuelta redonda. Pero apostaría cualquier cosa a que no sabían de qué color tenía ella el pelo aunque apareciera con la cabeza descubierta, y eso que era su capitana desde hacía dos años y los conocía desde hacía quince. Los marineros no eran muy observadores a ese respecto.

Una lástima que ese no fuera su caso. Jinan Seton era un magnífico espécimen masculino.

Sonrió.

—Me gustaría ver cómo lo intentas —burlarse de un hombre atado a un mástil no era muy digno. Pero sí era divertido, sobre todo cuando dicho hombre era demasiado guapo, además de un reconocido sinvergüenza.

—¿Te gustaría? —los gélidos ojos relucieron.

—Pavonéate y alardea todo lo que quieras, pirata —Viola se desentendió de la repentina sequedad de su garganta mientras señalaba las cuerdas que lo ataban—. Mis hombres saben cómo hacer nudos.

—No me cabe la menor duda —su voz era grave. Relajada. Destilaba demasiada confianza—. ¿Me estás desafiando?

—¿Rodeada por sesenta de mis hombres mientras que los tuyos están tan atados como tú? —meneó las cejas—. ¿Por qué no?

Él chasqueó los dientes. Y Viola sintió un repentino dolor en la nariz.

Consiguió liberarse y se alejó de un salto al tiempo que se llevaba una mano a la cara.

El gigantón se dobló de la risa.

—Parece que no ha oído todo lo que se cuenta del capitán Jin, ¿eh? ¿Verdad, señorita?

Viola fulminó al hombre con la mirada, bajó la mano y se pegó a Seton de nuevo. Una barba incipiente le ensombrecía el mentón, casi negro por completo, tan empapado como el resto de lo que había a bordo. Llevada lloviendo tres días seguidos, una manta de agua tan densa que casi no se veía. Su intención no había sido la de sorprender a la Cavalier. Eso había sido cuestión de suerte.

Los ojos de Seton eran tan duros como el cristal.

Tal vez no hubiera sido cuestión de suerte después de todo.

Apretó los dientes.

—No vuelvas a hacer algo así en la vida —le clavó un dedo en el chaleco empapado. Encontró músculos debajo. Aunque eso era normal en un marinero—. O haré que te aten al mascarón en un abrir y cerrar de ojos.

—Me has desafiado, de hecho. Se ve que no lo habías pensado como es debido —el gélido azul refulgía. Se lo estaba pasando en grande. Esos ojos, que estaban tan cerca de los suyos, pasaron por su nariz dolorida antes de enfrentar de nuevo su mirada. Su voz resonó como una tormenta estival, grave y un tanto amenazadora—. Podría haberte arrancado un trozo.

—Lo ha hecho antes —añadió el gigantón, de buen humor—. Y algún que otro lóbulo de la oreja. Una vez le arrancó el dedo a un tipejo.

Viola era incapaz de apartar la mirada de esos gélidos ojos.

—Retiro el apodo de Faraón. Eres un animal.

—Y tú estás demasiado cerca para tu propia seguridad.

Con el pelo oscuro pegado al puente de la nariz y a los pómulos afilados, sus ojos parecían casi sobrenaturales y demasiado inteligentes. La nariz larga y el fuerte mentón le conferían un aire aristocrático. Además, hablaba con el acento de un hombre educado, aunque con un deje extranjero. No era del todo inglés. En los puertos, desde Boston hasta La Habana, lo llamaban Faraón por un buen motivo.

Un brillo blanquecino apareció entre sus labios. Dientes. Unos dientes muy afilados. Debería apartarse de ellos.

Viola no lo hizo. Y no sólo porque nunca había retrocedido ante un enemigo delante de su tripulación, sino porque, en realidad, estaba hipnotizada. Sus labios eran perfectos, de un modo muy erótico y moldeados de la forma más maravillosa y sensual. La masculinidad en estado puro. Intentó recordar los labios de Aidan. No pudo. Habían pasado meses desde la última vez que lo vio, cierto, pero estaba enamorada de Aidan Castle. Enamorada desde hacía diez años. Debería recordar sus labios, ¿no?

Los perfectos labios de Seton esbozaron una lenta sonrisa. Su aliento le rozaba la cara y se mezclaba con la lluvia. Levantó la vista. Él se inclinó un poco hacia delante y le murmuró en tono confidencial, como si fueran amantes que compartieran cama:

—Lo haré de nuevo si no te apartas.

—Eso creo, sí —se estremecía por dentro, la traición de una mujer adulta que llevaba demasiado tiempo al mando de unos brutos. Sin embargo, su padre siempre le había dicho que era de sangre caliente—. Pero en ese caso tendré que matarte y ninguno de los dos quiere que eso suceda, ¿verdad?

—Apártate o lo averiguaremos.

—No me tientes. Al puñal que llevo en la cadera le gusta la sangre pirata.

—Ya no es un pirata, señorita —masculló el gigantón.

—Me parece que no captas el mensaje más importante —dijo Seton, que ladeó la cabeza, de modo que esos labios perfectos quedaron muy cerca de los suyos.

Olía a sal, a lluvia y a viento. Y a algo más. Era un olor almizcleño y viril, no el hedor rancio y sudoroso de un marinero cualquiera. Olía a hombre. Un olor que la recorrió como una llama.

Viola dejó de respirar.

—A lo mejor soy dura de oído. O a lo mejor acabo de hundir tu barco y tú eres mi prisionero.

Él enarcó una ceja.

—Pues mátame si es tu deseo.

—A lo mejor lo hago.

—No lo harás —parecía confiado.

—¿Cómo lo sabes?

Seton bajó la voz hasta convertirla en un susurro y clavó la mirada en su boca.

—Nunca has matado una mosca. No empezarás conmigo.

No replicó. ¿Para qué? Ese desgraciado tenía razón.

Muy despacio, él apartó la cabeza. Viola se permitió respirar. El rostro de Seton seguía impasible. Deslizó el pie derecho unos cuantos centímetros hacia atrás. A continuación, hizo lo propio con el izquierdo. Si sonreía siquiera, le clavaría el puñal y al infierno él y su juramento de no convertirse en la clase de marinero que fue su padre.

Como si Seton supiera lo que estaba pensando, sus ojos se iluminaron una vez más. Con un brillo travieso.

Ella entrecerró los ojos.

—No crees que vas a pasar la noche entre rejas, ¿verdad?

Seton no respondió.

—El capitán Jin no es de los que mienten, señorita —dijo el gigantón con voz ronca—, pero no creo que quiera insultarla delante de sus hombres, ¿sabe, usted?

—¿Cómo te llamas, marinero?

—Matthew, señorita.

—Matthew, mantén la boca cerrada o te la cerraré yo.

La boca perfecta de Seton esbozó una sonrisa torcida.

Viola se quedó sin aliento. Apartó la mirada al punto y gritó hacia el timón:

—Becoua, pon rumbo al puerto.

—¡Sí, capitana!

—¡Señor Loco! —gritó hacia la otra punta de la cubierta, a su segundo de a bordo—. Nos quedaremos todo lo que tengan estos hombres antes de entregarlos al jefe del puerto.

Su segundo de a bordo andaba como un cangrejo y era un saco de huesos con una poblada barba blanca.

—¿Todo, capitana?

Viola sonrió, inspiró hondo una vez más y se cruzó de brazos.

—Todo —señaló con la cabeza al Faraón—. Y, Loco, empieza con el señor Seton.

Viola se percató de su error enseguida. Después de un largo viaje, su tripulación valoraba más la ropa que las armas o el dinero, y los marineros de la Cavalier iban mejor vestidos que la mayoría. Pero debería haber dejado tranquilo a Seton. Después de todo, llevaba años siendo el dueño de su propio barco, su igual en el mar. Era cuestión de buenos modales tratar a los otros capitanes con respeto.

En resumidas cuentas, su perfección iba más allá de la boca.

Fue incapaz de apartar la vista. Seton le sostuvo la mirada mientras unas manos diestras aflojaban las sogas y lo despojaban primero del gabán, del pañuelo y del chaleco, y después de la camisa y de los pantalones. Sus ojos la desafiaron durante todo el proceso. Sin embargo, llegados a un punto, ella dejó de mirarle la cara.

¡Santa Bárbara bendita, parecía más un dios que un hombre!

Hombros anchos relucientes por la lluvia, torso delgado y musculoso con una línea de vello oscuro que se perdía bajo los calzones, que se ceñían a sus caderas. Después de haber pasado años en el barco de su padre, Viola había visto a incontables hombres desnudos. Los marineros o estaban muy delgados por la vida en el mar o estaban muy musculosos por el trabajo duro. Jinan Seton no estaba ni una cosa ni la otra. Su altura le confería a esos brazos fibrosos, a ese torso y a ese duro abdomen un aspecto muy placentero a la vista.

Empezó a respirar entrecortadamente. Desde luego que había pasado demasiado tiempo desde la última vez que vio a Aidan.

—¿Te gusta lo que ves, capitana? —Seton apenas había movido los labios, pero su voz sonó fuerte y desabrida.

¡Arrogante hijo de una ballena jorobada! Aunque tenía motivos para ser arrogante, claro.

—¿Te gusta el tiempo que hace, Seton? —tenía que estar tan helado como un iceberg de Nueva Escocia. Su tripulación también. Sería mejor que los desembarcara antes de que murieran congelados.

Lo vio sonreír.

—Hace bastante calor para ser primavera, ¿no crees?

Cierto. Pero no más allá de su piel. A su lado, Matthew estaba temblando, pero El Faraón permanecía inmóvil como una estatua. Debería acercarse a él para comprobar si tenía la piel de gallina. Cuando el barco subió una ola, Seton afianzó los pies y sus músculos se tensaron… El torso, los brazos, el cuello y las pantorrillas. Viola casi se atragantó por la sorprendente oleada de calor que la atravesó.

Y la sonrisa de Seton se ensanchó.

Con paso tranquilo, ella se dirigió a la escalera, dándole la espalda, y descendió bajo cubierta.

Una vez en su camarote, abrió el armarito de las medicinas y sacó un bote con yodo, láudano y otros frasquitos, metiéndoselos en los bolsillos de su gabán, junto con unas tijeras y un grueso rollo de vendas. Estaría bien ocupada hasta el anochecer curando cortes y brechas, pero no había visto heridas graves ni entre su tripulación ni entre los marineros de la Cavalier. Añadió una aguja e hilo antes de subir a cubierta.

Empezó a atender a los heridos conforme se los encontraba, acostumbrada a esa tarea. Desde que tenía diez años, cuando cruzó el océano por primera vez en el bergantín que su padre utilizaba para el contrabando, este dejó que ella se encargara de esas responsabilidades, que recaían en el capitán. Su padre dijo que de esa forma los hombres apreciarían su presencia en vez de re-sentirla.

La mayoría nunca había puesto pegas y se había acostumbrado a ella enseguida. Viola se aseguró de que fuera así. Al fin y al cabo, el único consuelo tras perder a su familia en Inglaterra fue la aventura que representaba la vida en el mar. Por aquel entonces, hizo todo lo que se le ocurrió para convencer a su padre de que la dejara a bordo en vez de en tierra con su hermana viuda y sus tres hijos llorones. La había recompensado durante las primaveras y los veranos, pero la dejaba en tierra, en la ciudad de Boston, durante el resto del año para que recibiera clases y esperara impaciente su regreso en abril.

Más adelante, cuando ya creció un poco, se dio cuenta de que su padre la dejaba acompañarlo en el barco porque le recordaba a su madre. Su verdadero amor. Cuando conoció a Aidan Castle, por fin comprendió la devoción de su padre.

Dejó de llover justo cuando Viola ataba el último vendaje y le indicaba al marinero que volviera al trabajo. Su tripulación limpiaba y reparaba, con martillos, clavos y sogas. De hecho, su barco no había salido muy mal parado. Teniendo en cuenta la identidad de su oponente, era extraordinario que hubieran salido victoriosos.

Se obligó a mirar a popa. Atado al mástil, Seton permanecía con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en la madera. Sin embargo, ella no se dejó engañar. Un hombre como él no dormiría mientras estaba retenido a bordo de otro navío. Seguramente estaba planeando su huida.

Lo vio abrir los ojos y mirarla a la cara. En esa ocasión no sonrió.

Viola sabía que a lo largo de la última década la rápida Cavalier había pasado casi todo el tiempo persiguiendo buques británicos, y que durante la guerra con Napoleón había derrotado a algunos barcos de guerra franceses. De vez en cuando abordaba algún corsario norteamericano, pero nunca un mercante ni un barco de la Armada de Estados Unidos. Sin embargo, desde hacía unos meses corría el rumor de que la Cavalier había hundido un barco pirata cerca de La Habana. Poco después, había entregado a otro pirata, una goleta mexicana, a un capitán norteamericano en Trinidad. Buen trabajo. Decente.

Aun así, con el colorido pasado del navío y con la reputación del Faraón, si Viola entregaba a su tripulación a las autoridades portuarias de Boston, era muy probable que Seton y sus hombres acabaran colgados.

Miró por encima del hombro a su segundo de a bordo que estaba enganchando una driza al palo mayor.

Loco, ¿sería deshonesto que un pirata ocultara su identidad para que no lo colgasen?

—No sería deshonesto, capitana —los ojos del hombre eran muy perspicaces. Desde que tenía diez años, Loco le había enseñado la mitad de lo que ella sabía acerca del mar y de la vida—. Diría que sería sensato —añadió, tras lo cual le lanzó una mirada de reojo al capitán de la Cavalier.

—¿Crees que nuestros muchachos podrán mantener la boca cerrada? —preguntó en voz baja—. ¿O querrán alardear? Al fin y al cabo, no han hundido un barco cualquiera. Tienen derecho a sentirse orgullosos.

Loco resopló.

—Estos muchachos harían cualquier cosa por usted y lo sabe —lo dijo sin sentimentalismo alguno.

Los marineros no se ponían sentimentales por más afecto que se tuvieran entre sí. Viola lo había aprendido enseguida. También había aprendido a tragarse las lágrimas como cualquier hombre.

—Pues asegúrate de correr la voz —hizo una pausa—. Pero no se lo digas a Seton ni a los suyos.

Loco asintió y se alejó para cumplir sus órdenes. Viola relajó los hombros. Cuando arribaran a puerto en cuestión de una hora, le contaría una patraña al jefe del puerto acerca de un barco a la deriva que le disparó al suyo por error. Le diría que había subido a la tripulación a bordo y que los había atado por si querían armar jaleo. Pero que, pese a todo, estaba convencida de que no eran peligrosos. Demonios, si no habían sido capaces de salvar su propio barco, ¿cómo iban a ser una amenaza?

Los documentos de la Cavalier se habían hundido con ella. Sin pruebas de su origen, detendrían a su tripulación esa noche. Pero con su historia, no los retendrían más tiempo a menos que Seton abriera su arrogante bocaza y proclamara su identidad y la de su barco.

Ella no tendría la culpa de que lo ahorcaran. Dejaría que El Faraón se encargara de eso él solito.