Capítulo 20

Al principio, convertirse en una dama le resultó bastante entretenido. Llegó la modista, empezó a sacar bocetos de moda, telas y encajes, y se asombró de la delicada figura de Viola al mismo tiempo que se reía del bronceado tan poco atractivo de su piel. A continuación, la envolvieron con diáfanas sedas, recios tafetanes y ligeras muselinas; la midieron, la ensartaron con alfileres y la trataron como a un maniquí. Aparecieron enaguas y camisolas, todas ligerísimas, en ingentes cantidades. Abrigos ridículos llamados pellizas, corsés que eran una absoluta tortura, chales con flecos, guantes de todos los colores y un sinfín de bonetes.

Viola se preocupó de buscar papel y lápiz a fin de apuntar los nombres de todas las prendas para poder recordarlos después. Sin embargo, al redactar la lista, se acordó de los primeros meses a bordo de un barco, cuando hizo lo mismo, anotando los nombres de los palos, las sogas, las velas y el armamento hasta que recordó cómo se llamaba hasta el último trozo de madera, de acero, de cuerda y de tela que había en el barco. Además, escribir hizo que echara de menos el cuaderno de bitácora, en el que anotaba todos los sucesos, por aburridos que fueran, antes de acostarse. Con la cabeza llena de recuerdos, fue incapaz de disfrutar plenamente de la modista. No obstante, el placer que obtenía Serena con esa actividad era evidente, y no podía aguárselo.

Cuando el señor Yale asomó la cabeza por la puerta para preguntar por sus progresos, la modista lo echó. Al parecer, el dormitorio de una mujer no era lugar para un hombre. Viola se preguntó qué pensarían la señora Hamper y Serena si les contara que ella había compartido su «dormitorio» con un hombre, y con sumo gusto.

Viola volvió a dormir en el sofá, jurándose que a la noche siguiente intentaría hacerlo en la cama. El sonido de las olas al romper contra la playa la reconfortaba.

Un segundo día de pruebas y medidas siguió al primero. La señora Hamper modificó uno de los vestidos de muselina de Serena, y Jane colocó el corsé alrededor de las costillas de Viola con evidente entusiasmo antes de proceder a aprisionarla con las prendas. Viola dejó que volvieran a tirarle del pelo, algo que su doncella realizaba con evidente gusto. A la mañana del tercer día, ya pudo bajar al comedor matinal con un aspecto bastante parecido al de una dama que pertenecía a un hogar como Savege Park, si bien ella no lo sentía así.

La ropa, sin embargo, no convertía a nadie en una dama.

—¿Cuál uso para los huevos? —le preguntó en un susurro al hombre que tenía al lado.

El señor Yale se inclinó hacia ella para responderle en el mismo tono:

—La cucharilla de los huevos.

En la estancia, además de ellos dos, sólo estaban Serena, enfrente de ella, y un criado a cada lado de la mesa. Viola miró de reojo a los criados. Los dos tenían cara de estar haciéndose los tontos.

—¿Cuál es la cucharilla de los huevos? —preguntó.

—La diminuta —contestó el señor Yale.

—Parecéis tontos —dijo Serena—. A saber lo que pensarán George y Albert de vosotros.

El señor Yale señaló con el índice la cuchara más pequeña antes de enderezarse en su asiento.

—¿Por qué no se lo preguntamos? George, Albert, ¿creéis que la señorita Carlyle y yo somos unos tontos? Y decid la verdad. Pero tened presente que ofenderéis a vuestra señora si lo negáis.

George, que llevaba una peluca blanca, frunció el ceño.

—En fin, la verdad es que no lo sé, señor.

—No te comprometes. Muy listo. ¿Y tú, Albert?

—Wyn, tienes que dejar de interrogar a los criados.

—¿Albert? —insistió el señor Yale.

—La verdad es que parece raro, señor —respondió el criado más joven con evidente sinceridad—, que haya una cucharilla sólo para los huevos pasados por agua. O eso me ha parecido siempre.

—Ah, ¿lo ve, milady? Albert nos da la razón a su hermana y a mí. Los aristócratas usamos demasiadas cucharillas en el desayuno.

—Me gustaría saber qué cubierto usar con cada cosa —declaró Viola con firmeza—. Anoche durante la cena no sabía qué hacer. Creo que utilicé la cuchara para la sopa con la gelatina, o tal vez fue al revés —levantó la vista al mismo tiempo que Serena bajaba el periódico.

—Nos da igual qué cuchara uses, Vi. ¿Verdad, señor Yale?

—Totalmente cierto.

—Pues a mí no me da igual. Y cuando lord Savege vuelva, seguro que a él tampoco. ¿No podría ser la primera lección?

Su hermana esbozó una sonrisa amable.

—Viola…

—Dijiste que me enseñarías a ser una dama, Ser. Pienso obligarte a que cumplas tu palabra.

—Muy bien. Si es lo que deseas.

—Es lo que deseo.

—¿Puedo sumarme al proyecto? —el señor Yale pinchó un trozo de beicon con el tenedor y lo miró con curiosidad—. Necesito con desesperación un cursillo intensivo en el noble arte de la comida.

—Señor Yale, lo digo en serio —Viola se volvió hacia él—. No quiero avergonzar a mi hermana ni a lord Savege cuando tengamos compañía.

El aludido la miró con sinceridad.

—Y yo, señorita Carlyle, digo muy en serio que quiero ayudarla. Si desea aparecer ante la sociedad como una dama, haremos de usted una dama.

—Gracias —dijo por enésima vez en cuatro días.

Les había dado las gracias a todos. Salvo a Jinan Seton. El hombre que insistió en que su familia la quería y que la obligó a regresar a Inglaterra para reunirse con ella. El hombre que había soportado su ridícula apuesta y le había hecho el amor como nunca imaginó que pudiera hacerse. El hombre que, por ser como era, le demostró que cometería un enorme error si se casaba con Aidan.

El hombre que la había dejado sin despedirse siquiera.

No se merecía que le diera las gracias. Era un sinvergüenza de tomo y lomo. Había dicho que no se quedaría con nada que no fuera suyo, pero le había robado el corazón. Como un pirata. No le debía nada. Ni siquiera un recuerdo amable.

En cuanto Viola tuvo la ropa adecuada (e incomodísima), Serena y el señor Yale comenzaron a enseñarle todo lo que una joven debía saber: pintura, dibujo, canto, piano y soltura con el francés y el italiano. Pronto quedó patente que antes debía aprender cosas mucho más fundamentales.

—Sé cómo andar. Se pone un pie delante del otro.

—Cierto, cierto —replicó el señor Yale, mientras la llevaba desde una silla emplazada delante de la mesita auxiliar hasta el centro de la terraza—. Pero cuando se es una dama, hay que poner un pie delante del otro con menos fuerza de que la se ejerce a bordo de un barco. Siempre y cuando se quiera cruzar una estancia con la apariencia de un ángel, claro está.

—¡Ja! —Viola se echó a reír—. ¿Un ángel?

—Pues sí. Lo que todos pensarán de usted hasta que la vean pisarse el bajo del vestido y la escuchen soltar semejante risotada.

—No ha sido una risotada. ¿Es que las damas no se ríen?

—Claro que sí —contestó Serena—. Pero se supone que no deben hacerlo con evidente gusto. Una norma absurda a mi parecer.

—Lo es, pero no la inventé yo —replicó el señor Yale—. Sólo actúo de intermediario de esta estupidez que es la alta sociedad inglesa —cogió la mano de Viola con esos dedos fuertes y se alejó un poco—. Ahora, señorita Carlyle, si consigue dar cuatro pasos con apenas cinco centímetros de separación entre el talón del pie adelantado y la puntera del pie retrasado, será maravilloso.

—¿Cinco centímetros?

—Para empezar —sus ojos plateados relucían.

—¿Tengo que aprender a caminar sin separar los pies como si estuviera en un harén oriental?

Serena soltó una carcajada tan fuerte como la de Viola.

—Claro que no —le aseguró el señor Yale—. Empezaremos exagerando un poco, y cuando domine la técnica, podremos adaptarnos a lo más apropiado.

—Entiendo —dio un paso.

Él meneó la cabeza.

—Han sido al menos treinta centímetros. Y las damas no hablan de harenes orientales.

—De ningún harén, en realidad —Serena clavó la aguja en el bastidor.

—Cinco es ridículo —Viola dio otro paso.

—Eso han sido quince.

—Cambiar los pañales de Maria es mucho más divertido que esto.

—Otra vez quince.

—Pues a ver así —se levantó la ingente cantidad de faldas y dio el pasito más corto imaginable.

—Ah. Mucho mejor. Aunque una dama nunca debe levantarse las faldas por encima de la espinilla.

—¿Es cierto, Ser?

—Me temo que sí.

Viola apretó los dientes y dio otro paso.

—Aprende deprisa —murmuró el señor Yale.

—Siempre ha sido así —replicó Serena.

—Es impresionante.

—Mucho.

Viola silbó.

—Que sigo aquí.

—Y las damas nunca deben inmiscuirse en una conversación a la que no han sido invitadas. Ni silbar.

—Las damas parecen ser un aburrimiento.

—La mayoría lo es.

Viola regresó junto a la silla con pasitos minúsculos. Con un enorme suspiro, se dejó caer en el asiento, cogió una galletita de la bandeja del té, se la metió en la boca y la masticó con evidente placer. Al menos la recompensa por su duro trabajo era deliciosa.

Al cabo de un momento, se percató de un pesado silencio en el gabinete. Levantó la vista y vio que el señor Yale y Serena miraban el reguero de azúcar que tenía sobre el regazo de su bonito vestido verde.

—¡Diantres!

La siguiente clase estaba relacionada con los cubiertos, la siguiente con el arte de aceptar el brazo de un hombre y la siguiente con su pronunciación.

—Sé que tengo acento americano. Un poco. Pero no veo qué tiene eso de malo —dijo Viola al tiempo que se sujetaba el bonete con las manos para evitar que la brisa marina lo arrastrara por el camino.

Ver los cuartos traseros de los caballos tan de cerca seguía inquietándola, pero el señor Yale manejaba las riendas con soltura y Serena parecía tranquila. Los dos dijeron que tenía que acostumbrarse a viajar en esos vehículos.

—Su acento es encantador, señorita Carlyle.

—¿Y qué tiene de malo mi forma de hablar?

—Debe ser menos colorida.

El señor Yale siempre daba esos consejos con una elegancia muy viril, ya estuviera sobrio o borracho. Ese día aún no había probado una gota de alcohol, pero seguramente lo hiciera en cuanto regresaran de su paseo. Sin embargo, dicha costumbre no parecía alterar su forma de comportarse con ella, siempre de forma abiertamente embelesada y totalmente inofensiva. No tenía muy claro por qué había imaginado que se sentiría amenazada por él, salvo por el hecho de que era un caballero de verdad y que llevaba sin ver a uno desde niña. Además, era muy guapo.

—¿Qué pasa con mi lenguaje?

—Nada —se aprestó él a responder—. Si desea parecer muy a la moda y un poco ligera, puede seguir hablando así.

—¿Ligera?

El señor Yale enarcó una ceja.

—Ah. Supongo que no quiero. Porque no quiero, ¿verdad?

—Desde luego que no quieres —sentenció Serena.

Viola intercaló las clases de buenos modales con las visitas a la habitación infantil para hacerle cosquillas a su sobrina y jugar con sus deditos, así como con periodos de tortura en los que la visitaban Jane y la altanera doncella de su hermana, que Serena aseguraba que era muy agradable en cuanto se la conocía. Sin embargo, Viola no la tenía en demasiada estima desde el día que le depiló las cejas hasta provocarle un dolor de cabeza, desde que le ordenó a las criadas que le frotaran los pies, los codos y las manos con piedra pómez hasta dejarle la piel en carne viva, y desde que la sometió al soberano aburrimiento de que le cortaran, limpiaran y limaran las uñas como si ella no fuera capaz de asearse sola. Cuando la doncella le sugirió a su señora que deberían cortarle el pelo para ir a la moda, Viola puso pies en pared.

—Mi pelo se queda como está. Cuando sopla el viento, tiene que ser lo bastante largo para poder recogérmelo en una coleta.

Serena acarició los rizos de Viola con los dedos.

—Es perfecto tal como está.

Cuando Viola dominó el uso de los tenedores, las cucharas y los cuchillos, así como la tarea de servir el té, se sintió preparada para afrontar otros retos. Su optimismo demostró ser demasiado ambicioso.

—No tengo las manos listas para esto —los dedos, enrojecidos por las friegas, se resbalaban por el pincel. Una mancha de color aguamarina decoraba el papel que estaba en el caballete.

—No están hechas —la corrigió el señor Yale—. Sus manos no están hechas para esto. Pero, en todo caso, una dama nunca debe hablar de sus manos.

—¿Por qué no?

—Porque los caballeros pensarían en cosas en las que no deberían pensar cuando están acompañados.

Serena puso los ojos como platos. Viola sonrió.

El señor Yale las miró a una y a otra, con las cejas enarcadas y una expresión inocente.

—Tenía entendido que estábamos siendo sinceros para ayudar en la educación de la señorita Carlyle.

—Y así es. Pero, Wyn…

—Milady, teniendo en cuenta que su marido fue en otro tiempo el libertino más famoso que pisó los salones de Londres, me pregunto de dónde sale su gazmoñería.

—Se ha reformado. Por supuesto —había un brillo risueño en sus ojos de diferente color.

Viola extendió más pintura en el papel y ladeó la cabeza. Su barco parecía un armadillo. Suspiró.

—En eso tiene razón, Ser. Porque, vamos, ni que…

—Porque como si no… —la corrigió Serena.

—Porque como si no supiera lo que los hombres piensan la mayor parte del tiempo. He convivido con cincuenta y cuatro hombres a bordo…

—Yo ni siquiera conozco de vista a cincuenta y cuatro… ¡Por el amor de Dios! ¿Cincuenta y cuatro?

—Yo he conocido muy bien a cincuenta y cuatro hombres durante diez años. A los hombres les interesa una cosa por encima de todas las demás —al igual que el imbécil del que había cometido la tontería de enamorarse sólo quería una cosa de ella… aparte de llevarla a casa.

—No a todos los hombres —Serena limpió su lienzo con un trapo y se mordió el labio—. El señor Yale lleva dos semanas ayudándonos a educarte sin haber pensado siquiera en eso, ¿no es verdad, Wyn?

Viola y ella lo miraron en busca de confirmación.

—Así es —contestó él sin inflexión alguna.

—¿Lo ves? —Serena se concentró de nuevo en su cuadro.

El caballero esbozó una sonrisa torcida y le guiñó un ojo a Viola.

Esta se echó a reír.

—No se preocupe, señor Yale, sé que no le intereso de esa manera.

Él puso los ojos como platos.

—Un momento, soy tan susceptible a una cara y un cuerpo bonitos como cualquier hombre.

—No tiene que… Quiero decir que no hace falta que finja indignación conmigo, señor —comenzó a dar pinceladas.

—Me esforzaré para no considerarlo un insulto.

—No debería. En absoluto… Pero yo… El asunto es que sigo sin saber por qué permanece aquí, ayudándome, cuando no le intereso de esa manera.

Serena soltó una risilla.

—Sigues siendo tan sincera y teniendo tanta confianza en tus encantos como de costumbre, Vi. Te adoro por eso —confesó su hermana.

—¿Tenía mucha confianza de pequeña?

—Muchísima. Incluso cuando aquellos marineros subieron por el acantilado y echaron a andar hacia nosotras. Comenzaste a pestañear y los miraste con una sonrisa descarada mientras les exigías con voz dulce que se presentaran y explicaran qué hacían en la propiedad de tu padre. Se quedaron tan estupefactos que si se nos hubiera ocurrido salir corriendo, creo que les habríamos sacado ventaja de sobra.

—Pero no se nos ocurrió salir corriendo. Y ahora estoy aquí, aprendiendo a pintar con acuarelas, algo que debería dominar desde hace diez años.

—Nunca lo habría dominado —el señor Yale miró por encima de su hombro—. No tiene un ápice de talento. ¿Alguien quiere tocar el piano?

Serena soltó el pincel.

—Menudo alivio. No me gusta pintar en absoluto.

—¿Y por qué diantres…?

—Dijiste que querías aprender todo lo que debía saber una dama —Serena echó a andar hacia la puerta—. El piano está en el salón, al igual que el arpa, por supuesto, y dentro de quince minutos también estará el té.

Con el mango del pincel entre los dientes, Viola vio cómo su hermana desaparecía. Miró de nuevo su desastre de pintura y dejó caer los hombros. Apenas habían transcurrido siete días y ya estaba harta. Lo dominaría, pero ojalá pintar, comer y andar fueran cosas tan sencillas como echar el ancla o izar las velas.

El señor Yale se puso en pie y le ofreció el brazo.

Viola soltó un suspiro frustrado.

—No tengo que cogerme de su brazo para ir hasta el salón, que está dos puertas más allá, ¿verdad?

—Hay que practicar y practicar.

Lo miró.

—No está tan desinteresado como dice, ¿verdad, señor Yale?

—No es desinterés, señorita Carlyle —respondió él con bastante seriedad—. Sólo soy leal a un hombre que me ha salvado la vida en más de una ocasión.

Lo miró boquiabierta.

—Las damas no miran boquiabiertas a nadie.

Viola cerró la boca y se puso en pie. A continuación, miró los pies de ambos, los relucientes zapatos del señor Yale y sus delicados escarpines que asomaban por el bajo del vestido, aunque no parecían ni sus pies si su bajo.

—Repítame cómo se conocieron.

—No estoy en disposición de contar eso —el señor Yale la tomó de la mano y, acto seguido, procedió a colocársela en el brazo—. Pero tal vez si se lo pregunta a él, esté dispuesto a contárselo. Sospecho que lo estaría.

—Creo que ha malinterpretado la situación.

—Estoy seguro de que no lo he hecho.

El estómago le dio un vuelco.

—¿Qué le ha contado?

El señor Yale la miró en silencio un buen rato antes de contestar:

—No me contó nada. No hacía falta.

—En fin, pues se equivoca. De todas maneras, no creo que vuelva a verlo, así que no podré preguntarle nada.

—Insisto, aunque parezca muy maleducado, en que es usted quien se equivoca y acabará dándome la razón.

—Señor Yale, confieso que el mayor desafío de convertirme en una dama es aceptar que los caballeros creen saber mucho más que yo. De hecho, tengo la impresión de que nunca conseguiré aceptarlo. Así que tal vez nunca me convierta en una dama —le regaló una sonrisa—. Ah, menudo alivio. Empezaba a preocuparme.

Se marchó y abandonó la estancia sin ninguna ayuda.

—Su Ilustrísima se niega a vender —el vizconde Gray estaba sentado al otro lado de la tosca mesa de madera, enfrente de Jin, mientras el sol de finales de verano se colaba en la tenebrosa taberna.

El establecimiento, situado en una zona tranquila de Londres, estaba vacío salvo por ellos dos. Al igual que Jin, el vizconde se había vestido con sencillez para la cita, pero su porte y su mirada directa dejaban claro que era un aristócrata.

—El secretario del obispo me ha asegurado que no se desprenderá ni de un solo objeto de su colección de arte oriental ni por todo el oro del mundo. En especial, de ese objeto en concreto —Gray levantó el pichel de cerveza y lo miró por encima del borde—. ¿Qué hay en el cofrecillo, Jin?

—Nada de valor —sólo su verdadera identidad.

—¿Y por qué me has pedido ayuda? No creo que lo hayas hecho antes, bajo ninguna circunstancia —aunque mantuvo la voz serena y una postura relajada, Colin Gray no era tonto. El Almirantazgo y el rey confiaban en el jefe de su club secreto por un buen motivo.

—Me pareció la forma más rápida de adquirirlo.

Gray asintió con la cabeza.

—Por supuesto.

Ninguno de los dos necesitó decir lo evidente: Jin tenía el respeto de varios de los comisionados que componían el Consejo del Almirantazgo. Pero Gray tenía contactos sociales, de modo que su petición de comprar una pieza antigua de una colección privada pasaría desapercibida.

—Sin embargo, teniendo en cuenta que te he ayudado sin hacer preguntas —añadió el vizconde—, me gustaría una explicación.

—Tu ayuda no me ha reportado nada. Y si no querías prestármela, nadie te obligaba.

Jin hizo ademán de levantarse.

La mano del vizconde le sujetó la muñeca, como un grillete.

—Me lo pediste porque deseas mantener el anonimato —un deje acerado asomó a la voz de Gray—. Espero saber por qué.

—Colin, si no me quitas la mano de encima, te la corto.

Esos ojos azul oscuro se clavaron en los suyos.

—Estás desarmado.

—¿Seguro?

Gray lo soltó, pero siguió mirándolo sin ceder un ápice.

—Hace siete años, cuando empezamos, no entendí por qué Blackwood confiaba en ti ciegamente.

—¿No? ¿Y a qué has estado jugando todo este tiempo al incluirme en tu club, Colin? ¿A mantener a tus amigos cerca y a tus enemigos más cerca aún?

—Al principio, tal vez. Aportabas mucho con tus contactos en los puertos y en todos los estratos de Londres, al parecer. Y con tu barco.

Jin se apoyó en el respaldo de la silla y cruzó los brazos por delante del pecho.

—¿Eso quiere decir que tengo cierta utilidad?

—Pero pronto me di cuenta de lo que Leam sabía desde hacía mucho tiempo —continuó Gray como si no lo hubiera interrumpido—. Tú y yo nunca nos hemos llevado bien. Eres impredecible y no pareces hacer aquello que vaya en contra de tus intereses. Pero las apariencias engañan. Aparte de Leam, eres el único hombre a quien le confiaría mi vida, Jinan —lo miró a los ojos—. Cuéntamelo. A lo mejor puedo ayudarte.

Jin observó al aristócrata. Gray estaba inmerso en esa misión no porque estuviera obligado a hacerlo, ya que su riqueza y su título estaban asegurados. Servía a su rey y a su país porque el honor y el deber eran más importantes para él que su propia vida. Gray consideraba a todos sus compañeros del club (Leam, Wyn, Constance e incluso él mismo) parte de dicho deber. Sí, el deber era lo primero.

—No es por mí únicamente, ¿verdad, Colin?

—Blackwood. Y Yale. Sé mejor que nadie lo que has hecho por ellos. Sé que protegiste a Leam de mí cuando quiso abandonar el club. Te llevaste tu barco al mar del Norte para perseguir a esos rebeldes escoceses cuando, en realidad, deseabas partir hacia el oeste. Lo hiciste con la esperanza de que así no involucrara a Leam.

Jin no lo negó. Gray era muy listo para alguien que tenía pocos años más que él.

—Y aunque Yale nunca me ha dicho nada, sé que estuviste allí la noche en que disparó a aquella muchacha. Sé que Constance te ha pedido que lo ayudes, y sospecho que acabas de verlo no porque él fuera a verte tras tu regreso, sino todo lo contrario.

—¿Sabes todo eso? Me pregunto qué has sacado en claro de esta información.

Gray se pasó una mano por la nuca.

—Por el amor de Dios, es como hablar con Sócrates. Aunque es mejor que hablar con el aire, después de mandarte cartas durante año y medio sin obtener respuesta alguna —se puso en pie—. Jin, si llegas a necesitar mi ayuda, te la prestaré. Hasta ese momento, el director tiene que saber si puede contar contigo para ese asunto en Malta. Supongo que Yale te habrá hablado del tema.

—Me lo mencionó.

—¿Sigues con nosotros o has seguido el mismo camino que Blackwood después de todo? Constance insiste en que sigues formando parte del club, pero exijo saberlo de tus propios labios.

¿Por qué no? Bien podía surcar el Mediterráneo en otro encargo del rey y del director secreto del Club Falcon. Por primera vez en dos años, no tenía otra cosa mejor que hacer, y distanciarse de Inglaterra le iría bien. El cofre que quería estaba fuera de su alcance, lo mismo que la mujer. Los dos formaban parte de una sociedad que, al igual que el hombre que tenía delante, toleraba su presencia por sus habilidades, aunque siempre desconfiaría de él por el mismo motivo. Había forjado su reputación a base de violencia y, pese a todo, no era uno de ellos.

—Ya me pondré en contacto contigo.

Gray asintió con la cabeza.

—Espero noticias tuyas pronto —le tendió la mano y Jin la aceptó.

—Colin —dijo con un deje titubeante. Las palabras salieron de su boca sin pensar, de una parte de su ser que no quería reconocer—, gracias.

Los ojos del vizconde relucieron.

—De nada.

Jin se quedó sentado a solas en la taberna unos minutos, antes de que llegaran Mattie y Billy.

—Matouba dice que ya ha venido por aquí antes y que no les caía muy bien a los parroquianos. Se ha quedado en el barco —Billy sonrió al tiempo que se sentaba.

Mattie gruñó al tabernero y se sentó.

—Hemos visto salir a Su Ilustrísima. Parecía tan negro como Matouba. Lo has cabreado, ¿verdad?

Jin lo miró con expresión seria.

—¿Te has enterado de algo interesante?

—Un criado de menor rango. No hay muchos en la casa. El obispo tiene muchas cositas que no quiere que toquen los criados —Mattie frunció el ceño—. No sé si será fácil de birlar.

—¿Cuándo nos ha detenido eso? —Billy enseñó los dientes.

Mattie se encogió de hombros y cogió su pichel.

—¿Cómo se llama el criado? —preguntó Jin.

—Hole Pecker…

Jin enarcó una ceja al escucharlo.

La sonrisa de Billy se ensanchó todavía más.

—Así le puso su madre.

—¿Tiene un horario regular?

—Sale de la casa a las diez en punto, cuando entra el obispo —Mattie apuró la cerveza y dejó las manos en la mesa—. La cosa es que Billy, Matouba y yo queremos hacer esto en tu lugar.

—No tengo intención de hacer nada ahora mismo. Me he limitado a expresar un inocente interés por el personal del obispo.

Billy puso los ojos como platos. Y Mattie los entrecerró. Pero Jin fue muy claro con el deje que imprimió a su voz.

—Un momento —Mattie apretó los puños—. No puedes seguir haciendo estos trapicheos.

—Tiene razón, capitán —convino Billy, con la sonrisa un tanto apagada—. Ya no está bien que lo haga.

—No estoy haciendo nada, como acabo de decir. Ya no nos dedicamos a eso, caballeros. Al menos, no mientras trabajéis para m…

—Ahora va a decirnos que nos metamos en nuestros asuntos, Bill —lo interrumpió Mattie—. Creo que la señorita Carlyle no se equivocó al decirnos que teníamos al asno más terco y arrogante del mundo por capitán.

—Sí que lo dijo —Billy asintió con la cabeza, pensativo.

Jin sonrió.

—Echo de menos a la señorita —las escuálidas mejillas de Billy se sonrojaron—. ¿Cómo le va en la mansión, capitán?

—Bien, al menos la última vez que la vi.

—¿Estaba bien? —Mattie lo miró con expresión penetrante y el ceño fruncido.

Billy sonrió de nuevo.

—Seguro que lady Redstone le ha puesto vestidos, cintas y todas esas cosas que se ponen las damas.

Como debería ser. Sin embargo, todavía le sorprendía que después de todas esas semanas sólo le apeteciera estar junto a ella. En cualquier sitio, con la ropa que ella quisiera ponerse. O sin ropa.

—Caballeros, ¿el barco está preparado?

—Listo para zarpar. ¿Vamos a alguna parte?

—Tal vez.

Mattie frunció sus carnosos labios.

—No me dirás que vas a untar al criado este para que robe el cofre y te lo entregue o para que deje la puerta trasera abierta y robarlo tú, ¿verdad? Pues me parece que es lo que planeas.

—No estoy planeando nada, Matt —se puso en pie—. Sólo es curiosidad.

Se marchó, internándose en las bulliciosas calles, llenas de carruajes, transeúntes, vendedores ambulantes, floristas callejeras y demás bullicio de Londres, el mismo que había conocido por primera vez años atrás, cuando llegó a Inglaterra en busca de redención en la tierra de parte de sus antepasados. La parte desconocida.

Gray tenía razón. Conocía todos los estratos sociales de Londres, desde los aristócratas que se sentaban en el Parlamento hasta los niños que les robaban las carteras a dichos aristócratas para alimentar a sus familias hambrientas. Los conocía a todos, y la vida que llevaba lo había satisfecho en parte.

Pero ya no. La inquietud lo abrumaba en ese momento, incapaz de encontrar la paz. Claro que ya no tenía un objetivo y la puerta a la esperanza que retuvo después de dejar a Viola en Devonshire se le había cerrado. Tal vez su padre había sido un caballero de buena familia y riqueza. Tal vez. Pero sin el cofre nunca lo sabría.

Se detuvo para dejar una guinea en el bolsillo de una mendiga ciega. Rápida como el rayo, la mujer le cogió los dedos.

—Que Dios te bendiga, hijo —musitó ella, con los ojos velados y una cara avejentada por los días de un trabajo sin esperanza en su esquina.

—Nunca he sido un hijo, abuela —replicó en voz baja—. Pero acepto tu bendición de todas formas.

Le devolvió el apretón a sus huesudos dedos, le soltó la mano y prosiguió su camino a través del bullicio que ya no le producía la misma fascinación que de costumbre. No deseaba meditar sobre el cambio ni por qué se había producido. No deseaba recorrer ese camino. Sabía que no debía planteárselo siquiera.

Malta cada vez se le antojaba más atractiva.