Capítulo 13
Durante el largo trayecto por el camino de la costa hacia el interior de la isla, Viola ocultó la cara bajo el ala de su bonete de paja y se mantuvo callada. Jin la observaba en silencio, percatándose de la tensión de los hombros bajo el grueso chal que llevaba cual armadura pese al calor del mediodía y también del modo en el que sus delgados y callosos dedos se retorcían.
Era una mujer cambiada, no tanto por la ropa como por la actitud. En cuanto el océano desapareció tras las colinas y a medida que las palmeras, los trinos de los pájaros tropicales y el olor de la tierra y la vegetación se hacían más evidentes, Viola se retrajo. Sin embargo, no era la misma quietud que la embargaba durante sus vigilias al atardecer en el alcázar de la Tormenta de Abril.
Ella deseaba silencio y él se lo concedió, encantado de esperar a que le diera una explicación.
El cochero enfiló una estrecha avenida de entrada flanqueada por enormes yucas, y su destino apareció ante ellos. No era una propiedad diminuta, era una plantación en toda regla. La avenida no era muy larga, pero la casa era bastante amplia, con dos plantas, de estilo inglés y muy elegante, pintada de blanco y con una veranda que recorría tres de sus cuatro costados. Los cultivos de caña de azúcar se extendían por las laderas, como un paisaje pintado a la perfección.
Viola levantó la cabeza y se le escapó un jadeo. Clavó la mirada en la casa mientras sus dedos aferraban el polvoriento borde del carruaje.
Jin habló por fin.
—¿De quién es esta plantación?
—Pertenece a Aidan Castle. En otro tiempo fue contable en Boston y luego se enroló en el barco de mi padre, tras lo cual compró estas tierras —su mirada recorrió con renuente admiración la casa y los edificios adyacentes, pero no con placer—. La última vez que estuve aquí, aún no había construido la casa. Es impresionante —añadió con voz apagada.
El carruaje se detuvo delante de la veranda y por la puerta principal salió un criado negro, ataviado con sencilla ropa blanca. Jin se apeó, y sus botas resonaron en la gravilla del camino, de la que ascendió una polvareda. Se volvió hacia Viola y le ofreció la mano, que ella ni miró mientras se arreglaba las faldas y el chal en el borde del alto escalón, aunque al final soltó un suspiro exasperado y aceptó su ayuda. Una vez en el suelo, se apresuró a soltarle la mano.
—Buenos días, señora. Señor —el criado bajó el equipaje del carruaje.
—Buenos días —replicó ella—. ¿Serías tan amable de informar al señor Castle de que ha llegado Violet Daly?
El criado hizo una reverencia y regresó a la casa.
Jin volvió a ofrecerle la mano para ayudarla a subir los escalones de acceso a la veranda, pero ella se agarró a la barandilla y subió sola. De modo que quedó rezagado, observando cómo se pasaba las manos por encima de las faldas varias veces y cómo se ajustaba de nuevo el bonete y el chal. Después, la siguió.
La puerta se abrió. Un hombre salió al porche con paso firme y seguro. Iba ataviado con pantalones y chaqueta de lino, zapatos lustrosos y un chaleco de seda, y parecía tener más o menos su edad, si bien era más ancho de hombros pero algo más bajo. La atención del recién llegado se concentró en la mujer que había entre ambos.
Viola se acercó a él, bajó la barbilla y le tendió la mano.
Castle la cogió y dijo:
—Querida Violet.
Acto seguido, la abrazó. Ella le rodeó la cintura con los brazos y pegó la cara a su chaleco.
Jin permaneció muy quieto y en silencio mientras el sol de media tarde se derramaba sobre la terraza, iluminando a la pareja, y la ligera brisa procedente de los campos de cultivo agitaba las faldas de Viola.
No le había contado la verdad, por supuesto. Su cambio de ropa y de actitud se debía, al parecer, a Aidan Castle.
Parecía el mismo, su torso era igual de fuerte y sólido. Y olía igual, a jabón de afeitar y a tabaco. Era un aroma tan familiar que Viola casi sintió la presencia de su padre, como si pudiera levantar la vista y ver a Fionn al lado de Aidan.
Cuando la soltó, se permitió observarlo con detenimiento. También tenía el mismo aspecto. El pelo castaño claro se rizaba sobre su frente, un tanto largo, como solía llevarlo cuando se le olvidaba cortárselo. Su cara no había cambiado, seguía igual aunque no tan bronceada, con la misma nariz imponente, los mismos labios carnosos, el mismo hoyuelo en la barbilla y los mismos ojos verdosos, muy tiernos, que la miraban con expresión risueña en ese momento.
—Supongo que tu viaje ha sido tranquilo —su voz sonaba muy conocida, una voz que había escuchado todos los días hasta que cuatro años antes abandonó el barco de su padre para convertirse en un terrateniente.
—Sin problemas.
—Es lo que esperaba. Supusimos que todavía es demasiado pronto para que encontraras tormentas estivales durante la travesía —parecía alegrarse muchísimo de verla y la miraba fijamente, sin aparente incomodidad.
—¿Supusisteis, en plural?
—Seguro que te acuerdas de mi primo Seamus. La primavera pasada vino a verme y no se ha marchado —soltó una risilla, el mismo sonido del que ella había dependido cuando su padre enfermó y necesitaba seguridad con desesperación—. Mis tíos estaban ansiosos porque abandonara Irlanda, por supuesto, ya que se había metido en líos, como de costumbre.
—Así que… ¿está aquí? —Viola conoció a Seamus Castle durante una visita que hizo a Boston hacía años. Un joven con demasiada cara dura y poquísima imaginación.
—Ha sido una gran ayuda para gestionar a los trabajadores. Pero no nos quedemos aquí fuera con este calor. Entra y tómate algo fresco —hizo ademán de cogerle la mano, pero se detuvo al mirar tras ella—. Ah, perdón. El caballero…
—Es mi segundo de a bordo, mientras Loco está de permiso. Aidan, te presento a Jinan Seton.
—Encantado de conocerlo, señor Seton —le tendió la mano.
Seton dio un paso al frente y se la estrechó.
—El placer es mío —dijo.
Viola sintió que algo en su interior daba un vuelco.
Aidan frunció el ceño.
—Creo que me suena su nombre.
Seton soltó la mano de Aidan.
—¿En serio?
—Claro que supongo que Seton es un apellido muy común en estas latitudes, ¿no?
—Supongo.
—Ah —Aidan sonrió—. Es inglés.
—El señor Seton tiene patente de corso de la Armada Real —terció Viola, que los miraba a uno y a otro—. Sólo está sirviendo como mi segundo porque… en fin… porque…
—Ahora mismo estoy sin barco —concluyó él.
—Ah, claro —Aidan recorrió a su invitado con la mirada—. Cualquier marinero del barco de Viola es bienvenido en mi hogar —señaló la puerta—. Por favor. Quiero que conozcas a mis otros invitados.
Viola los precedió al entrar en un vestíbulo de techo alto mientras miraba de soslayo al hombre con quien había navegado hasta esa isla. Seton llevaba una camisa blanca, pantalones limpios y una chaqueta que nunca había visto, de una confección tan elegante que le hacía justicia a sus anchos hombros y a su cuerpo atlético. Parecía tan cómodo con esa ropa como cuando lucía la que se ponía a bordo. Durante el viaje en carruaje, concentrada como estaba en intentar no mirarlo, no había reparado en su vestimenta.
Sobre todo, como de costumbre, se había fijado en sus ojos. Y en sus manos. Y en su boca. Siempre en su boca.
Le daba igual lo que llevara puesto. Estaba guapo con cualquier cosa o sin apenas nada. Subió la mirada desde su chaleco y, al igual que el primer día, él también la estaba observando.
Aidan le ofreció el brazo. Por un instante, se quedó mirando su manga sin saber qué hacer, incapaz de olvidarse del recuerdo del pecho desnudo de Jinan Seton bajo la lluvia.
Ninguno de los dos hombres habló.
—¿Violet?
—Ah —se ruborizó antes de colocar los dedos sobre el brazo de Aidan.
Este soltó una risilla y dijo:
—Querida, eres increíble —la condujo al salón.
Era una estancia muy acogedora, decorada con suma elegancia y detalles ingleses; sin embargo, era otro aspecto de la casa que había construido sin consultarla a pesar de que la compartiría con ella algún día.
En el salón había cuatro personas. Seamus Castle estaba apoyado en un sillón negro, haciendo girar la cadena de un recargado reloj de bolsillo de oro con el índice.
—Buenos días, señorita Violet —la saludó con un gesto de cabeza apenas imperceptible. Era un hombre atractivo, con una frente amplia como Aidan y el mismo pelo rizado, pero su boca parecía congelada en un perpetuo deje burlón, y sus ojos verdes tenían una expresión ladina—. Encantado de volver a verla.
La última vez, unos cinco años antes, la había acorralado en un rincón oculto y había intentado tocarle el pecho. A Viola le había dolido la rodilla durante varios días después de impactar con la culata de la pistola que llevaba al cincho y que quedaba a la altura de la entrepierna de Seamus. Él también acusó el impacto en sus partes bajas. Viola aprendió varios tacos muy soeces en aquel momento.
—Señor Hat, señora Hat, permítanme presentarles a la señorita Daly y al señor Seton, amigos míos cuyo barco acaba de atracar en el puerto —Aidan la instó a volverse para que los mirara.
Viola supo de inmediato que eran prósperos comerciantes de alguna ciudad del norte. De Nueva York, de Filadelfia o de Boston. Todos los habitantes de esas ciudades tenían el mismo aspecto: hombres con exceso de peso, mujeres con exceso de arrogancia y ambos con exceso de ropa.
El señor Hat, que llevaba una enorme corbata alrededor de un cuello de camisa altísimo y una chaqueta de lana con enormes solapas, se puso en pie para estrechar la mano de Seton.
—Encantado de conocerlo —dijo con voz ronca.
—Señor —él se volvió hacia la señora Hat y le hizo una reverencia—. Señora.
La mujer lucía una sonrisa tensa y un vestido de tafetán adornado con perlas negras, carísimo y totalmente inadecuado para el clima de la zona. Examinó a Viola de la cabeza a los pies, procedió a hacer lo mismo con Seton y, a la postre, asintió con la cabeza, haciendo que la pluma negra de su tocado se agitara.
—Y esta —anunció Aidan con una sonrisa amable— es la señorita Hat.
Era una muchacha de aspecto angelical que no tendría más de diecisiete años. Tan guapa que quitaba el aliento. Viola la miró embobada mientras se preguntaba cómo había conseguido la señorita Hat que los tirabuzones rubios enmarcaran a la perfección su frente y sus mejillas, y cómo podía llevar tan poca ropa delante de tanta gente. Era alta como su madre, con un cuerpo delgado y unos ojos azules enmarcados por espesas pestañas doradas, y mantenía la mirada gacha, de forma recatada. La muchacha hizo una reverencia y la diáfana falda de su prístino vestido blanco le rozó las piernas mientras sus manos quedaban entre los pliegues de la tela como lirios blancos.
—Señor. Señorita —susurró la muchacha a modo de saludo—. Encantada de conocerlos.
Seton hizo una reverencia y pareció tan inglés, tan galante, que por un instante Viola también lo miró embobada a él.
Aidan la condujo a un sillón.
—Viola, el señor Hat es el propietario de una empresa de prendas masculinas en Filadelfia. Ha venido en visita de negocios con la idea de expandir sus horizontes. Hemos tenido la suerte de que su familia pudiera acompañarlo, ¿no es verdad, Seamus?
El irlandés esbozó una sonrisa torcida.
—Claro, primo. Siempre es bueno contar con damas para embellecer el lugar —miró a Viola con expresión lasciva.
El señor Hat le cogió una mano a su hija y le dio unas palmaditas.
—Quería que mi pequeña Charlotte viera un poco de mundo antes de entregarle su mano al hombre afortunado de tenerla para el resto de su vida.
La señorita Hat se ruborizó hasta la raíz del pelo y agachó la mirada, pero mantuvo la sonrisa dulce.
El criado que los recibió a su llegada se acercó a Viola con una bandeja. Ella aceptó el vaso y le sonrió.
—Gracias.
—Vaya por Dios, señor Castle —la señora Hat tenía la vista clavada en los pies de Viola—. Me temo que he sido muy desconsiderada estos dos días. No tenía la menor idea de que las damas de la isla se dirigían a los criados delante de las visitas. Tenga por seguro que rectificaré mi comportamiento.
Aidan soltó una risilla.
—Las relaciones entre el servicio y las personas de mayor posición es algo más distinguida aquí que en el norte, es cierto, señora. Pero a usted jamás se la podría tildar de desconsiderada.
La mirada de la mujer ascendió, deteniéndose en el regazo de Viola, que bajó la vista y se percató de que tenía las faldas dobladas a la altura de las rodillas, dejando expuestas sus pantorrillas y las medias baratas.
Se ruborizó por la vergüenza.
—Vaya.
Se dio un par de tironcitos con las manos húmedas para soltar la tela. Sin embargo, se vio obligada a tirar con bastante más fuerza y a levantar el trasero para que el dobladillo llegara hasta el suelo.
—Castle, tengo entendido que no posee la propiedad desde hace mucho —la voz de Seton resultó serena en el silencio—. Conozco a varios plantadores de Barbados y de Jamaica, pero ninguno de esta isla. ¿Qué tal va el negocio por aquí?
—Bastante bien, la verdad. Mi vecino más próximo, Palmerston, no es muy generoso con el agua del arroyo que atraviesa sus tierras antes de llegar a las mías, pero de momento no he tenido problemas de irrigación —miró a los presentes con una sonrisa—. Si los trabajadores pidieran menos privilegios, sería un hombre la mar de contento.
—Ya te he dicho, primo, que si se les da libertad a los hombres, abusarán de ella siempre que puedan. Deberías tener esclavos en tus tierras, no jornaleros.
Aidan meneó la cabeza.
—Siento llevarte la contraria, Seamus.
—Ya no se puede encontrar un esclavo doméstico en Filadelfia —añadió el señor Hat, asintiendo con la cabeza—. Claro que es lo mejor. Por supuesto, no hay un sólo esclavo en mis almacenes, pero ese dichoso francés, Henri, los usa para descargar sus barcos y reducir los costes.
—Mal asunto, sí, señor —masculló Aidan.
—Pero de cualquier forma realizan el trabajo. Y el trabajo es lo que nos interesa —Seamus cruzó los brazos por delante del pecho, estirando el chaleco de cachemira—. ¿Y usted qué dice, Seton? ¿El Parlamento debería pedir que se liberen a los esclavos como les gustaría a los abolicionistas o deberíamos mantener el orden como hombres racionales?
El aludido miró a Seamus con expresión tranquila.
—Un hombre debe seguir sólo a su conciencia —respondió—. La ley, sea cual sea, jamás podrá alterar ese hecho.
—Bien dicho —murmuró Aidan, aunque tenía el ceño fruncido.
A Viola le ardían las mejillas y sentía un nudo en la garganta. La mirada reprobatoria de la señora Hat no había desaparecido, como tampoco cesaba el tímido examen que le hacía la hija.
Le daba igual una cosa y la otra.
Seton la había rescatado de su vergüenza a propósito. Cierto que no había imaginado que la conversación tomara ese rumbo, pero no creía que a él le importase mucho. Tal como había dicho, no era un hombre que se dejara llevar por los argumentos de los demás. Era el único hombre a quien Viola conocía que vivía según sus propias reglas, guiado por un objetivo en el que tenía fe ciega. Eso, mucho más que cualquier otra cosa que supiera de él, la asustaba. La asustaba y la emocionaba a la vez.
Con la caída de la noche, la brisa fresca que soplaba por la plantación al atardecer desapareció. La calma era total, las cañas de azúcar permanecían inmóviles, e incluso los pájaros se habían callado con la oscuridad. Cenaron en el comedor, y el calor que subía de la tierra recalentada resultaba opresivo en el interior de la casa, lo que le quitaba el apetito a Viola.
Los Hat se comportaron como si ella no existiera. La señora Hat felicitó a su anfitrión por las impresionantes renovaciones. El señor Hat interrogó a Seton sobre la actividad en el puerto de Boston que Viola podría haber contestado mejor que él. La señorita Hat picoteó de su plato y mantuvo la mirada gacha. Seamus bebió un vaso tras otro de ron endulzado mientras miraba a Seton con los ojos entrecerrados.
Después de tomar el té en el salón, los Hat anunciaron su intención de visitar la ciudad al día siguiente.
—Señor Castle, espero que pueda acompañarnos —la señora Hat esbozó una sonrisa elegante y condescendiente.
Aidan asintió con la cabeza.
—Por supuesto, señora. Será un placer llevarlos a las mejores tiendas —se dirigió a su marido—. El maderero es un buen amigo mío, aunque es más un comerciante de madera que un maderero como tal. Conoce en persona al propietario de esa rara madera que le mencioné ayer. Estaré encantado de presentarlos.
—Estupendo, estupendo —el señor Hat se dio unas palmadas en su abultado vientre y el corsé que llevaba protestó cuando se puso en pie—. Pues nos vemos mañana, Castle.
La señora Hat se cogió del brazo de su hija, la señorita Hat hizo una reverencia y los tres se marcharon. Seamus miró a Viola con una sonrisa insolente.
—En fin, señorita Violet —dijo él—, ahora que es la única mujer presente, ¿cómo va a entretenernos? ¿Va a tocar algo al piano?
Aidan carraspeó.
—Viola no sabe tocar el piano, por supuesto —se acercó a ella y le ofreció el brazo—. ¿Te acompaño a tu habitación?
Ella asintió con la cabeza, le colocó la mano en el brazo y miró a Seton.
Que le hizo una reverencia.
El ambiente se volvió más bochornoso conforme ascendían la escalera. Era una casa muy bonita, pero no parecía diseñada para la climatología local, sino para cumplir los requisitos del frío tiempo inglés. Sin embargo, la puerta a la que la condujo Aidan tenía un bonito grabado y parecía recién pintada pese a la humedad. Había trabajado muy duro para construirse un hogar y debería sentirse orgullosa de él.
La cogió de las manos.
—Me alegro de verte de nuevo, Violet. Te he echado de menos.
—Yo también me alegro de verte después de tanto tiempo.
Aidan frunció el ceño y la miró con expresión seria.
—Querida, ahora recuerdo por qué me sonaba familiar el apellido Seton.
Se le secó la garganta al escucharlo.
—Supuse que lo recordarías tarde o temprano.
—A juzgar por tu expresión, deduzco que lo sabías cuando lo contrataste. ¿Por qué lo hiciste? —su tono tenía un leve deje acusador.
—En fin, es complicado.
No quería decirle que había hundido la Cavalier. Aidan ya no tenía nada que ver con su barco o con su trabajo. ¿Por qué iba a darle detalles? Además, le costaba hablar de Jinan Seton en voz alta, porque la desestabilizaba.
Aidan le apretó las manos con más fuerza.
—Esto no me gusta.
Ella intentó restarle importancia.
—El gobierno británico lo ha perdonado, Aidan. ¿No te parece razón suficiente para que tú también confíes en él?
—No —meneó la cabeza—. Sabes lo mucho que me preocupo por ti, así que no me parece bien que este hombre te acompañe a bordo. Fionn me daría la razón. Se le puede poner un collar a un leopardo, pero el cautiverio no cambiará su naturaleza.
Viola clavó la mirada en sus ojos verdosos y estuvo a punto de darle la razón en la imposibilidad de que un hombre cambiara su naturaleza. Desde que tenía quince años, ese hombre la había cortejado con palabras y había aceptado su devoción como si fuera lo más normal para él. Pero se había negado a cumplir sus promesas una y otra vez. Cuando trabajaba para su padre, insistió en que no se casaría hasta no asentarse en tierra y construir un hogar para su familia. Llevaba cuatro años como dueño y señor de dicha tierra.
En ese momento, veía en sus ojos que se creía con derecho sobre ella. Después de meses sin recibir una sola carta y tras dos años sin verse, Aidan se creía con derecho a decirle cómo organizar su vida, a ofrecerle unos consejos que ella no había pedido, y además pensaba que ella estaba en la obligación de obedecerlo. Por fin lo veía claro.
Jinan Seton esperaba lo mismo… al menos en lo referente a la parte de la obediencia. Pero cuando no la miraba como si estuviera loca, en sus ojos también veía respeto a una igual, atracción y deseo. Admiración. Y pasión. Con independencia de todas las veces que Aidan había bromeado con ella y le había dicho lo mucho que significaba para él, nunca la había mirado así.
—Creo que te equivocas con él —replicó en voz baja.
—Los piratas son ladrones y mentirosos, Violet. Cometes una imprudencia al confiar en él.
—Eso lo tengo que decidir yo —se soltó de su mano—. Gracias por la cena. Buenas noches.
Aidan se inclinó hacia ella aún con el ceño fruncido y la besó en la mejilla.
—Me alegro de que estés aquí, querida.
Ella asintió con la cabeza. Aidan titubeó un momento antes de bajar la escalera.
Viola se tocó con los dedos el punto donde sus labios la habían rozado. Lo quería. Llevaba queriéndolo diez años. Aidan sabía mucho de ella, de su padre y de su vida en el mar. Por supuesto, él ya no formaba parte de dicha vida. Pero sí formaba parte de su pasado, y durante muchísimo tiempo supo que formaría parte de su futuro. Que él sería su futuro. Sin embargo, por extraño que pareciera, tanto conocimiento se le antojaba más bien como… desconocimiento. Incluso ese inocuo beso le había resultado raro.
Tal vez unos días en su mutua compañía cambiaran esa impresión. Los amigos, incluso aquellos que se conocían muy bien, necesitaban tiempo para acostumbrarse al otro tras periodos de ausencia. ¿O no?
Se colocó junto a la ventana y el calor la envolvió. La cama tenía capas y capas de tela, y le resultaba muy repulsiva. En cuanto vio a los otros invitados, supo que Aidan no le pediría compartir su cama. Nunca lo hacía cuando había otras personas. Pero eso no le importaba en ese momento. De todas maneras, hacía demasiado calor para esas actividades; además, el estómago le rugía de hambre y tenía una sensación extraña, incómoda, en la piel. El sueño parecía algo imposible.
Una estantería muy modesta ofrecía material de lectura, libros de sermones y cuadernos de negocios. Escogió el menos aburrido y se sentó junto a la lámpara. Sin embargo, la lectura no consiguió distraerla, y el sudor comenzó a agolparse en la punta de su nariz, por lo que se vio obligada a enjugarlo con la manga antes de que las gotas resbalaran. Se acercó a la ventana, apartó las cortinas y la rodeó un enjambre de mosquitos.
—¡Oh! —cerró la ventana con fuerza.
Nada de brisa. Tal vez por eso Aidan había podido comprar una propiedad de semejante extensión. Con la ausencia de brisa y la humedad reinante, las propiedades del interior de la isla debían de estar a un precio asequible. Si hacía tanto calor en junio, sería insoportable en pleno verano. Pero ella había soportado toda clase de privaciones durante sus años en alta mar. Si iba a convertirse en su esposa, tendría que soportar el calor y los mosquitos.
Sin embargo, no tenía por qué soportarlo tan estoicamente. El único sitio donde podría encontrar algo de aire fresco sería en el jardín o en la avenida de entrada. Además, se sentía inquieta. Echaba de menos el constante balanceo del barco bajo sus pies y el susurro del mar en los oídos. Allí, entre campos, cosechas y cuatro paredes, era incapaz de respirar.
Aunque no le gustaba la idea de ponérselo, cogió el chal de lana por si se encontraba con la recatada señorita Hat y su viperina madre, y bajó la escalera. La puerta principal estaba cerrada, pero en el salón había otra puerta por la que se accedía a la veranda que rodeaba la casa. La abrió y salió a la oscuridad de la noche.
Se ocultó en la sombra que proporcionaba el dintel.
Más allá del porche, se extendía un jardín en dirección a los campos de cultivo, salpicado de vetustos árboles y setos exóticos, delimitado con pulcritud por una valla blanca tapizada con enredaderas. Las flores tropicales florecían a la luz plateada de la luna y los estridentes insectos saturaban la oscuridad.
Bajo la copa de un matipo, un hombre y una mujer paseaban muy juntos el uno al lado del otro. El vestido blanco de la señorita Hat parecía brillar bajo la luz de la luna. El caballero cogió una flor y se la ofreció, hablándole en voz baja. Y en el silencio reinante, la voz de Aidan llegó hasta sus oídos mientras cogía la mano de la señorita Hat como si estuviera hecha de porcelana, para llevársela a los labios y besarla.
Y a continuación la besó en la boca.
Viola se quedó sin aliento al tiempo que se le revolvía el estómago. Se dio media vuelta y chocó contra Jin.
—Cuidado —él la aferró por la cintura y clavó los ojos en su cara antes de desviar la mirada hacia el jardín.
Jin frunció el ceño, pero ella ya tenía los ojos llenos de lágrimas y las manos contra su pecho. Encontrarse con él tan de repente sólo consiguió confundirla todavía más. Porque por fin comprendió que Jinan Seton no la hacía sentirse débil.
Aidan sí. Con Aidan siempre tenía la sensación de que no era lo bastante buena. Claro que Charlotte Hat sí parecía serlo. Era guapa, refinada, disponía de una buena dote y procedía de una familia de buena cuna. Podía pasear con ella a medianoche por un jardín y besarle la mano mientras que a ella le hacía promesas que nunca cumplía.
Alzó la mirada hacia Jin y en esos ojos cristalinos vio comprensión junto con un ramalazo de rabia.
Sintió un nudo en el estómago. Nunca fingía con ella. A su lado, se sentía insegura, sí, sobre todo en los raros momentos en los que perdía el férreo control de sus emociones. Pero también la hacía sentirse viva y llena de esperanza.
—¿Violet? —sus manos le apretaron la cintura, con fuerza y seguridad. No volvió a mirar al jardín, sino que se concentró en ella por completo.
Una lágrima resbaló por la mejilla de Viola.
—No —susurró. Se lo había exigido, pero en ese preciso momento no quería que la llamase así. Quería que la llamara por su verdadero nombre.
Se zafó de sus manos, se pasó los dedos por la cara y corrió hacia el interior de la casa.