Capítulo 12

—¿Matthew? —Viola deslizó una mano por uno de los gruesos radios del timón. Sentía el azote del viento en las mejillas. A sotavento se avistaba tierra, playas de arena blanca, altas palmeras y yucas. En menos de media hora, llegarían a Puerto España, en la isla inglesa de Trinidad.

—¿Capitana? —Matthew la saludó, llevándose la mano a la gorra. Sus curtidas mejillas se sonrojaron. A pesar de ser un hombre muy corpulento, era tan tímido como una jovencita.

—¿Sois cazarrecompensas? ¿A eso se dedicaba la Cavalier desde que abandonó la piratería?

El hombre arrugó su enorme nariz y se rascó detrás de una oreja.

—Sólo somos marineros, señora.

—Menos el capitán Jin —Pequeño Billy estaba sentado sobre un rollo de soga, limpiándose los dientes con un palo que era tan largo como su escuálido brazo—. Siempre está detrás de gente perdida que tiene que llevar a casa.

—¿Ah, sí? —eso explicaba muchas cosas: su determinación y su firme disposición. Incluso mientras la besaba, pensó.

Viola había llegado a pensar que tal vez la había besado para animarla a hacer lo que él quería. Muchos hombres tenían a las mujeres por cabezas de chorlito. Sin embargo, por más que la irritara, no creía que Jin Seton pensara eso de ella. Que la tuviera por una irresponsable y una loca, sí. Pero no por tonta.El Faraón no se habría puesto al servicio de una capitana a la que creyera imbécil, ni siquiera para asegurarse de cumplir su objetivo.

—Y da igual donde estén —añadió Billy con voz cantarina—. O si quieren venir. El capitán Jin no se detiene hasta que encuentra a su hombre —mordió el palo, que sobresalía entre sus dientes—. O a su mujer, señora. Quiero decir, capitana.

Viola sonrió. Billy podía parecer tonto, pero en realidad era muy listo. Sabía que Seton había ido a por ella. Gran Mattie y Matouba también lo sabían. Sin embargo, los miembros de su tripulación todavía lo ignoraban.

Resultaba curioso que unos antiguos piratas fueran tan discretos.

—¿Qué tipo de gente busca? —además de ella, claro. La había perseguido hasta encontrarla. La idea aún le resultaba sorprendente y le provocaba una sensación incómoda. El legendario pirata la había buscado por dinero. Un dinero que le había prometido su cuñado, el conde.

Sin embargo, no la había besado como si le pagaran por hacerlo. La había besado como si quisiera hacerlo. Como si lo necesitara.

—De todo tipo —respondió Billy alegremente mientras acomodaba su huesudo trasero sobre la soga.

El viento era fresco y los hombres estaban contentos porque se aproximaba el final de la travesía. Ella, en cambio, estaba tan nerviosa que tenía un nudo en el estómago. Debería estar pensando en Aidan. Debería estar emocionada por la idea de verlo después de lo que le parecían siglos. Y lo estaba. Desde luego que lo estaba.

Pero no dejaba de pensar en otro hombre.

—¿En serio? —insistió.

Billy asintió con la cabeza.

—A veces son damas. A veces son caballeros.

—¿Damas y caballeros? —le preguntó ella.

¿Se dedicaría a eso de forma habitual desde que abandonó la piratería? ¿Se dedicaría a buscar personas que habían sido secuestradas como ella? Era ridículo. El número de personas que habría sufrido el mismo destino sería incalculable.

—Algunos —terció Mattie con voz gruñona y con el ceño fruncido. Tenía unas espesas cejas castañas—. Otros son rufianes.

—Como esos escoceses que estuvimos persiguiendo en el norte —confirmó Billy, que seguía mordisqueando el palillo.

—¿Damas, caballeros y rufianes? Y en el norte. Habéis estado muy ocupados, ¿verdad, chicos?

Ambos asintieron en silencio.

Ella era una más de entre muchos. Los nervios se convirtieron en una pesada bola en el interior de su estómago.

—Estoy segura de que tenéis un establecimiento preferido en cada puerto —se escuchó decir—. Y una mujer, claro —sonrió como solía hacer con Loco y Frenchie cuando hablaban de sus esposas.

Billy se puso muy colorado.

—Billy, ya veo que no —añadió ella mientras se reía por lo bajo—. Y tú, Matthew, ¿hay una mujer especial en algún puerto? —parecía incapaz de morderse la lengua.

Las barbudas mejillas de Matthew también se sonrojaron.

—Tiene una muy bonita en Dover —respondió Billy.

—Una mujer afortunada, como la mujer de tu capitán —replicó ella.

—El capitán no tiene mujer, señora —Billy se rascó la coronilla—. No le duran más de una noche.

Viola se quedó sin habla. Gran Mattie frunció el ceño aún más.

—Al capitán no le gusta mantener relaciones largas con las mujeres —murmuró el hombretón mientras la miraba con una expresión perspicaz—. No es un hombre constante.

—Ah, claro, por supuesto —se obligó a replicar Viola y a asentir con la cabeza.

Decidió concentrarse en la costa, ya que no le resultaba muy conocida. Sólo había visitado a Aidan en una ocasión desde que él adquirió la plantación. En aquel entonces, había desbrozado los campos y la caña de azúcar crecía en largas hileras. Sin embargo, ni siquiera tenía un tejado sobre las tablas recién puestas en el suelo de su nuevo hogar. De eso hacía dos años, así que la casa debía de estar terminada. Ya no tendrían que hacer el amor en un rincón de la cocina infestado de moscas y mosquitos, cubierto por hojas de palmera por las que se colaba la lluvia.

Aunque en dicha ocasión apenas si hicieron el amor. Aidan estaba cansado y nervioso por un problema suscitado entre el capataz y los jornaleros que trabajaban los campos. De modo que cuando satisfizo su deseo con ella, se marchó para ver cómo se desarrollaban los acontecimientos y la dejó anhelando algo más. Otra cosa.

De hecho, no conocía otra cosa. Se había entregado a Aidan cuando tenía diecisiete años, cuando Fionn enfermó y acudió a Aidan en busca de consuelo. Después, lo repitió unas cuantas veces más. Él jamás la presionaba. Era un caballero.

Su mirada recorrió la costa. Dos años atrás, antes de abandonar esa isla, él la besó, le dijo que era la persona más importante de su vida, que siempre la amaría, y juró escribirle. Meses después, cuando llegó una carta, Viola leyó con una mezcla de alegría y confusión sus renovadas promesas sobre el futuro que compartirían. Aún deseaba casarse con ella. Debía concederle un poco más de tiempo para asentarse en esa nueva vida antes de que le pidiera que se reuniera con él. Aidan fue un contable antes de ser marinero, y debía acostumbrarse a las obligaciones de un terrateniente. Una vez que lo hiciera, la mandaría llamar y se casarían.

Pasaron cinco meses entre esa carta y la siguiente. En ella, le hablaba del mal tiempo, de los díscolos trabajadores y de los molestos impuestos, y le reiteró su amor. Seis meses después llegó la tercera, con el mismo contenido. Desde entonces, Viola sólo había recibido la breve nota donde Aidan le confirmaba que había recibido las noticias de su visita y que la esperaba ansioso.

A lo largo de la costa se alzaban altísimos acantilados cubiertos de un verde esmeralda muy intenso bajo el sol matinal. Dejó que sus ojos disfrutaran contemplando la vegetación mientras intentaba localizar los nervios que deberían provocarle un hormigueo en el estómago por la emoción de volver a verlo después de tanto tiempo. Sin embargo, sus entrañas parecían vacías.

Tal vez necesitara comida.

—Matthew, ¿conoces este puerto?

El timonel asintió con la cabeza.

—Estuve viniendo dos veces al año durante un tiempo.

—¿Nos guiarás, pues?

—Sí, capitana.

—Gracias —Viola sonrió y le entregó el timón, tras lo cual se volvió hacia la escalera.

—Siempre tan educada —Seton la observaba apoyado en la barandilla, a los pies de la escalera—. Estás consintiendo a mis hombres. Después, esperarán que yo los adule y se llevarán una desilusión al ver que no es así —esos preciosos labios esbozaron el más leve amago de sonrisa.

Viola sintió un hormigueo en el abdomen.

Se aferró a la barandilla. Eso no debía ocurrir. Amaba a Aidan. Lo vería en cuestión de horas. Debería estar pensando en él. No obstante, era incapaz de apartar la mirada del apuesto rostro de su segundo de a bordo.

Los ojos claros de Seton la miraron con seriedad, y la sonrisa desapareció.

—¿Qué pasa? —le preguntó, apartándose de la barandilla mientras ella bajaba el último peldaño—. Algo va mal, dímelo.

Viola tragó saliva para ver si así conseguía hablar.

—Nada. Estoy un poco mareada, supongo. Se me ha olvidado almorzar.

Él frunció el ceño.

—No es de extrañar. Ni siquiera son las diez.

—Pues entonces voy ahora mismo —Viola se encaminó hacia la otra escalera.

—Estamos a punto de llegar al puerto. ¿No quieres quedarte en cubierta?

—Sí —se detuvo—. Sí, claro.

Seton la miró con gesto interrogante. Sin embargo, ella sentía el corazón desbocado y no se le ocurrió nada que replicar. Se dio media vuelta y echó a andar hacia proa. Siguió en su puesto hasta que rodearon el cabo y viraron hacia el puerto. A partir de ese momento, comenzaron las maniobras de fondeo y tuvieron que anunciar su presencia a las autoridades portuarias que se acercaron en un pequeño bote, de modo que ya no tuvo tiempo para alimentar absurdas confusiones. Era una corsaria respetable que acababa de atracar en un puerto aliado. Cumpliría su papel con facilidad.

Seton incluso le facilitó las cosas. Mientras que Loco solía correr de un lado para otro gritándoles órdenes a los hombres, El Faraón parecía mantener el control sobre la tripulación en todo momento y no necesitó hablar mucho. El resto del tiempo lo pasó a su lado, en silencio, con las manos unidas a la espalda y las piernas separadas, aguardando sus órdenes.

No parecía haber mucho ajetreo en el puerto, ya que apenas había barcos atracados o en los muelles. Un viejo balandro desvencijado y una goleta que ni siquiera valía el precio de sus aparejos se mecían en las tranquilas y verdes aguas del puerto. Ambas embarcaciones parecían extranjeras. También había un sinfín de barcas de pesca y un par de embarcaciones de recreo.

Una vez que firmaron los documentos precisos, que el cargamento de la Tormenta de Abril quedó asentado en el registro a fin de pagar los impuestos correspondientes, que los barriles y las cajas fueron desembarcados y colocados en carretas mientras los hombres cantaban, Viola por fin bajó a su camarote en busca de su bolsa de viaje. Cuando reapareció en cubierta, quedaban pocos marineros a bordo. La tripulación mínima para custodiar el barco por la noche hasta que ella regresara por la mañana a fin de alejar el barco del muelle y anclarlo en la bahía.

Seton la esperaba sentado en un barril junto a la pasarela, con las largas piernas estiradas al frente y la vista clavada en ella.

Al verla, se puso en pie y se acercó.

—¿Siempre eres la última en bajar cuando llegas a puerto?

—Sí.

Lo vio asentir con gesto pensativo mientras extendía un brazo para coger su bolsa. Ella se lo impidió, alejándola.

—No te atrevas —sentía un nudo en la garganta.

Él enarcó las cejas.

—No eres mi criado —adujo Viola.

—Pues no.

—Entonces, ¿por qué tienes que llevar mis cosas?

Seton retrocedió y la miró con recelo.

—Entiendo que lo haces para negar tu sexo.

—No lo estoy negando. Lo que hago es restarle importancia.

—Entiendo.

—¿De verdad?

—Creo que empiezo a entenderlo —cogió su bolsa y se la echó al hombro—. Espero que no te resulte una impertinencia imperdonable por mi parte, pero he dispuesto que nos espere un carruaje —dijo a la ligera.

Seton había comprendido que debía demostrar su valía en cada puerto, que debía crear una buena impresión y dejar que la trataran como a cualquier otro capitán de barco. Comprendía que esa había sido su vida durante los últimos dos años, desde que su padre murió. El hecho de que lo hubiera comprendido sin necesidad de que ella se lo explicara le aceleró un poco más el corazón.

—Gracias. Antes necesito ir al hotel que está al otro lado de la calle —dijo, señalando hacia la ciudad, cuya calle principal estaba muy tranquila bajo el sol de mediodía.

—Como desees —señaló hacia la pasarela por la que bajarían hasta el puerto—. Señora.

—¡Nada de reverencias!

—¿Te importaría dejar de mascullar órdenes ahora que estamos en tierra?

Viola lo miró echando chispas por los ojos… y le dio un vuelco el corazón. ¡Tenía un hoyito en una mejilla! Empezó a ver estrellitas, ¡estrellitas!, como si le faltara el aire.

Estrellas. En pleno día.

—Si no te gusta —logró decir—, eres libre para marcharte.

—Ajá. Conozco ese truco —su sonrisa no flaqueó.

Llegaron a la calle y la atravesaron, sorteando el poco tráfico de vehículos y personas. El brillante sol caribeño caía sobre la ciudad y una polvareda se levantaba del suelo, conformando una capa resplandeciente.

Seguro que era por eso. Por culpa del sol. No era su sonrisa. Era el sol.

—Te veo muy alegre y me resulta raro. Para haber pasado la vida en el mar, pareces disfrutar mucho pisando tierra.

El hotel, un edificio de tres plantas, estaba recién pintado y contaba con unas altísimas ventanas. Junto a él había elegantes edificios. La calle, limpia y ordenada, mostraba claros signos de riqueza. La modesta colonia inglesa prosperaba.

Seton se detuvo para que lo precediera por la escalera de entrada al establecimiento.

—Creo que, en realidad, disfruto mucho con mi capitana —la corrigió él en voz baja.

Ella volvió la cabeza, con los ojos de par en par.

—¿Qué estás haciendo?

Seton enarcó las cejas.

—Supongo que entrando en el hotel que has dicho que querías visitar, ¿no?

—Quiero decir que no me halagues.

Él meneó la cabeza, puso los ojos en blanco y entró en el establecimiento.

Una vez en el vestíbulo, Viola se acercó al mostrador y sacó el monedero mientras le indicaba con un gesto a Seton que pasara a la taberna adyacente. La obedeció sin hacer el menor comentario. Sabía que no la dejaría escapar, pero tenía la extraña sensación de que Jin Seton confiaba en ella lo suficiente como para saber que no intentaría darle esquinazo.

Unos pensamientos ridículos. Por supuesto que no le daría esquinazo teniendo en cuenta que su barco estaba en el muelle y que la mayoría de su tripulación estaría como una cuba a esa hora, dispersa por la ciudad.

Pagó por el uso de una habitación, y la dueña la acompañó por una escalera que ascendía en paralelo a una pared, tras lo cual le mostró una modesta estancia. Viola deshizo su equipaje. Al cabo de un momento, llegó una criada con agua limpia. Viola se lavó las manos y la cara, y se bebió el agua sobrante en el aguamanil, encantada con el sabor del agua fresca. Acto seguido, la muchacha se dispuso a desenredarle el pelo, y después la ayudó a ponerse ropa limpia. Cuando acabaron, Viola le entregó una moneda y la despachó.

Ya a solas, Viola se colocó delante del espejo oval y contempló su trabajo. Encorvó los hombros. Siempre era igual. Estaba ridícula.

Tenía la cara demasiado bronceada por el sol, sus rizos eran indomables y odiaba ese vestido. Sin embargo, la modista de Boston le había asegurado que era el último grito: un corpiño muy ajustado que se plisaba a la altura del pecho y mangas de farol que apenas le cubrían los hombros. El color, al menos, era aceptable: un marrón muy claro con rayas más oscuras. La modista no estuvo de acuerdo con su elección y le mostró una espantosa tela amarilla con florecillas naranjas bordadas que a Viola le resultó tan parecida a la tela de la ropa interior que la rechazó. Si debía vestirse como una mujer, al menos lo haría sin ponerse en ridículo. De cualquier forma, contaba con un chal para cubrirse. Una práctica prenda de lana gris que le había tejido la esposa de Loco.

Metió los pies en los incómodos escarpines que su padre le regaló hacía ya seis años y guardó las calzas, la camisa y los zapatos en la bolsa de viaje. Mientras salía de la habitación, se echó un último vistazo en el espejo y se detuvo.

Seguramente se debiera al calor o al hecho de llevar el pelo apartado de la cara gracias al recogido que le había hecho la doncella. El caso era que sus mejillas parecían resplandecer y que sus ojos tenían un brillo peculiar.

De cualquier forma, estaba ridícula.

Seton se reiría de ella. O guardaría un silencio tan elocuente que ella sabría que la estaba comparando con las damas junto a las que pretendía llevarla, damas reales como su hermana Serena, y que no saldría airosa de dicha comparación.

Daba igual. No lo acompañaría a Inglaterra ni la obligarían a relacionarse ni a compararse con esas damas. Se quedaría en Trinidad y se casaría con Aidan Castle. Un hombre que la conocía desde que tenía quince años, que la había visto a bordo del barco y en tierra, que no le importaba si llevaba calzas o vestidos. ¿Por qué se había cambiado de ropa antes de ir a su casa?

Bajó la escalera francamente enfadada y se dispuso a entrar en la taberna deseando ser capaz de pasar por alto la opinión que tanto Aidan Castle como Jinan Seton tuvieran de ella. Mientras deseaba ser capaz de pasar por alto también el deseo de que él se percatara del cambio.

Lo encontró con facilidad. Mientras que otros hombres charlaban y bebían en grupo, él estaba solo. Apoyado en la pared, con los brazos cruzados por delante del pecho y los ojos cerrados, como si durmiera. Parecía muy a gusto, como si la posibilidad de que surgiera una amenaza o algún peligro fuera ridícula. ¿Y por qué no iba a serlo? El Faraón era temido desde Lisboa hasta Puerto Príncipe, pasando por Nueva York. Los marineros lo temían y lo respetaban. No tenía nada de lo que preocuparse.

Como si hubiera percibido su presencia, abrió los ojos y su mirada cristalina se clavó en ella por debajo de un mechón de pelo oscuro. Viola se percató de que sus ojos se detenían en las faldas y después volvían a subir. Lo vio separar los labios, apartar los hombros de la pared y descruzar los brazos.

La miraba fijamente.

La estaba mirando a ella.

Y no parecía disgustado.

Viola tenía los nervios a flor de piel. Sentía un intenso calor en las entrañas, pero tenía las manos frías. Seton aseguraba que no quería volver a besarla. Ella se repetía que no necesitaba sus besos.

Sin embargo, ambos mentían.

Los ojos de Viola resplandecían. Sin embargo, su mirada quedaba un tanto empañada por el recelo. Un recelo que Jin no había visto antes en ella y del que quizás él fuera culpable.

Porque no le sentaba bien. Esa chispa temeraria y traviesa que la acompañaba normalmente no debía apagarse.

No obstante, estaba preciosa. Y hecha un desastre, desde el espantoso recogido que llevaba en la coronilla hasta los rozados escarpines que asomaban por el bajo del vestido, pasando por el mismo vestido, de diseño sencillo y confeccionado con una tela de un color espantoso. Sin embargo, dicho vestido revelaba la mujer que había debajo. Una mujer que lo dejaba sin aliento. Delgada pero con curvas, con la barbilla alzada de forma orgullosa, mostrando la blancura de su cuello. Parecía la dama que debía ser por nacimiento.

Llamaba la atención. Los clientes de la taberna guardaron silencio al verla bajar la escalera y caminar hacia él. Sin embargo, sus movimientos eran los de un marinero. Sus pasos eran largos y acabó pisándose el bajo del vestido. Él la agarró por el codo.

—¡Maldición! —murmuró ella, zafándose con un tirón de su mano.

Jin sonrió.

La vio resoplar con delicadeza justo antes de decirle con evidente irritación:

—¿Qué pasa? No me mires así.

—Así ¿cómo? ¿Cómo a una mujer hermosa que ha elegido acercarse a mí de entre todos los hombres de esta taberna y de lo cual me siento muy afortunado?

Su réplica la hizo pestañear varias veces y su mirada se tornó amable. Sin embargo, acabó frunciendo el ceño, lo que estropeó sus delicadas facciones.

—Seton, guárdate las lisonjas para las mujeres frívolas. No vas a desconcertarme.

—No pretendía hacerlo.

—Al parecer, ese es tu problema, que no pretendes hacer muchas cosas de las que haces.

—Te estás contradiciendo. ¿Estás desconcertada o no?

—Ya te gustaría… —contestó, haciendo un mohín con esos labios carnosos que sabían a miel.

Jin tuvo que esforzarse para no perder el hilo de sus pensamientos. Pero acabó perdiéndolo. De un tiempo a esa parte, sólo soñaba con besar esos labios a placer. En sus sueños, Viola se entregaba por completo a él para que hiciera con ella lo que quisiera.

—¿Dónde se habrá metido la perfumada joven inocente que conocí en el barco? —murmuró.

Ella abrió los ojos de par en par un instante y adoptó una expresión cándida.

—No está muy lejos. ¿Por qué? ¿Logró afectarte?

Jin se echó a reír.

—¿Cuántas mujeres hay en ese cuerpo, Viola Carlyle?

Ella frunció el ceño.

—Sólo una, a ver si consigo convencerte de que es así.

—¿Se celebra algo especial? —le preguntó, señalando el vestido.

No se permitió mirarle de nuevo el pecho, apenas oculto por la tela del corpiño, porque si lo hacía, se pondría a babear como el resto de los hombres que había en el establecimiento.

Viola se cubrió los hombros con un chal feísimo.

—Soy una mujer, Seton. Una mujer puede ponerse un vestido sin necesidad de celebrar nada.

Él enarcó una ceja.

—¿Y qué ha pasado con lo de restarle importancia a tu sexo?

—Sigo pensando lo mismo.

Jin echó un vistazo por la taberna y llegó a la conclusión de que los hombres que la miraban no eran de la misma opinión.

—Ajá —la miró de nuevo, deteniéndose en sus labios. Le encantaría lamerle el lunar del labio inferior y después seguir por todos sitios. Por la suave curva de su cuello, por sus endurecidos pezones. Se contentaría con poder hacerlo durante una sola noche. O casi—. Ese ceño fruncido es cautivador, pero no va en consonancia con la ropa que llevas. Tal vez deberías cambiarte.

—Tal vez deberías saltar desde la pasarela a un mar infestado de tiburones hambrientos —replicó ella, pasando por su lado.

El roce de su hombro le provocó un deseo ardiente. Por un instante, Jin fue incapaz de moverse y todos sus músculos se tensaron.

Tal vez ella lo hiciera a propósito. Pero si ese fuera el caso, estaría regalándole castas sonrisas como en el barco. Más bien Viola ignoraba que una dama jamás rozaba a un hombre de forma accidental. Tal vez, pese a los quince años que llevaba viviendo entre marineros, no sabía lo que le pasaba a un hombre cuando una mujer lo tocaba.

—Los tiburones siempre están hambrientos, señorita Carlyle —replicó mientras se volvía para seguirla, pero en ese momento ella se dio media vuelta para mirarlo.

—¡No me llames así en este lugar! —susurró—. Ni cuando lleguemos a la plantación. Por favor —sus ojos parecían más oscuros a causa de la vulnerabilidad que ya le había visto en una ocasión en el barco—. Por favor, prométeme que no lo harás.

—¿Tan importante es para ti?

—Soy consciente de que no tengo nada que ofrecerte a cambio de esa promesa. Pero sé que si me das tu palabra, la mantendrás.

—¿Y por qué estás tan segura de eso?

Viola parpadeó con rapidez. Sus ojos eran muy expresivos.

—Lo sé sin más.

Jin asintió con la cabeza.

—Te doy mi palabra.

Tras parpadear de nuevo, Viola se volvió y salió del hotel.