Capítulo 24
El señor Yale se fue al día siguiente. Viola lo acompañó al vestíbulo, donde él le cogió la mano y se la llevó a los labios, pero no se la besó.
—Ha sido todo un placer, señorita Carlyle. Espero verla por la ciudad.
—Gracias. Ha sido usted muy amable.
—La amabilidad no ha tenido nada que ver.
—No creo que sepa lo que ha tenido o ha dejado de tener que ver —torció el gesto—. No me he expresado bien. O puede que no sea gramaticalmente correcto, al menos. Después de todos sus esfuerzos.
—Es usted encantadora, señorita Carlyle.
—Aún no he aprendido qué copa va con qué bebida o cómo atarme las ligas.
—Y, tal parece, que tampoco ha aprendido qué temas no debe discutir con un caballero —sus ojos grises relucían—. Pero no se preocupe, un criado siempre se ocupará de lo primero y no me cabe la menor duda de que otro hombre estará encantado de lo segundo.
Se puso colorada.
Él sonrió.
—¿Sabe? Creo que le voy a besar la mano después de todo. A lo mejor no me lo permiten en el futuro.
Viola apartó la mano a toda prisa. El señor Yale rió entre dientes, se puso el sombrero y se marchó.
Lady Emily, que se encontraba en el vano de la puerta del vestíbulo, salió en ese momento. Llevaba unos anteojos del color de su melena rubio platino y un libro en las manos.
—¿Se ha ido de verdad? —su voz sonaba más aguda que de costumbre.
—Sí. Le gusta meterse con usted. ¿Por qué?
—Porque tiene la cabeza hueca. Prefiero al señor Seton. Él no abruma a una mujer con tonterías mientras intenta hacerle creer que es una conversación.
Desde el frustrante encuentro en la terraza, el señor Seton no la había abrumado con conversación alguna. No lo había visto para que la abrumara ni para abrumarlo ella.
—El señor Seton es taciturno —murmuró.
—No. Es un pensador, señorita Carlyle. No se debe tachar a hombres como él de taciturnos sin más.
—¿Un pensador?
—El señor Seton lee —abrió el libro que llevaba como si buscara algo—. «El que no tiene temor a los hechos, tampoco tiene temor a las palabras». Es una cita de Sófocles. Me lo encontré en la biblioteca esta mañana, muy bien acompañado por Herodoto. Un compañero inestimable.
¿Heródoto? Podía ser una coincidencia. Pero ¿por qué le latía el corazón como aquella noche delante de la puerta de su camarote, cuando lo tocó por primera vez?
—¿Heródoto? —preguntó con su voz más inocente—. ¿Acaso ha llegado otro caballero a Savege Park a quien debo conocer?
—Heródoto murió hace unos dos mil años en Grecia. Espero que no se nos aparezca —tenía una expresión tan sincera que Viola se echó a reír.
Lady Emily entrecerró sus ojos esmeraldas.
—Interroga usted casi tan bien como el señor Yale, señorita Carlyle —pero sonrió.
—No lo odia, ¿verdad?
—Por desgracia, no puedo. Me ayudó en una difícil situación con mis padres, algo que no puedo olvidar, por más que me gustaría hacerlo. Es como un irritante hermano mayor.
—Me alegro. Me cae bien. Ha sido muy bueno conmigo.
Lady Emily volvió a inclinar la cabeza, con su elegante peinado, sobre el libro.
—Yo que usted, señorita Carlyle, no le atribuiría ese hecho al señor Yale —pasó otra página—. Es muy fácil cogerle cariño. Si todas las damas fueran como usted, no me importaría tanto ser presentada en sociedad —tras decir eso, echó a andar hacia la puerta opuesta, inmersa en su libro.
Después del almuerzo, en el que no estuvieron presentes los caballeros, Viola fue a la biblioteca en busca de lectura. Más de una vez.
Era la tonta más grande del mundo. Jin no estaba allí, por supuesto. De vuelta en el salón, lady Fiona le comunicó que los caballeros habían salido a montar. Viola pensó en ir al establo y ensillar un caballo, pero no sabía cómo hacerlo.
Los caballeros volvieron justo antes de la cena. En el salón, su hermanastro le regaló muchos halagos, pero a ella le dio igual su tonteo. Al menos, le hablaba.
Durante la cena y el té que la siguió, la conversación fue bastante animada y general, y Jin no se acercó a ella. Viola había aprendido lo suficiente acerca de los buenos modales como para saber que no podía levantarse de su asiento para ocupar uno más cerca de él. Pero lo haría si Jin demostraba, aunque fuera un poquito, que le gustaría que lo hiciera, algo que no sucedió. Parecía distraído, con la atención dividida entre el grupo donde se encontraba y la puerta de la terraza.
Esa noche durmió mal, atenta a los ronquidos de madame Roche a través de la pared, ya que sus dormitorios estaban pegados, y mientras se preguntaba dónde estaría el dormitorio de Jin. La idea de que pudiera estar en una de las estancias más accesibles en ese momento, tal vez bebiendo en el salón o jugando al billar con Alex y Tracy, casi la animó a vestirse para ir en su busca. Sin embargo, su orgullo herido no se lo permitía. Él no la deseaba, así que no lo perseguiría.
Al día siguiente, Serena se reunió con las damas para tomar el té en un establecimiento de Avesbury, un local muy coqueto junto a la tienda de la modista. Después del refrigerio, Serena llevó a Viola, a solas, a la tienda adyacente.
—¿Qué hacemos aquí, Ser? —echó un vistazo por el diminuto local, lleno de cintas, encajes y metros de tela—. Estoy segura de que la señora Hamper entregó todos mis… —se llevó una mano a la boca—. ¡Madre del amor hermoso! ¿Es para mí?
La sonrisa de Serena era tan radiante que no le cupo duda de que el reluciente vestido que llevaba la modista en las manos era para ella.
—¿Te gusta?
Viola extendió una mano para tocar la suave seda del color del atardecer, con diminutas perlas y lentejuelas en el corpiño que caían por la diáfana falda como gotas de lluvia bañadas por el sol.
—¿Cómo no me va a gustar? Pero…
—Es para el baile de mañana por la noche. Los vestidos que tienes son preciosos, pero ninguno es adecuado para una celebración de este calibre.
Viola puso los ojos como platos.
—Dime que el baile no es por mí.
—Claro que es por ti. Todos los vecinos de varios kilómetros a la redonda se han enterado que estás aquí. Se mueren por verte de nuevo después de tantos años —Serena torció el gesto—. Pero… ¿no quieres celebrarlo?
—Claro que sí —en absoluto. La mera de idea de convertirse en el centro de atención le provocaba sudores fríos. Estaba segura de que iba a hacer algo muy malo y que acabaría avergonzando a Serena, a Alex y al barón—. Gracias, Ser. Eres muy generosa y estaré encantada de ver a todas esas personas. Me pregunto si me acordaré de ellas —no le importaba. Sólo deseaba la compañía de un hombre de la que pronto se vería privada para siempre.
Malta. ¡Malta! Al otro lado del mundo… ¿No?
Cuando volvieron a casa, fue directa a la biblioteca. Él no estaba allí, pero sí vio un atlas con tapas doradas. Abrió el enorme tomo, encontró Inglaterra y trazó una línea hasta la bota que era Italia. Soltó un enorme suspiro. Por el amor de Dios, se estaba comportando como una niña, tal como él le había recriminado. Sin embargo, la lágrima que resbaló por su mejilla contenía la pena de una mujer.
Se la enjugó, cerró el libro con fuerza y lo devolvió a su estante.
Le importaba un comino lo que hiciera y adónde se fuera. Estaría muy bien sin él. Y tal vez, cuando el proyecto de convertirse en una dama desbordara su paciencia, regresaría a Boston, donde estaba su lugar. Si Alex le prestaba el dinero, podría comprarse otro barco y, con mejor equipo, embarcarse en nuevos proyectos. El viaje a Puerto España con el cargamento habría sido lucrativo si lo hubiera hecho con la idea de ganar dinero. Le alquilaría el barco a uno de esos ricachones mercaderes como el señor Hat, de modo que podría devolverle el dinero a su cuñado en un año. Con suerte. Con un barco en condiciones, también podría viajar a menudo a Inglaterra para ver a su familia. Eso sería maravilloso. La actividad le sentaba mucho mejor que la pasividad de ser una dama, a la espera de que sucedieran las cosas o a la espera de que otra persona tomara las decisiones en su nombre, como que se celebrara una fiesta a la que asistirían familias de varios kilómetros a la redonda. O a la espera de que un hombre volviera a mirarla como si la deseara y quisiera decirle algo importante.
¡Ay, por Dios!
Se llevó las manos a los ojos e inspiró hondo de forma entrecortada. No deseaba regresar a Boston ni al mar. Sólo deseaba a Jin. Pero no iba a tenerlo. Tenía que controlarse. Enderezó los hombros, se dirigió a la puerta, la abrió y se dio de bruces con un cuerpo duro.
Jin la cogió de los hombros. Y eso bastó para que ella se perdiera, ahogada por el placer de tocarlo de nuevo mientras su cuerpo ardía por completo. Consiguió abrir los ojos, aunque los párpados le pesaban muchísimo, y vio su hermosa boca a escasos centímetros de la suya, así como el tic nervioso de su mentón.
«Bésame. Bésame», suplicó en silencio.
Jin la apartó, se volvió y desapareció por el pasillo.
Temblorosa, confundida y furiosa porque, por primera vez en la vida, no podía decirle a un hombre lo que pensaba en realidad, Viola fue en busca de Serena para ayudarla a preparar el baile del día siguiente, ese gran evento que la presentaría a la sociedad, cuando en realidad ella sólo quería volver al bauprés de su viejo barco, para contemplar el atardecer con un pirata egipcio.
Su hermana estaba tumbada en el diván de su vestidor, ataviada con una bata azul, mientras acunaba a su hija en los brazos.
—Estás muy tranquila para ser una mujer a punto de celebrar un baile —comentó Viola.
—Estoy saboreando este momento de paz. He pasado todo el día recibiendo a los invitados que pasarán la noche aquí y asegurándome de que todo se hacía como era debido. Ahora mi marido se está encargando del resto. Se le da muy bien organizar fiestas —esbozó una sonrisa muy dulce, con un cariz íntimo.
A Viola le dio un vuelco el corazón.
—¿Papá llegó a odiar a mamá cuando murió o sólo odiaba a Fionn?
Serena puso los ojos como platos.
—No creo que odiara a ninguno de los dos.
—No. Estoy segura de que odiaba a mi padre —Viola jugó con el cordoncillo del delicado abanico blanco y dorado, decorado con pájaros exóticos. Serena acababa de regalárselo, después de que Jane la embutiera en su bonito vestido y le arreglara el pelo—. Fue muy desagradable con el señor Seton cuando hablaron la otra noche. Sobre todo al pronunciar la palabra «marinero». Casi se le atragantó.
—¿De verdad? —Serena se mordió el labio inferior—. No parece propio de papá. Pero supongo que tampoco es de sorprender, teniendo en cuenta la relación entre mamá y Fionn.
—Supongo que semejante devoción, que duró años a pesar de que no se vieron, es impresionante.
Ese día tampoco había visto a Jin, pero tenía los nervios a flor de piel de sólo pensar que iba a pasar la noche con él. Que iba a pasarla con unas setenta personas que le importaban muy poco.
—Nunca debieron conocerse, mucho menos hablar —Serena suspiró—. Pero lo hicieron. Y él fue incapaz de renunciar a ella, y ella tampoco pudo hacerlo por entero.
—Con razón a papá no le gustan los marineros.
—Tú eres un marinero y te quiere mucho.
—¿Puedo pasar? —vestido con ropa de gala, el conde de Savege irradiaba un aura elegante y viril que no pasaría desapercibida para ninguna mujer.
Viola había oído lo suficiente de boca de madame Roche para saber que en el pasado muchas mujeres habían reparado en Alex Savege. De hecho, no terminaba de entender cómo su dulce y soñadora hermana había aceptado el cortejo de semejante hombre. Sin embargo, no le cabía la menor duda de que le era fiel a Serena; su devoción era evidente.
—Pasa —Serena acarició la coronilla de Maria con un dedo—. Tu hija acaba de quedarse dormida, así que no hagas ruido —lo recorrió con la mirada—. Estás increíble esta noche.
—Me he visto obligado a hacer el vano intento de estar a la altura de tu esplendor —le hizo una reverencia—. No quiero avergonzarte.
—Pero puede que yo lo haga —dijo Viola, frunciendo la nariz.
—Claro que no lo harás —le aseguró Serena—. Estás preciosa y casi has dominado todas las clases que el señor Yale te ha dado —tenía un brillo risueño en los ojos.
—«Casi», eso es lo más importante. No he dejado de pisar a Alex mientras bailábamos… Y no lo niegues.
—Si no quieres bailar esta noche, no tienes por qué hacerlo —le dijo él.
—Supongo que no pasará nada si bailo sólo con mi padre y contigo. Pero preferiría no tener que pisarle los pies a un desconocido.
—Jinan no es un desconocido —comentó Serena—. Puedes pisarle los pies que seguro que no le importa. A Tracy tampoco.
El conde apoyó uno de sus anchos hombros en el marco de la puerta.
—El hecho de que Jin asista a una fiesta así es un milagro. Cuando Yale anunció el otro día que se iba, casi esperaba que Jin también lo hiciera. Que se haya quedado más de un día me sorprende.
—Han pasado casi dos años desde la última vez que os visteis.
—Eso le daría igual. Su lealtad y su afecto no funcionan así. Pero nunca lo he visto tan inquieto. No está bien.
—Tal vez necesite una actividad adecuada a su naturaleza. Debe de echar de menos su barco —Serena la miró de repente—. Y tal vez tú también lo hagas, ¿verdad, Vi?
A Viola se le secó la boca.
—Un poquito.
—Serena, no te sorprenda si se va tan de repente como llegó —advirtió Alex—. Lo mismo puede ser mañana o la semana que viene.
—No me sorprendería en absoluto. No soy una completa ignorante acerca de las costumbres de los marineros —los ojos de su hermana relampaguearon. Alex sonrió.
Y Viola sintió el corazón a punto de estallar. Tanto que se puso en pie.
—Iré a terminar de arreglarme —echó casi a correr hacia la puerta.
—Pero ya estás…
Huyó de la estancia. No soportaba la idea de que se fuera. Otra vez no. No tan pronto. Porque sería una despedida definitiva. Se marcharía y ella no volvería a verlo en la vida, y sería lo mejor.
Maldito fuera. Maldito fuera por regresar y alterarla tanto. ¿Alterarla? No estaba alterada como una tontuela inocente. Estaba confundida, segura de que en cualquier momento, cuando él decidiera marcharse tan de repente como había vaticinado Alex, su corazón terminaría de romperse.
Los invitados habían estado llegando a lo largo de todo el día. Cuando el sol se puso, sumergiéndose en el océano envuelto en pinceladas grises y rosadas, la casa estaba a rebosar. No era un grupo demasiado numeroso, le aseguró madame Roche.
—Rien qu'une petite fête.
Sólo unas ochenta personas. Unas ochenta personas, que a Viola se le antojaban muchas más. Todas elegantemente ataviadas, charlando de la capital y de cuándo volverían para la temporada social. Le parecían muy sofisticadas. Los criados se movían entre la maraña de gente con bandejas llenas de copas de champán mientras las damas se congregaban en grupitos y los caballeros daban buena cuenta del vino y de otras bebidas más fuertes. En el salón, lady Fiona tocaba el piano a la perfección, tras lo cual ocupó su lugar otra joven que también cantó. Hubo mucha conversación animada, más música a cargo del cuarteto contratado, una cena buffet y, por fin, el baile. La luz de las velas arrancaba destellos a todas las superficies. Las risas salieron hasta la terraza, iluminada con farolillos chinos, mientras los bailarines disfrutaban de la cálida noche. Todos parecían encantados con los entretenimientos, regalando sonrisas y felicidad a diestro y siniestro.
Viola, en cambio, intentaba esconderse.
Al principio, había disfrutado un poco. Pero recordaba a muy pocas personas. Las damas de mayor edad se volcaron con ella, insistiendo en que había sido una niña muy guapa.
—Y tan… briosa —proclamó una dama con una sonrisa de oreja a oreja—. Vaya, Amelia, ¿recuerdas aquel domingo en la iglesia cuando bañó a su gatito en la pila bautismal?
—Dijo que el agua bendita curaría su patita herida —la dama en cuestión meneó la cabeza—. Hester, que no se te olvide la empanada de sapo que llevó una tarde a casa de la señora Creadle. Siempre le dije a la querida Maria que su Viola era una salvaje. Una salvaje… —pronunció esa última frase como si Viola no estuviera sentada a su lado.
—Sin embargo, ha llevado una vida muy tranquila con su tía en Boston, aunque ninguno de nosotros sabía que estaba allí. Y qué jovencita más recatada nos ha resultado, ¿verdad, Amelia?
—Encantadora, Hester. Tengo que alabar a su tía americana.
Tenían que estar mintiendo como bellacas. O ser unas ignorantes. O unas tontas de remate. Desconocía de dónde habían partido esos rumores, pero dudaba de que Serena y Alex los hubieran esparcido.
Pronto se cansó de fingir que no había pasado quince años de su vida en el mar. La única persona en ese salón que conocía toda la verdad acerca de su vida era un antiguo pirata, pero él tampoco se parecía en nada a lo que había sido. Esa noche, llevaba una chaqueta y unos pantalones oscuros, con un alfiler rematado por una piedra preciosa roja en la corbata. Era perfecto, pero no se acercó ni a diez metros de ella.
Para evitarse la desdicha más absoluta, Viola fingió que no estaba presente. Se quedó en el otro extremo del salón, no miró hacia él y, en resumidas cuentas, intentó no pensar siquiera en él.
Era evidente que lady Fiona se había decantado por la táctica opuesta. Con la marcha del señor Yale, toda su atención se concentraba en Jin. Con sonrisas tímidas, consiguió entablar conversación con él sin que Jin pareciera molesto. De hecho, mientras hablaba con ella no puso los ojos en blanco ni frunció el ceño una sola vez.
—No es la adecuada para él, ma chère —madame Roche agitó un dedo, con la uña pintada en rojo, delante de su cara.
Viola parpadeó.
—¿Cómo dice? Ah, perdón. Pardonnez-moi?
Sus labios carmesí esbozaron una sonrisa encantadora, que resaltó en su cara empolvada y blanquísima.
—Mademoiselle Fiona no es la adecuada para él. Non —agitó un pañuelo de encaje negro, impregnado de perfume—. Es très jolie. Pero él no está interesado.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque lleva toda la noche mirándola a usted —la dama se retiró, envuelta en su encaje.
El corazón le latía desenfrenado. Levantó la vista. Efectivamente, él la estaba mirando.
En ese caso, ¿por qué no la había besado en la biblioteca? ¿Por qué se había marchado? No, ¿por qué había huido? ¿Y por qué no se acercaba a hablar con ella en ese momento?
Se volvió, pasó a otra estancia y se encontró a tres caballeros, a quien distrajo contándoles anécdotas escandalosas. Se las inventó en su mayoría. Si estaban casados con las damas que se habían inventado las historias sobre ella, ya estarían acostumbrados.
Bailó un poco. La primera pieza con el barón, después con Tracy y por último con uno de los tres ancianos. Casi no pisó a ninguno de ellos. Varios caballeros más jóvenes la invitaron a bailar, pero ella rehusó con una sonrisa.
—Sus zapatos relucen demasiado. No me gustaría deslustrarlos con las suelas de mis escarpines.
De hecho, sonrió sin parar, se rió abiertamente de las frases más ingeniosas, se inventó una anécdota tras otra, a cada cual más inverosímil, e intentó demostrarse a sí misma, y a Jin, que no le importaba en lo más mínimo. Como tampoco le importaban las jovencitas con quienes parecía disfrutar esa noche.
En un momento dado, bien entrada la madrugada, o tal vez debería decir casi entrada la mañana, y cuando creyó que se le caerían los pies si no conseguía librarse de los apretados escarpines, los invitados comenzaron a marcharse. Los que vivían cerca se subieron a sus carruajes, y los que habían acudido desde puntos más alejados se retiraron dando tumbos por los laberínticos pasillos en dirección a sus habitaciones.
—Todos se han enamorado de ti —Serena le pasó un brazo por la cintura y la besó en la mejilla—. Y parecía que te estabas divirtiendo. Me alegro mucho.
—Gracias por esta estupenda fiesta, Ser. Ha sido maravillosa.
Y por fin se había terminado, de modo que podía marcharse a su dormitorio y pasar el resto de la noche llorando por el hombre del que había cometido la estupidez de enamorarse. La última vez que lo vio, lady Fiona estaba cogida de su brazo mientras dos jovencitas la miraban con envidia. Al menos, no era la única que sentía celos, aunque le revolvieran el estómago.
—Vamos, te acompaño —dijo Serena.
—No, no. Seguro que quieres ver a Maria antes de acostarte, y tienes que estar agotada.
—Pues subiremos juntas. Y aquí ha venido mi marido para acompañarnos. ¿Subes con nosotras?
El conde se acercó a ellas y cogió la mano de Serena para besársela.
—Estoy encargado de los juegos de cartas. ¡Cartas! Como si mi adorable esposa no me estuviera esperando. Algunos hombres jamás aprenderán.
—Pero tienes que comportarte como un buen anfitrión —replicó dicha adorable esposa mientras arrastraba a Viola hacia la escalera.
En el descansillo de la tercera planta, Viola se soltó.
—Gracias. Anda, ve con Maria.
Serena, pese al cansancio, esbozó una sonrisa antes de marcharse.
Arrastrando los pies, Viola echó a andar por el pasillo a oscuras, deseando haber llevado consigo una palmatoria o una lamparita, aunque después se alegró de no haberlo hecho. Se sentía tan cansada y tan derrotada que seguro que parecía haber pasado por una tempestad. Y el hecho de sentirse tan mal después de que su hermana tirara la casa por la ventana con una fabulosa fiesta en su honor hizo que se sintiera todavía peor. A medio pasillo, se encontró con un par de damas, muy pegadas la una a la otra, cotilleando sin cesar. Les deseó buenas noches y ellas respondieron con sendos gestos de la mano, sin dejar de cuchichear. Viola continuó andando, pese a los pies doloridos y llenos de ampollas.
Tras cinco minutos andando, se dio cuenta de que se había vuelto a perder. En esa ocasión, literalmente. El pasillo estaba ahora iluminado por los haces ambarinos de las lámparas de pared, dispuestas a intervalos regulares. No reconoció nada, ni la mesita auxiliar ni el cuadro de la pared. Nunca había estado en ese pasillo. Escuchó voces a lo lejos. Tal parecía que los omnipresentes criados habían perdido el poder de la omnipresencia.
Se detuvo y se dio media vuelta. Jin caminaba hacia ella.
El corazón comenzó a latirle con fuerza en el pecho.
—¿Qué probabilidad hay de que me pierda y tú aparezcas de la nada para llevarme de vuelta al lugar que me pertenece? —preguntó con voz temblorosa.
—Ninguna —se detuvo justo delante de ella, tan cerca como la noche de la terraza, cuando habló con ella por última vez, y como en la puerta de la biblioteca, cuando no lo hizo—. Te estaba buscando.
—¿A mí? —fue incapaz de morderse la lengua. Al parecer, estaba conectada con su corazón—. ¿Seguro que no buscabas a lady Fiona?
—Segurísimo.
Esos ojos azules la recorrieron por completo, empezando por el pelo, siguiendo por los hombros y deteniéndose en el punto donde su respiración agitada hacía que su pecho temblara bajo el corpiño. Quería que la mirase así, cierto, pero ya la había mirado así antes y la había rechazado después.
—Te desea —masculló en un intento por ahuyentarlo con esas palabras.
—Yo no la deseo a ella —Jin la cogió de los brazos, y con muy poca caballerosidad, se inclinó hacia ella—. Te deseo a ti.
Y, por fin, volvió a besarla.