Capítulo XVIII

VOLAMOS. No sé cómo, pero volamos.

Los caballos estaban al límite de sus fuerzas, bañados en sudor, sus alas batiendo mucho más rápido de lo habitual. Pelias no podía malgastar sus energías hablando. Y su tensión se me contagiaba demasiado fácilmente.

Volamos, y el tremendo caldero se balanceaba pesadamente entre nosotros hasta que los caballos se pusieron de acuerdo en un ritmo determinado, tan preciso como los Blue Angels en un espectáculo aéreo.

Si uno de ellos volara siquiera unos pocos centímetros más abajo, el peso se desplazaría y ese castillo de naipes en el aire se desmoronaría.

Ninguno de los tres decía nada. Ninguno quería distraer a los caballos. Ni siquiera nos molestábamos en aparentar que no estábamos muertos de miedo.

Uno de los enanos de Hefestos, que resulta que venía del país nórdico, me había puesto una vaina y una espada corta alrededor de la cintura. Era para cortar la cuerda y volcar el fuego.

Volábamos en triángulo, con Christopher a la cabeza. Él sería el primero en cortar la cuerda. Eso inclinaría el caldero hacia delante, desequilibrándola. También nos cargaría a Jalil y a mí con todo el peso. Así que teníamos que ser precisos al segundo cuando cortáramos nuestras cuerdas. El caldero tenía que inclinarse. Pero muy ligeramente, porque si esperábamos más, las alas de nuestros caballos acabarían cediendo y caeríamos hasta nuestra muerte.

Y teníamos que hacer el corte en el instante preciso. Lo haríamos a una señal. Christopher gritaría, “¡Cortad!” después de haber hecho él el primer corte.

Ante esa indicación, Jalil y yo cortaríamos la cuerda tan deprisa como pudiéramos. Habría un breve retraso entre que nuestros cerebros asumieran el grito de Christopher y reaccionaran a él. Sólo podíamos tener la esperanza de que Jalil y yo nos retrasáramos y respondiéramos a una velocidad casi idéntica.

Y, claro, teníamos que hacer todo esto sobre las cabezas de los hetwanos, no sobre los griegos.

Bajo nosotros, allá en el suelo que ahora parecía tan lejano y tan seguro, la batalla había comenzado. Los hetwanos ascendían por el entramado de escaleras y pasarelas que habían construido, hacia la segunda plataforma. Los griegos les cerraron el paso, acero contra veneno ardiente.

Pero habían situado al frente, justo detrás de la primera línea griega, un par de catapultas con ruedas. La estructura era de tres veces la altura de un hombre. Sobre un marco en forma de A se apoyaba un brazo que medía dos veces la longitud del marco y tenía una enorme cesta de madera llena de rocas en uno de los extremos, y una cesta más pequeña en el otro.

Guerreros fuertes y musculosos hicieron girar una rueda que levantaba el contrapeso y bajaba la cesta. Cuando ésta estuvo a la altura de su pecho, metieron una porosa roca volcánica que previamente habían empapado en aceite. Justo antes del lanzamiento, un guerrero acercó una antorcha a la cesta. La roca se incendió y, cuando se dio la orden, liberaron el contrapeso.

El misil ardiente dibujó un arco rojo y negro a través del aire y cayó hacia la zona hetwana.

Durante todo ese tiempo, contemplamos el espectáculo a distancia. Nuestro blanco estaba mucho más lejos, montaña abajo, en la primera de las plataformas. Era desde esta primera plataforma desde donde los hetwanos lanzaban el ataque.

Los caballos empezaron a descender. Lentamente. Con mucho cuidado. Girando y descendiendo y volviendo a girar, forzando al límite cada músculo, formándose espuma en la comisuras de su boca, los ojos abiertos de par en par, salvajes.

Más y más abajo, hasta que estuvimos a la misma altura que la batalla principal, y los misiles de la catapulta parecía que nos apuntaban a nosotros. Formarían un amplio arco y nos caerían encima. Y no habría ninguna oportunidad, ninguna posibilidad de movernos para esquivarlo.

Apreté los dientes. David había cometido un error. No había previsto esto. Era comprensible. No es que fuera precisamente un descendiente de los antiguos griegos, versión academia militar West Point; no era un auténtico general. Los errores ocurrían en las batallas, siempre había sido así. Pero de todas formas estaba furiosa. No me sentía muy generosa. No estaba de humor para ir perdonando.

Lo único que veía era que los misiles de la catapulta nos caerían encima a alguno de nosotros, silbando y echando humo, y moriríamos.

Uno se estaba acercando. Se acercaba. Dibujaba un arco alto y caía… directo hacia mí. Hacia mí. Me alcanzaría, oh, Dios, iba a morir, oh, Dios.

La roca ardiente pasó de largo, entre el caldero encendido y yo. No tocó la cuerda, ni a mí. Pero el humo me invadió y me asfixiaba y me ahogaba, y yo intentaba no moverme ni un milímetro mientras intentaba respirar, no fuera que afectara al equilibrio de Pelias.

Llamé a David varias cosas, en voz baja, pero con una furia aterradora. Tenía que culpar a alguien.

Pero ahora nos encontrábamos seguros bajo el arco de los misiles ardientes. Caían detrás de nosotros mientras descendíamos lentamente a lo largo de la pendiente, ahora por debajo del nivel de la batalla principal.

Nos encontrábamos junto a los hetwanos que escalaban, que intentaban subir. Pude ver el daño que habían hecho las catapultas. Habían prendido muchos pequeños focos.

Pero también pude ver que esta vez los hetwanos iban mejor preparados. Había brigadas de hetwanos llevando pequeñas botellas de agua que pasaban de unas débiles manos hetwanas a otras y se derramaban sobre el fuego.

Un esfuerzo bastante poco productivo, pero mejor que nada. Era una medida, al menos, y podía ralentizar la extensión del fuego.

Ante nosotros estaba la primera plataforma, el último peldaño de la montaña. Cada centímetro cuadrado estaba ocupado por los apretados hetwanos. También habían aprendido esa lección. Ayer no estuvieron preparados para continuar y enviar más guerreros a la batalla. Pero hoy no era así. Estos hetwanos estaban dispuestos, listos para avanzar, preparados para mantener el asalto, a pesar de las pérdidas.

“Aprenden rápido,” murmuré para mí misma. “Son nuevos en esto, como David, pero aprenden rápido.”

Un movimiento repentino atrajo mi mirada. Al otro lado de la montaña, un cañón invisible para los hetwanos empezó a hacerlos saltar por los aires.

Vi a David claramente, sin casco, pero con la espada de Galahad en alto. Estaba gritando y dirigiendo, desde detrás de las rocas, de la maraña de árboles secos, acercándose con un ejército cada vez mayor a sus espaldas.

Los hetwanos reaccionaron muy lentamente. Hasta que los hombres de David llegaron al borde de la plataforma y se lanzaron contra los sorprendidos hetwanos, los alienígenas no se volvieron para hacer frente a esta amenaza inesperada.

Había fácilmente unos cinco mil hetwanos sobre la plataforma. El ejército de David parecía ridículo, patético, en comparación. Estaban en inferioridad numérica de diez, quince, quizá veinte contra uno. Los hetwanos los aplastarían por el simple peso de los números.

A menos que interviniéramos nosotros.

El caballo de Christopher iba al frente. Volábamos por el cielo, detectados por los de abajo, pero sin que nos prestaran atención. Giramos, como un frisbee triangular, lento y torpe, y nos alejamos de las cabezas de los hombres de David.

Ahora nos encontrábamos sobre los hetwanos. Cada músculo de mi cuerpo estaba en tensión. Saqué la espada corta. Tenía la mano sudada y se me resbalaba la empuñadora. Si se me caía… Mis dedos la agarraron con fuerza.

“¡Preparados!” gritó Christopher y casi no supe a qué se refería. Mi cerebro zumbaba, ajeno a mí, con mis sentidos distantes y enlentecidos y extraños.

Levanté la espada. Miré a Jalil. Él no me miró.

“¡Cortad!”

¡Demasiado pronto! ¡No estaba lista!

Slash. Abajo, corta, corta. Sentía como la cuchilla se comía la cuerda.

Vi la cuerda de Christopher soltarse de golpe. Vi que el caldero se inclinaba ligeramente.

Vi la cuerda de Jalil tensarse como el cable de un puente cuando soporta mucha presión.

Mi cuchilla. ¡No cortaba! Presiona, corta, pero no la atravieses, no la atravieses, y de pronto una sacudida como si hubiéramos chocado contra un tren. Todo el peso recayó sobre Pelias.

El peso le inclinaba de un lado. El ala derecha estaba inutilizada, mientras la izquierda se batía inútilmente. Caíamos. Yo ya no estaba en su lomo. Mis piernas colgaban en el aire. No había nada a lo que agarrarse, nada excepto el aire.