Capítulo XVII
EN un instante, el General Davideus estaba de vuelta. El sumiso David hechizado por la bruja había desaparecido.
“Vale. Esto es lo que tenemos: mis muchachos han estado reclutando hombres de los pueblos de la ladera sur. Así que tenemos otros mil, mil quinientos hombres. Sin experiencia, pero bueno, los hetwanos no es que sean grandes espadachines. Y Hefestos ha dejado listas las armas. También ha construido dos catapultas que yo mismo diseñé. No es que sean el colmo del arte, pero pueden lanzar cinco kilos de piedra volcánica ardiendo sobre la cabeza de nuestros chicos y volver a reducir a cenizas las plataformas de asalto hetwanas, evitando que se reagrupen. Esa es la primera parte.”
“¿Un dios que trabaja?” preguntó Jalil.
“Es el dios cojo que os enseñé. No puede andar,” explicó David. “Así que hice un trato con él. Un poco de tecnología punta para Eternia.”
“En cualquier caso, esa es la primera parte: detenemos el ataque hetwano, igual que ayer, sólo que mejor. Pero eso no es suficiente. Quiero a los hetwanos fuera de la montaña. Lo que implica un contraataque.” Me señaló. “Y aquí entra en juego el cañón de April. Voy a llevarme un grupo de trescientos hombres, veteranos, hasta detrás del cañón. Bajaremos y atacaremos directamente a la principal fuerza hetwana y les echaremos de la primera plataforma. Con un poco de ayuda aérea.”
“¿Ayuda aérea?” repitió Christopher.
“Sí,” dijo David, lanzándonos una engreída sonrisa a lo John Wayne. “Vosotros tres. He tenido una idea. Es un todo o nada, muy peligroso, pero Pegaso dice que está dispuesto.”
“¿Cómo es que un caballo ha llegado a ser el personaje en quien más confiamos de todo el Olimpo?” se preguntó Christopher.
“¿Y yo?” preguntó Senna. “¿Qué tarea tienes para mí, General Davideus?”
“¿Tú? Tú ya te has hecho pasar por hetwano. Hazlo otra vez. Ve y tráeme a uno de los coo-hatch. Tenemos que averiguar qué es lo que quieren.”
“¿Supones que quieren algo?”
“Sí. Son genios del metal, pero no tienen ni idea de química. O no tenían ni idea hasta que intercambiamos con ellos nuestro libro de química. Ahora tienen pólvora. Pero se están reservando. ¿Crees que lo único de lo que disponen es esa pequeña arma? Si puedes construir un rifle, puedes construir un cañón. Y en vez de proyectiles de plomo, podrían disparar acero coo-hatch. Lo atravesaría todo. No, no se trata de que estén intentando ganar la guerra, sino de enviar un mensaje. Así que hablemos con ellos.” Asintió vivamente, terminando con la discusión. “Y ahora, vamos.”
Seguimos sus pasos. Incluso Senna. Me producía cierto placer verla reducida a obedecer órdenes. Pero en mi corazón sabía que eso no duraría mucho.
Ella tenía razón. Aquí podía tener grandes sueños. Tenía razón en todo. Y por primera vez podía imaginarla no como una chiquilla medio lista paseándose por los márgenes de la mesa de los adultos intentando parecer inteligente, sino como una verdadera competidora. En Eternia había poderes mucho más grandes que el suyo. Pero no demasiados con la misma combinación de ambición despiadada e inteligencia.
Si David podía ser un general de los griegos, el héroe de Atenea, entonces es posible que Senna pudiera ser el próximo Merlín. E incluso más.
Pero se había dejado una cosa en su letanía de confesiones: incluso mientras estaba acorralada, incluso bajo la amenaza de Zeus y Atenea, se las había arreglado para tender una trampa para Merlín, que éste nunca sospecharía.
Merlín era perspicaz, pero si llegaba al Olimpo sin estar preparado, se vería indefenso para enfrentarse al poder de Zeus. Se acercaría esperando echar un vistazo, quizá para convencer a Zeus de que se uniera a sus fuerzas. En su lugar, sería encadenado a algún muro en alguna parte.
“Sí, bueno, quizá no le pillaran tan desprevenido,” murmuré en voz baja. No sabía cómo me las arreglaría para advertir a Merlín. No había visto al mago desde la batalla con Loki en el castillo de Galahad.
Reprimí una oleada de frustración. Hasta ahora, Senna había sido más astuta que nosotros. Aunque la derribaran, siempre volvía a levantarse.
Salimos fuera. Sentí una punzada anticipada de melancolía. No por mi verdadero hogar —ese parecía demasiado lejano— sino por éste, nuestro hogar temporal. Sería tan agradable quedarse en la cama y comer. Mucho mejor de lo que nos esperaba a continuación.
Los caballos estaban ahí, resoplando y piafando sobre las calles de mármol, preparados para despegar. El carro que había traído a Senna también estaba.
David dijo, “Senna, tú irás sola.”
“¿Qué, no va a haber beso de buena suerte?” preguntó ella.
David dio un brinco, se recompuso y retrocedió, incómodo. A los demás nos dijo, “Montad y seguidme. Os enseñaré lo que necesito que hagáis.”
Me subí al ala de Pelias y monté sobre su lomo. No es que ya estuviera acostumbrada, pero ahora al menos confiaba en que el caballo volador no me dejaría caer.
“Al taller de Hefestos,” gritó David, y despegamos, los cuatro, volando por los aires a lomos de caballos.
Volamos hacia el norte, rodeando la montaña, esta vez manteniendo la altitud. Casi en la cara opuesta de la montaña divisé lo que podría haber sido un respiradero del volcán del Olimpo si éste hubiera sido tal. Era un pequeño cráter, no más grande que una carpa de circo. Brillaba con una intensa luz rojiza.
Bajamos describiendo círculos hacia la luz carmesí. En el centro del cráter resplandecía un río de humeante magma amarillo. Podría haber sido un lago de oro fundido. El calor se intensificaba según nos acercábamos a él. Los caballos evitaban ágilmente las olas de calor durante el descenso.
Alrededor del lago de líquido dorado había talleres, no muy diferentes de los que había visto en los pueblos al pie de la montaña. Eran estructuras primitivas de madera y piedra con descuidados techos de paja y los lados abiertos.
Podía ver figuras iluminadas por el fuego, trabajando, corriendo de un lado a otro, o delante de fosos ardientes rectangulares que brillaban con un rojo encendido en contraposición al dorado.
Más y más abajo, y enseguida aterrizamos en una de las áreas desocupadas. Nuestra llegada no interrumpió el trabajo. No silenció el incesante estrépito de los martillos golpeando y golpeando, ni el soplido de los fuelles, ni el siseo del metal ardiente sumergido en agua.
Era una versión medieval del infierno: fuego y humo y criaturas morenas con la cara enrojecida, de muchas formas y tamaños, que bajo una mirada casual podían confundirse con demonios.
Pero este era el lugar más feliz del Olimpo. Vi enanos, hadas, incluso unos pocos trols y criaturas que ni siquiera sabía lo que eran. Todas parecían quemadas bajo el sol, todas llevaban unas ropas minúsculas y sudaban por cada poro, todas estaban cubiertas de hollín, con el pelo chamuscado, sin cejas. Sin tener en cuenta la raza o la especie, todas tenían enormes manos con dedos que podrían estar hechos de gruesas raíces.
Cantaban mientras trabajaban. Bromeaban. Se insultaban duramente unos a otros con voces ásperas. Reían mientras levantaban martillos tan grandes como sus propias cabezas y cargaban fardos de espadas aún humeantes y manejaban grandes cestos de mimbre repletos de carbón, y hacían funcionar fuelles gigantes que avivaban el fuego.
“¡Davideus!” rugió una voz, la voz de un dios, sin duda. “Funciona. Por las barbas mohosas de Poseidón, funciona.”
Hefestos, a quien sólo había visto una vez antes, se acercó hasta nosotros rodando sobre una silla de ruedas dorada. La silla de ruedas era algo fantástico, decorada con cabezas de caballo en oro y plata, broches con el emblema del sol, y lo que se parecía muchísimo a un arpón-lanzamisiles colgando de un lado. Tenía que pesar tanto como un coche, pero Hefestos se impulsaba casi si esfuerzo.
“Has mejorado mi diseño,” dijo David con la cara seria, admirando la decoración.
Hefestos echó atrás la cabeza y rompió a reír. Su cuerpo de cadera para abajo era definitivamente de proporciones humanas, aunque pequeño si lo comparábamos con unos hombros que habrían intimidado a un gorila. “Todo está listo, Davideus. Los cargamentos de armas ya han partido, pero como ves, estamos ocupados forjando más.”
“¿Y nuestro proyecto especial?”
“Todo preparado,” dijo el inmortal con un guiño. Señaló con su barba a donde un equipo de herreros ataba unos extraños arneses a Pelias y a sus hermanos.
“Bien. Entonces tenemos que irnos. Los hetwanos ya se han puesto en marcha,” dijo David. “¿Puedes mostrarles a mis amigos el plan?” Sin esperar una respuesta, David siguió, “Jalil, Christopher, April, Hefestos os dirá lo que tenéis que hacer. Pero lo más difícil es saber cuándo actuar. Yo estaré en tierra, donde el cañón de April. Tenemos que golpear a la vez. Mis hombres y yo atacaremos. Entonces, como habremos acordado, justo cuando los hetwanos se lancen a por nosotros, vosotros destruiréis su retaguardia.”
“¿Y con qué se supone que atacaremos?” preguntó Jalil malhumorado.
“Ya lo veréis,” dijo David, ya alejándose y llamando a Pegaso.
“Esto es lo más feliz que vas a ver nunca a David,” dijo Christopher. “Está canalizando al mismo tiempo a Napoleón, a Patton y a Robert E. Lee desde la tumba.”
“Venid,” dijo Hefestos animadamente y puso en marcha su absurda silla.
Diez minutos después lo supimos. Y ninguno de nosotros se sentía muy contento.
“Oh, es una gran idea,” dijo Christopher mientras subíamos en nuestras monturas.
“Recordad,” nos advirtió Hefestos, “hay que cortar las cuerdas en una secuencia determinada. La número uno, y luego la número dos y tres a la vez, o de lo contrario el peso os hará caer.”
“Sí, creo que tenemos una imagen mental muy clara de lo que pasaría,” dijo Jalil.
“Esto es genial,” murmuró Christopher.
El plan de David tenía muchas formas distintas de salir mal. Y si eso ocurría, podíamos morir nosotros, o matar a nuestros aliados. Y sólo había una posibilidad de que saliera bien.
Hefestos había construido un caldero grande y muy profundo. Un caldero en el que podrías cocinar media docena de vacas. El caldero estaba sobre un anillo de metal. Tres cuerdas salían del anillo y se ataban a unos arneses especiales que llevaban nuestros tres caballos.
Por supuesto, era imposible que los caballos pudieran levantar el caldero. Pero también era imposible que pudieran volar. Y, de alguna forma, Hefestos había comprobado, al menos para su propia satisfacción, que los tres caballos alados podrían levantar la carga —pero ni un gramo más.
Si el peso del caldero se desequilibraba, los tres caballos caerían. Y nosotros con ellos. Todo podía terminar con los tres caballos alados y nosotros, sus jinetes, dando vueltas, cayendo fuera de control, precipitándonos hacia el suelo junto con el contenido del caldero.
El contenido del caldero era fuego. Brillantes brasas rojas de todas y cada una de las forjas del cráter. Carbones ardientes. El resultado rojo oscuro de mil barbacoas caseras en el patio de atrás.
Íbamos a bombardear a los hetwanos.