Capítulo VI
PUDE ver como se congelaba la sangre de las venas de Christopher, literalmente. Acababa de insultar a un dios que parecía capaz de arrancarle los brazos a una persona por pura diversión.
“Quiero decir…” dijo débilmente.
Ares mostró un montón de dientes desde detrás de su barba negra. “Bien. Mi espada necesita carne fresca.” Se acercó a Christopher. David empezó a desenvainar su propia espada, pero de pronto Atenea estaba allí, con la mano sobre su brazo.
Dionisio, gracias a Dios, dio un paso al frente, sonriendo a Zeus. “Este mortal salvó mi vida, Padre. Le prometí la inmortalidad a cambio.”
Zeus parecía ahora un majestuoso anciano. Una especie de Sean Connery con más pelo y la barba gris de Ulysses S.Grant. Pero desprendía luz de su interior. Como si detrás de su piel hubiera acero fundido. Como si tocarle hiciera que se te fundiera el dedo. Aún seguía sin poder mirarle más de unos pocos segundos antes de sentirme incómodamente cálida y empezara a retorcerme incómodamente.
Zeus se echó a reír. “Oh, Dionisio. La última vez que ofreciste la inmortalidad a alguien, fue a esa doncella, la rubia. La que heredó aquellos especiales viñedos.”
Dionisio extendió las manos. “Era hermosa, era servicial, y posee algunas de las más exquisitas uvas que he visto nunca para bendecir un vino. ¡Ese rostro! ¡Ese cuerpo! ¡Ese vino!”
Hubo un amago de risa entre los dioses. Entonces Zeus se echó a reír y la risa se extendió. Ares se dio cuenta de que su juerga asesina había sido suspendida. Igual que Christopher, que casi se desmaya.
“Si le has prometido la inmortalidad, la inmortalidad tendrá,” dijo Zeus. “Nos alegramos de que hayas escapado de Ka Anor, Dionisio. ¿Qué sería de nuestras celebraciones sin ti? Acércate, mortal.”
Christopher dio un paso al frente. Se quedó pensando, y avanzó dos más. “Um, no gracias,” dijo, y retrocedió.
Zeus pestañeó. “¿Rechazas la inmortalidad?”
“Sí. Bueno, sí, señor. Su… su divinidad.”
“Nadie rechaza la inmortalidad,” dijo Zeus. “¿No es cierto?”
“Sí,” nos llegó un coro de voces contrariadas.
“No es que no me parezca guay,” dijo Christopher. “Es sólo que no la merezco. Ganímedes me salvó la vida. Pero cuando yo pude haber salvado la suya, salí corriendo. Así que esto es como mi pago. Es una cosa de honor.”
La cara de Zeus parecía vacía. Todos los dioses y todos sus sirvientes permanecían inexpresivos.
David y Jalil parecían sorprendidos.
“¿Qué has dicho?” murmuró Jalil.
“Mira, no es gran cosa. Yo le pago a la gente lo que le debo, ¿vale? No pude devolvérselo a Ganímedes. Así pago el precio.”
Sólo Apolo mostró algo de comprensión. “Sientes que tienes una deuda.”
“Sip. Sí. Señor.”
“Sí, bien, es un comportamiento muy estúpido,” dijo Apolo.
“Bueno,” dijo Zeus, claramente descolocado. “¿Y ahora qué?”
“¡Hemos sido insultados!” rugió Ares. “Destroza a este mortal. ¡Hazle caer durante una semana, y luego sumérgelo en las profundidades del mar!”
“Oh, cállate, Ares,” murmuró Ártemis.
Ares arremetió contra ella, con la espada levantada. Yo reculé instintivamente. Ártemis estaba de pie, con una flecha en su arco, con la cuerda tensada tras su oreja, en menos tiempo del que tardé yo en estremecerme.
Los dos dioses se quedaron mirando el uno al otro. La espada sangrienta y el grácil arco preparado para disparar.
La atractiva diosa mayor que luego me enteré que se llamaba Hera empezó a gritar, principalmente a Ártemis, como si fuera culpa suya. Apolo, sin razón aparente, estaba reprendiendo a Dionisio. En un instante, dos docenas de dioses estaban chillando, gritando, rugiendo, y amenazando. El sonido hacía temblar el suelo de mármol. Nubes oscuras hervían a nuestra vista, cubriendo el sol.
Era como si alguien hubiera pulsado un botón. En pocos segundos, los inmortales se habían vuelto locos, imbéciles, lunáticos. Pirados con el poder de alterar la realidad a su alrededor con la simple potencia de sus emociones. Se formó un torbellino, un tornado que se arremolinaba sobre la plataforma. Los rayos tronaron. La electricidad chasqueaba. Al fin, tres de los dioses se marcharon furiosos, abriéndose camino brutalmente a través de incautos sirvientes que, o se dispersaban ante lo que ocurría, o acababan aplastados bajo sus pies.
Me tapé los oídos con ambas manos. Estaba en el interior de una tormenta eléctrica. El viento desgarraba mi ropa, revolvía el pelo en mi cara, me irritaba los ojos. Su fuerza casi me derriba. Yo era una de esas reporteras de las noticias sujetándose a una farola en medio de un huracán y gritando, “¡El viento es muy fuerte, Dan!”
Locura. En un momento estaban hablando, holgazaneando por ahí como si fuera una indeseada reunión familiar, y al siguiente instante, eran como perros gruñendo.
Sólo Atenea se erguía a parte, observando, su labio curvado en un gesto de desprecio. Se mantenía en un espacio en calma. Ningún viento la tocaba. Casi creía que ni siquiera le llegaba el crepitar de los relámpagos y los gritos.
“Tenemos que alejarnos lentamente de este sitio,” dijo David, gritando para que pudiéramos oírle por encima de los rugidos y el viento. “Estos tipos están chiflados. Despacio. No les deis la espalda.”
Asentí. Estas criaturas estaban locas. Estas criaturas eran peligrosas. Empezamos a retroceder, agarrándonos bien los unos a los otros para evitar que nos derribaran.
“¡Quietos!” dijo Zeus con una voz capaz de derribar paredes.
Las discusiones y los gritos no se detuvieron. Pero nosotros sí.
“No puedo moverme,” dijo Jalil. Me lanzó una mirada desesperada. Yo tampoco podía moverme. Mis pies habían sido pegados al suelo con Krazy-Glue. Podía retorcerme, podía inclinarme y revolverme, pero no podía mover los pies.
Zeus se irguió como una torre sobre todos los demás dioses, y aún seguía creciendo. Ahora era totalmente humanoide. Creo que esa es la palabra. Parecía humano. Sean Connery con barba. Un Sean Connery muy enfadado con enormes rayos restallando y tronando en su puño.
Dio un paso al frente, pateó a Dionisio con un pie enfundado en una sandalia dorada, y mandó a nuestro dios más familiar dando volteretas y derrapando a lo largo del suelo. Luego se inclinó y, con una mano del tamaño de un garaje, levantó a Ares de los talones.
Zeus lanzó al dios de la guerra. Lo lanzó por los aires hasta que chocó de espaldas contra un pilar de tres pisos de altura con la forma de Hera.
Ares cayó al suelo. Se tomó unos cuantos segundos, como un jugador de rugby herido, y luego se levantó, obviamente sin aliento.
“¡Ares está furioso!” gritó Ares entre resoplidos.
“¡Zeus está furioso!” tronó Zeus, utilizando su nombre como si fuera una gran baza jugando a las cartas. Echó la mano hacia atrás cargada con un rayo crepitante, preparado para lanzarlo.
“¡No volveré a luchar por el Olimpo!” gritó Ares, sonando como un niño de cinco años muy grande y muy peligroso. Se marchó de la habitación como una violenta tormenta —literalmente—, abriéndose camino a través de dos pilares y rompiendo ambos en el proceso.
Ahora la discusión se calmó un poco. Uno a uno los dioses, muchos con la cara roja de furia, se tranquilizaron. La tormenta desapareció.
Yo estaba temblando. Alarmada. Solté la mano de Christopher, me coloqué el pelo en su sitio, y me arreglé el vestido.
“Aquí va una idea,” susurró Christopher. “Que nadie diga nada que les haga enfadar.”
“Hemos perdido a Ares,” dijo Heracles tristemente.
“No hemos perdido mucho,” respondió Atenea con desdén.
Un reducido número de dioses volvió a sus posiciones en las sillas o de pie. El viento se había disipado. El sonido del trueno quedó silenciado. El cielo por encima de nosotros se aclaró.
“Y se preguntan por qué los hetwanos les están pateando,” dijo David en voz baja.
Pero no tan baja como para que Atenea no pudiera oírle. “¿Qué has dicho, mortal?”
“David, ¿recuerdas que acabo de decir ‘No volváis a hacerles enfadar’?” gimió Christopher.
“Sí. ¿Sabes qué? Que les jodan a sus pequeñas rabietas temperamentales. Estoy cansado de esto. Esto es lo que obtienes al dejar que te besen el culo durante miles de años. La realidad para los dioses empieza ahora.”
Creo que los tres nos sentimos orgullosos de David en ese momento.
Y los tres nos alejamos lentamente de él.