Capítulo X

CAÍMOS en picado, como cazas, como si estuviéramos imitando el estilo del Barón Rojo y fuéramos a abrir fuego sobre los hetwanos bajo nosotros.

Obviamente, eso no iba a ocurrir. En lugar de eso, volábamos a toda velocidad para unirnos a los griegos, ya preparados para la batalla.

“¿Dónde están los dioses?” pregunté. “¿Dónde están los autoproclamados dioses? ¿Por qué no están ayudando?”

Por debajo de nosotros sólo había hombres, o eso me parecía a mí. Los veía enfundados en fuertes, enormes y fabulosas armaduras, protegidos por cascos con plumas de casi un metro de largo, pero ni rastro de ninguno de los dioses del Olimpo. Ni Apolo. Ni Artemisa con su arco. Ni Ares ni Zeus. Ni siquiera Atenea.

Los hetwanos habían terminado su red arácnida de escalerillas entrelazadas y plataformas y peldaños. Era fácil saber para qué habían construido la estructura: la habían diseñado para caminar a pie montaña arriba. Pero tenían alas. Cuando necesitaran subir la montaña podrían volar. Sólo que no lo hacían.

Eran un enjambre, cientos, quizá miles de ellos, avanzando en hileras ordenadas, siguiendo al líder disciplinadamente. Era imposible quitarse de la cabeza la imagen de un hormiguero.

El embiste hetwano superaba a los defensores griegos en número de cuatro o cinco contra uno. Y ni siquiera estaban en marcha todas la fuerzas hetwanas. Un número mucho más importante de hetwanos se revolvía más abajo, en la primera meseta. Y aún había más repartidos por los alrededores de la montaña, aparentemente indiferentes ante lo que sucedía.

No estábamos a más de sesenta metros de tierra firme cuando los dos bandos de guerreros, hetwanos y griegos, se lanzaron el uno contra el otro en medio de un rugido de voces humanas y el estruendo de las espadas y los escudos.

Pasamos de largo a toda velocidad antes de que pudiera ver mucho más que una mancha borrosa. Pelias aterrizó más delicadamente que un avión comercial. En un instante estaba corriendo por el aire, y al siguiente sus cascos retumbaban contra la hierba y la roca.

David fue el primero en saltar de su caballo y correr hacia las tiendas. Parecía como si estuviera huyendo, tratando de poner la mayor distancia posible entre la batalla y él.

“¡Vamos, ayudadme!” gritó por encima de su hombro.

Los guerreros griegos pasaban corriendo a nuestro alrededor, directos hacia la batalla, con sonrisas maníacas bajo sus barbas, colocándose el casco en su sitio, sacando las espadas, engullendo los últimos tragos de vino.

Nos abrimos paso a través de ellos, totalmente ignorados, hasta que estuvimos solos entre las tiendas, apresurándonos, corriendo confundidos. Todos excepto David.

“Empezad a derribar las tiendas. Arrancad los palos de sujeción. ¡Hacedlo!”

Era como si le hubieran asignado la tarea de desmontar el campamento y estuviera decidido a hacerlo en un tiempo record.

Miré hacia arriba y vi a Pegaso y sus hijos volando, limpios, puros y a salvo por encima de nosotros, de vuelta en lo alto, con los dioses. Deseé estar con ellos. Llevaba un vestido, y corría en medio de un campamento guerrero intentando sacar de la tierra unos palos de dos metros de largo.

Jalil tenía a Excalibur, su navaja del ejército suizo con los dos centímetros de hoja de acero coo-hatch que podía atravesar cualquier cosa. Ahora estaba rasgando en pedazos las llamativas lonas de las tiendas.

David cogió la primera tira de lona cortada y la envolvió alrededor de mi palo, atando ambos extremos con la habilidad de un buen marinero amateur.

“Aquí. Aceite de oliva, creo,” dijo Christopher, tirando de un gran cántaro de cerámica de la hoguera más cercana. O David le había dicho lo que buscar, o Christopher lo había deducido él solo. “No sé si arderá muy bien.”

David asintió y metió el extremo del palo recubierto de tejido en el cántaro. A continuación acercó al fuego el grasiento trapo.

Tardó unos pocos segundos, pero la tela empezó a arder, un fuego envuelto en humo negro.

David cogió su antorcha y me lanzó una sonrisa para nada diferente de aquella de los guerreros griegos. “Que vengan, que vengan,” gritó, y salió corriendo como un saltador de pértiga hacia el estruendo de la batalla.

“Vayamos con él,” dijo Jalil con calma.

Nos pusimos a fabricar dos antorchas más. Ahora que sabíamos lo que estábamos haciendo tardamos menos. En un minuto teníamos una preparada. La cogí.

“Mejor que vaya yo primero,” dijo Jalil rápidamente.

“Puedo hacerlo,” le dije sin ofenderme. Era cierto. Puede que no tuviera la fuerza necesaria para hacer mucho daño en una lucha de espadas, pero esto podía hacerlo.

Corrí, cargando con el palo en llamas sobre mi hombro, lo que me dejó llena de moratones y magulladuras ya en los primeros veinte pasos. Los guerreros griegos estaban vueltos de espaldas a mí; se apretujaban, empujándose unos a otros para llegar hasta los hetwanos. Había espadas y escudos por todas partes. Era como intentar abrirse camino a través de una manada de puerco espines.

“¡Cuidado! ¡Moveos!” grité.

Un joven oficial me vio y empezó a empujar y espolear a sus subordinados para que formaran una fila. Me abrí pasó a través de ellos hacia la masa de hombres. El sonido de la muerte era una sólida pared de estruendo a mi alrededor. Hombres gritando, hombres aullando, hombres apelando a los dioses, hombres amenazando, hombres exultantes de triunfo.

Entonces, de pronto, allí estaba yo, al frente. Los griegos atacaban a los hetwanos con asombrosa violencia, y estos les devolvían el ataque disparando sus cerbatanas como si fueran pistolas de agua. Lo que tenía lugar a mi alrededor no era una lucha de espadas coreografiada. Esto no era Hollywood. Eran locos blandiendo su espada una y otra vez con todas sus fuerzas, hundiendo sus hojas en carne hetwana. Por todas partes había miembros esparcidos.

Pero los hetwanos estaban muy lejos de considerarse indefensos. Los guerreros griegos rugían como animales enrabietados cuando el veneno hetwano prendía y les hacía arder a través de la armadura y el cuero y la carne.

Un guerrero se volvió de repente, apretándose la cara. En lugar de su ojo izquierdo tenía un círculo de tres centímetros abierto por un disparo hetwano; hervía y humeaba mientras su ojo derecho lo observaba en agonía.

Vi a David. Intenté abrirme camino hacia él. Quería cerrar los ojos a la violencia que se desencadenaba a mi alrededor. Un hombre enorme chocó contra mí, sus manos me agarraron, y se liberaron inmediatamente. Cayó. No tenía más signos de violencia que un agujero de tres centímetros que le atravesaba el casco. Sólo un hilillo de sangre que se deslizaba por su frente sudorosa. Se desplomó boca abajo, sin duda fulminado. En la parte de atrás del casco, un agujero idéntico. Sólo que de este agujero brotaba el cerebro gris-rojizo.

“¡April!” me llamó David.

“Mira,” grité.

“Está muerto,” me contestó secamente. “Dame la antorcha.”

Me la quitó de entre las manos. Recuerdo el hecho como si le estuviera pasando a otra persona. Un agujero que atravesaba limpiamente el casco y la cabeza de lado a lado. ¿Una bala? ¿Alguien tenía armas? ¿Qué otra cosa podría ser?

Corrí para ponerme al lado de David. Tenía que verlo, tenía que comprenderlo. Algo iba mal. Estaba rodeado de media docena de griegos que habían formado una especie de muro infranqueable para protegerle mientras atravesaban terreno hetwano. Cogió con fuerza la antorcha y la lanzó como un arpón por encima del borde.

Ahora los griegos habían captado la idea. Jalil apareció con otra antorcha y David la lanzó. Corrí de vuelta al campamento, pasando al lado de Christopher por el camino.

“¿Funciona?” me preguntó jadeando.

“No lo sé.”

¿Cuántas veces hice el mismo recorrido? ¿Cuántas veces envolví las telas y las anudé, las empapé en aceite, y las prendí, y volví corriendo a través del pasillo que habían abierto los griegos entre sus filas? He perdido la cuenta. Parece que fueron cientos. Como si lo único que hubiera hecho durante toda mi vida fuera correr de un lado a otro llevando fuego en una antorcha humeante.

Siempre iba con un ojo cerrado porque el humo y mi propio sudor me escocían. Me eché un trozo de lona sobre el hombro, un penoso intento de que los palos de las antorchas no me hicieran más heridas.

Pero aún así y todo, los hetwanos seguían avanzando y los griegos, centímetro a centímetro, dejándose la piel en cada paso, se veían obligados a retroceder.

“Podéis dejarlo. Ya no puedo llegar al borde, no puedo acercarme lo suficiente como para lanzar,” me dijo David al fin. Había vuelto de entre las filas griegas y prácticamente se había derrumbado a mis pies mientras engullía agua del cántaro que le había acercado un sirviente.

“¿No ha funcionado?” le pregunté.

“Sí, ha funcionado bien,” dijo. “Todas las escalerillas de los hetwanos están ardiendo. No pueden enviar nuevas tropas. Sólo tenemos que parar a los que ya están aquí. Podemos con ellos.”

“David, tienen algún tipo de arma. Como una pistola o algo así.”

“¿Qué?”

“He visto a un tipo con un agujero que le atravesaba la cabeza. Y el casco. Nunca he visto un agujero de bala, pero eso era un agujero de bala.”

“Están usando sus Super Cerbatanas,” dijo suspicaz. “¿Por qué harían algo así si tienen armas? Y además, no he oído ningún disparo.”

“Yo sí,” dijo Jalil. Se acercó jadeando y resollando con otra antorcha en sus manos. “No sabía lo que era. Sonaba como un ruido seco. Sólo una vez.”

David soltó una risa forzada. “Esperemos que estéis equivocados. Si tienen armas estamos muertos. ¡Mierda!”

Seguí la dirección de su mirada. Dos o tres docenas de hetwanos habían alzado el vuelo y se dirigían a nuestra derecha, intentando unirse a las filas de sus reducidas fuerzas.

“¡Arqueros!” gritó David con toda la potencia de sus pulmones. “Arqueros al flanco derecho.”

Media docena de griegos salieron corriendo, sacando las fechas de sus carcaj y disparándolas mientras corrían.

Las fechas volaban y los hetwanos caían. Así que era por eso que los hetwanos procuraban no volar durante la batalla. Eran demasiado torpes y lentos. Era imposible para un arquero entrenado fallar el blanco.

Un guerrero, quizá el doble de alto que David, se acercó a toda velocidad. Estaba armado y sudaba mucho. Tenía la barba llena de sangre. “Nuestros hombres se cansan, Davideus.”

Me llamó la atención el ‘Davideus’ que para Christopher había sido una broma. El hombre lo había pronunciado con una débil ‘a’.

NdT: Alusión al inglés en que está escrito el libro. Recordad que la ‘a’ de David se pronuncia ‘ei’. A April le llama la atención que el hombre griego, en cambio, la pronuncie como una ‘a’.

“Sí, Alceus. Los hetwanos saben que estamos agotados,” dijo David. “Retira a un tercio de los hombres de la línea de batalla. Pero primero recoged a los heridos. Si pueden caminar, si pueden cojear, siguen en juego. El tercio que te he dicho más los heridos, ¿me entiendes? Haz que formen aquí mismo. ¡Deprisa! Lanzaremos un contraataque por nuestra izquierda. Nos extenderemos e intentaremos rodearles. ¡Vamos!”

Le dio una palmada al hombre en la espalda.

“¿Tú estás al mando?” preguntó Christopher. Se acababa de unir a nosotros y tenía el mismo aspecto que los demás. Como si el descanso y la tranquilidad del Olimpo nunca hubieran existido. “¿Cómo lo has hecho?”

“Simplemente dije, ‘Atenea me ha pedido que os dirija,” dijo David, obviamente tan asombrado como los demás de que una simple declaración como esa hubiera funcionado. “Ha ayudado bastante el hecho de que no había nadie al mando. Ares y Heracles han estado llevando el show, pero como sabéis Ares está por ahí con un cabreo de mil demonios. Y Heracles está con él, supongo. En cualquier caso, no lo he visto por aquí. Han dejado a esta gente sola.”

“Pensaba que esos dos eran enemigos,” dijo Christopher. “¿Ares y Heracles trabajando juntos…?”

“Creo que en el caso de esta gente las alianzas cambian cada cinco minutos,” dijo Jalil.

David asintió, pero no estaba prestando atención. Observaba cómo sus tropas se reunían. Los hombres se retiraban y casi caían desmayados mientras lo hacían. Todos parecían estar heridos. Tenían marcas rojas de quemaduras en cada brazo y pierna descubierta. Se tambaleaban de puro agotamiento. Los heridos eran aún peor. Al menos uno de ellos acababa de perder el brazo a la altura del codo. Le habían atado el muñón con una correa de cuero y se lo habían vendado muy primitivamente. El vendaje estaba empapado, chorreaba sangre.

David agitó la cabeza en gesto de desaprobación, como un profesor atendiendo una clase de niños escandalosos. “Esto no va a funcionar, no si tenemos que rodear tanto. Los hetwanos no van a retirarse. Tenéis que matarlos. Uno a uno. Pero así no. Esta no es la forma. Coged más antorchas. Christopher y Jalil, digo.”

“Ja wohl, mein general,” dijo Christopher e hizo un intento de ponerse firme juntando los talones.

Me llevó unos segundos darme cuenta de que David me estaba dejando fuera.

“Yo también puedo llevar una antorcha,” dije.

Me cogió del brazo, con cuidado, con su mano ensangrentada. “Mira, April, éste no es un debate de clase sobre el papel de la mujer en la guerra. Esto es el mundo real.”

Me quité su mano de encima. Estaba cabreada. No porque me hubiera ofrecido quedarme fuera. Estaba enfadada porque yo misma quería desesperadamente largarme de allí. ¿Hasta dónde iba a llevar mi feminismo? Ya había hecho bastante. Me merecía un descanso.

“Hey, hasta ahora he estado con vosotros. Yo llevo una antorcha,” le corté, intento usar la furia para enmascarar el miedo.

“Vale. No les gusta el fuego. O quizá sea el humo. Da igual, el caso es que no les gusta.”

“Muy reconfortante,” murmuré en voz inaudible mientras corría a por mi antorcha. “¿Es que hay alguien a quien le guste tener un palo ardiendo delante de la cara?”

Para cuando volví con la antorcha, había unos trescientos hombres en rígida formación. Christopher y Jalil iban al frente, sosteniendo unas antorchas de tres metros de longitud, como la mía. David les hablaba gritando tanto como podía.

“No os detengáis en enfrentamientos de uno contra uno. Moveos, moveos, moveos. Queremos meterles miedo, hacerles creer que somos un nuevo ejército que viene de refuerzo. Y nuestro objetivo último es situarnos detrás de ellos, atraparlos entre nuestras fuerzas y el ejército principal. ¿Lo habéis entendido todos?”

Me abrí camino entre hombres el doble de altos que yo, y me puse al lado de Christopher y Jalil.

“¿Has oído las palabras de ánimo del General Custer?” me preguntó Christopher.

“Sí.”

“El chaval ha encontrado su auténtico lugar en la vida,” dijo Christopher entre admirado y burlón. “En caso de que te lo estés preguntando, vamos a ‘asaltar las líneas enemigas’.” Puso los ojos en blanco.

David sacó su espada y la levantó por encima de su cabeza. “¡Vamos!”

Y de pronto yo estaba corriendo. Corriendo lo más rápido que podía, porque si bajaba el ritmo unos trescientos griegos me pasarían por encima.

Corrimos a lo largo de la retaguardia de nuestro ejército, hasta el final de la meseta. Allí David viró bruscamente, introduciéndose y atravesando la delgada línea de nuestras tropas griegas. Yo vacilé, temerosa de herir la espalda de alguno de los nuestros con mi palo ardiente.

“¡Maldita sea, no pares!” me gritó David, su cara la única imagen que distinguía en medio del caos.

Algunos de los griegos hacia los que corríamos se cayeron y fueron pisoteados. Otros nos alcanzaron y se unieron al asalto.

Continuamos lanzándonos hacia el frente, y de pronto sólo había hetwanos por todas partes. Empecé a gritar. No era un grito de miedo, sino un aullido salvaje y descontrolado. Gritaba de rabia y corría, con la antorcha apoyada en la curva de mi codo derecho y agarrada con mi mano izquierda. Nada de detenerse. Correr. Correr directa hacia ellos, matarlos, ¡matarlos a todos!

Algo había poseído mi cerebro. Un chillido demente que había borrado todo pensamiento. Un pitido en mi cabeza. Un muro que era lo único que mi cerebro era capaz de sentir ahora. Diez mil voltios que me recorrían todo el cuerpo. Mis pies volaban. No sentía el peso de la antorcha. Ya no necesitaba respirar. Me había transformado.

Nos precipitamos sobre los hetwanos sin detenernos. Apunté con el extremo ardiente de mi palo a la cara del hetwano más cercano. Me lancé sobre él y le destrocé la boca. Cayó hacia atrás, agitando sus débiles miembros en el aire.

Empujé la antorcha aún más, presioné con todas mis fuerzas, gruñendo, llorando y gritando a la vez. Entonces uno de los nuestros me golpeó por la espalda y me lanzó hacia delante. Mantuve el equilibrio. ¡Sí, había que moverse! ¡A moverse!

Atravesé a otro hetwano. Nos abríamos camino a través de ellos, entre su ejército, como los pinchos de un tridente, dividiéndolos para que acabaran con ellos los hombres que venían detrás de nosotros.

El grueso de nuestro ejército se dio cuenta ahora de lo que hacíamos y empezaron a gritar, a gritar y a aullar y a vitorearnos. E incluso yo lanzaba vítores, gritando y agitando mi antorcha ardiente sobre las caras y los cuerpos de los hetwanos.

Sentí un calor en el estómago. El veneno hetwano había atravesado mi vestido en un instante y ahora me quemaba la piel a unos centímetros del ombligo. Me froté con la mano izquierda y empecé a sentir la quemazón también en mi palma.

Me remangué el vestido y me restregué la herida. La quemazón hirviente se atenuó, pero el dolor sólo acababa de empezar.

Qué sensación más extraña. Me habría gustado poder recordarla después. Me habría gustado tener acceso a ella, poder revivirla. Es el tipo de cosa que a una actriz le vendría muy bien.

Pero en ese momento no pensaba precisamente en eso. No pensaba en nada. Me había dejado llevar por la rabia y la furia, por la urgencia de matar, para dejar atrás mi propio miedo.

Pero ahora algo nuevo y terrible se sublevó dentro de mí. Algo tan oscuro como un agujero negro. El miedo se había ido. El dolor también. Yo misma había desparecido, anulada. Ni mente, ni pensamientos. Una máquina. Una máquina dominada por una fuerza enterrada tan profundamente en nuestras civilizadas mentes, que la gente ni siquiera sabe que está ahí.

Blandí mi antorcha ante el hetwano más cercano. Él disparó su veneno. Falló. Yo no. Le clavé el extremo ardiente en la cintura, y le escupí, enseñando los dientes, riendo.

Retorcí el palo y lo arranqué y se lo volví a clavar en la cara. Y grité, “¡Muere! ¡Muere hijo de…!”

El hetwano dejó escapar un espeluznante chillido y yo sentí una obscena oleada de triunfo. Grita todo lo que puedas, pedazo de mierda.

Levanté la lanza sobre mi cabeza y grité algún balbuceo incoherente hacia el cielo. Y entonces me caí por el borde de la meseta.