Capítulo V
LA multitud se separó. Algunos con cortesía, otros dándonos la bienvenida, algunos otros de mala gana. Nos abrieron camino. Todos excepto Ares, que se quedó en su sitio, sujetando una espada que nunca parecía dejar de gotear sangre.
Y ahí delante, finalmente ante nuestros ojos, Zeus.
O, al menos, un águila realmente grande. No un águila calva, ni ningún tipo de águila que yo reconociera. Este ave era oscura, negra y gris con un pico amarillo brillante y garras también amarillas. Y podría haber descendido, agarrado y remontado el vuelo con un camión en sus garras.
Pero no era tan grande en la escala de Nidhoggr. Me estaba convirtiendo en una experta en las cosas de tamaño descomunal. Ésta era un águila muy muy grande, pero no del tamaño de Nidhoggr.
“Ven a mí, hija,” dijo la versión águila de Zeus.
Atenea avanzó rápidamente y clavó una rodilla en el suelo ante el águila. “Padre,” dijo.
“Encuentro que mi enfado hacia ti se ha enfriado, hija,” dijo Zeus. Su pico se movía cuando hablaba. Como si en realidad estuviera creando esas graves notas estremecedoras.
Atenea se levantó. “Sí, supuse que después de la derrota de las fuerzas de Ares reconsiderarías tu enfado hacia mí.”
La cara del águila no mostró ninguna reacción ante esta réplica bastante sarcástica. La cara de Ares se volvió incluso más simiesca. Tuve un presentimiento al respecto. El presentimiento de que no quería quedarme a solas con él en una habitación. Tenía el aspecto de un asesino despiadado.
“¿Quiénes son estos mortales?” preguntó Zeus.
Todos los rostros se volvieron hacia nosotros. ¿Cuántos dioses? Muchos. Algunas miradas duras, algunas miradas indiferentes, miradas resentidas, y algunas otras de fría valoración analítica.
“Dionisio los ha traído,” dijo Atenea. “Así que supongo que son estúpidos, borrachos, o pervertidos.”
El águila nos observó. Sus ojos eran como rayos. Quizá es esa la sensación que da el que te mire fijamente un águila. Pero también sentía una profunda inteligencia detrás de esa mirada. Tuve la sensación de que quizá Zeus no era ningún tonto. Y estaba segura de que Atenea no lo era.
“¿Son estos los guerreros que me prometiste, Dionisio?” preguntó Zeus escépticamente.
“No lo parecen,” admitió Dionisio, “Pero son grandes asesinos de hetwanos. Éste—” rodeó a David con el brazo. “Éste destrozó al menos a dos docenas.”
Una exageración, pero no tan mal encaminada.
“Incluso esta doncella ha matado a poderosos guerreros hetwanos.”
El tipo de miradas no cambió. Ares habló. “Tengo guerreros que han asesinado a cientos de hetwanos. Tengo a los hijos de Ayax, de Héctor, o del mismísimo Aquiles. Muchos guerreros valientes han matado hetwanos.”
“Yo solo he matado a más de mil,” dijo una voz desde detrás de un grupo de dioses. Un hombre se abrió camino a través de ellos. Tenía la constitución de un trol. Todos sus miembros eran gruesos, grueso su torso musculoso, su cuello. Llevaba una especie de vestido veraniego, sujeto de una forma que habría caldeado el corazón de un camionero de Texas. Desafortunadamente, el vestido exhibía su pelo en pecho por valor de dos películas de Austin Powers.
“Joder, los Chicago Bears podrían usar a este tío en su línea defensiva,” susurró Christopher.
Ares puso los ojos en blanco, “Sí, sí, el poderoso Heracles a matado a un gran número de hetwanos. ¡Pero mis mortales han matado más! ¡Hemos apilado grandes montones con sus cuerpos!”
¿Heracles? ¿Hércules? No se parecía nada a Kevin Sorbo.
“Y aún así,” dijo Atenea, “los hetwanos están asediando ahora el mismísimo Olimpo. Nos rodean por tres costados y pronto nos aislarán completamente. Estamos repitiendo la guerra de Troya, Padre, y nosotros estamos en el papel de los troyanos.”
El águila levantó una mano —sí, una mano— haciéndola callar delicadamente. Las garras se estaban suavizando en piernas. Y una mano había aparecido entre las plumas de una vasta ala. Zeus estaba volviendo a su propia forma.
“¿Quiénes sois, mortales? Explicaos, y rápido.” De pronto, apareció una segunda mano. Y en esa mano, un rayo. No era ningún rayo de dibujos animados. Se sacudía y crepitaba, como un rayo de verdad. Sentí su calor en mi cara. Era una lanza tortuosa, retorcida y chispeante, en forma de rayo, de diez metros de larga.
Los cuatro nos echamos a temblar violentamente, todos a la vez. Yo estaba bastante segura de que no era mi cometido el hablar por los cuatro. David asintió ligeramente, como confirmando nuestra plegaria silenciosa de que hiciera de portavoz.
Dionisio se acercó y susurró, “Habla, sé valiente. Él no pregunta dos veces.”
“Venimos del viejo mundo,” dijo David.
El águila levantó una ceja. “¿Cómo habéis llegado a nosotros?”
David vaciló.
“Simplemente dile la verdad, tío,” siseó Jalil. “Si tratas de cubrir a Senna, va a hacer relampaguear nuestros traseros.”
“Nos trajeron en contra de nuestra voluntad cuando Loki…” David se detuvo. “¿Conoce a Loki?”
“Es un dios menor de los bárbaros del norte,” dijo Zeus desdeñoso. Estaba empezando a emerger su cara, como una sombra en la cara del águila.
“Vale. Bueno, utilizó a su hijo, Fenrir, para secuestrar a una chica llamada Senna. Senna era… es… una amiga nuestra.”
Atenea lo interrumpió. “¿Por qué habría de querer a una chica del mundo real Loki el tramposo?”
“Ella es, uh, una bruja,” dijo David, y se quedó mirando fijamente al suelo. Parecía un hombre que acaba de cometer traición y al que habían pillado con las manos en la masa. David se había vuelto contra Senna, al menos en parte. Pero aún estaba en su poder. Incluso aquí, incluso ahora, a muchos días desde su última aparición.
Decidí hablar. Dije, “Mirad, se supone que es una bruja. Y Loki cree que es alguna especie de puerta hacia el mundo real. Loki quiere usar a Senna para abrir un camino hasta el mundo real y escapar de aquí. Escapar de Ka Anor.”
“Hemos oído rumores,” dijo un joven dios con alitas en los tobillos y un casco.
Zeus era ya casi humano. Era una intrigante mezcla de águila y hombre. Me di cuenta de que se me hacía difícil mirarle. Era como mirar al sol. Podía observarle, pero enseguida tenía que apartar la vista, con los ojos humedecidos. El rayo no ayudaba. Chasqueó con fuerza, y me hizo dar un brinco.
Atenea asumió el interrogatorio. “¿Entonces Loki tiene a esta bruja?”
“No,” dije. “Loki la perdió. La hemos visto bastantes veces desde entonces. Estuvo metida en lo de Huitzilopoctli. Merlín la está buscando, para impedir que la usen como portal. Y Ka Anor también la quiere.”
“Conocemos al mago, a Merlín,” dijo Atenea. “Su sabiduría es inmensa.” Antes de que pudiera contestar a eso, ella continuó. “Pasasteis por la ciudad de Ka Anor. ¿Qué visteis?”
“Vimos a Ganímedes devorado,” soltó Christopher.
Un escalofrío. Un presentimiento, como ellos dicen. La sensación de que alguien había dicho algo inconfesable. Una alteración en el papel de los dioses del Olimpo. Miedo real: un sentimiento no muy común por aquí, supongo.
Pero Atenea permanecía impertérrita. “Hemos perdido a Ganímedes. ¿Pero qué visteis de las fuerzas hetwanas?”
Jalil respondió. “Se cuentan por decenas de miles. Es imposible estimar más que eso. Pero creo que el verdadero problema es que los hetwanos se reproducen rápidamente. Ganímedes nos dijo que un solo apareamiento, aunque le cuesta la vida a la hembra, puede producir ocho o diez vástagos. Y observé que no nos encontramos con ningún hetwano joven, lo que me hace sospechar que también maduran muy rápidamente.”
“Son fáciles de matar,” participó David. “Uno a uno, quiero decir. Tienen armas que usan para disparar una especie de veneno ardiente. Pero uno a uno, pueden ser derrotados.” Asintió hacia Ares y Heracles. “No dudo que vosotros podáis matar a muchos hetwanos. ¿Pero podéis detenerles? Esa es una cuestión diferente.”
“Es un problema de matemáticas,” dijo Jalil un poco pedante. “Si suponemos que pueden poner a cincuenta mil hetwanos en el campo de batalla, y cada uno puede reproducirse en diez más, entonces tenéis que matarlos a una velocidad más rápida de la que pueden reproducirse. Y eso es bastante improbable.”
“¡Mataremos a cualquiera que esté contra nosotros!” rugió Ares. “¡Inundaré los campos con su sangre!”
“Yo he matado miles. Mataré a decenas de miles,” replicó Heracles, igualmente entusiasmado. “Una y otra vez hemos cargado contra ellos. Una y otra vez hemos replicado a sus asaltos.”
“La cuestión no es cuántos hetwanos mates,” dijo Jalil con calma. “¿Pero en qué proporción? Si los matas uno a uno, perderás. Si los matas incluso de dos en dos, o de cinco en cinco, perderás. ¿Cuántos de vuestra gente han muerto a manos de cuántos de ellos?”
“Muchos hombres valientes yacen muertos en los campos,” dijo con calmada autoridad un dios alto, atractivo y con cierto aire seductor.
“Apolo,” dijo Dionisio con un susurro teatral.
“El coraje de nuestros guerreros no lo soluciona,” dijo Apolo. “Ares y Heracles los han guiado osadamente batalla tras batalla. Pero cada vez regresan tambaleándose menos guerreros. Y ahora hay incontables miles de hetwanos. Y no más de mil guerreros de nuestro lado.”
“¿Qué?” gritó Christopher. “Os superan, ¿cuánto, cincuenta a uno? Oh, tío. Creía que podríamos descansar aquí. ¡El monstruo de Ka Anor va a hacer una barbacoa con vuestros traseros en menos de una semana!”
“¡Yo no temo a Ka Anor!” dijo Ares.
“¿Sí? Bueno, pues yo le he visto comerse a vuestro pequeño Ganímedes. Y deja que te diga algo, chico duro, si no te preocupa Ka Anor es que eres más idiota de lo que pareces.”