Capítulo XI

CAÍ rodando, más y más abajo, sintiendo los golpes de la tierra y la roca. Más y más abajo, dejando atrás pisos enteros de escalerillas y pasarelas ardiendo o carbonizadas. Rodaba montaña abajo a través de la destrucción causada por nuestras antorchas. Ceniza dentro de mi boca, ceniza flotando en el aire.

Más abajo, hacia los miles de hetwanos que esperaban, bloqueados por el destrozo que habíamos hecho con sus pasarelas.

Me agarré a la tierra, clavé las uñas, me arañé la cara, y frené. Me detuve.

Durante un momento, me quedé allí, congelada, jadeando, asfixiándome con el humo. Entonces miré hacia arriba, a través de mis ojos irritados y húmedos. La meseta estaba muy por encima de mí. Veía a los hetwanos y a los griegos luchando. Veía el destello de las espadas. Todo muy a lo lejos. De pronto, el sonido se oía desde mucha distancia.

Me había quedado entre dos escalerillas que aún humeaban. Mi antorcha había salido despedida. No tenía armas. Nada. Y esa furia oscura había desaparecido, se había evaporado. Me dolía todo el cuerpo.

Miré hacia abajo y vi el ejército hetwano. Sus malévolos ojos de insecto me devolvieron la mirada, con su codiciosa anatomía bucal siempre en movimiento. Me encontraba a la misma distancia de los hetwanos de abajo y de los que morían arriba. Pero el terreno abrupto de la montaña mantenía a los hetwanos a raya, al menos en cuanto a lo de subir a por mí. No podían alcanzarme. Y estaba fuera del rango de sus Super Cerbatanas.

Empecé a subir, aunque iba resbalando tanto como avanzaba. Hundí los talones de mis deportivos en la tierra endeble e intenté impulsarme. Intenté agarrarme con mis dedos heridos y sangrantes.

Entonces los hetwanos alzaron el vuelo, una docena o más. Agitaron sus alas y comenzaron a elevarse hacia mí. Oh, Dios, no puedo escapar. Oh, Dios. Van a matarme como yo los he matado a ellos.

“¡Ayuda!” grité. “¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡David!”

Los hetwanos se desplazaban lentamente, pero no tenían que volar muy lejos. Llegaron a mi altura y se abalanzaron sobre mí, dispuestos a matarme. Me tumbé sobre la espalda, con la absurda idea de apartarlos a patadas, pero cuando intenté patalear caí otros tres metros.

Oh, Dios, ya puedo verlos, están muy cerca y van a usar ese líquido ardiente que me consumirá, me quemará viva, oh, Dios, sálvame.

De pronto apareció una flecha en el hetwano más cercano. Simplemente apareció, sobresaliendo de su espalda, entre las alas. Cayó. Cayó y chocó contra el suelo a mi lado.

Alcancé el cuerpo, lo agarré del débil brazo y un puñado del ala y en un arranque de fuerza y terror me lo eché sobre mí. No podía perder ni un segundo. Los hetwanos lanzaron su veneno. Numerosos disparos alcanzaron mi muerto escudo hetwano. Olía a bicho quemado.

Tenía la boca del hetwano muerto sobre mi cara. Aún se movía, lentamente, sin fuerzas. Me encogí y balbuceé y rogué, por favor sálvame, por favor déjame vivir.

Las flechas seguían volando. Los hetwanos caían. Pero de pronto ya no hubo más flechas. No más flechas, pero cuatro hetwanos aún se cernían sobre mí, acercándose para poder disparar bajo su camarada muerto.

De nuevo volvieron las flechas. Alguien por encima de mí había vuelto a la carga. O habían traído un nuevo arquero.

“April, no te muevas,” oí gritar a David a un millón de kilómetros de distancia.

Giré la cabeza y agucé la mirada para ver pendiente arriba. Al borde de la meseta había arqueros griegos. Arriba, la batalla había acabado. Ahora se trataba de una nueva batalla. Una batalla por mí.

Los hetwanos sabían que no podían subir a la meseta en número suficiente como para cambiar las tornas ahí arriba, al menos no por ahora. Pero podían, sacrificándose unos pocos más, arreglárselas para matarme.

Una segunda avanzadilla de una docena de hetwanos echó a volar desde la meseta inferior. Ahí abajo estaban fuera del rango de alcance de las flechas. Los arqueros sólo podían acertarles cuando se acercaban a mí.

Me quedé mirando a los hetwanos que se extendían a lo largo de la meseta inferior. Eran demasiados. Más que flechas tenían los griegos. ¿Cuánto tiempo podría sobrevivir escondiéndome detrás de un cadáver?

Entonces, una destello. En realidad no tanto un destello como un movimiento. Un movimiento extraño, algo que ya había visto antes. Algo importante. Agucé la vista. Sí, ahí, merodeando entre las interminables filas de hetwanos con sus ademanes de insecto, un movimiento diferente.

Un andar a lo Groucho. Extraterrestre, tan extraterrestre como los hetwanos, pero sin ser hetwano. Una criatura grisácea con forma de C gigante, con una trompa larga y puntiaguda bajo unos ojos extraños y fascinantes, rojos con los iris profundamente azules. Tenían cuatro brazos, dos grandes y musculosos, y otros dos más pequeños inmediatamente debajo de los ojos.

No eran hetwanos. Definitivamente no.

Coo-hatch. No veía a sus habituales acompañantes más jóvenes, del tamaño de pajaritos y aspecto de luciérnagas, volando a su alrededor. Pero sí veía al menos a dos adultos. Coo-hatch, luchando junto a los hetwanos. Y llevaban algo en la mano. Un tubo. Metal. Más grueso en uno de los extremos, delgado en el extremo abierto. Un tubo hueco con un agujero de tres centímetros de diámetro.

Los coo-hatch usaron una vara larga y estrecha para empujar el contenido de una bolsita al interior del cañón. Y luego metieron la bala.

Un arma. Tenían una pistola. Iban a usarla para matarme.

Los hetwanos volvieron a elevarse. Se acercaban. Volaron flechas griegas. Los hetwanos cayeron. Y los coo-hatch les alargaron la pistola cargada a un equipo de cuatro hetwanos que con sus débiles extremidades a penas podían ni levantarla. Sujetaron la pistola tan firmemente como pudieron.

Un quinto hetwano se arrodilló detrás del arma. Pude ver como sus ojos recorrían la longitud del cañón. Pude ver como su miraba acababa posándose en mí.

Apareció un sexto hetwano con una mecha ardiendo.

Segundos. En unos segundos dispararían.

Espera, April. Espera. Espera. Mis músculos estaban tan tensos como el acero. Espera. La mecha se acercaba lentamente…

Me lancé hacia la izquierda, saliendo de debajo de mi escudo hetwano.

La explosión sonó apagada. No era tan fuerte como debía de sonar un disparo. La bala alcanzó al hetwano muerto en el pecho. Se levantó una nube de tierra. Le había atravesado limpiamente. A mí también me habría atravesado limpiamente.

Abajo, el caos. El retroceso del arma había matado al menos a uno de los que habían disparado. Los coo-hatch se acercaban para volver a recargarla. Más hetwanos se encontraban con más flechas durante su vuelo. Sólo era cuestión de tiempo. No podía subir. Recargarían el arma, dispararían. ¿Cuántas veces más podría eludirlos? ¿Seguir esquivando balas? Imposible.

“¡David, sácame de aquí!” grité.

“Creo que eso ya está arreglado,” me contestó David, extrañamente tranquilo.

Miré hacia arriba, y allí estaba. Flotaba en el aire, enorme, tan grande como su estatua. No era una aparición fantasmal recargada de efectos especiales, sino una criatura real, inmortal, de carne y hueso, que simplemente flotaba en el aire. Se inclinó, cerró su mano alrededor de mi cintura y me levantó.

Me podría haber devorado en dos bocados.

“Has luchado bien,” dijo Atenea, con su cara ocupando todo mi campo de visión, a pantalla completa.

“Gracias. ¿Pero podemos salir de aquí de una maldita vez?”