Capítulo III
DESPUÉS de otra hora, vinieron a por nosotros.
El sirviente, un chico joven muy mono, una especie de Noah Wyle con diez años menos, dijo, “Habéis sido honrados con una audiencia con el mismísimo Gran Zeus.”
El sirviente parecía impresionado. Empecé a sentir las primeras advertencias de temor. No sabíamos mucho a cerca de Eternia, a cerca de quién era quién, pero sabíamos, o al menos imaginábamos, que Zeus era uno de los fundadores. Un poder mayor. Alguien a quien temer, a pesar de que queríamos que sobreviviera.
“¿Se supone que vamos a ir a ver a Zeus?” preguntó Jalil. “¿Cuándo?”
“En cuanto estéis listos.”
Christopher dijo, “¿No podríamos, ya sabes, ver a su secretaria o algo así? ¿A su asistente?”
El comentario provocó una expresión de vacío en la cara del sirviente. Yo tenía una pregunta más vital.
“Hey, ¿qué nos ponemos? Quiero decir, es Zeus. Eso tiene que implicar algo formal. ¿Y qué le decimos? ¿Cómo te diriges a él? ¿Cuál es su título?”
El sirviente sí pilló esto. “Os traeremos la ropa apropiada. Deberíais dirigiros al Gran Zeus como Gran Zeus, o Padre de los Dioses, o Señor del Olimpo. A menos que os honre con sus divinas atenciones y os invite a su cama, en cuyo caso deberíais llamarle simplemente Zeus.”
“Uh-huh.” Genial. Una razón más para sentir un hormigueo de nervios.
“Así que básicamente no queremos una relación de nombre de pila con Zeuster,” observó Christopher. “O quizá tú sí, April,” añadió, contoneando sus cejas en lo que sin duda él pensaba que sería una mueca sensual.
“Mmm, estoy bastante segura de que no quiero que mi primera vez sea con un dios pagano, Christopher. Me da la sensación de que revelar eso en la confesión mataría al Padre Mike. Ya es bastante malo decidir qué hacer con lo de la inmortalidad.”
A Christopher, y posiblemente a todos nosotros, nos habían ofrecido la inmortalidad por rescatar al dios Dionisos de Ka Anor. Me daba la sensación de que el viejo borracho se pasaba un poco repitiendo constantemente lo de nuestra recompensa. Pero, al menos para Christopher, la oferta seguía sobre la mesa.
La inmortalidad. Vivir para siempre. A menos que alguien te mate. Pero no habría vejez, ni enfermedades. Era algo demasiado grande en lo que pensar. Además, sólo se aplicaría sobre la yo de Eternia, y esperaba que la yo de Eternia no estuviera por ahí el tiempo suficiente como para beneficiarse de la inmortalidad.
“Vale,” dijo David al sirviente como si fuera un hombre de negocios. “Si necesitamos ropas especiales, traedlas. Si tenemos que decir algo especial, ya sabes, como se llame eso. Mmm, sí, ¿cuál es la palabra?” Chasqueó los dedos. “Protocolo. Si hay algún protocolo especial, como inclinarse o lo que sea, haz que alguien nos lo comunique. Estaremos listos en diez minutos en cuanto nos traigas lo que necesitamos.”
El sirviente asintió y se marchó.
“David, estás hecho para dictar órdenes a los subordinados,” dijo Jalil secamente.
“Hace que te vengan ganas de empezar a llamarle Señora David, ¿eh, Jalil?” dijo Christopher.
Inmediatamente se sonrojó.
Los tres nos quedamos mirando. En parte por el crudo humor. Pero más por haberlo visto sonrojarse. La imagen de Christopher avergonzándose era algo nuevo.
“Perdona,” soltó Christopher, y se alejó.
No sé si estaba enfadado con nosotros o consigo mismo, o sólo intentaba evitar otra reprimenda. Pero era extraño. Extraño viniendo de Christopher.
El sirviente volvió rápidamente, junto con una mujer mayor. Llevaban togas limpias, aún más clásicas para los hombres, y un bonito vestido para mí: azul pálido, hasta los tobillos, abierto por ambos lados, atado en los hombros con hilos de oro, y formando un escote fruncido que descendía de forma bastante casta mientras no me inclinara.
La mujer trajo también sandalias anudadas al tobillo. Las rechacé y me quedé con mis deportivos. “Lo siento, pero este calzado es a veces lo único que tenemos a nuestro favor,” le expliqué. Ella no pareció comprenderlo.
La verdad es que ya nos quedaban pocas cosas de todo lo que traíamos. Pero aún teníamos el reproductor de CD casi intacto, nuestro bendito bote de Advil, algo de dinero y llaves, un libro, un bloc de notas que Jalil usa para dibujar mapas y esquemas, algunos fragmentos de nuestras ropas originales, y nuestras Nike o New Balance. Gracias a dios que era temprano cuando Senna nos atrajo hasta el lago. Algo más tarde probablemente me habría puesto unas botas. Y esto es indiscutible: corres por tu vida muchísimo más rápido con zapatillas de deporte que con botas.
Vestidos, limpios, saciados, y sintiéndonos tan bien como podíamos sentirnos teniendo en cuenta las circunstancias, me uní a los chicos.
“Hey,” dijo Christopher. “¡April es una chica!”
Todos nos reímos. Luego añadí yo, “Sí, igual que vosotros.”
“Qué graciosa,” gruñó Jalil. “Yo prefiero no pensar en ello como un vestido. Lo veo más como unos pantalones muy muy holgados.”
“¿Y una falda escocesa?” sugirió David. “Ya sabes, como esas de Braveheart.”
“Chicos, lleváis puestas unas togas. Y no muy largas, que digamos. Lleváis minitogas. Vais enseñando pierna. Enseñáis rodilla y algunos centímetros de muslo.”
“Sí, pero vamos a ser inmortales,” dijo Jalil.
“¿Crees que la toga forma parte de todo eso de la inmortalidad?” se preguntó David.
“Bueno, respecto a eso, todo lo de ser inmortales y tal—” empezó Christopher.
La llegada de los músicos le interrumpió. Sí, músicos. Cuatro tipos tocando un laúd, una flauta, un pequeño tambor y una especie de cuerno como si fuera una trompeta o un clarín.
“Oh, genial, nadie se va a fijar en nosotros,” dijo Jalil, gritando por encima de la música.
Los músicos nos guiaron hasta la calle. No estaba pavimentada en oro, pero sí con un mármol que parecía veteado en oro. Tenía la extraña cualidad de hacerme pensar que estaba en el gran centro de la ciudad Marshall Fields.
El cielo por encima de nosotros era despejado y azul. El aire era maravillosamente limpio y vigorizante, cálido pero no caliente. Irreal, un tiempo demasiado perfecto, a menos que fueras de San Diego.
A lo largo de ambos lados de la calle de mármol había edificios de granito y piedra caliza y más mármol. Calle abajo, los edificios se alzaban enormes, con más y mayores columnas, pero nosotros aún nos encontrábamos entre casas más modestas. Y con lo de más modestas me refiero, por supuesto, a casas dos o tres veces del tamaño de una de esas pretenciosas casas de tres pisos de la afueras, pertenecientes a jóvenes vicepresidentes.
Más adelante, los edificios crecían exponencialmente. Esto provocaba un extraño efecto óptico. Las cosas lejanas, aunque seguían teniendo el mismo diseño básico, eran seis, ocho, doce, cincuenta veces más grandes que aquellas más cercanas. Paradójicamente, hacía parecer que la calle era muy corta. No lo era.
“Así que estamos hospedados en las casuchas más baratas,” se quejó Christopher. “Es bastante humillante si lo piensas. Bueno, ha estado bien, pero asumámoslo: estamos en el Motel 6 del Olimpo. Y eso me ofende.”
La banda de cuatro músicos caminaba por delante de nosotros, tocando un tema bastante ligero, del tipo que escogería un músico al piano mientras intenta buscar una idea mejor.
Se me ocurrió entonces que, dioses o no, la gente del Olimpo no sabía escribir música. Literalmente. No había notas. No había clave de sol.
Nos encontramos con algunos transeúntes. La mayoría parecían bastante humanos, aunque una selección humana inusualmente atractiva, sana y fuerte. Pero aquí y allí había especimenes llamativos, de entre tres y cuatro metros de alto que se movían entre los mortales como supermercados Kennedys entre vendedores de Kmart.
El Olimpo, al menos en esta versión de Eternia, era una montaña cercenada limpiamente en la cima. Como la montaña de Encuentros en la Tercera fase. O como un volcán con la parte de arriba pavimentada con piedra brillante.
No era una ciudad; era demasiado tranquila y desierta para eso. Y por lo que sabía, sólo estaba esta única amplia avenida. Era casi como un museo. Un enorme jardín de esculturas al aire libre exhibiendo las maravillas de la arquitectura de la Grecia antigua.
Había un largo camino desde el Motel 6 hasta el vecindario de los auténticos magnates. Y mis nervios empezaron a manifestarse. Sí, habíamos rescatado a Dionisio, quien, como más de dos tercios de los dioses, era hijo de Zeus. Así que, al menos en teoría, éramos bienvenidos. Pero a esas alturas ya no me impresionaba la especie de los inmortales.
Habíamos conocido a inmortales psicópatas, asesinos, locos y locas. No es gente a la que quieres ver dirigiendo el universo. Y lo que sabíamos de Zeus por las historias de Dionisio era que le gustaba beber, perseguir a cualquier cosa con faldas, y podía, cuando estaba enfadado, o borracho, o simplemente un poco irritado, desatar un rayo y matar a la gente.
También sabía que la casa personal de Zeus era el edificio del final de la calle. Era como las imágenes que ves del Partenón. Pero no medio derrumbado, sino nuevo y reciente. Una doble fila de columnas al frente, techos altísimos, escaleras ascendentes, Incluso una cúpula como la de San Pedro.
Ya suponía que sería grande. Pero después de caminar veinte minutos, se hacía cada vez más grande. Más y más grande.
Era más grande que el US Capitol Building. Era más grande que cualquier edificio que yo hubiera visto. Era más grande que la casa de Aaron Spelling. El castillo entero de Loki podría haber entrado por las puertas principales.
¿Qué clase de criatura vivía en un sitio como ese? ¿Cómo podías ser humilde teniendo una casa como esa?
“Bueno, April, supongo que la humildad no se considera una virtud por aquí,” murmuré.
Me sentía como si estuviéramos encogiendo. Como si hubiéramos empezado con el tamaño normal pero ahora fuésemos de la talla de hormigas. Era impresionante.
Pasamos al lado de la estatua de una mujer. Llevaba un casco, como uno de esos cascos romanos que ves cuando pasas Ben-Hur haciendo zapping un domingo por la tarde.
La estatua estaba al pie de una fila de escalones que se elevaban unas cinco plantas. En lo alto de las escaleras había un templo, no tan inmenso como el que pertenecía a Zeus, pero bastante grande. La estatua era casi igual de alta que el edificio.
Me la quedé mirando boquiabierta. La feminista que hay en mí se sentía sutilmente orgullosa. No sabía qué rol tenían las mujeres en esta sociedad, pero quien quiera que fuera esta mujer, infundía R-E-S-P-E-T-O.
Vestía un modesto vestido, no muy diferente al mío. Pero llevaba también un enorme escudo oblongo que le cubría todo el lado izquierdo. Y en la mano derecha sostenía una lanza que levantaba alta y hacia el frente, sobresaliendo hasta el medio de la calle. Un milagro de escultura. Bueno, tenían que ser toneladas de mármol.
Su cara esculpida era inteligente. Depredadora. Una mujer que no aguantaba las gilipolleces de nadie. Una mujer que siempre estaría tres saltos por delante. Una mujer que miraría intensamente a tus ojos y vería las cosas que quieres ocultar.
Y entonces, con una sacudida casi eléctrica, vi al modelo de la estatua. Una mujer. Una mujer grande, pero no mucho más de la talla de la NBA. Y aún así era, sin lugar a dudas, la verdadera encarnación viva de la estatua, incluso con escudo y lanza, aunque llevaba la lanza a su izquierda.
“¿Quién es esa? ¿Y querrá zurrarme?” susurró Christopher.
“Es Atenea,” dije.
Había pronunciado el nombre antes de saber siquiera que lo conocía. ¿Y cómo lo sabía? No tengo ni idea. Algún recuerdo enterrado de mi infancia. Un dato recuperado de algún libro de mitología hacía tiempo olvidado.
“Atenea,” dijo Jalil, asintiendo como si creyera que era natural que yo lo supiera.
Atenea nos observaba. No dijo nada. No hizo ninguna señal. Simplemente nos observó pasar.
Me había sentido tan pequeña como un insecto. Ahora que notaba su mirada en mi espalda sentí que no me importaría ser incluso más pequeña.
Atenea. Diosa de la sabiduría. Diosa de la guerra.
¿Qué tipo de sociedad uniría estos dos atributos en una sola diosa?