Capítulo    XXVII

TOMÉ aliento, y levanté la vista hacia el Olimpo. Era una montaña, eso estaba claro. No es que fuera exactamente una de las Montañas Rocosas, pero creo que era una montaña después de todo.

El Olimpo. Iba a convertirme en inmortal. Por supuesto, la inmortalidad sólo dura mientras no te estampes a mil quinientos kilómetros por hora contra un suelo lleno de trozos de cristal roto. O te coma vivo una pesadilla alienígena.

David cabalgó hasta ponerse a mi lado. “Estamos a punto de entrar en el Olimpo. Quizá sea hora de que espabiles.”

Volví hacia él mi mirada borrosa. “¿Que me espabile? ¿Por qué? ¿Quieres causar buena impresión a los tíos de ahí arriba?”

“Sí,” dijo. “Eso quiero. Dionisios te prometió la inmortalidad, ¿recuerdas?”

“Genial,” balbuceé. “Seré yo mismo para siempre.”

“Vale, mira, Christopher, ya es suficiente.” Cogió las riendas de mi poni y lo hizo detenerse. Estábamos en un viñedo. O al menos teníamos viñas a ambos lados. Dionisios iba por delante, rodeado de nenitas medio desnudas, algunas reales, otras no. ¿Qué importaba?

“No lo entiendo, Christopher. De verdad que no. Yo lamento tanto como tú lo de Ganímedes. Nadie merecía esa suerte. Pero hemos visto muchas cosas horribles ahí detrás. Ha sido espantoso, ha sido terrible, pero joder, Christopher, ¿es peor que lo que hacía Hel? ¿O Huitzilopoctli? Mira, tenemos el Olimpo ahí delante. Nada de sacrificios humanos. Nada de enterrar viva a la gente. Nada de dioses alienígenas devorando otros dioses. Nada de—”

Me volví, le golpeé a un lado de la cabeza y me lancé sobre él, arrastrándole al suelo conmigo. Ambos rodamos por tierra.

“¡Suéltame—!” gritaba, pero yo le cogí, sujetándolo bien contra el suelo, y empecé a darle de puñetazos, golpeándole con toda la fuerza que me quedaba.

Yo soy más grande que David. Si hubiera estado sobrio le habría puesto en un apuro. Pero estaba ido, no podía pensar con claridad, no me movía otra cosa que el odio, la rabia y la violencia descontrolada.

David consiguió levantar la rodilla y me dio una patada en la entrepierna. Caí rodando de cara al suelo, lloriqueando y retorciéndome de dolor.

David se levantó, se quitó el polvo de encima, y me miró, “Mierda, Christopher, ¿qué coño te pasa?”

Los demás, April y Jalil, se acercaron en sus ponis para observarnos, supongo que bastante sorprendidos.

“No me pasa nada,” mis palabras se ahogaron en la tierra. “Estoy bien. Aquí estoy. Bien. Vivo. Nadie me ha arrancado la piel a tiras. ¿Y sabes por qué? ¿Sabes por qué estoy tan bien? Porque no he quedado convertido en un amasijo de carne aplastada, por eso. Y además hay un pequeño psicópata acosando a mi familia, pero mira, yo estoy bien, a mi nunca me pasará nada.”

David miró a Jalil. “¿Sabes qué le pasa?”

Jalil se encogió de hombros. Me estaba observando. Yo, el virus. Él, el científico al otro lado del microscopio. Le resultaba interesante. Jalil dijo entonces, “Creo que se siente culpable por lo de Ganímedes. Cree que debería haberle salvado.”

“Wow, Jalil, eres un genio,” dije con rabia. “Wow, parece que después de todo eres listo.”

“Lo que pasa es que no es culpa tuya, tío,” dijo David. “Estamos hundidos hasta el cuello. Todos vamos a acabar podridos. Yo también estaba ahí, ¿sabes? Fui yo el que te dije que lo dejáramos. No podíamos salvarle.”

Me levanté despacio. Se me había aclarado la cabeza, pero tenía el cuerpo deshidratado y envenenado. Intenté quitar el polvo a los pocos andrajos de ropa que habíamos podido sacarles a los enanos. “Quizá podría haberle salvado. Quizá no. ¿Pero sabes? La putada es que durante una milésima de segundo, cuando los hetwanos le estaban rodeando, durante esa milésima de segundo pensé que le jodan. ¿Veis? Ahí está el problema. ¿Y sabes qué, David, mi héroe David? Que tú también lo pensaste.”

La mandíbula de David se tensó, pero no dijo nada.

April le lanzó a David una mirada afilada y susurró, “Oh, no,” como si estuviera siendo testigo de una tragedia pero no pudiera hacer nada para pararlo.

“Y ambos sabemos, David, por qué podíamos dejarle morir y pensar que le jodan, ¿a que sí? Tú y yo lo sabemos. En eso somos iguales. Sólo que él me salvó la vida a mí. Y cuando lo hizo, yo le dije, ‘Te debo una’. Son cosas que se dicen, ¿qué vas a hacer si no? Pero en ese caso lo decía en serio. Le debía mi…”

No podía seguir hablando. Intenté respirar a través de mi garganta embotada. “Se lo debía. Mi vida. Una vida. Que le jodan. ¿Lo entiendes ahora?”

Estaba balbuceando. Nada de lo que decía tenía sentido. Estaba hecho un guiñapo. Un estúpido.

“Tienes que dejarlo estar,” dijo Jalil. “No tiene sentido que te tortures de esa forma por algo que no puedes cambiar.”

“Sólo quiere que le perdonen,” dijo April.

Palabras.

Monté en mi poni y juntos nos dirigimos hacia el Olimpo.

Unas pocas horas después ya estaba sobrio del todo. Me sentía enfermo, me quería morir, tenía el estómago del revés, me iba a explotar la cabeza, pero estaba sobrio. Estaba sobrio y cansado y estaba en el Olimpo, hogar de los dioses.

¿Cómo puedo describir semejante lugar? Una vez vi una película, pero no recuerdo como se llamaba. El protagonista era el tío ese que salía en L.A. Law. El caso es que aparecía el Olimpo. Era una especie de templo griego coronado de nubes.

Los verdaderos dioses del Olimpo lo habían hecho un poco mejor.

La cima de la montaña era plana, formando una meseta, como creo que se llama; plana como una mesa. Pero el piso estaba pavimentado con grandes losetas cuadradas de mármol enmasilladas con oro. Mármol y oro. Y dónde terminaba el mármol empezaba el mosaico. Había millones de pequeños azulejos de plata, ébano, zafiros, esmeraldas y oro perfectamente incrustados, que formaban inmensas escenas de fiestas de dioses, persecuciones de ninfas, monturas voladoras, y luchas con otros dioses.

Había una especie de pasillo principal, una calle tan amplia como la interestatal de seis carriles incluyendo la isleta central, y delineada por mansiones de columnas de mármol a ambos lados.

Estas eran las construcciones que los antiguos griegos, los atenienses y los espartanos o quien fuera, tenían en mente cuando comenzaron a construir los templos. Eso era lo que aspiraban a construir, pero comparado con esto, el resultado final era como si hubiesen estado trabajando con bloques Lego y Lincoln. Los dioses construían con mármol, diamante y mucho mucho mucho oro.

Aquí y allí se veían grupos de inmortales. Dioses. Ninfas y sátiros y la chusma inmortal habitual, pero también enormes y poderosos machos y hembras aterradores, rebosantes de fuerza, confianza y engreimiento. O no se daban cuenta de que los hetwanos se estaban agrupando al norte de su feliz hogar, o con lo de que eran dioses y tal se lo tenían muy creído.

Lo que es seguro es que a nosotros no nos veían como las tropas de refuerzo que venían a alistarse al Álamo.

Éramos vagabundos. Gorrones. Criaturas sucias, escuálidas y desarrapadas montadas en ponis sucios y cansados. Los inmortales saludaban y hablaban con Dionisios, y se reían de nosotros cuando nos veían.

Al otro extremo de la calle, detrás de las fuentes de las que manaba una límpida agua de mar desde ninfas de diamantes y cabezas de caballos de oro, detrás de las filas de estatuas, detrás de los árboles de plata y las flores de colores imposiblemente brillantes, había una mansión, un templo lo suficientemente grande como para alojar a todos los demás.

“El hogar de mi padre, el Gran Zeus,” dijo Dionisios con grandilocuencia, agitando sus rechonchos dedos. “Esperad a que vea que he regresado. Nunca habréis visto tal deleite, amigos mortales. Nada igual a la celebración que haremos. Y claro, le hablaré de vuestros servicios. Seguro os ofrecerá la inmortalidad y un hogar aquí, entre nosotros.”

“Yo me contentaría con algo de ropa limpia y una ducha,” dijo Jalil.

Dionisios me rodeó los hombros con su brazo. Supongo que ahora éramos compadres. Él y yo, los únicos borrachos.

“La inmortalidad,” dijo. “La disfrutaréis. Los mortales que consiguen semejante recompensa son pocos, muy pocos.”

“Como Ganímedes,” dije.

“Sí,” dijo Dionisios alegremente. Y luego como reflexión posterior añadió, “Pobre chico. Una pena. Era muy popular. En cualquier caso, haremos una fiesta en vuestro honor como los más recientes inmortales del Olimpo.”

No dije nada. El viejo borracho loco me había mostrado una salida. Me había mostrado el camino para obtener algo de paz.

Le debía la vida a Ganímedes. Más tarde o más temprano, en este universo o en el mío, finalmente moriría. Pero eso no saldaría mi deuda. Todo el mundo muere.

Pero nadie rechaza la inmortalidad.

Cerré los ojos y me vi cayendo, cayendo eternamente hacia el suelo de cristal. Vi una mano que me cogía. Sentí detenerse mi caída.

Ahora volvía a sentirlo. Sentía una ligereza que no había sentido desde entonces. No era suficiente. No podía cambiar el pasado. No estaba arreglando el fallo que había cometido. Pero iba a pagar todo lo que pudiera pagar por ahora.

Quizá llegaría el día en que pudiera enfrentarme a Ka Anor. Quizá viniera aquí. Quizá entonces tendría la fuerza suficiente para moler a palos a ese monstruo hasta que ya no pudiera levantarse.

Quizá entonces estaríamos en paz.

Me reí, y David me miró sorprendido.

“¿Qué es tan divertido?”

“Yo mismo. Alguna gente se acoge a la religión. Otros se unen a Alcohólicos Anónimos. ¿Y yo? Yo conozco a un troyano gay. Qué cosas.”

“Uh-huh,” dijo David con recelo.

Miré a mi alrededor, vi a una Jennifer López de dos metros de altura vestida con una toga muy suelta guiñándome un ojo. Tenía que ser la mirada de apenado que lucía en ese momento.

¿El Olimpo, eh? Guay.